jueves, 1 de marzo de 2007

La devolución de nuestras Islas Malvinas


 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año I N° 2 - Marzo 2007 - Pag. 16 



Malvinas - 1833 - 1982 - 2007

La devolución de nuestras Islas Malvinas



Por Enrique Luis Liccardi Sañudo (1)




La discusión por la soberanía de las Islas Malvinas entre nuestro País y Gran Bretaña, viene de 1833, cuando las autoridades argentinas fueron desalojadas por la fuerza. Esta usurpación, contraria al derecho internacional, la reiterada desatención a los reclamos y la guerra de 1982, alimentan un sentimiento de agravio al pueblo argentino que, con el tiempo se ha convertido en parte de nuestra conciencia colectiva.



LA FRAGATA "HEROÍNA" TOMA POSESIÓN DE LAS MALVINAS EL 6 DE NOVIEMBRE DE 1820
Fragata Heroína
Pero si bien en 1982, la Argentina perdió la guerra con Gran Bretaña; Gran Bretaña perdió los dos argumentos que tenía para justificar su permanencia en las islas:



1.- La posesión pacífica e ininterrumpida. Esta situación, que venía de 1833 se quebró el 2 de abril de 1982.



2.- El derecho a la autodeterminación de los habitantes. Después de la guerra, el Reino Unido sancionó una ley reconociendo lo que siempre había dicho la Argentina: los isleños no son un ”pueblo”, son parte integral del Reino Unido.



A los conflictos internacionales rara vez los dirime el derecho. Suelen resolverse a favor del más poderoso. No obstante, el menos poderoso debe invocar su derecho en todos los fueros, buscando fortalecer sus reclamos.

No es lo que hizo Argentina en los últimos años. No aprovechó la debilidad de los argumentos británicos.

En 1982 ya habían transcurrido 149 años desde el desalojo por la fuerza. Desde entonces la política exterior argentina procuró una solución pacífica y negociada de la disputa por las Islas Malvinas.

LA CASA DE LUIS VERNET EN LA ISLA SOLEDAD - Periódico El Restaurador
La casa de Luis Vernet en la Isla Soledad
Tanto la negociaciones, como las inversiones en política de comunicaciones de los diez años previos al conflicto, como la sangre derramada en la batalla por nuestras Islas, constituye para Argentina una experiencia inédita; que fortalecen la decisión irrenunciable de reivindicar por siempre sus derechos como legítima heredera de los territorios.

Pero, si es paradójico que Londres haya ganado la guerra y perdido los argumentos, también lo es, que Argentina –después de sostener durante años que los isleños eran británicos instalados en territorio argentino– desaproveche la razón que le ha dado el Parlamento inglés.

No sólo la desaprovecha. Después de que el Reino Unido reconoció que, los isleños eran británicos, nuestra diplomacia trató de seducir a estos británicos como si debiera congraciarse con aquellos que pueden resolver el conflicto, (obsequiando el osito Winnie Poo). Esta falla de la Cancillería devengó en un error diplomático.

La doctrina correcta es la de siempre: respetar los intereses de los isleños, sus derechos y su identidad cultural; pero no reconocerles una tercería en la disputa territorial.

Históricamente la situación de Malvinas a lo largo del siglo XX a hoy, es:

Principios de siglo: Inglaterra sigue justificando la posesión de las islas en supuesta primicias históricas: primer avistaje, primer desembarco, primer asentamiento.

Años 30: Gran Bretaña abandona sus argumentos originales y adopta la doctrina de la prescripción: la posesión pacífica e ininterrumpida de un territorio, durante largo tiempo, crea soberanía. La Argentina sostiene que la prescripción fue interrumpida por los reclamos periódicos; Londres alega que un reclamo no altera la situación de hecho.

Años 40: Con la creación de la ONU, la posguerra da fuerza al concepto de autodeterminación. Gran Bretaña desconocía este derecho, pero desde 1947, tras perder la India y Pakistán, acepta la autodeterminación y estimula a las colonias a independizarse.

Los malvinenses son pocos para gobernarse por si mismos, frente a la Argentina que reclama el territorio. Londres pide la autodeterminación e ignora lo que sostiene la Argentina: que los isleños son británicos asentados en territorio argentino.

1965: La Asamblea de la ONU reconoce que la disputa es bilateral entre Argentina y el Reino Unido. Es inadmisible, por tanto, que sea arbitrada por un grupo de británicos (los Malvinenses).

1981: Parta mantener su posición, Gran Bretaña edita leyes que niegan a los isleños la condición de británicos. Los considera ciudadanos de un territorio dependiente de Gran Bretaña.

1982: Queda interrumpida la posesión pacífica.

1983: Tras la guerra de 1982, el Parlamento británico se siente obligado a sancionar la Ley Act 1983, que concede la ciudadanía británica a los isleños. Reconoce así, que no son un “pueblo”.

Conclusión: Nuestra generación y las de nuestros hijos tendrán el honor y el orgullo de reclamar ante todos los tribunales internacionales del mundo la devolución de nuestras Islas Malvinas, derecho este que nos corresponde en representación de nuestros héroes que con valentía y dignidad defendieron nuestros pabellón nacional.


Desde aquí, nuestro sencillo y humilde homenaje, a los compatriotas que lucharon en Malvinas.

(1) Artículo publicado en la revista Marina N° 593 de Mayo de 2006.


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Nuestro reconocimiento a nuestros vecinos del Ptdo. de Gral. San Martín, Ciudadanos Ilustres Post-Mortem:

Roberto Báez, Alberto Fernando Chaves, Andrés Aníbal Folch, José Antonio Gaona, Sergio Giusepetti, Oscar José Mesler, Néstor Alberto Morando, Julián Héctor Ocampo y Guillermo Omar Teves.

Y también a todos aquellos que ofrendaron su vida en la defensa del territorio patrio de las Islas Malvinas.

Que en la vida eterna encuentren refugio y amparo en el regazo de la Santísima Vírgen del Rosario.



La Virgen del Rosario con el Niño. Óleo sobre lienzo 164 x 110 cmMuseo del Prado. 
Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682). Pintor barroco español.

Los Escritores: José María Rosa

 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año I N° 2 - Marzo 2007 - Pags.10 a 15 


Los escritores:
José María Rosa




En nuestro número anterior (pág. 9) efectuamos una breve reseña biográfica de José María “Pepe” Rosa. A continuación, transcribimos un Capítulo de su obra “LA CAÍDA DE ROSAS”, publicado en el año 1958.


ROSAS. ÓLEO DE MONVOISIN - Periódico El Restaurador
ROSAS. ÓLEO DE MONVOISIN



“La Confederación Argentina, su pueblo y su jefe”



Falta de clase dirigente



La Argentina nunca tuvo una clase dirigente: una minoría capacitada por conciencia de su tiempo y comprensión de su medio para dirigir la nación que surgía. La Revolución de mayo de 1810 había sido un estallido popular, pero los políticos que tomaron a poco el gobierno en los triunviratos y directorios descreyeron de la nacionalidad para buscar en Inglaterra, Francia o Portugal la tutela de sus privilegios de clase contra la "anarquía" del pueblo naciente. Pertenecían a una clase social que no era una aristocracia; una clase que ignoraba o despreciaba a la nación gobernada. Una minoría gobernante sin "virtud política" (como llamó Aristóteles al arte de identificarse con los gobernados) no es una clase dirigente porque nada dirige. Impone o medra. No es una aristocracia; es una oligarquía.


José María Rosa - Periódico El Restaurador
José María Rosa

Los directoriales de 1814, los principistas de 1820, los alumbrados de 1824, los unitarios de 1826 (como más tarde los mayos de 1838 y los liberales de 1852) vivieron de espalda a la Argentina, sordos y ciegos a la realidad que los rodeaba. Sus hombres no comprendieron los intereses nacionales. Su acción política -valga el ejemplo de Rivadavia- se consagró a reformas edilicias, mejoras educativas o beneficios comerciales foráneos, mientras San Martín no podía continuar, falto del apoyo y el dinero de Buenos Aires la campaña del Perú, Brasil se incorporaba la provincia Oriental, se segregaba el Alto Perú y se consolidaba el alejamiento del Paraguay. Sus congresos discutían la excelencia de ésta o de aquella constitución a copiar de Francia o de Estados Unidos, mientras las provincias combatían entre sí y el enemigo exterior arrebataba las fronteras. No era el momento de reformar el Estado, sino de salvar y consolidar la Nación. No podían saberlo porque no sentían la nacionalidad: su concepción política no iba más allá del Estado es decir, lo formal, lo transitorio; no veían a la Nación la esencia, lo perdurable. Su gran problema era importar una constitución que dejare -a trueque de la entrega a la economía extranjera- intactos sus beneficios sociales y políticos de clase privilegiada.



Durante el predominio de la oligarquía -de 1811 a 1827-, la poderosa nación del Plata se escindió en cuatro fracciones al parecer insoldables. La actual Argentina -la mayor de ellas- se debatió en una constante anarquía que amenazó convertirla en una Centroamérica de catorce republiquetas enemistadas desde afuera.


Unitarios y federales

La oligarquía chocó con esa realidad que se obstinaba en no ver. La nación, incomprendida o rebajada en los de arriba, se manifestaba precisa y fuerte en los de abajo: las reservas de la nacionalidad se dieron más en el pueblo que en la clase superior. Los gauchos de la campaña, hortelanos y matarifes de las orillas, artesanos o pequeños comerciantes de las ciudades -todos aquellos que los decentes calificaban con desprecio de chusma-, fueron tesoneramente argentinos. El pueblo había sido el verdadero autor de la revolución del 25 de mayo de 1810, imponiéndose los patricios -sublevados contra sus jefes y oficiales- a las vacilaciones de los señores del Cabildo. Como más tarde serían también San Martín y Belgrano -comandantes de los ejércitos de los Andes y del Perú- y las milicias gauchas de Güemes, quienes obligaron al vacilante Congreso de Tucumán a la independencia del 9 de julio de 1816.

El pueblo se expresaba por sus caudillos: José de Artigas en el litoral, y Martín de Güemes en el Norte durante el primer decenio de la Revolución. Conductores de muchedumbres hecha montonera en las milicias, defendieron la autonomía de sus provincias contra la prepotencia de Buenos Aires, asiento de Directorios. De allí que se los llamara "federales", como acabaron llamándose "unitarios" los integrantes de la clase gobernante.

A unitarios y federales los separó algo más que una polémica por centralismo o descentralismo; no fue la suya una división teórica, sino viva y profunda. Dos concepciones antagónicas de la realidad, dos maneras opuestas de sentir la patria: "civilización" y "barbarie", dice Sarmiento. Civilizados se llamaban los unitarios que admiraban e imitaban a Europa; bárbaros les decían a los federales arraigados a la tierra y a su propia defensa.

La designación unitario en el lenguaje oligárquico no significaba partidario de la unidad, sino de la exclusividad; gobierno de doctores en beneficio de la clase decente durante los tiempos de Rivadavia; predominio de espíritus universales que no temían al extranjero en los años que siguieron. La patria para ellos no estuvo en la tierra, ni en la historia, ni en la sangre, ni en la comunidad. La patria era la civilización: "Nadie es extranjero en la patria universal, la patria es el Universo", dijo Echeverría en 1846; "llamar hermanos a los nacidos en el mismo suelo es un despropósito; los espíritus universales no somos hermanos de las bestias nacidas en América", bramaba Alberdi en 1839; "nuestro patriotismo no es el patriotismo del pampa, no es la incrustación del hombre sobre la tierra, que respetamos solamente en el ombú" razonaba Mármol en 1851.

Federal en el habla del pueblo equivalió a argentino; el grito "¡Viva la santa Federación!" exaltaba a la Confederación Argentina. La patria era la tierra, los hombres que en ella habitaban, su pasado y su futuro: un sentimiento que no se razonaba, pero por el cual se vivía y se moría. Defender la patria de las apetencias extranjeras era defenderse a sí mismo y a los suyos; mantener o lograr un bienestar del que estaban despojados los pueblos sometidos.


La incomprensión argentina

Comprender es amar; incomprender es odiar. Unitarios y federales separados tan profundamente, formaron dos Argentinas opuestas y enemigas. El primer estallido federal en Buenos Aires -de 1820- fue sofocado por una represión hasta entonces nunca vista. Al segundo -el gobierno de Dorrego entre 1827 y 1828- seguiría el fusilamiento del gobernador, sus principales colaboradores y la sistemática acción en la ciudad y la campaña de las comisiones especiales creadas por el ministro Carril. Algo más que un intento frío de amedrentar por el terror al partido del pueblo; era la explosión de un odio incontenible.

El odio empezó de arriba abajo: de unitarios a federales. No lo hay en la oposición de Dorrego a Rivadavia, ni en sus actos de gobierno perdonando las graves faltas de la presidencia. Sí, en la revolución unitaria de 1828. No existe en la primera administración de Rosas: se encuentra alegría en las manifestaciones populares por el advenimiento de éste, y ningún acto de venganza, ninguna manifestación popular de agravio sigue al sepelio de Dorrego en diciembre de 1829.

Pero el terror engendra el terror. Al de arriba acabará por suceder el de abajo. Después de contemplar a los "decentes" unidos a los franceses, después de sobrellevar dos años de bloqueo y advertir la alegría de los unitarios por suponer en setiembre de 1840 el desembarco de las fuerzas de Mackau, el estallido del odio federal sería terrible. Octubre de 1840 fue el mes rojo que serviría en adelante a los periodistas unitarios para quejarse de la crueldad de la chusma y del tirano. El "¡Mueran los salvajes unitarios!", revela el apasionamiento alcanzado.

En la posición de los federales hacia los unitarios no había una repulsión de clases, una animadversión de la chusma a los decentes, no obstante algunas expresiones despectivas (cajetillas, paquetes de frac) que podrían darlo a entender, pero que solamente traducen el desprecio a los extranjeristas, a quienes imitaban a los de afuera en trajes, manera y habla. El aristócrata que se mantenía argentino era tratado por gauchos y orilleros con respetuosa estima. Era un rechazo nacional. En cambio hubo resentimiento de clase por parte de los unitarios: de la ignorancia o negación de la clase plebeya, pasaron al desprecio cuando los montoneros de 1815 fueron tras sus caudillos a defender la argentinidad, al temor cuando irrumpió la chusma en las calles de Buenos Aires de 1820, al odio cuando llegó al gobierno con Dorrego en 1827. Odio que tenía de incomprensión y de impotencia: la más fuerte de las pasiones. Hacia los estancieros aristócratas y hombres de sólida cultura que formaban en las filas federales, el partido de la barbarie y la ignorancia, el odio alcanzaba proporciones implacables. En su limitado esquema social podían explicarse que el pueblo fuera "bruto", pero no encontraban justificativo al federalismo de quienes traicionaban a su clase intelectual al no pensar en fórmulas acuñadas y empeñarse en vivir espiritualmente volcados hacia la bárbara tierra natal o adoptiva. La burguesía y la mediocridad nunca pudo comprender por qué la aristocracia y la inteligencia podían formar en las filas repudiadas. Después de Caseros, perdonaron a quienes por debilidad o conveniencia, atribuyeron su federalismo a ambición o temor. Pero ante la sinceridad insobornable de Juan Manuel de Rosas fueron implacables.


Juan Manuel de Rosas

No había creído que su destino fuera la política. La tenía por cosa de la ciudad, de reuniones públicas donde peroraban doctores. El era de otra pasta: buscaba el campo, la soledad y el trabajo.

Desde niño rehuyó la casona urbana para aquerenciarse en la estancia donde eran suyos los caballos, las gentes, el horizonte. Montaba admirablemente y llegó a ser el mejor jinete de la pampa: lo que es decir el mejor del mundo. El campo fue su escuela. Aprendió la lección de cosas que le transmitía la naturaleza, oyó narraciones maravillosas de labios de gauchos analfabetos, jugó con los niños indios arriesgadas partidas donde la astucia y la paciencia daban el triunfo. Comprendió la pampa y sus habitantes. Y comprender es amar.

A una edad en que los jóvenes de su edad se atiborraban en Buenos Aires de latines y frases retóricas, -y llamaban a eso aprender-, la existencia agreste le enseñó a meditar y formar sus propios juicios y razonamientos. Sus padres, esperanzados por su inteligencia y laboriosidad, le planearon el porvenir de los jóvenes decentes: o la universidad en Córdoba o Charcas, o el comercio como dependiente en una tienda de la calle del Cabildo. No quiso dejar el campo y prefirió administrar la estancia paterna. Su afición a las labores rurales, incansable actividad y ascendiente sobre gauchos e indios, le abrieron el éxito: a los dieciséis años trabaja por su cuenta, a los veinte había llenado la pampa de estancias prósperas y atesorado la fortuna más sólida de la provincia.

Eran los años del librecambio impuesto por los ingleses en 1809. Los negocios pecuarios prosperaban; traían los in gleses a Buenos Aires manufacturas de Liverpool y se llevaban el cuero y el sebo de la pampa, si bien a un precio inferior a la cotización efectiva. Los estancieros tenían que resignarse con la "ley" de los únicos compradores o no vender a nadie. El joven Rosas -de veinte años en 1813- comprendió la debilidad de los criollos ante los británicos. Comprendió que las leyes perfectas de la economía liberal no rigen en los países pequeños, y no siempre los precios se establecen por la oferta y la demanda. Había que hacerse fuertes, oponiendo a la solidaridad de los compradores una acción coordinada de los vendedores, y tal vez producir algo que pudiera venderse fuera del monopolio comprador inglés.

Al poco tiempo se llenan los alrededores de Buenos Aires de "saladeros" para faenar la carne y llevarla a Brasil, Cuba o Estados Unidos. Había empezado una guerra por la independencia económica, paralela a la guerra de la independencia política. Pero Inglaterra no se resignaba a perder su colonia económica: por mil medios se obstaculiza la naciente industria, dirigida con tesón por la "unión de estancieros", a cuyo frente figuran el padre y el socio del joven Juan Manuel. Los buques ingleses se niegan a transportar las barricas de carne salada; no importa, la "unión" adquiere o fleta embarcaciones para llevarlas a su destino. En 1814 los compradores ingleses de cueros y sebo tienen que resignarse a aceptar la "ley" que ahora ponen los estancieros argentinos.

Mientras se desenvuelve esta lucha orientada por él y conducida por los suyos, el joven Rosas agranda sus estancias y funda saladeros. Puebla más allá de la frontera valido de su ascendiente sobre los indios y el conocimiento de su idioma (escribiría una Gramática pampa, algunos Vocabularios y un Diccionario). En 1819 -el mismo año de sus primeros Vocabularios- el joven estanciero aficionado a escribir vuelca conocimientos rurales y experiencia de administrador en las Instrucciones para los mayordomos de estancias.

Ha llegado a ser el amo indiscutible del sur de la provincia, el Señor de Los Cerrillos (su principal establecimiento) cuyo consejo y apoyo buscan todos: Aristócrata de raza y temperamento sencillo se sintió en un principio ligado a los directoriales, sus parientes: en 1820 marchará al frente de las milicias del Sur -el 5° Regimiento, llamado de los Colorados del Monte- a restablecer al gobernador volteado por una revolución de "anarquistas" federales. Es hombre de trabajo y de orden y quisiera acabar con las puebladas y motines: "Desde hoy -dice al licenciar los colorados-, la campaña será la columna de la provincia". Pero el joven Rosas, como todos los estancieros, como los patriotas de los primeros tiempos de la independencia, acabará por distanciarse de Rivadavia y los unitarios. No comparte, no puede compartir, los desaciertos de la oligarquía: la persecución a los indios, la desunión nacional mantenida a conciencia, el exilio de San Martín, la desintegración del país; mas tarde las leyes centralizadoras del congreso, la guerra civil fomentada por el presidente, la entrega económica a los ingleses, la constitución antipopular de 1826, el desastre diplomático de la guerra con Brasil, los negociados de minas y de tierras, el rebajamiento sistemático y oficial del hombre criollo. Verdadero aristócrata comprendía que la verdad está en el pueblo y los gobernantes de Buenos Aires parecían encerrados en su orgullo, ajenos a la realidad, como si toda la Argentina fuera Buenos Aires y una sola clase social. Fraterniza con Dorrego, el líder de la chusma de manolos y chisperos de las orillas, y le brinda su apoyo cuando éste ocupa el gobierno en legítima elección.




El Restaurador (1829)



Dorrego es fusilado por los unitarios, triunfantes un momento en la revolución del 1° de diciembre de 1828: "Hay que acabar con la cabeza de la hidra para atemorizar a los federales", aconseja Carril a Lavalle. Nunca entendieron al pueblo argentino, y su deliberado terror de 1828 y 1829 es una muestra elocuente. El terror no lo amedrenta. En lugar de asustarse, Facundo Quiroga brama de indignación desde Los LIanos, y Estanislao López de Santa Fe, como León Sola de Entre Ríos, se aprestan a ayudar a Rosas -Comandante General de Campaña de Dorrego, y ahora jefe de los federales de Buenos Aires- a recuperar el gobierno.

Sucede lo inexplicable: las milicias gauchas corren a los veteranos de Ituzaingó, y Lavalle héroe de Río Bamba es batido por Estanislao López en las mismas puertas de Buenos Aires. La revolución unitaria está perdida y LavaIle trata en Cañuelas con Rosas. ¿Era posible disponer un "aquí no ha pasado nada", después de tantos horrores? ¿Es posible la concordia entre federales y unitarios? San Martín cree imposible la armonía entre gentes tan dispares y separadas por hondos resentimientos: a su juicio es inevitable y hasta patriótico que "un partido extermine totalmente al otro". Rosas, sin embargo, tienta la posibilidad: resuelve en Cañuelas con Lavalle el olvido de los agravios y la designación de un gobierno neutral.

Fracasa la conciliación. No será posible el gobierno neutral porque los unitarios rompen el pacto apenas creen encontrarse en condiciones de reiniciar la guerra. "No hay más que combatir nuevamente" escribe Rosas desengañado a Estanislao López. Le hace decir a Lavalle: "Si la fe de los pactos se destruye, se dejará escapar la mejor ocasión de afianzar para siempre los destinos y prosperidad de nuestro suelo"; en adelante "todo será desolación y muerte en nuestra patria". Pero no hay guerra; los unitarios han medido mal sus fuerzas y no pueden combatir. Capitulan definitivamente en Barracas el 24 de agosto. Buenos Aires se alboroza de manifestaciones populares que vivan al Restaurador de las leyes.



PEONES CARRETEROS 
EN LOS ALREDEDORES 
DE BUENOS AIRES. 
LITOGRAFÍA DE CARLOS MOREL

Rosas no entra en Buenos Aires. Licencia su ejército y se vuelve a sus estancias; cree haber cumplido con su deber y espera como premio que lo dejen tranquilo. Pero no podrá sustraerse al gobierno; nadie sino él debe ocuparlo. Se resigna, convencido de evitar las venganzas populares y conseguir la "concordia" entre los argentinos. El día antes de asumir el gobierno deshace su sociedad con Terrero y abandona todos sus negocios. Como prenda de "unión" lleva conspicuos unitarios a su gabinete: entre ellos, al doctor Manuel José García.





La Confederación Argentina (1831)



Por una paradoja, los federales reconstruyeron la unidad que los unitarios habían destrozado.



Rosas restablece el orden en Buenos Aires. Con Quiroga y Estanislao López consigue dominar la revolución unitaria, que se mantenía fuerte en Córdoba, y crea con las provincias litorales el Pacto Federal del 4 de enero de 1831 -realizado por su iniciativa-, que por accesión de todas las provincias constituirá la sólida y definitiva Confederación Argentina. Las provincias quedan plenamente autónomas y se regirán por sus constituciones y leyes constitucionales. Ante el exterior la Confederación es representada por el gobernador de Buenos Aires que puede levantar ejércitos, hacer la guerra y la paz, firmar tratados y convenir la política internacional.





La suma del poder (1835)



En 1835 Rosas -que ha terminado su primer período en 1832 sin aceptar una reelección- vuelve al gobierno, ahora con la suma de poderes. Son graves momentos: una oscura conspiración donde aparecen mezclados federales cordobeses y santafesinos con unitarios porteños ha dado muerte a Facundo Quiroga, el fuerte caudillo del interior y puntal más firme de Rosas; el ministro argentino en Londres, Manuel Moreno, denuncia un plan de agresión francesa sabido por denuncias de París. Rosas, que se ha negado con reiteración al gobierno -en 1834 renunció cuatro veces-, poco menos que lo pide en abril de 1835. Un plebiscito casi unánime -nueve mil votos contra cuatro- faculta a la junta a conferirle la suma de poderes; en esta junta, las dos únicas voces contrarias son de dos íntimos amigos de Rosas -Anchorena y Senillosa-, por "no ser justo cargar a un hombre honesto con tan tremenda responsabilidad" .

Valido de la suma de poderes, Rosas confisca el Banco Nacional (que, no obstante su nombre y su capital era dirigido por particulares y dependiente de la voluntad del ministro inglés) detentador de la enorme atribución de emitir papel moneda y, por lo tanto, reglar la economía. Lo transforma en una institución fiscal: la Casa de Moneda o Banco de la Provincia. Y el 18 de diciembre de 1835 dicta la ley de Aduana, reemplazando el librecambio impuesto por Inglaterra en 1809 por un sistema proteccionista de las manufacturas artesanales argentinas y las harinas, vino, azúcar y tabaco, de que el país podía abastecerse. La Ley de Aduana consolida la unidad nacional al significar el renacimiento de la artesanía del interior. Los recelos de las provincias contra el "puerto" enriquecido por el librecambio, desaparecen con la prosperidad de los tejidos de Córdoba y Catamarca, azúcar de Tucumán, alcoholes de Cuyo, embarcaciones y manufacturas del litoral, tabacos y aguardientes del Norte.

El orden y la prosperidad se traducen en buenos salarios. Llega la primera inmigración masiva a Buenos Aires: vascos que vienen a trabajar en los saladeros, genoveses entregados al cabotaje fluvial, infinidad de artesanos italianos, franceses, españoles, alemanes, que abren talleres remunerativos amparados en la protección industrial.

Con el poderoso Restaurador prospera la nación entera. Tras sus decretos de gobierno se adivina la voluntad de la población en masa. El caudillo es la multitud misma hecha símbolo y acción; justamente por identificarse con su pueblo es que ha logrado ese ascendiente. Por su boca y su gesto habla y se expresa la Argentina; es un verdadero "socialismo" el gobierno del dictador. Así lo llama el autor del himno:

"Testigo de las conmociones sin término que agitaron mi patria desde 1810 a 1819 -le escribe Vicente López el 15-3-51- testigo de la firmeza del gobierno de V. E. desde la última época hasta el presente, período de más de veinte años, he aprendido a distinguir las efímeras autoridades que daba la época del individualismo, a la firme y duradera que da la época del socialismo o de la población en masa".


El "Sistema Americano"

De 1835 en adelante la Confederación Argentina toma aspecto y conciencia de nación. Las Provincias Unidas de 1816 o la República Argentina de 1826 habían sido un caos de guerras internas, ensayos constitucionales, fracasos exteriores, sometimiento económico, pobreza interior, que llevaron a la disgregación de la patria de 1810. En 1831, las catorce provincias que agrupa Rosas en el Pacto Federal fundan el instrumento de la nacionalidad. Desde 1835 la férrea mano del Restaurador construye a la nación: la unidad que será firme pese a muchas cosas que vendrán, la independencia económica, la riqueza equilibrada, la posición internacional respetada, el anhelo de lograr la unidad de América latina.

PLAZA DE LA VICTORIA CON LA PIRÁMIDE
DURANTE LA ÉPOCA DE ROSAS
Había que llevarse por delante muchas cosas, pero Rosas estaba dispuesto a todo. La independencia económica de la Ley de Aduana y el apoderamiento del Banco Nacional herían los intereses comerciales ingleses. Era presumible que una escuadra inglesa no tardaría en presentarse a cobrarse con la aduana, la tierra y demás garantías, los créditos impagos del empréstito a Rivadavia; y de paso exigir en nombre de la libertad el ingreso libre de sus mercaderías. Si Rosas no se allanaba auxiliaría a sus opositores a sacar del gobierno a un hombre que osaba darle a su pequeño país una política nacional.

No fue una escuadra inglesa la que llegó al Plata; fue una francesa. En 1838, la entente cordiale de Gran Bretaña con Francia era la política que regía al mundo; en marzo se presentó el almirante Leblanc frente a Buenos Aires a exigir, "en nombre del honor de Francia", se derogara para los franceses la ley obligatoria para los extranjeros afincados de prestar servicios de milicias. No era hombre Rosas de aceptar imposiciones.

Empezó el grave conflicto con Francia. Queda bloqueado el puerto de Buenos Aires y el litoral argentino; hay bombardeos a Martín García, cambios de gobierno en el Estado Oriental, los unitarios preparan su ejército libertador en Martín García bajo la bandera francesa, con dinero francés, armas y transportes franceses. Rivera, gobernante impuesto por los interventores al Estado Oriental, declara la guerra a la Argentina cumpliendo indicaciones del cónsul Roger; viajeros misteriosos franceses recorren las provincias distribuyendo oro y complotando la eliminación de los gobernadores federales. Algunos intentan segregarse de la Confederación bajo estas influencias.

Más de diez millones de francos oro fueron invertidos por Francia para intentar la caída de Rosas. ¿Qué interés real tenía en ello? ¿Qué ganaba de tangible con la eliminación de los federales argentinos y el regreso de los unitarios? La simpatía espiritual hacia los afrancesados criollos no podía llegar a tanto.

Es posible que el almirante Leblanc no iniciara la aventura cumpliendo órdenes inglesas; es posible que el suyo de marzo de 1838 fuera uno de los tantos arrestos de prepotencia de los marinos de Luis Felipe en América y en Africa. Después de la negativa de Rosas, no pudo decorosamente volver atrás. Pero ni el bloqueo de Buenos Aires, ni la intervención abierta en los asuntos orientales, ni la dirección, armamento y financiación de la guerra civil unitaria hubiera sido posible sin contarse con la anuencia inglesa.

Rosas lo suponía y daba un valor entendido a las protestas de adhesión del ministro inglés MandevilIe. Como supo también, al quebrarse en Egipto en 1840 la entente cordiale, que, pese a las enfáticas declaraciones de Thiers -primer ministro francés- y al envío de una expedición de desembarco "para terminar gloriosamente la cuestión", el almirante jefe de esa escuadra haría necesariamente la paz. Sin el apoyo de Inglaterra, Francia se alejaría del Plata pese "al honor de la tricolor". El almirante Mackau, inesperadamente para sus "auxiliares" unitarios trató con Rosas en octubre de 1840 el retiro de la intervención. Primera victoria internacional del que empezaba a ser llamado el Gran Americano.

Desde esa primera defensa contra la agresión extranjera data la política del "americanismo" de Rosas. Por defender la neutralidad oriental en el conflicto, el presidente Oribe había sido obligado por los franceses a abandonar Montevideo. Rosas y Oribe tienen que luchar juntos contra los europeos y sus auxiliares, y en ese hecho quedan entrelazados los pueblos argentino y oriental. Al frente de un ejército común irá Oribe a expulsar de Montevideo a los gobernantes impuestos por Francia en 1838. El hecho es grave para los europeos, pues el prestigio de Rosas se ha afirmado con la victoria contra Francia, e Inglaterra cree que debe presentarse de frente para frenarlo. La entente cordiale se ha reanudado. En diciembre de 1842 los ministros de Inglaterra y Francia -Mandeville y De Lurde- notifican a Rosas la prohibición de sus países a la invasión del ejército de Oribe al Estado Oriental. Rosas da la callada por respuesta, y el ejército cruza el Uruguay.

¿Qué se proponía el "americanismo" de Rosas? Sus enemigos le atribuyeron el propósito de reconstruir el virreinato. Es posible que acariciara el proyecto de volver a la unidad del Plata, disgregada por influencias extranjeras que no por voluntad de los platinos. Si tal fue su propósito debe reconocerse que obró con tino y diplomacia y dejando que las cosas fueran por sí mismas una vez libre de presiones exteriores. Llegaría la unidad del Plata, como llegó la unidad de la Confederación Argentina: sin prepotencias de Buenos Aires, sin herir susceptibilidades, por propia y decidida voluntad de los segregados. 

En los hechos su política fue más allá de la reconstrucción de la antigua unidad administrativa española. El "sistema americano" que propagaba por el continente significaba la defensa de los pequeños países de origen español ante la ingerencia de las grandes potencias comerciales. Esa solidaridad hispanoamericana podía conducir a una unión efectiva de toda América española: la idea de Bolívar, de San Martín, de Artigas. 

Esa lucha tenía dos aspectos: el externo de rechazar las imposiciones de Europa, especialmente de Inglaterra; el interno, para acabar con las oligarquías criollas divorciadas del medio donde convivían. Sólo con gobiernos populares en América podrían volver a reunirse los Estados desunidos del Sur de América. Alguna vez se dijo en la junta de representantes de Buenos Aires que un Brasil democrático y republicano tendría títulos para integrar la Federación de América latina. En parecida forma se expresaba el brasileño Hollanda Cavalcanti de Albuquerque, recelando no obstante del prestigio de Rosas, pues quería para su patria el puesto rector en la Federación Democrática Americana.


El solitario

El drama argentino fue carecer de una clase dirigente. Un gran jefe y un gran pueblo no bastan para cumplir un destino. Solamente con una categoría de hombres capaces, consagrados y plenamente identificados con su patria, puede cristalizar una gran política.

En 1834 Rosas se negaba a aceptar el gobierno "porque la administración es unitaria, y los federales no tienen aptitudes para la función pública": un partido de gentes muy altas o muy bajas no daba colaboradores eficientes, y a la burguesía le faltaba la primera virtud -el patriotismo- para usarla en beneficio del país. De allí, tal vez, la omnipresencia de Rosas en todos los actos de gobierno. Sus ministros eran amanuenses y no tuvieron gravitación mayor en su obra, estrictamente personal. Muerto Tomás de Anchorena en 1847 -su pariente y consejero escuchado- la soledad de Rosas sería completa.

Sin embargo lograría formar la mejor representación diplomática tenida jamás por la Argentina: Guido en Río de Janeiro, Sarratea en París, Manuel Moreno en Londres, Alvear en Washington. Tuvo excelentes diputados en la junta de representantes (Lorenzo Torres, Baldomero García) y jueces íntegros en la cámara de justicia (Vicente López, Roque Sáenz Peña). Pero le faltaron colaboradores eficientes en las tareas administrativas que interpretaran y comprendieran su pensamiento político. Manuel Insiarte o Felipe Arana no siempre acertaban que el móvil de la política es algo más que detentar el poder. La verdad es que la poderosa personalidad de Rosas y su enorme capacidad de trabajo eran toda la administración en la casona de la calle de San Francisco o en la quinta de Palermo. De Angelis lo advertía a Guido con excesiva sinceridad el 12 de abril de 1849:

"El señor gobernador tiene sobrados motivos para mandarnos a todos a la p... que nos parió. Es el único hombre puro, patriota y de buena voluntad que tenemos. Si él falta, todo se lo lleva la trampa, y no es posible que él lo desconozca. ¿Qué sería del país?"

Un hombre solo por grande que sea, su laboriosidad, inteligencia o penetración de los negocios públicos, no puede sustituir a la labor coordinada, metódica, dedicada, de un equipo de hombres capaces y patriotas. Carece de su eficiencia y es incentivo para los ambiciosos que quieran heredarlo. Esa fue la ventaja de la aristocracia de Brasil, categoría de hombres movidos por su amor al Imperio y defensa de su posición social y económica.

Descansaba sobre el jefe todo el trabajo administrativo, pero no era posible otra forma de gobernar. Angelis escribe a Guido el 27-1-50, comentando la renuncia de Rosas de ese año:

"El general Rosas no puede sustraerse al peso que lo oprime. Este es su destino, y por más duro que sea, tiene que cumplirlo. Lo que él dice es cierto: su salud desfallece y su vida misma está amenazada. Todo el peso de la administración, en sus pequeños y grandes detalles, descansa sobre sus hombros y, lo que es más, sobre su responsabilidad. Las faltas de los empleados, los abusos que cometen, su misma ineducación, todo se pone en cuenta del gobierno y se atribuye a su descuido, y hasta a su connivencia."

Su sistema de trabajo era agotador. Laboraba desde mediodía hasta las tres de la mañana sin pausas ni descanso; fatigaba tres turnos de cuatro escribientes cada uno en un dictado continuo, interrumpido por la lectura de la correspondencia o los expedientes. Todo pasaba por sus manos: la correspondencia diplomática, notas de los gobernadores, pruebas de los artículos de periódicos, resoluciones administrativas, consultas de la aduana, la policía o el jefe del puerto, trámites militares, servicio de postas, peticiones particulares. Quince horas de jornada continuas, pues su hija Manuela atendía a las audiencias en su nombre, y a los Ministros solamente de tarde en tarde los veía, entendiéndose con ellos por escrito. Era un recluso el hombre que hacía estremecer el continente. Veinte años de esa labor le perjudicaron física y mentalmente pero no tanto como decía él mismo y repetían con fruición sus enemigos."

En el Restaurador laborioso, leal, arrogante, temerario y justiciero se plasmaron las mejores posibilidades de la raza. Pero también los mayores defectos de los argentinos: el personalismo, que lo hacía asumir toda la tarea; la obstinación, que le impedía "retroceder un tranco de pollo" según su conocida frase; y la pasión por el azar que le hacía "jugarse entero" (también frase suya) en cada oportunidad.

Nunca "retrocedió un tranco de pollo", nunca dejó de "jugarse entero" contra los enemigos más poderosos. Y en todo momento se cortó solo, obstinadamente. Pudo triunfar contra Francia e Inglaterra, pero no pudo vencer a un grupo de brasileños, inteligentes, patriotas y coordinados dispuestos a echar mano de la falta de conciencia patriótica de muchos argentinos para salvar a su Imperio de un enemigo peligroso. Vuelvo a repetirlo: un gran pueblo y un gran jefe no bastan para consolidar una gran política. Pero Rosas no podía sacar de la nada una clase dirigente. Sin ella la Argentina no podía cumplir su destino. No lo podrá mientras no cree y eduque una clase directora con conciencia de su posición; los hombres providenciales serán siempre relámpagos en su noche.

Por la Confederación, por el pueblo federal, por el sistema americano, jugó Rosas su fama, fortuna y honra. La perdió, como necesariamente tenía que ocurrir: "Creo haber llenado mi deber -escribiría la tarde de Caseros con tranquilidad de conciencia-; si más no hemos hecho en el sostén sagrado de nuestra independencia, de nuestra integridad y de nuestro honor, es que más no hemos podido." Y dolido por su Argentina ya sin gravitación internacional y presa de la voracidad. extranjera, dolido por su pueblo castigado, por la quiebra del sistema americano, por las hecatombes que siguieron a Pavón y la injusticia de la guerra del Paraguay, moriría calumniado y pobre en su exilio de Southampton el 14 de marzo de 1877, pidiendo que sus restos descansaran en la pampa nativa "cuando el gobierno argentino reconozca mis servicios".


No se cumplió todavía.


  • Nota de la Dirección: En el año 1989 fueron repatriados los restos del Restaurador y actualmente descansan en el Cementerio de La Recoleta

A 130 años del fallecimiento del Restaurador

 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año I N° 2 - Marzo 2007 - Pags.8 y 9 




Sepulcro de Rosas en Southampton - Periódico El Restaurador
(1)


A 130 AÑOS

 DEL

FALLECIMIENTO

DEL

RESTAURADOR DE LAS LEYES




En su libro “Rosas y Urquiza” (Bs. As. - 1948), Mario César Gras relata el fallecimiento del Restaurador:

“…el miércoles 14 de marzo de 1877, en el amanecer de uno de esos días gélidos y brumosos, tan comunes en el invierno inglés, la vida del fundador de la Confederación Argentina se extinguía, dulcemente, en su humilde residencia de Swanthling. La presencia de la hija amada en sus instantes supremos, debió hacerle inmensamente feliz y una sonrisa plácida, reveladora de la conformidad interior selló, para siempre, aquellos labios finos y enigmáticos.

“¡Te aseguro que ha muerto como un justo! –escribía Manuelita a su marido, a la sazón en viaje a Buenos Aires, describiéndole los últimos momentos de su progenitor– ¡No ha tenido agonía, exhaló su alma tan luego que me dirigió su última mirada! ¡Ni un quejido, ni un ronquido, ni mas que entregar quietamente su alma grande al Divino Creador! ¡Que él lo tenga en su santa gracia!”.

Faltábanle pocos días para cumplir los 84 años siendo así uno de los próceres argentinos a quienes Dios concedió más larga vida. Entre nuestras grandes figuras, sólo Mitre, que falleció a los 85, le superó en longevidad.

Trabajó, sin desmayos y con su ahínco habitual, hasta pocos días antes de su muerte. La neumonía que lo llevó al sepulcro la contrajo el jueves 8 al dejarse sorprender por la noche, recorriendo el campo, como tenía costumbre, sin reparar en los riesgos de la estación, que en la zona de Southampton, azotada por los vientos del mar, es singularmente fría y húmeda.

La carta en que Manuelita relata a su marido los pormenores de la muerte de Rosas a que hice referencia, es un documento de extraordinario valor emotivo e histórico, e insustituible, por su claridad y precisión, para quienes desean conocer el epílogo de una existencia tan apasionadamente combatida. Por ello he querido transcribirla en su integridad.

Hela aquí:

Burgess Street Farm.
Southampton, marzo 16 de 1877

Mi Máximo:

Cuando recibas ésta estarás ya impuesto de que mi pobre y desgraciado padre nos dejó por mejor vida el miércoles 14 del corriente.

¡Cuál es mi amargura tú lo alcanzarás pues sabes cuanto te amaba, y haber ocurrido esta desgracia en tu ausencia hace mi situación doblemente dolorosa! Es realmente terrible que tan pronto como nos hemos separado, desgracia semejante haya venido a aumentar el pesar de estar tan lejos uno de otro, pero queda seguro, no me abandona la energía tan necesaria en estos momentos que tanta cosa hay que disponer y atender, todo con mi consentimiento, y que sobrellevo tan severa prueba con religiosa resignación acompañandome el consuelo de haber estado a su lado en sus últimos días, sin separarme de él.

El lunes 12 fui llamada por el doctor Wibblin, quién me pedía venir sin demora. El telegrama me llegó a las cinco y media y yo estuve aquí a las diez y media, acompañada por Elizabeth. El doctor me esperaba para explicarme el estado del pobre tatita. Sin desesperar del caso, me aseguró ser muy grave, pues que, siendo una fuerte congestión al pulmón, en su avanzada edad era de temerse que le faltase la fuerza una vez debilitado el sistema. Al día siguiente (martes) el pulso había bajado de 120 a 100 pulsaciones pero la tos y la fatiga le molestaban mucho, a más de surgir un fuerte dolor en el pulmón derecho. Este desapareció completamente en la tarde… la espectoración, cada vez que tosía, era con sangre, y éste, para mí, era un síntoma terrible, como también la fatiga. Esa noche del martes (13) supliqué al doctor hablarme sin ocultarme nada, si él lo creía en peligro inmediato; me contestó que no me ocultaba su gravedad y que temía no pudiera levantarse más, pero que no creía el peligro inmediato, ni ser necesario consultar otros médicos, y como su cabeza estaba tan despejada y con una fuerza de espíritu que ocultaba su sufrimiento, embromando con el doctor, hasta la noche misma del martes, en que hablábamos, víspera de su muerte. El doctor, como yo, convinimos no ser prudente ni necesario todavía hacer venir al sacerdote, pues su presencia pudiera hacerle creer estar próximo su fin y esperaríamos hasta ver cómo seguía el miércoles (14). Esa noche estuve con él hasta las dos de la mañana con Kate, pues Mary Ann me reemplazaba con Alice, haciendo turnos para no fatigarnos. Antes de retirarme, estuvo haciendo varias preguntas entre otras cuándo recibiría tu carta de San Vicente y me recomendó irme a acostar, para que viniera a reponer a Mary en la mañana. Todo esto, Máximo, dicho con fatiga, pero con tanto despejo, que, cuando lo recuerdo, creo soñarlo! Cuando a las seis de la mañana entró Alice a llamarme porque Mary Ann creía al general muy malo, salté de la cama, y cuando me allegué a él lo besé tantas veces como tú sabes lo hacía siempre, y al besarle la mano la sentí muy fría. Le pregunté “¿cómo te va tatita?” su contestación fue, mirándome con la mayor ternura: “no sé, niña”. Salí del cuarto para decir que inmediatamente fueran por el médico y el confesor; sólo tardaría un minuto pues Atche estaba en el corredor; cuando entré al cuarto había dejado de existir!!! Así, tú ves, Máximo mío, que sus últimas palabras y miradas fueron para mí, para su hija tan amante y afectuosa. Con esta última demostración está compensado mi cariño y constante devoción. ¡Ah Máximo, qué falta me haces! ¡Si tú estuvieras aquí yo sola me ocuparía de llorar mi pérdida, pero no te tengo, y es preciso que yo tome tu lugar, lo que hago con una fuerza de espíritu que a mi misma me sorprende, desde que he estado acostumbrada que, en mis trabajos y los de mi padre, tú hicieras todo por nosotros! Pero Dios Todopoderoso, al mismo tiempo que nos da los sufrimientos, nos acuerda fuerza y conformidad para sobrellevarlos. ¡Te aseguro que ha muerto como un justo! ¡No ha tenido agonía, exhaló su alma tan luego que me dirigió su última mirada! ¡Ni un quejido, ni un ronquido, ni más que entregar quietamente su alma grande al Divino Creador. ¡Que él lo tenga en su santa gracia! ¡Mary estaba a su lado cuando murió, y esta pobre mujer se ha conducido con él, hasta su última hora, con la fidelidad que tú conoces siempre le ha servido! ¡Pobre tatita, estuvo tan feliz cuando me vió llegar el lunes! Las dos muchachas están desoladas. Madre e hija demuestran el cariño que tenían a su patrón. Tus predicciones y las mías se cumplieron desgraciadamente, cuando le decíamos a tatita que esas salidas con humedad en el rigor del frío le habían de traer una pulmonía. Pero su pasión por el campo ha abreviado sus días, pues, por su fortaleza pudo vivir muchos años más.

En uno de los días de frío espantoso que hemos tenido, anduvo afuera, como de costumbre, hasta tarde; le tomó un resfrío y las consecuencias tú las sabes. ¡Pobre tatita! Estoy cierta que tú le sentirás como a tu mismo padre, pues tus bondades para él bien probaban cuánto le amabas! A Rodrigo, que ruegue a Dios por el alma de su abuelito, que tanta predilección hacía de él, y que no le escribo porque no me siento con fuerzas, ni tengo más tiempo que el que te dedico.

El doctor Wibblin es mi paño de lágrimas en estos momentos en que necesitaba una persona, a quien encargar las diligencias del funeral. Kate con Manuel, fueron a ver al Undertaker, al padre y demás, y todo está arreglado para que tenga lugar el martes 20, y como el pobre tatita ordenara en su testamento que sólo se diga en su funeral una misa rezada, y que sus restos sean conducidos a su última morada sin pompa ni apariencia, y que el coche fúnebre sea seguido por uno fúnebre con tres o cuatro personas, los preparativos no tienen mucho que arreglar y su voluntad será cumplida, y en éste último irán el doctor, Manuel y el sacerdote, y tal vez venga el esposo de Eduardita García, pues he tenido un telegrama pregúntándome cuándo tendría lugar el funeral, porque quiere asistir a él. Eduarda me ha dirigido otro, diciéndome pone a mi disposición dos mil francos, si necesito dinero. Esto es un consuelo en mi aflicción. 

Por supuesto que se lo he agradecido, contestando que, si necesito algo, a ella mejor que a nadie ocurriría, pero que, al presente, no lo necesito.

También ordena tatita que su cadáver sea enterrado dos días después de su muerte, pero esto ha sido imposible cumplirlo pues el undertaker dijo que no tenía tiempo, porque siendo el pobre tatita tan alto era preciso hacer el cajón y el de plomo, donde está ya hoy colocado; mañana vendrá el de caoba, decente solamente, y aunque deseaba fuese el funeral el lunes no puede ser, por ser día de San José, y así será el martes 20. ¡Dios nuestro Señor le acuerde descanso eterno! En fin, no serán las cosas dispuestas como si tú estuvieras ocupado en ellas, pero haremos cuanto podamos, yo por llevar mi deber filial y el doctor el tan sagrado de amistad. Pobre Manuel, no sabe cómo complacerme y consolarme. 

Tuya


MANUELA DE ROSAS DE TERRERO


La edificante muerte del ex dictador, la magnífica serenidad con que se desprende del mundo, en plena lucidez mental, prueba a las claras, que en la hora suprema, no le conturba ningún remordimiento y que está en paz consigo mismo. Murió como un justo, proclama conmovida su hija que sabe cuanto le han difamado sus enemigos. Los que le han maldecido, augurándole una agonía horrible, acechada por los espectros vengadores de sus supuestas víctimas, han de haber quedado estupefactos al informarse que afrontó, sonriendo, el tránsito definitivo. ¡Farsa, histrionismo, simulación! –repetirán irreverentes–. No, la tranquilidad de conciencia no se finge en momento tan solemne, cuando el espíritu humano se desprende de su envoltura carnal y se eleva a Dios en demanda de su divina justicia. Quien sonríe ante la muerte es porque nada tiene de que excusarse. La tranquilidad de conciencia no es entonces una postura: es una convicción íntima, una conformidad suprema, que retempla el ánimo e ilumina el más allá.

Acto Recordatorio 130 años - Periódico El Restaurador
Acto Recordatorio - 130 años - Fallecimiento del Restaurador
(1) Sepulcro de Rosas en Southampton. Circa 1880. A la izquierda del monumento se aprecia a Manuelita Rosas y a su esposo Máximo Terrero y a la derecha los hijos de ambos, Manuel Máximo y Rodrigo Tomás.