jueves, 29 de octubre de 2020

REVISION

 "REVISION"

                                                                                        Por Norberto Jorge Chiviló

REVISIÓN fue un medio gráfico editado en la Ciudad de Buenos Aires, cuyo primer número se publicó en el mes de julio de 1959 y el último en el año 1966. Fué un medio de difusión del revisionismo histórico, tal como se señalaba en su portada que decía “La Estrella Federal Símbolo de REVISION en la historia argentina”. La palabra REVISION se destacaba sobre el resto, porque las letras eran muy grandes y así daba el nombre a la publicación. Detrás se visualizaba una roja estrella federal.



La dirección estuvo a cargo del Sr. Alberto A Mondragón y tuvo destacados e importantes colaboradores como Juan P. Oliver, Fermín Chávez, José M. Rosa, Enrique Pavón Pereyra, Alberto Ezcurra Medrano, Raúl Roux, Blas Barisani, entre otros.

Comenzó como una publicación mensual, pero al poco tiempo perdió continuidad, ya que en todos esos años solo pudieron editarse 19 números (incluido el número 6 al que me refiero más abajo). Los dos primeros tuvieron el formato llamado berlinés o tabloide (40 x 29 cms.), mientras que el resto tuvo formato de revista (29 x 20 cms.) Estaban impresos a dos colores (negro y rojo) y la cantidad de páginas varió entre 8 y 16. Tenía un diseño muy bueno para aquella época, estaba discretamente ilustrado y era de fácil lectura.

REVISION N° 1

Salvo alguno que otro artículo meduloso, como por ejemplo el de “Política económica de Rosas”, cuyo autor fue Juan P. Oliver, los restantes fueron breves y sencillos ya que Revisión estaba destinado al público en general, más que a los entendidos en temas históricos, pero no por ello cada una de las colaboraciones dejaban de ser interesantes.

Se podía conseguir en kioscos ubicados generalmente en las terminales ferroviarias, en algunas estaciones del subterráneo, en plazas o esquinas estratégicas de la ciudad de Buenos Aires y también en librerías importantes de la época como Huemul en Av. Santa Fe, o Platero frente al Palacio de Tribunales, o en editorial Theoría de la calle Moreno al 1300; también se vendía y distribuía en mano.

Era un medio de difusión de cultura histórica, que no trataba temas políticos del momento, no obstante lo cual, el número 6 encontrándose ya impresa la edición y a punto de ser distribuida, fue secuestrada por la Policía.

La publicación aparentemente no era institucional, y digo "aparente", pues en los primeros números, no se menciona como perteneciente a una institución, pero en la edición del número 7 aparece una sección “Noticias del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas” y en el número siguiente en la tapa, figura como que esa revista era “Organo oficial” del mencionado Instituto, lo que se repite en los números 9 y 10. A partir del número 11, ya no figura en tapa lo de “Organo oficial del Instituto…”, pero sí se publican las Noticias del mismo en ese número y en el siguiente, pero a partir del número 13, ya ni siquiera figuran aquellas “Noticias…”.

REVISION N° 8

Quién esto escribe posee el total de los números, por supuesto con la excepción de aquél N° 6. Actualmente, muchas de las personas a quienes les gustan investigar y leer sobre temas históricos, no conocen esta publicación, la que también es difícil de encontrar, incluso en los portales de internet y en las librerías de usados. Quienes la conocemos, cuando nos referimos a ella, la nombramos como Revista Revisión.


A continuación detallo la fecha de salida de cada edición, como así otros datos:
REVISION N° 1 - Julio de 1959 - 8 pgs.
REVISION N° 2 - Agosto de 1959 - 8 pgs.
REVISION N° 3 - Noviembre de 1959 - 8 pgs. 
REVISION N° 4 - Año I -Diciembre de 1959 - 8 pgs.
REVISION N° 5 - Año II - Enero de 1960 - 8 pgs.
REVISION N° 6 - Sin datos
REVISION N° 7 - Año II - (2da. Epoca) Julio de 1964 - 8 pgs.
REVISION N° 8 - Año II - (2da. Epoca) Agosto de 1964 - 8 pgs.
REVISION N° 9 - Año II - (2da. Epoca) Setiembre de 1964 - 8 pgs.
REVISION N° 10 - Año II - (2da. Epoca) Octubre de 1964 - 8 pgs.
REVISION N° 11 - Año II - (2da. Epoca) Noviembre de 1964 - 8 pgs.
REVISION N° 12 - Año II - (2da. Epoca) Diciembre de 1964 - 8 pgs.
REVISION N° 13/14 - Año II - (2da. Epoca) Enero/Febrero de 1965 - 12 pgs.
REVISION N° 15/16 - Año II - (2da. Epoca) Marzo/Abril de 1965 - 12 pgs.
REVISION N° 17 - Año II - (3ra. Epoca) Agosto de 1965 - 16 pgs.
REVISION N° 18 - Año II - (3ra. Epoca) Setiembre de 1965 - 16 pgs.
REVISION N° 19/20 - Año II - (3ra. Epoca) Octubre/Noviembre de 1965 - 16 pgs.
REVISION N° 21 - Año II - (3ra. Epoca) Diciembre de 1965 - 16 pgs.
REVISION N° 22 - Año 3 - (3ra. Epoca) sin fecha - 16 pgs.

lunes, 26 de octubre de 2020

Rosas en los altares (3) - Alberto Ezcurra Medrano

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

5

En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. En "Revolviendo la biblioteca (3)", publicamos un artículo de autoría de Alberto Ezcurra Medrano, publicado en la "Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas" N° 4 de diciembre de 1939, titulado "Rosas en los altares".

Años después, fué publicado en el diario "La Prensa" del 19 de noviembre de 1959, el artículo de autoria del historiador Enrique J. Fitte, "Acotaciones sobre la efigie de Rosas en las funciones religiosas", que también se refiere al mismo tema, que publicamos en "Revolviendo la biblioteca (4)".

Ese artículo mereció una contestación por parte de Alberto Ezcurra Medrano, que apareció en la edición del mes de diciembre de 1959 de la revista "Revisión" N° 4, de diciembre de 1959, que publicamos a continuación.


SOBRE "ROSAS EN LOS ALTARES"

                                                                                                  Por Alberto Ezcurra Medrano


Revista Revisión , Año 1, N° 4,
Diciembre de 1959

(Especial para REVISIÓN)



Hace un cuarto de siglo era un lugar común la afirmación de que en la época de Rosas, el retrato del Restaurador había sido colocado en los altares. Después de un detenido estudio del asunto, basado en la tradición, gravado y crónicas de la época, publiqué en "Crisol" el 1° de enero de 1935 un artículo titulado "Rosas en los altares", donde documentaba concluyentemente lo contrario. En ese artículo, reproducido en el número 4 de la Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas, llegaba a la conclusión de que "el retrato de Rosas no se colocaba en el altar, sino, por lo general, en un asiento, en el presbiterio, cerca del altar, del lado del Evangelio", y que ello "no constituyó profanación ni sacrilegio". 

El impacto fue tan profundo que el antirrevisionismo ha tardado 25 años en reaccionar. Y lo ha hecho en "La Prensa" del 19 de noviembre del corriente año, mediante el artículo de Enrique J. Fitte titulado "Acotaciones sobre la efigie de Rosas en las funciones religiosas". 

Demás está decir que el autor no refuta ni lo pretende siquiera, la afirmación de que el retrato se colocó en el presbiterio y no en el altar. Por el contrario, manifiesta no hacer cuestión de lugar, a pesar de que esta cuestión es de fundamental importancia. Sus "acotaciones" se reducen a argumentos, que creo poder sintetizar bien en la siguiente forma: 1) No fue sólo en las funciones parroquiales de 1839 cuando el retrato aparece en los templos, sino también antes y después; 2) No es valedera la explicación de la imposibilidad en que se encontraba Rosas de concurrir personalmente a todas las ceremonias, sino que había en ello un móvil político. 

Respecto del primer punto debo manifestar que si me concerté especialmente a las funciones parroquiales de 1839, fue porque precisamente a ellas se refieren las acusaciones más estridentes de idolatría. No obstante mencioné también el óleo de Boneo -el mismo que reproduce el señor Fitte- aclarando que "representa una ceremonia religiosa en la iglesia de la Piedad", y sin identificarlo, por consiguiente, con las "funciones parroquiales". En realidad la fecha y la oportunidad en que aparece el retrato en el templo es de muy relativa importancia con relación al hecho en sí. 

En cuanto a la explicación del hecho, me atuve a la versión tradicional, de fuente eclesiástica, a que aludí en mi artículo. Posteriormente fue rectificado por un historiador revisionista, Julio Irazusta, quien consideró una falla de mi hermenéutica al haber atribuído exclusivamente a esa causa el origen de la ceremonia, creyendo por su parte en la concurrencia de un móvil de mística política. No hay inconveniente en aceptar esa rectificación. Pero no creo que pueda rechazarse en absoluta la hipótesis de la asistencia simbólica de Rosas. No se trata de que haya mediado invitación previa ni de imposibilidad de concurrir por inconveniente de último momento, como dice el señor Fitte. Se deseaba contar con la presencia de Rosas y cada una de las ceremonias, se le representaba con el retrato. Luego esto se hizo costumbre y así se explica que haya ocurrido hasta en la misma casa de Rosas, aunque tampoco con su presencia física, según parece deducirse del relato del almirante Ferragut, ya que después de nombrar varias veces a Rosas como "el gobernador", no lo incluye entre los concurrentes. 

En el mencionado relato hay algo que puede dar lugar a confusiones. Ve Ferragut "un altar para el servicio divino" y a la izquierda "otro más pequeño", destinado al retrato. Altar, para los católicos, es el "ara consagrado sobre la cual celebra el sacerdote el santo sacrificio de la misa" y por extensión, "el hogar levantado y en forma de mesa, más largo que ancho, donde se coloca dicha ara" (Espasa). Lo que al almirante pareció altar, no lo era, porque no tenía ara ni en él se celebraba misa. Por mucha forma de altar que haya tenido, si es que la tuvo, fue simplemente el asiento bajo docel preparado para el retrato. 

En lo que decididamente no estoy de acuerdo con el señor Fitte es en la conclusión a que llega: "Esto es incurrir en pecado de idolatría y en delito de profanación". El privilegio de ocupar un lugar prominente en el presbiterio o sea en las proximidades del altar, había sido concedido a las autoridades seglares por la Iglesia, y en especial a los reyes de España. Que se haya colocado en su lugar un retrato, cualquiera sean los motivos de ello, podrá parecer inconveniente, de mal gusto, pero no encuadra dentro de la idolatría ni de la profanación, porque dicho retrato no estaba allí para recibir culto, sino más bien para tributarlo a Dios, custodiando su altar. Hoy, en tiempos menos personalistas, se coloca junto al altar mayor la bandera nacional y nadie ve en ello profanación ni idolatría a pesar de que desde el punto de vista estrictamente religioso, nada tiene que hacer en ese lugar. 

La acusación de idolatría; por parte, más que a Rosas, afecta al ilustre clero argentino de esa época, presidida por el obispo Mariano Medrano, enérgico defensor de la ortodoxia católica frente a la reforma rivadaviana, y compuesta de sacerdotes de la virtud e ilustración de los canónigos Zavaleta, García, Segurola, Pereda Zavaleta, Elortondo y Palacio, Argerich y otros. Es absurdo suponer que la iglesia argentina prevaricó en masa, incurriendo en el grosero pecado de idolatría. 

La verdad, no rebatida hasta ahora, e imposible de rebatir, porque la verdad es que el retrato de Rosas nunca se colocó en los altares y por consiguiente, jamás fue objeto de adoración ni de culto, por lo que no pudo haber profanación ni sacrilegio.

jueves, 22 de octubre de 2020

Rosas en los altares (2) - Ernesto J. Fitte

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

4 


En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. En "Revolviendo la biblioteca (3)", publicamos un artículo de autoría de Alberto Ezcurra Medrano, publicado en la "Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas" N° 4 de octubre de 1939, titulado "Rosas en los altares".

Años después, fué publicado en el diario "La Prensa" del 19 de noviembre de 1959, el artículo de autoria del historiador Enrique J. Fitte, "Acotaciones sobre la efigie de Rosas en las funciones religiosas", que también se refiere al mismo tema, que publicamos a continuación, que a su vez mereció una contestación por parte de Alberto Ezcurra Medrano, que apareció en la edición del mes de diciembre de 1959 de la revista "Revisión" N° 4, que publicaremos en "Revolviendo la biblioteca (5)".


La semana Santa - Catedral de Buenos Aires.
Acuarela de Juan León 
PALLIÈRE

 

ACOTACIONES SOBRE LA EFIGIE DE ROSAS EN LAS FUNCIONES RELIGIOSAS

                                                                                                  Por Ernesto J. Fitte


Años atrás, el revisionismo histórico creyó dejar destruido la acusación formulada contra uno de los tantos procedimientos repudiables de Juan Manuel de Rosas. Es público que a raíz de la conjuración del coronel Ramón Maza –acallada con el asesinato del padre y el fusilamiento del hijo– recrudeció la exaltación federal a impulsos del miedo, buscando las formas más serviles de rendir pleitesía al tirano. Tras el estupor inicial al saberse ambas noticias, se sucedieron las manifestaciones de adhesión en una escala nunca vista.; todos –desde los más conspicuos hasta los más modestos– rivalizaron en postrarse a los pies del omnipotente gobernador, con mengua de pudor y vergüenza y los homenajes no se detuvieron en las puertas de los templos.

Fue así que la Iglesia se vio obligada a tolerar la entronización de la imagen del dictador, colocando su retrato en los lugares destinados al culto, y lo ofreciera a la forzosa veneración de los fieles.

En esta forma, la mentalidad popular se vio inducida a identificar en sacrílega conjunción al Dios Creador que había salvado a designio la importante vida de Rosas en el complot descubierto, con la persona misma del restaurador, que en la tierra aparecía como ungido para distribuir los dones celestiales. La imagen ofrecida a la expectación recogía así el temor reverencial de los feligreses confundidos.

Y sucedió, en efecto, que esa continua exhibición en los sagrados recintos produjo el impacto deseado en la imaginación del pueblo, penetrando sutil y profundamente en las conciencias como fruto de una hábil propaganda.

El hecho en su contenido histórico no ha podido ser negado por los impugnadores. Las crónicas de diarios, declaraciones de testigos, relatos y tradiciones constituyen elementos irrefutables. (1)

Pero los autores rosistas, ante la verdad innegable, han intentado quitarle importancia, y reduciéndolo a límites que no hieran el sentimiento religioso, lo circunscriben solo al tiempo de aquél trágico acontecimiento.

Aceptando la evidente exactitud del caso, manifiestan que el retrato nunca fue colocado sobre los altares sino cerca o al costado de ellos, y generalmente en el propio asiento o sillón reservado para el gobernador, cuando a éste le resultaba imposible hacer acto de presencia en las celebraciones. 

Esta excusa podría tomarse como valedera, considerando aisladamente alguna ceremonia a la que no hubiera podido concurrir Rosas por inconvenientes de último momento; por el contrario, es inadmisible si quiere hacérsela extensiva en las demás funciones religiosas en el ámbito de la provincia, a cuyos oficios no había sido invitado, ni se contaba con su eventual asistencia.

Los apologistas de don Juan Manuel caen en errores, que pondremos de relieve mediante la cita de dos situaciones muy significativas.

Ante todo, la idea de conducir el retrato a las iglesias y colocarlo en el presbiterio –no hacemos cuestión del lugar– no nació en 1839 como consecuencia de los festejos organizados para celebrar la milagrosa salvación del gobernador. Ya un año antes, había querido hacerse lo mismo en una lejana población del sur, por imposición oficial.

El 10 de octubre de 1838 el comandante militar de Patagones, coronel Juan José Hernández, elevaba en siete largas carillas una quejosa comunicación al general Manuel Corvalán pidiendo informas a su excelencia el Restaurador, de un hecho inaudito y atentatorio a la sagrada causa federal. (2)

Para conmemorar dignamente los triunfos contra el mariscal Santa Cruz y el acierto de las medidas que pusieron a salvo la dignidad vulnerada por los franceses –al decir de la nota– resolvió en compañía del juez de paz, don Nicolás García, hacer oficia una misa cantada con Te Deum. Anoticiado el cura párroco don Pedro Luque de los propósitos perseguidos, manifestó su pronta conformidad, más al serle requerido permiso para colocar un retrato de Rosas en el interior del templo, declaró rotundamente que “por ningún motivo lo admitía de la puerta para adentro, pues no era ningún santo”.

Otro agravio fue inferido al pronunciarse el sermón, dado que la alocución, en vez de ensalzar las virtudes del régimen y la figura de su ilustre jefe, como era de rigor, estuvo dedicada a encomiar la generosidad del vecino don Bernardo Bartuillo, quien con sus donaciones había hecho posible la construcción de la iglesia.

Este asunto mereció, según es fácil suponer, la atención de Rosas. El 25 de noviembre de 1838 su edecán el general Corvalán, contestaba en los siguientes términos. (3)

El infrascripto ha recibido órdenes del Exmo. Sr. Gobr. De la provincia, Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes Don Juan Manuel de Rosas, para acusar a V. el recibo de su nota fecha 10 de octubre último cuya suma es poner en el superior conocimiento de S.E. qe. El cura vicario del establecimiento ha reusado permitir fuese colocado en la Iglesia el retrato del Exmo. Sr. Gobernador durante la función que hiva a realizarse en ella pór los motivos que se expresan con todo lo demás que contiene su expresada nota, …. Se le comunica que al dicho cura se le ordene entregar la iglesia al juez de Paz bajo inventario y que hecho se presente preso a V.S. quien cuidará que así se conserve preso incomunicado hasta nueva resolución.

Y esto, a buen seguro, lo había dispuesto Rosas sin sonrojos de modestia; los remisos en adherirse a los “espontáneos” homenajes a su persona iban a conocer en adelante la mano dura y despiadada del ególatra.

Dilucidado el punto precedente, es oportuno ahora aclarar lo que acaecía en las funciones religiosas, cuando concurrían simultáneamente Rosas y el consabido retrato. Para ello traeremos a colación e testimonio de un testigo ignorado, que nos suministra la descripción de una curiosa escena por él presenciada. Como se verá –contra lo que muchos suponían- , varios años después, todavía perduraba el ritual iniciado en 1838, y esta vez sin que pueda alegarse la ausencia del personaje central a quien estaba destinado el incienso.

Es un observador extranjero; al igual que otros, tuvo la virtud de compilar sus recuerdos y el trabajo de su pluma nos permite hoy en día agregar pormenores interesantes, que al incorporarse a la historia, agrandan el panorama costumbrista de la época.

Nos referimos en la ocasión al marino de la armada norteamericana David Glasgow Farragut. Nacido en 1801, a los nueve años de edad recibió la promoción de guardiamarina, iniciando su aprendizaje embarcado en la fragata “Essex”. A partir de entonces, David Glasgow Farragut. Recorrió todos los grados del escalafón, y sus distinguidos servicios culminaron en 1866, al concedérsele los despachos de almirante, discernidos como premio por su destacada acción en la Guerra de Secesión. Fue el primer oficial superior que logró alcanzar esa máxima jerarquía en los Estados Unidos. Durante su larga y brillante carrera, en varios periódos estuvo destinado a las fuerzas navales de estación en el Río de la Plata.

A mediados de 1829 llegó a Buenos Aires a bordo de la corbeta Vandalia. Los acontecimientos que se desarrollaban en la ciudad habían determinado el envío de esa nave con la misión de permanecer a la expectativa de los sucesos.

Coincide su estadía con el sitio de la capital por “quinientos gauchos”, que obedecían las órdenes del general Rosas, y menciona los preparativos de Lavalle para organizar la defensa, las zanjas en las calles, a fin de prevenir el asalto de la caballería, y los cañones, que con sus tiros barrían los sectores de acceso a la plaza. Elogia a Lavalle como soldado valiente y capaz, quien en sus frecuentes salidas obligaba a retroceder al enemigo.

De Rosas enaltece las cualidades de hombre a caballo, y reconoce sus proezas de jinete. Al destacar la insostenible situación de Lavalle frente a la campaña en armas, swe refiere a la sorpresiva aparición de éste en el campamento de Rosas, la que motivó la ulterior convención de Cañuelas, que restableció por un tiempo la paz entre los dos bandos en lucha. (5)

A propósito de aquella anécdota, expresa que por no encontrarse presente Rosas, aceptó Lavalle la invitación de pasar a su carpa, y vencido por la fatiga se echó a dormir en el suelo. (6) Al regresar Rosas y descubrir al inopinado visitante, Farragut le atribuye la siguiente exclamación:

No lo molesten. Quien puede dormir en la tienda de su enemigo a muerte, debe ser un valiente. Cualesquiera sea lo que el destino le depare, él tendrá un sueño tranquilo para enfrentarlo. (7)

Transcurre el tiempo y en 1833 Farragut reaparece con el Natchez en aguas del Plata. Por varios meses en viaje de rutina, ese buque surca las rutas de Río de Janeiro, Montevideo y Buenos Aires. Pero de todas sus andanzas nos interesan a los fines de este trabajo las impresiones anotadas en 1842. Ascendido en esos momentos, Farragut ejercía el mando del Decatur, y su arribo a nuestro puerto se produjo al promediar julio, enarbolando el gallardete del comodoro Morris, jefe de la escuadra norteamericana en el Atlántico Sur.

Narra con certero enfoque las visitas de salutación a Rosas, y los paseos hacia la quinta de Palermo, donde es recibido con aprecio y cordialidad. Integrando un grupo juvenil de contertulios a las reuniones de manuelita, tiene sobradas oportunidades para apreciar innumerables detalles curiosos. Los comentarios del almirante Farragut adquieren aquí singular interés y nos enseñan novedosos aspectos del ambiente.

He aquí sus palabras:

Durante el mes de Septiembre me hice la norma de pasar dos o tres veladas por semana en casa del Gobernador. El 5 de octubre marchamos hacia el campamento para presenciar el desfile militar, llamado “la fiesta del mes de Rosas (8); en este período, que comprende desde el 5 al 11, se realiza un gran intercambio de cortesías, que termina el último día con una celebración general en honor de las victorias de Rosas. La costumbre fue establecida, según creo, por diplomática iniciativa de Madame Rosas. (9)

Nuestro grupo, para protegerse de la polvareda, buscó refugio en la casa del Gobernador, almorzando con Manuelita y sus damas amigas; luego de visitar al acantonamiento, regresó a la ciudad, pero no sin previamente prometer a Manuelita que estaríamos de regreso para el día 11.

En esa fecha a las 7 a.m., monté a caballo y me dirigí al campamento, a donde llegué a las dos horas.

Las señoras no estaban levantadas todavía, y por lo tanto me senté bajo un árbol para mirar lo que acontecía con la ceremonia religiosa. Cerca de la casa del gobernador, se había erigido un amplio dosel, extendido sobre postes de 18 pies de altura, y que abarcaba una superficie de 30 pies de diámetro. En el centro aparecía un altar para el servicio divino; a la izquierda otro más pequeño y justo frente a éste, un púlpito adosado a la lona de la carpa. Hermosas alfombras estaban tendidas delante de cada uno.

Cuando todo estuvo listo, siendo entonces las 10 horas (10), se avisó al jefe; las bandas de música comenzaron a tocar, y pudieron verse soldados convergiendo hacia el pabellón desde todas direcciones. A su cabeza marchaban el Comandante en jefe, el general y el Coronel de mayor antigüedad, a quien fui presentado. Las tropas se alineaban frente a la tienda, en número de tres mil. Cuando los oficiales más antiguos ser acercaron trayendo el retrato del Gobernador, todas las cabezas se descubrieron y la banda ejecutó el himno nacional. Las señoras de la familia vinieron a continuación, y se arrodillaron ante el altar.

El cuadro fue colocado en el pequeño altar, y dos oficiales con la espada desenvainada, montaron guardia. Mientras duraron los servicios, que resultaron largos y tediosos, eran relevados cada quince minutos.

Un anciano sacerdote –español, sea dicho–, pronunció un discurso que no contuvo más que elogios a Rosas y exaltaciones a la tropa.

Dijo en síntesis que el Gobernador era el autor de todo lo bueno de que ellos gozaban, y de quien solo podían esperar los soldados todas las ventajas a recibir.

Añadió que Dios les sonreiría desde arriba y los alentaría en la grande y buena tarea de destruir los salvajes Unitarios.

Resonaron vivas provenientes del ejército entero, así como de la amplia concurrencia, que como yo, habían sido atraídos por curiosidad.

Al finalizar la arenga se dispararon cohetes y las bandas volvieron a hacerse oir; entre el alboroto, el retrato fue cargado hasta el aposento del hijo de Rosas por dos oficiales de graduación.

Conforme el relato, en la propia residencia de campo del dictador, junto a la entrada de su alojamiento y con la concurrencia de familiares y amigos, se encuentran al mismo tiempo en la conmemoración religiosa la persona del general y su efigie. Esto es incurrir en pecado de idolatría y en delito de profanación.

No obstante lo expuesto, el clima descripto en las memorias del almirante Ferragut no resultaría completo si omitiéramos breves párrafos en los que alude a otras diversiones previstas a continuación del acto anterior.

Nos dice que a la tarde hubo carreras de sortijas, donde se lució un sobrino de gobernador (11), y que luego se entretuvieron contemplando los infructuosos intentos de hacer remontar un globo. Por la noche, en un viejo edificio algo distante se efectuó un baile de carácter popular, al que asistieron complacidos los visitantes. Dejemos retomar al almirante retomar el hilo de la exposición y descubriremos su particular estado de ánimo ante la escena que se ofreció a su vista:

Fuimos invitados a penetrar al salón, el cual era aseado y suficientemente espacioso para los participantes, pero que a excepción de un detalle de ornamentación, hubiese merecido elogios para el organizador. Se trataba de un cuadro que hubiera desagradado mismo a una sociedad de salvajes. Representaba a un soldado Federal, en tamaño natural, con un unitario tendido en el suelo, el federal apoyaba sus rodillas sobre los hombros de la víctima, con su mano izquierda echándole para atrás la cabeza y cortándole el cuello de oreja a oreja, mientras el verdugo alborozado sostenía un ensangrentado cuchillo en lo alto, pareciendo reclamar el aplauso de los espectadores.

Estoy seguro de no equivocarme al afirmar que cada uno de nosotros sintió un involuntario escalofrío recorrer su cuerpo, cuando los ojos se posaron sobre el cuadro; a pesar de recobrar el espíritu poco después, en el resto de la noche cualquiera expresión de alegría fue forzada y desprovista de naturalidad.

Al regresar a su patria, Farragut, confiesa con satisfacción que había logrado transformarse en un consumado jinete. Si al irse se llevó este regalo criollo, hoy nos lo retribuye con el provecho que nos brindan sus inolvidables recuerdos.

Y ellos disipan, junto a la experiencia del cura de Patagones, las dudas sobre el mezquino incidente de la efigie de Rosas y la utilización de la Iglesia para afianzarse en el poder.

No por esto se agrava el juicio condenatorio a Rosas no lo juzga la posteridad por lo que hizo o por los atropellos contra la libertad que pudo cometer. Su crimen político imperdonable fue justamente lo que dejó de hacer estando a su alcance: la Organización Nacional.

Veinte años de estancamiento estéril sacrificados a su ambición, no recibirán nunca la clemencia de sus conciudadanos.

  1. La “Gaceta Mercantil” de 1839 transcribe sabrosas informaciones al respecto.
  2. Archivo General de la Nación. (Documentos del Museo Histórico Nacional), Legajo 19, N° 4.367, Cat. N° 2.184.
  3. Archivo General de la Nación. (Documentos del Museo Histórico Nacional), L. 19, N° 4.368, Cat. N° 2.189.
  4. “The Life of David Glasgow Farragut, First Admiral of the United States Navy, embodying his Journal and Letters”, by his son Loyall Farragut, New York, 1879.
  5. Este acuerdo fue firmado “…en Cañuelas, estancia de Miller, a veinte y cuatro de junio del año de Nuestro Señor, de mil ochocientos veinte y nueve”.
  6. Manuel Bilbao en “Historia de Rosas”, Buenos Aires, 1869, señala el mismo episodio. Manifiesta que el 16 de junio de 1829, Lavalle dejó el ejército a cargo del coronel Olavarría y con dos asistentes y un ayudante abandonó su campamento en los Tapiales, dirigiéndose al acantonamiento de los Pinos, situado a seis leguas de marcha. Llagado a la casa habitada por Rosas y no encontrándose éste, pidió mate y se acostó vestido en la cama de aquél. A su vuelta, Rosas dejó que durmiera hasta el amanecer del día siguiente, y al despertarlo le dijo: “Duerme usted muy tranquilo”. A lo que respondió Lavalle: “Sí general, sé que estoy en la tienda de un caballero, por eso he dormido así”.
  7. El diálogo y otros pasajes difieren de la versión de Manuel Bilbao. Pese a ello queda confirmado que realmente existió el gesto temerario de Lavalle.
  8. El origen de estos festejos se encuentra en el decreto del 18 de diciembre de 1840 en la legislatura, confiriéndole el título de Héroe del desierto y defensor Heroico de la Independencia Americana. Establecía también que en lo sucesivo el mes de octubre se renominaría mes de Rosas. El dictador declinó las distinciones acordadas, por oficio del 28 de febrero de 1841. El 6 de abril la Junta de Representantes insiste en su actitud; el 16 del mes siguiente, Rosas vuelve a renunciar a los honores, y el 8 de julio, con una última nota de la Junta manteniendo su decisión, termina este juego de ofrecimientos y rechazos. (VER MAS ABAJO)
  9. Probablemente alude a doña Mercedes Rosas de Rivera, de quien se ocupa antes.
  10. La hora indicada coincide con la aclaración contenida en la placa del óleo pintado por Martín L. Boneo, donde manifiesta que en la misa parroquial de las 10, el retratro debía estar colocado “en el sitio más visible, bajo apercibimiento”. (Reproducido en “J.M. de Rosas – Su iconografía”, por J.A. Pradere, 1914).
  11. Hijo de Gervasio Rosas.

- - - - - - - - - - - - -

ACLARACIÓN 


                                                                                   Por Norberto Jorge Chiviló

Debido a los honores y agasajos públicos y privados que se producían y multiplicaban hacia su persona, Rosas dictó a principios de 1843 varios decretos tendientes a poner fin a estas manifestaciones. 

Así por decreto del 29 de marzo "de conformidad a los principios del sistema republicano que son los suyos propios" prohibió que al mes de octubre se lo llamara Mes de Rosas. Ese decreto se publico en "Archivo Americano y espíritu de la prensa del mundo", N° 4 del 8 de julio de 1843.

"Archivo Americano" N° 4 del 8 de julio de 1843


Por otro de la misma fecha prohibió también que en las "notas, solicitudes, documentos y demás actos oficiales al Ciudadano Brigadier D. Juan Manuel de Rosas, los títulos de Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, Héroe del Desierto, Defensor Heroico de la Independencia Americana, ni otro tratamiento alguno que no sea el que corresponde a su actual calidad de Gobernador y Capitán General de la Provincia, o a su rango de Brigadier en el Ejército". Disponía asimismo que no se admitiría en las Oficinas públicas la documentación que no se adecuare a lo decretado. Consideraba el Gobierno al establecer dicha prohibición "que el sistema representativo republicano de la Provincia, en la gloria y honor de las virtudes eminentes, presenta la sencilla pero sublime recompensa de los servicios, y esclarecido patriota de los hijos ilustres de la República. Que este es el galardón más apetecido de todo verdadero republicano. Y que el Gobernador de la provincia, sosteniendo estos principios en toda su vida pública cree de su deber vigorizarlos..." 

Días más tarde, el 11 de abril prohíbe "abrir suscripciones ni públicas ni privadas, para celebrar el cumpleaños del Gobernador de la Provincia, ni del aniversario de su elevación al mando supremo, ni celebrar con demostraciones públicas dichos aniversarios". 

Por decreto del 23 de junio establece que "en el saludo de las notas y demás documentos oficiales, se escribirá el tratamiento correspondiente a quienes sean dirigidos ... de V.E., V.S., S.S. o V. ...según corresponda y no el nombre del empleo". 

Ese mismo día, por otro decreto, "prohíbe en el saludo de las notas oficiales que se dirijan al Gobernador de la Provincia y a cualquiera otra autoridad o persona, usar de las palabras Dios guarde la importante vida de V.E. muchos años; debiéndose escribir solamente - Dios guarde a V.E. muchos años - Dios guarde a V.S. muchos años o Dios guarde a V. muchos años...". Así Rosas no permitió llamar "importante" a su vida, no obstante que los argentinos de aquella época así lo consideraban.

Todos estos decretos fueron publicados en el mencionado número del "Archivo..."

Rosas en los altares (1) - Alberto Ezcurra Medrano

  REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

3

En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca" incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años, que redescubrimos justamente "revolviendo" nuestra biblioteca.


El artículo que publicamos ahora lo encontramos en la "Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas" N° 4 de octubre de 1939.


ROSAS EN LOS ALTARES 

                                                            Por Alberto Ezcurra Medrano

Capilla de la Piedad. Rosas preside el Santo Sacrificio
Óleo sobre tela de Martín L. Boneo. MHN


Nada más difícil de desarraigar que las mentiras de la historia. Casi siempre han tenido su origen en esas épocas en que el desborde de las pasiones arrastra a hombres respetables a decir que “si para llegar es necesario envolver la impostura con los pasaportes de la verdad, se embrolla: y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos” (1). Y como la posteridad no siempre atina a independizarse de las pasiones de antaño, suele aceptar sin beneficio de inventario, la leyenda que se dejó en herencia con el título de historia.

Tal ha sucedido en gran parte con la época de Rosas. Y uno de los mitos más arraigados acerca de ese oscurecido período de nuestra historia es el que afirma que en las fiestas parroquiales celebradas allá por el año de 1839 con motivo del fracaso de la conspiración de Maza, el retrato de Rosas fue colocado en el altar mayor de las iglesias.

Es curiosa la casi unanimidad que existe al respecto entre los historiadores y novelistas, así como la seguridad con que cada uno de ellos lanza su afirmación, a pesar de que no siempre coinciden en los detalles. Ya desde las lejanas épocas en que la emigración unitaria despotricaba contra Don Juan Manuel, Rivera Indarte escribía en “El Nacional” de Montevideo que “en el pórtico de cada templo, el clero vestido de sobrepelliz, sonando el órgano e iluminado el templo, recibía bajo palio el retrato de Rosas, y colocándolo en el altar mayor le tributaban un culto “bestial” (2). Florencio Varela, haciéndose eco de esta afirmación repetía el 6 de marzo de 1846 en “El Comercio del Plata” que Rosas había sido “igualado en el culto exterior al ser que no tiene igual”. Félix Frías, dice también, refiriéndose a Rosas, que “profana con sus retratos los altares” (3). Y otro contemporáneo de los nombrados, Santiago Calzadilla, que incidentalmente se refiere a Rosas, en una conocida obra suya, expresa que “los miembros del partido federal, con la Mazorca a la cabeza, llevaban en brazos en un gran marco el retrato , al óleo, del “gran Rozas” que entrando al templo, lo colocaban en el altar mayor, cual si fuere efigie cuya función religiosa se solemnizase así, ni más ni menos” (4).

Historiadores posteriores han recogido estas afirmaciones. Para nombrar uno, citaremos a Pelliza, que en su estudio de la dictadura, después de describir una de aquellas funciones religiosas, añade “que volvía a emprenderse la marcha llevando el retrato a otra iglesia donde se repetía el sacrilegio de colocarlo en el altar mayor, mientras se le hacían las demostraciones correspondientes a los santos (5). Pero no se crea que solo los historiadores de tendencia unitaria son los que opinan de esta manera. De los llamados rosistas, desde Saldías a Fernández García, se empeñan en que el retrato de Rosas se depositó en el altar mayor. Y precisamente son algunos autores pertenecientes a esta tendencia los que han incurrido en mayores exageraciones. Así, Dermidio T. González, autor de una pésima apología de Rosas, afirma que “llegó a ser adorada en los altares de los templos la estampa del mandatario” (6). Y Martín V. Lascano dice que se “llegó hasta el sacrilegio de hacer descansar el cuadro con su estampa sobre el cáliz que guardaba la forma sagrada” (7).

Demás está decir que los autores de textos escolares no se han substraído a la opinión general. La casi totalidad de esos textos están –salvo honrosas excepciones en estos últimos tiempos- a la altura de las Tablas de Sangre de Rivera Indarte. Y en lo que respecta al asunto del retrato, comenzaremos a citar al inefable Grosso, que después de relatar horrorizado como las víctimas de la Mazorca eran “degolladas en medio de las carcajadas de los asesinos”, nos cuenta entre otras “locuras” de aquella “época de ingrata memoria”, la de pasear por las calles el retrato de Rosas y “colocarlo en los altares de las iglesias para que se le tributasen los mismos honores que al de un santo” (8), Los señores Astolfi y Migone anotan entre los factores que ayudaron a consolidar la dictadura, “la explotación del misticismo político que presentaba a Rosa como un enviado providencial, cuya imagen, incorporada a la liturgia católica, era objeto de un verdadero culto” (9). Y el doctor Ricardo Levene, que es toda una autoridad en la materia, sostiene que “!en las iglesias se colocaba el retrato en el altar, y los sacerdotes, desde el púlpito, exhortaban a la adoración y el culto a Rosas” (10). Como una de esas honrosas excepciones de que hablábamos, citaremos el texto de Cobos Daract, quien al describir las fiestas parroquiales, a pesar de presentársele una ocasión de desahogar su fobia masónica contra los representantes de la iglesia, pasa por alto el asunto del retrato, sin duda porque lo conocía mejor que sus predecesores.

Tampoco los novelistas se han independizado de la fábula. Solo citaremos a Martínez Zuviría, autor de “La Corbata celeste”, cuyo protagonista ve “los dos retratos –el de Rosas y el de su esposa– que entraban a la iglesia entre ciriales y bajo el palio de oro, para ser colocados sobre el altar, a uno y otro lado del sagrario” (11).

Podríamos aumentar las citas, pero ¿a qué seguir? Con las que hemos transcripto se demuestra la casi unanimidad que existe entre los autores en afirmar el hecho que calificamos de fábula. El por qué de esa unanimidad es lo que no sabemos ni nos explicamos, porque los polemistas, historiadores y novelistas, al hacer sus afirmaciones, no siempre citan las fuentes donde las han recogido. En cuanto a los que las han citado, probaremos que por descuido o por mala voluntad, no las han sabido interpretar. Y con respecto a la afirmación en sí, diremos que no la autorizan ni la tradición, ni los grabados, ni las crónicas de la época.

No la autoriza la tradición. Y por tradición entendemos, no la falsa leyenda difundida en el pueblo por los escritores unitarios y frecuentemente invocada como tal, sino la tradición autorizada por la calidad de las personas que la transmiten y su conocimiento directo de los hechos. Un venerable sacerdote que vive actualmente, nos afirma que tanto el canónico Doctor Felipe Elortondo y Palacio, como el P. José Sató, Superior de los Padres jesuitas y otros sacerdotes de la época, le han asegurado repetidas veces que el retrato de Rosas nunca se colocó en los altares. Lo que hubo, a estar a la tradición directamente transmitida por esos respetables sacerdotes, es que no pudiendo el dictador asistir a las ceremonias por causa de sus múltiples ocupaciones, consentía en que se trasladase su retrato y se colocase en la silla que a él personalmente le estaba destinada.

Tampoco dicen otra cosa los grabados y pinturas. En la Iconografía de Rosas, de Juan A. Pradére, página 220, aparece un óleo de Martín L. Boneo, que representa una ceremonia religiosa en la Iglesia de la Piedad. Allí está el retrato de Rosas; mas no sobre el altar, sino a su izquierda, en el presbiterio.

Pero lo más categórico al respecto son las crónicas aparecidas en los números de “La Gaceta Mercantil” correspondientes a los últimos meses del año 1839. Allí está la descripción detallada de las funciones parroquiales, que iremos transcribiendo en la parte pertinente al retrato:

Comenzaremos por el número correspondiente al 1° de setiembre, que describe la fiesta realizada el 1° de dicho mes en la Catedral. “En la entrada del templo se agrupaba un numeroso gentío y saliendo a la puerta el senado del Clero, fue introducido al templo el retrato de S.E. y colocado luego bajo el pabellón que le estaba preparado sobre el presbiterio”. No puede ser más claro: el presbítero no es el altar. Quizá por eso, Mármol, que transmite en su Amalia parte de esa crónica y que luego se horroriza porque el retrato era “colocado en el altar al lado del Dios crucificado por los hombres”, (12) reemplaza la frase subrayada por un prudente etcétera (13).

La Gaceta del 27 de setiembre describe la fiesta celebrada el 14 en la parroquia del Socorro. Transcribimos la parte correspondiente. El retrato de S.E. fue recibido en brazos en a puerta del Templo por nuestro respetable federal provisor y el Sr. cura de la parroquia con otros Sres. Sacerdotes, vestidos de sobre-pelliz y colocado entre adornos federales de gran elegancia en el Presbiterio al lado del Evangelio”. Esto lo dice un testigo presencial, lo cual no impide que el protagonista de “La Corbata Celeste” de Martínez Zuviría, vea entrar en la Iglesia del Socorro “los dos retratos –el de Rosas y el de su esposa– entre ciriales, y bajo el palio de oro, para ser colocado sobre el altar a uno y otro lado del sagrario”.

“La Gaceta Mercantil” del 28 de septiembre, se ocupa de la función celebrada el 15 por la parroquia de la Catedral, sección Norte, en la Iglesia de Nuestra Señora de la Merced y dice: “El Sr. Provisor, el Sr. Cura Don Juan Antonio Argerich y otros Señores sacerdotes recibieron en el atrio del templo el interesante cuadro, y fue colocado cerca del Altar Mayor entre federales magníficos adornos”. Saldías, que se documenta precisamente en “La Gaceta”, al describir esta función olvida el cerca y dice que el retrato fue depositado “en el altar mayor” (14).

Lo mismo, con pocas variantes, se repite, en las demás parroquias. En ninguna aparece el retrato en el altar. En San Telmo, “La Gaceta” no especifica detalles; pero en Monserrat nos dice que se colocó “en el lugar destinado y como se retirase la comitiva por no empezar a función de iglesia se dejaron dos tenientes alcaldes, uno a cada lado del retrato, haciéndole guardia”. Igualmente en Balbanera el retrato es conducido “hasta colocarlo atado en el lugar que le corresponde y donde permaneció con dos centinelas”. En la función dedicada por los empleados de Aduana y resguardo y celebrada en la iglesia de Nuestra Señora de la merced, el retrato es acompañado “hasta un hermoso dosel que le estaba preparado y donde fue colocado por el Sr. provisor y el sr. Cura”. En San Miguel “fue recibido en el atrio por el Sr. Cura y otros eclesiásticos y colocado dentro del templo al lado del Evangelio”. En el Pilar se colocaron los retratos de Rosas y su esposa “en el distinguido asiento que les estaba preparado al lado del Evangelio del Altar Mayor”. Y en San Nicolás, es llevado en triunfo hasta colocarlo “en la Iglesia en un elevado asiento al lado del Evangelio”.

Pero las personas no muy versadas en el lenguaje litúrgico quizás haya dado lugar a falsas interpretaciones la expresión al lado del Evangelio. Ella no significa en el altar, sino que equivale a decir a la izquierda del altar, así como al lado de la Epístola no tiene otro significado que a la derecha del altar. Ello se comprueba comparando unas crónicas con otras. Así la crónica de “La Gaceta” del 7 de noviembre, referente a la función celebrada el 11 de octubre en la parroquia de la Catedral, sección Sur, leemos: “Allí fue depositado el retrato de S.E. y de su ilustre esposa en un magnífico asiento colocado cerca del Altar Mayor al lado del Evangelio”. Si estas últimas cuatro palabras significase en el altar, habría una contradicción evidente con las anteriores, que dicen que fue colocado cerca del altar.

Si pasamos ahora a las ceremonias parroquiales de las ciudades y pueblos de la Provincia, no haremos sino reforzar nuestra demostración. En la ciudad de San Nicolás, el retrato fue colocado “en el lugar correspondiente”. En Dolores, “en el lugar que se había preparado para colocarlo. En la Ensenada “se acomodó en la Iglesia en un magnífico asiento que se le había preparado al lado del Evangelio del Altar”. En Quilmes, “a la izquierda del altar mayor bajo un dosel de damasco punzó”. En Morón, “en un elegante dosel que de antemano estaba preparado en el templo”. Y en Lobos, “en una mesa que al efecto se hallaba federalmente adornada”. Todos estos detalles pueden leerse en los números de “La Gaceta Mercantil” correspondientes a los meses de agosto, setiembre, octubre y noviembre del año 1839.

De todo lo anteriormente dicho se desprende una conclusión: el retrato de Rosa no se colocaba en el altar sino, por lo general, en un asiento, en el presbiterio, cerca del altar, del lado del Evangelio. El hecho podrá ser criticado o no, según el criterio con que se juzgue a Rosas; pero lo indiscutible es que no constituyó profanación ni sacrilegio. Si bien es cierto que muchos concilios y pontífices prohibieron severamente a los legos o seglares el entrar en el presbiterio o coro, especialmente durante la celebración de la Santa Misa, también lo es que ya el Concilio trullano, exceptuaba el caso en que el emperador se acerque a presentar su ofrenda, y que “posteriormente la Iglesia fue dispensando en esto, concedió a las autoridades seglares, especialmente a los reyes y príncipes, el poder entrar y sentarse en el presbiterio” (15). Hoy figura entre los privilegios concedido a los príncipes el de ser recibidos en las iglesias “con solemnidad por los prelados y el clero, bajo palio”, y el de darles “un lugar preeminente en el presbiterio, como a los príncipes de la Iglesia”. No pudiendo asistir Rosas, ocupado en su abrumadora tarea diaria, se colocaba en su lugar el retrato. Y eso fue todo.

Queda con esto destruida una fábula que injustamente ha ensombrecido el prestigio, no solo de Rosas, sino del ilustre clero argentino de esa época, del cual formaron parte sacerdotes de la virtud e ilustración del Obispo Medrano y de los canónicos Zavaleta, García, Segurola, Pereda Saravia, Elortondo y Palacio, Argerich y otros. Ese clero, que acababa de salir de la tormenta rivadaviana que había visto a Rosas restablecer relaciones con la Silla Apostólica y favorecer en toda forma al culto católico, lo apoyó como gobernador legítimo, en quien vía además al enemigo mortal del liberalismo y al hombre que tenía la suma del poder público, sin más restricción –aparte de la de sostener la causa federal- que la de “conservar, defender y proteger la Religión Católica, Apostólica y Romana”. Por haberlo apoyado mereció la calumnia de muchos argentinos, enceguecidos por la pasión p0olítica. El tiempo, que a la larga impone la verdad, se encargará de que esas calumnias perjudiquen tan solo el prestigio de sus autores.

(1) Salvador M. del Carril, citado por Ernesto Quesada. “La época de Rosas”.

(2) Rivera Indarte. “Rosas y sus opositores”. To. II, pág. 188.

(3) Félix Frias. “La Gloria del Tirano Rosas”, pág. 46.

(4) Santiago Calzadilla. “Las beldades de mi tiempo”, pág.217.

(5) Mariano A. Pelliza. “La dictadura de Rosas”, pág. 110.

(6) Dermidio T. González. “El Hombre”, pág. 147.

(7) Marín V. Lescano. “Don Juan Manuel de Rosas y su gobierno”, pág. 173.

(8) Alfredo B. Grosso. “Curso de Historia nacional”, pág. 348.

(9) José C. Astolfi y Raúl C. Migone. “Resumen de Historia Argentina”, pág. 212.

(10) Ricardo Levene. “Lecciones de Historia Argentina”, pág. 349.

(11) Hugo Wast. “La Corbata Celeste”, pág. 246.

(12) José Mármol. “Amalia”, pág. 86. Tomo II.

(13) Íbidem, pág. 53.

(14) Saldías. “Historia de la Confederación Argentina”. Tomo III, pág. 104.

(15) P. Edmundo Cirena y Prat. “Razón de la Liturgia Católica”, págs. 34 y 632.

- - - - - - - - - - - - - - - - - - - -

ACLARACIONES:

PREBISTERIO: Espacio en torno al altar mayor de una iglesia que a veces está elevado sobre la nave y rodeado por una barandilla.


miércoles, 21 de octubre de 2020

La Convención Arana-Mackau - Alberto Ezcurra Medrano

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

2 

Así llamamos a esta seccción en la que incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años, que redescubrimos justamente "revolviendo" nuestra biblioteca. "Revolviendo" libros, encontramos este trabajo publicado en la "Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas" N° 6 de diciembre de 1940.

 

LA CONVENCIÓN ARANA-MACKAU

                                                                                                          Por Alberto Ezcurra Medrano


Convención Arana-Mackau


El 29 de octubre de 1840, el vicealmirante Angel René Armando de Mackau, Barón de Mackau, plenipotenciario de Francia, y Don Felipe Arana, ministro de Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, firmaron a bordo de la “Bolonnaise”, el tratado que ha pasado a la historia con el nombre de Convención Mackau-Arana. Con ello se ponía fin a una guerra de más de dos años, motivada por las exigencias francesas – injustas en el fondo e improcedentes en la forma – acerca del tratado de los súbditos de Francia en la Confederación Argentina; guerra en que las armas federales, en Martín García, Arroyo del Sauce y Atalaya, habían demostrado a los franceses que la conquista no era empresa fácil en América.

La convención Mackau-Arana constaba de siete artículos que analizaremos brevemente.

Decía el artículo 1°: “Quedan reconocidas por el Gobierno de Buenos Aires las indemnizaciones debidas a los franceses que han experimentado pérdidas o sufrido perjuicios en la República Argentina; y la suma de estas indemnizaciones, que solamente queda para determinarse, será arreglada en el término de seis meses, por medio de seis árbitros nombrados de común acuerdo, y tres por cada parte, entre los dos Plenipotenciarios. En caso de disenso, el arreglo de dichas indemnizaciones será deferido al arbitramento de una tercera potencia, que será designada por el Gobierno Francés”.

Este artículo ha sido invocado por los enemigos de Rosas, para demostrar que la Convención Mackau-Arana no fue un triunfo de éste. Mariano Pelliza, por ejemplo lo comenta en la siguiente forma:

“De este modo vergonzoso llegó Rosas a terminar aquella primera desinteligencia con la Francia, cediendo lo que había negado dos años antes, después de someter la provincia a los efectos desastrosos del bloqueo.

“Si mejor aconsejado o mejor inspirado, ya que no escuchaba consejos de nadie, hubiera reconocido a la Francia en 1838 las reclamaciones que fueran justas, habría ahorrado a la provincia de Buenos Aires la vergüenza de que su nombre figurara en tan triste negociación!” (1).

Esta interpretación unitaria del artículo 1°, fruto de la obcecación y del apasionamiento, no resiste un análisis objetivo. Dicho artículo no hace más que sentar el principio general del derecho a la indemnización por perjuicios sufridos. Ahora bien: Rosas nunca negó ese derecho a los súbditos franceses. Léase, sino, la nota del ministro Arana al contraalmirante Leblanc, donde expresa que “lejos de considerar las reclamaciones a que alude V.E. como desatendidas o repelidas, importa solamente la materia de una cuestión no discutida; porque según queda manifestado, el señor Gobernador nada ha contestado acerca de ellas, y ha reservado discutirlas y considerarlas cuando ellas, según el uso recibido en todas las naciones, sean deducidas por medio de un ministro o agente diplomático enviado ad hoc, bajo las formas establecidas”. Lo que no quería Rosas era que tales indemnizaciones fuesen exigidas por un vicecónsul sin atribuciones apoyado en una escuadra. Lo que quería, que se respetara en la Confederación Argentina la dignidad de una nación independiente. Y eso lo consiguió en la Convención de 1840. El arbitraje que establecía el artículo 1°, estaba bien lejos de las irritantes imposiciones del vicecónsul Roger en el ultimátum del 23 de septiembre de 1838, que exigía la inmediata oblación en el consulado de determinadas sumas de dinero que en el mismo ultimátum se especificaban. Francia tuvo que ceder, enviar un plenipotenciario en forma, como lo era el Barón de Mackau, y someter la cuestión a árbitros. ¿Dónde está, pues, la “humillación” argentina?

El propio Florencio Varela se encargó de desmentir por anticipado a los que luego hablarían de tal pretendida humillación. En su estudio titulado: “Desenvolvimiento y desenlace de la cuestión francesa en el Río de la Plata”, dice así:

“Bochornoso (sic) es comparar el ultimátum de la Francia, denunciado el 23 de septiembre de 1838 – cuando Rosas era omnipotente, cuando Oribe mandaba, por él y para él, en el Estado Oriental, cuando ninguna provincia ni ciudadano ninguna argentino amenazaba su poder – , con lo que de él se ha conseguido en un tratado en octubre de 1840, teniendo contra sí ocho provincias argentinas y el Estado Oriental, todo en armas…

“En el ultimátum de 23 de septiembre de 1838 se exigió, como condiciones sin las cuales no podría tener lugar el restablecimiento de la armonía, 20.000 duros para la familia de Bacle, 10.000 para Lavié, pagaderas ambas sumas inmediatamente, el reconocimiento del crédito de Despouy, con el compromiso de pagar su capital dentro de un año, y de liquidar los premios en tres meses.

“Se fijaban allí las personas perjudicadas, las cantidades que había de dárseles por reparación, y los términos del pago.

“Pues bien: el restablecimiento de la armonía ha tenido lugar sin que la Francia obtenga ni el reconocimiento de acción alguna de determinada persona, ni el monto de ninguna cantidad, ni los términos siquiera en que hayan de hacerse los pagos.

“En una palabra, lo único que se había conseguido es el reconocimiento de un principio que no hay necesidad de registrar en tratado: porque sabido es que, con tratado o sin él, el que perjudica a otro sin razón, le debe indemnizaciones” (2).

He aquí, pues, cómo la disposición del artículo 1°, que para Pelliza, Ingenieros, y otros, era “vergonzosa” y “depresiva” para la Confederación Argentina, resulta ser, según Varela, “bochornosa” para Francia. Alejémonos un poco de los extremos y reconozcamos que Rosas, en ella, consiguió hacer respetar los derechos argentinos.

El artículo 2° de la Convención disponía lo siguiente: “El bloqueo de los Puertos Argentinos será levantado, y la Isla de Martín García evacuada por las fuerzas francesas en los ocho días siguientes a la ratificación de la presente Convención por el Gobierno de Buenos Aires.

El material del armamento de dicha Isla será repuesto tal como estaba el 10 de octubre de 1838. Los dos buques de guerra argentinos capturados durante el bloqueo u otros dos de la misma fuerza y valor, serán puestos en el mismo término, con su material de armamentos completo, a la disposición del dicho Gobierno”.

Esta cláusula significaba para Francia algo así como un mea culpa del bloqueo. Era volver las cosas a su estado inicial. Mientras en 1838 un simple vicecónsul exigía perentoriamente y una escuadra apoyaba sus exigencias, en 1840 el vicecónsul es reemplazado por un plenipotenciario en forma que negocia de igual a igual los asuntos en cuestión y revoca los actos de guerra realizados.

El artículo 3°, verdadero triunfo de Rosas, dice así: “Si en el término de un mes, que ha de contarse desde la dicha ratificación, los argentinos que han sido proscriptos de su país natal en diversas épocas después del 1° de Diciembre de 1828, abandonan todos, o una parte de entre ellos, la actividad hostil en que se hallan actualmente contra el gobierno de Buenos Aires, Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, el referido Gobierno, admitiendo desde ahora, para este caso, la amistosa interpretación de la Francia, relativamente a las personas de estos individuos, ofrece conceder permiso de volver a entrar en el territorio de su Patria a todos aquellos cuya presencia sobre este territorio no sea incompatible con el orden y seguridad pública, bajo el concepto de que las personas a quienes este permiso se acordare, no serán molestadas ni perseguidas por su conducta anterior. En cuanto a los que se hallan con las armas en la mano dentro del territorio de la Confederación Argentina, tendrá lugar el presente artículo sólo a favor de aquellos que las hayan depuesto en el término de ocho días, contados desde la oficial comunicación que a sus Jefes se hará de la presente convención, por medio de un Agente Francés y otro Argentino, especialmente encargado de esta misión. No son comprendidos en el presente artículo los Generales y Jefes Comandantes de cuerpos, excepto aquellos que por sus hechos ulteriores se hagan dignos de la clemencia y consideración del Gobierno de Buenos Aires”.

Para comprender el verdadero sentido de este artículo, es preciso no olvidar que los franceses no actuaron solos contra la Confederación, sino coaligados con los riveristas y con los unitarios. La invasión de Lavalle a Entre Ríos y Corrientes primero, y luego a Buenos Aires, fue financiada por Francia y facilitada por la escuadra bloqueadora. Existía entre Francia y los enemigos políticos de Rosas una alianza de hechos, que el propio Thiers había reconocido pública y solemnemente y que llegó a convertirse en protocolo diplomático por el Acta del 22 de julio de 1840, firmada por el plenipotenciario francés Martigny y por la “Comisión Argentina” compuesta de Agüero, Cernadas, Gómez, Alsina, Portela y Varela. Con la Convención Mackau-Arana, Rosas consiguió romper esa alianza. Y el artículo que comentamos al señalar a los unitarios que luchaban en territorio argentino un plazo de 8 días para acogerse a la amnistía, los reducía al dilema de aceptarlo, lo que significaba para Rosas la paz interna, o de continuar la lucha sin el apoyo de Francia, lo cual era y fue su hundimiento. Es sabido, en efecto, que Lavalle rechazó la propuesta de amnistía que le llevaron el marino Halley y el General Mansilla. Al año siguiente era vencido en Famaillá.

“El artículo sobre los salvajes unitarios los concluye”, decía Rosas comentando el tratado. Y añadía: “No volverán en América a unirse sus hijos a los extranjeros, sin acordarse de lo que les ha pasado”. Desgraciadamente, Rosas era mejor estadista que profeta. Dos años después, Francia unida a Inglaterra, a Rivera y a los emigrados, volvió a la carga. Pero sólo fue para encontrar la misma resistencia y dar a Rosas la oportunidad de un triunfo aún más amplio y definitivo.

Con el artículo 4°, Francia trataba de no dejar en posición excesivamente desairada a sus ex aliados orientales. Decía así:

“Queda entendido que el Gobierno de Buenos Aires seguirá considerando en estado de perfecta y absoluta independencia la República Oriental del Uruguay, en los mismos términos que estipuló en la Convención preliminar de paz ajustada en 27 de agosto de 1828 con el Imperio del Brasil, sin perjuicio de sus derechos naturales, toda vez que los reclamen la justicia, el honor y la seguridad de la Confederación Argentina”.

Los términos de este artículo eran sumamente amplios y dejaban a Rosas en cómoda situación. La Confederación Argentina nunca había desconocido la independencia del Uruguay, ni había pretendido considerarla provincia, como al Paraguay. Es cierto que el triunfo de Oribe hubiera conducido a una alianza y estrecha unión entre ambos estados; pero eso era ya otro asunto. El hecho es que Oribe era el “presidente legal” del Uruguay y tenía derecho a aliarse con quien mejor le pareciese. No podía decir lo mismo el Brasil, que a los dos años de firmado el tratado de 1828 había enviado a Europa al Marqués de Santo Amaro, para convencer a Inglaterra y a Francia de que el Estado Oriental debía volver a formar parte del Imperio. El Brasil no abandonó nunca ese propósito. El triunfo de Rivera hubiera sido su triunfo. Y “la justicia, el honor y la seguridad de la Confederación Argentina” hubieran quedado seriamente comprometidos. “Intervenir en el Uruguay – dice Carlos Pereyra – no era sólo un derecho: era un deber en el caso de Rosas”.

Esto lo sabían tanto Francia como Rosas al acordar la redacción del artículo 4° por eso dicho artículo se refiere a la independencia del Uruguay; pero no a la guerra existente. Y por eso Rosas, el mismo día de la Convención, le hace decir a Oribe que “el artículo sobre la República Oriental nos deja en libertad para continuar la guerra”.

El artículo 5°, reglaba la situación de los súbditos franceses en la Argentina y de los argentinos en Francia en la siguiente forma:

“Aunque los derechos y goces que en el territorio de la Confederación Argentina disfrutan actualmente los extranjeros en sus personas y propiedades, sean comunes entre los súbditos y ciudadanos de todas y cada una de las naciones amigas y neutrales, el Gobierno de S.M. el Rey de los Franceses, y el de la Provincia de Buenos Aires, Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, declaran, que ínterin medie la conclusión de un tratado de comercio y navegación entre la Francia y la Confederación Argentina, los ciudadanos Franceses en el territorio Argentino, y los ciudadanos Argentinos en el de Francia, serán considerados en ambos territorios, en sus personas y propiedades, como lo son o lo podrán ser los súbditos y ciudadanos de todas y cada una de las demás naciones, aún las más favorecidas”.

Este artículo también ha sido invocado por los que, después de haber apoyado incondicionalmente a Francia en todas sus pretensiones, tuvieron el cinismo de criticar a Rosas por haber “cedido”. No reparan – y hay que insistir en ello, a riesgo de parecer cargoso, porque es fundamental – en que la cláusula de la nación más favorecida fue exigida a Rosas por un vicecónsul en el ultimátum, en el que se le advertía: “Si no acepta, tendrá que esperar la resolución que dé al asunto el gobierno de Francia, y sufrir entre tanto la dura ley del bloqueo”. Ahora, en cambio, Rosas concede ese privilegio, en un tratado firmado por un plenipotenciario en forma, en que Francia y la Argentina se colocan en un mismo pie de igualdad, ya que se otorga el mismo privilegio a los ciudadanos argentinos residentes en Francia.

Esta cláusula, como dice Saldías, “zanjaba el motivo ostensible de las dificultades que había suscitado la Francia, aunque no resolvía la cuestión relativa a los derechos de los franceses domiciliados en la Confederación, en los términos en que lo había exigido esa nación por la fuerza de las armas. Era más bien un modus vivendi, tal cual lo había propuesto Rosas antes y después del bloqueo” (3). Y nótese que ese modus vivendi quedaba subordinado a la conclusión de un tratado de comercio y navegación que Rosas, una vez levantado el bloqueo, podía negociar con entera libertad.

El artículo 6°, incluía una restricción a la cláusula de la nación más favorecida. “Sin embargo lo estipulado en el presente artículo – establecía refiriéndose al anterior – si el Gobierno de la Confederación Argentina acordase a los ciudadanos o naturales de algunos, o de todos los Estados Sud Americanos, especiales goces civiles o políticos, más extensos que los que disfrutan actualmente los súbditos de todas y cada una de las naciones amigas y neutrales, aún la más favorecida, tales goces no podrán ser extensivos a los ciudadanos Franceses residentes en el territorio de la Confederación Argentina, ni reclamarse por ellos”.

Esta restricción indignó a los unitarios y Varela le atribuyó a “ese espíritu mezquino, antisocial, que trata de levantar muros de separación entre los pueblos americanos y los europeos, y que ha dirigido siempre la negra política del Dictador”. Ellos, ofuscados con su pequeña política de factoría, no podían comprender la grandeza de la política imperial de Rosas, de neta filiación hispánica, que se reservaba derechos en América frente al imperialismo mercantil europeo.

Finalmente, el artículo 7°, contenía las disposiciones usuales acerca de las ratificaciones por parte de ambos gobiernos y de su respectivo canje, que debía hacerse en el plazo de 8 meses, “o más pronto si se pudiese verificar”.

La Convención fue sometida a la Junta de Representantes, la que autorizó al Gobierno para ratificarla. Rosas lo hizo así el 31 de octubre de 1840. Al día siguiente, 1° de noviembre, el plenipotenciario de Francia mandó enarbolar la bandera argentina a bordo del “Alcmene” y saludarla con 21 cañonazos, saludo que fue retribuido por la plaza de Buenos Aires.

Tal fue la famosa Convención Mackau-Arana. Un tratado en que ambas potencias, colocadas, gracias a la energía de Rosas, en el mismo pie de igualdad, se hicieron concesiones mutuas. Pero detrás de las letras de ese tratado había algo más. Francia había venido al Río de la Plata hablando de establecer su “influencia” a la vez en Buenos Aires y en Montevideo (4), y se iba sin obtener siquiera el triunfo amplio de sus propósitos más ostensibles. Tal tratado significaba, por consiguiente, la derrota de las pretensiones francesas en el Río de la Plata. Era, en realidad, una victoria argentina. Así lo comprendió el pueblo de Buenos Aires, celebrándolo en forma que – como lo hace notar Héctor R. Ratto – “más sabía a triunfo de armas que a pacificación”, y que se manifestó en descargas de mosquetería, fuegos artificiales, bandas militares, repique de campanas y entusiasmo popular sin límites. Así lo interpretó también el propio Rosas, cuando el mismo día de la Convención escribía a Pacheco: 

“Mi querido amigo: Te felicito y abrazo con la expresión íntima de mi corazón americano, y en tu distinguida persona a todo ese valiente virtuoso ejército. Está concluída la convención de paz con la Francia, hoy 29 de octubre del año del Señor de 1840. Es honrosa para la confederación y para el continente americano. Hemos logrado para dicho continente un artículo de un valor inmenso. Así corresponde la verdadera virtud a una ingratitud marcada solo de pura cobardía, no en los pueblos, sino en las personas que componen sus gobiernos. ¡Dios es infinitamente justo y misericordioso!” (5).

De 1840 en adelante, las potencias europeas pudieron saber a qué atenerse respecto a la posibilidad de establecer sus “influencias” en el Río de la Plata. Y si alguna duda pudo quedarles, debió desaparecer totalmente cinco años después, cuando el cañón de Obligado demostró a Francia e Inglaterra – al decir de San Martín – “que pocos o muchos, sin contar los elementos, los argentinos saben siempre defender su independencia”.

(1) Mariano A. Pelliza, La Dictadura de Rosas, pág. 152.

(2) Citado por Aquiles B. Oribe, Brigadier General Don Manuel Oribetomo II, pág. 395

(3) Adolfo Saldías, Historia de la Confederación Argentina, tomo III, pág. 221.

(4) Véase el acta del 16 de noviembre de 1838, citado por Font Ezcurra, La Unidad Nacional, pág. 30.

(5) Citada por Ernesto Quesada, Lamadrid y la Coalición del Norte, pág. 174, nota 124.

---o0o---

Alberto Ezcurra Medrano (1909/1982)