REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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El liberal José Hernández
por León Pomer
En “Instrucción del estanciero" (1882) instruye al
hacendado criador de ganados: es un libro sabio. Habla de pastos y
construcciones; advierte sobre cómo cuidar los animales, como marcarlos,
alecciona sobre las relaciones con las peonadas. Anota que el casco de la
estancia debe estar rodeado por un cuadro de tierra cercado con alambre: “... los peones del establecimiento: no
deben tener jamás el derecho de penetrar en él sin que se les llame; desde el
principio debe infundírseles este respecto y a ninguna hora del día, ni de la
noche deben entrar a este departamento, donde nada tienen que hacer ni que
buscar". Es que “…por ahí empieza –opina don José- el respeto hacia el
mayordomo, respeto que luego se manifiesta en lodos los trabajos diarios del
establecimiento..."
De modo que cada cual en su lugar, y el del peón no es la
casa del patrón. Para él están los ranchos y sobre todo la cocina, que
Hernández reputa sitio principalísimo para el hombre que trabaja. En esta nada
debe omitirse para la comodidad de los que en ella comen y duermen. “Cuanto sean mejor tratados han de ser
ellos más celosos en el cuidado de los intereses del establecimiento”,
Hernández es un liberal del 80, pero un soplo popular y
democrático humaniza sus ideas, las distingue. Entre tanto, en “Instrucción”,
les explica a sus contemporáneos que “...por
muchísimos años todavía, hemos de continuar enviando a Europa; nuestros frutos
naturales para recibir en cambio los productos de sus fábricas, que satisfagan
nuestras necesidades, nuestros gustos o nuestros caprichos”. Está
persuadido que “... la América es para
la Europa la colonia rural”. Y al revés, que “Europa es para la América la
colonia fabril”.
No le parece malo que ello ocurra, ya que con su industria
ganadera (la única que menciona), nuestro país “... gira y se desenvuelve dentro del círculo de las naciones
civilizadas”. Con las vacas nos alcanza para ser ricos, nos sobra para ser
fuertes. Dejemos que otros se devanen los sesos fabricando, elaborando nuestras
materias primas. Que el precio de esta división del trabajo podía costarnos
caro Hernández ni lo imagina. Vive en el mejor de los mundos e ignora que ya en
el 80 somos una semicolonia, ignora incluso (al menos así lo parece) que más
allá de las tierras ganaderas hay otro país argentino que transcurre sus días
en una suerte de agonía postcolonial. Exclama exultante “¡Nadie puede tener una visión clara del crecimiento y de las mejoras a
que hemos de llegar muy pronto!”. Y muy pronto apenas ocho años más tarde
-el país crujía brutalmente bajo el peso, de la crisis juarezcelmanista.
Pero ya quedó dicho: el liberalismo de Matraca (que así lo
llamaban sus amigos por el vozarrón formidable) es más humano que el de otros.
Le preocupan de continuo “los hijos del
país”, para los cuales postula la formación de colonias, algo más de
justicia, un algo de protección. Él quiere un criollo incorporado al trabajo
permanente, bien tratado, con tierras y semillas y máquinas a su alcance. Pero
en función, claro, del proyecto liberal que viene hipertrofiando la ganadería
en detrimento de la colonización agraria, del desarrollo industrial, que está
inflando desmesuradamente una parte del país a costa del resto.
Años antes, en 1869, había adherido don José al "Club
de los libres”, constituido con fines electorales y con un programa
decididamente progresista para su medio. Pretendía “combatir la oligarquía"; exigía el juicio por jurados como
medio de que el pueblo fuera juzgado por sus iguales. Pedía también la
descentralización de la campaña para impedir que los gobiernos fueran poderes
electorales; la elección por voto directo de los empleos importantes; el
mejoramiento de los habitantes del campo organizando las fronteras, otorgando
facilidades para acceder a la tierra, evitando que la Guardia Nacional continuara
padeciendo las penalidades de los contingentes. El Club creía -y con él
Hernández- que “... la primera necesidad
de la actualidad..." son las autonomías provinciales.
Firmaron este programa, entre otros, Álvaro Barros, Carlos
Pellegrini, Vicente A. Quesada y por supuesto nuestro hombre. Que algunos de
los, firmantes abominaron más tarde de él parece indiscutible; de don José
puede decirse que pasados los años no le fue enteramente fiel.
Pero seamos justos, en el 69 y en su diario “El Rio de la
Plata”, peleó fieramente por “... la
división y distribución de la tierra sin más condiciones que la de explotarla y
poblarla...” abogó por “... medidas
de protección eficaz a las industrias decaídas...” En el 82 se había
olvidado de las industrias.
En el 69 el futuro autor de “Martin Fierro!" deploraba
que la tierra estuviera “aglomerada”
en pocas manos: “No hay países más
pobres y más atrasados que aquellos donde la propiedad está repartida en unas
cuantas clases privilegiadas. De esa desigualdad se originan los privilegios
odiosos que imponen al pobre un pesado tributo”. En el 82 seguirá pidiendo
tierra y protección para el pobre; pero su condena del latifundio se habrá
esfumado.
Pero siempre fue fiel al criollo de abajo. A su manera. En
1880, y en tanto diputado provincial, se opone a la enajenación de los Montes
del Tordillo: “Se va a desalojar de allí
a miles de personas, cuya miseria, necesidades y pobrezas, van a lanzarlas tal
vez en sendas criminales”. Agregará: "...vamos al despoblar los Montes del Tordillo y vamos
a poblar la penitenciaría”.
En diciembre del 83,
se duda en el senado nacional “,,,hace
muchos años que vengo viendo a una parte importante de la sociedad argentina,
lanzada en una peregrinación sin asilo, sin hogar, sin protección, sin familia”.
Hernández no objeta la esencia del sistema; su verba vigorosa clama por
mejorarlo, humanizarlo. Es un liberal sensible al padecer de los de abajo.
Tampoco el inmigrante le es indiferente. Ve a la ciudad de Buenos Aires repleta
de gringos que lustran botas y venden números de lotería: “Mientras subsistan los sistemas viciosos que nos hemos dado, mientras
subsista el desequilibrio entre la población y la riqueza, mientras no se abra
un ancho campo a la avidez de las especulaciones individuales, la inmigración
que afluye a nuestras playas se encontrará sin dirección y sin rumbo...” “...
Es que en tanto las gentes de ultramar carezcan de condiciones para el trabajo,
de los instrumentos que se requieren y de los recursos indispensables, para
explotar la tierra en beneficio propio y en beneficio del país...”, sólo han de
padecer y hacer padecer a otros. Hernández señala un mal muy grave la “disminución de los salarios”, por
excesiva oferta de trabajo. Esa inmigración, así planteada, “¿no es más bien la amenaza para el
proletariado?”.
Los temas de la milicia y sus penurias, el servicio de
fronteras, están presentes en su pluma: ya sabemos el lugar qué ocupan en
“Martin Fierro”. También los jueces de paz y la administración de justicia le
saltan de la pluma en parrafadas indignadas.
Pero esta sensibilidad social se compadece en él
perfectamente con los peores renuncios del liberalismo: del que es parte. En
diciembre de 1869 apoya el proyecto presentado por el diputado Melchor Rom,
disponiendo la venta a particulares del Ferrocarril del Oeste. Rom es gerente
de la Bolsa de Comercio y colabora con el diario de Hernández.
Diez años más tarde, siendo diputado, se manifiesta
partidario de proteger y fomentar el ferrocarril bonaerense. Pero agrega que se
opone a que el gobierno realice las obras públicas; prefiere que se favorezca a
los capitales particulares. Poco después, discutiendo un despacho de las
comisiones de Hacienda y Obras Públicas sobre el proyecto de ley general de
ferrocarriles, hace saber que se ha tenido principalmente en cuenta el
facilitar la entrada al país de capitales ferroviarios; expresa su preocupación
de que en el exterior no se conozcan suficientemente las leyes que rigen en
materia ferroviaria. Todo debe ir dirigido a atraer capitales foráneos.
Largo se podría escribir sobre el pensamiento y la acción de Hernández. Basten por ahora estas apuntaciones; habrá oportunidad para volver.