martes, 20 de octubre de 2020

Protectorado y libre navegación - Jaime Gálvez

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

Así llamamos a esta seccción en la que incluiremos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años, que redescubrimos justamente "revolviendo" nuestra biblioteca. 

Así encontramos este artículo publicado en la "Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas" N° 13 de octubre de 1948.

 

PROTECTORADO Y LIBRE NAVEGACIÓN

                                                                                                  Por Jaime Gálvez

Rosas.
Dibujo y grabado de J. Alais

El tema de la libre navegación de nuestros ríos me ha ocupado algunos años, dándome la oportunidad de especializarme en él. Publicado mi libro sobre tal asunto y la actuación brillante que le cupo a Rosas, con gran placer he visto que aquel tema ha sido debatido en la Cámara de Diputados de la Nación y que de él trata buena parte de la exposición de motivos del más enjundioso de los proyectos presentados para la reforma constitucional, en el cual se recogen mis observaciones y estudios, tal como puede constatarse en el Diario de Sesiones de dicha Cámara del 23 de junio de 1948, pág. 1078 a 1088.

No obstante lo que ello significa para mi obra, el sentido de responsabilidad obliga a tener siempre instalada la duda si uno ha exagerado o no, si se ha captado correctamente la realidad, etc., temiendo siempre la aparición del documento que va ha deshacer la construcción realizada. De aquí mi preocupación “in crescendo” ante el solo anuncio que nada menos que el Dr. Alfredo L. Palacios iba a tocar la libre navegación de nuestros ríos.

Pero hete aquí que mi ya casi angustia se trocó en desilusión cuando “La Nación” y “La Prensa” publicaron el 31 de agosto pasado el trabajo del ilustre tribuno. Faltó documentación en su disertación y sólo abordó aspectos formales, sobrando pasión política. Cometió yerros y dio lugar a otros, dándome al fin la ocasión de salir a la palestra al afirmar que los revisionistas estamos tergiversando la historia. El cargo es grave.

Dice Palacios: “Por decreto del 22 de enero de 1841, Rosas clausura los ríos Paraná y Uruguay”. Anoto, por lo tanto, que contrariamente con lo ocurrido a Rosas, a Palacios se le olvidó el Río de la Plata en la enumeración, río que también se halló clausurado. Hay que tomar nota de que la fecha citada puede dar lugar a engaño por cuanto esos ríos fueron cerrados a la navegación extranjera, mediante las disposiciones legales correspondientes, unos 3 siglos y medio antes que lo que ahora viene denunciando el distinguido ex senador, lo que, lógicamente, quita fuerza, novedad y hasta seriedad a su imputación. Sí señor; ningún río americano era libremente navegable para la extranjería según la legislación española, que arranca de la Real Pragmática del 1° de Septiembre de 1500 y cuyos principios proteccionistas perduraron aquí hasta después de Caseros, a través de gran cantidad de leyes nacionales, tratados interprovinciales e internacionales, los cuales me he dado el trabajo de enumerar en mi libro.

La disposición hallada por el orador referido tampoco fue la única dictada por Rosas, quien sólo pudo hacerlo al reglamentar lo que para el caso disponía el art. 8° del Pacto Federal de 1831, que no permitía la libre navegación a los extranjeros.

En lo que estoy de acuerdo con el Dr. Palacios es en que los emigrados “realizaron una campaña económica, que culminó con la intervención de 1846, de Florencio Varela, en el Correo del Plata”, para derogar el sistema fluvial vigente. Aparte de que los artículos de Varela fueron muy bien contestados en Buenos Aires, no me parece del todo justo retacear la actividad de don Florencio, y olvidar que antes de “culminar con la intervención de 1846” en el Correo del Plata, se fue a Londres a pedir una intervención –esta vez con cañones y demás accesorios en 1843, para conseguir la libre navegación y algo más: un Protectorado inglés en el Río de la Plata.

Quería que Inglaterra “se aviniera a establecer un Protectorado en la República” (Mateo J. Magariños. La Misión de Florencio Varela en Londres, Montevideo, 1944, pág. 197). “Que la obtención del Protectorado fue la finalidad esencial de todas las negociaciones, no cabe la menor duda. Bajo la inocente apariencia de la “mediación feliz”, la “protección duradera”, “Asegurar la prosperidad de estos desdichados países”, etc, se ocultaba la realidad de la enajenación de nuestra soberanía”.

Las instrucciones que llevaba Varela en su valija, redactadas por él mismo, no han merecido el honor de que el investigador que debe ser el Dr, Palacios se ocupara de ellas. Pese a los más clásicos eufemismos usados en la diplomacia, creo que todos podemos entenderlos en este caso. En el art. 4° de sus auto-instrucciones se dice que, para conseguir la paz es indispensable este medio para Inglaterra: “INTERVINIENDO CON ARMAS EN LA LUCHA”.

Y como una fatalidad en nuestra historia, siempre estarán juntas la intervención armada extranjera con la libre navegación, Lo prueba una vez más el art. 6° de las referidas instrucciones varelianas: “Uno de los puntos que más debe llamar la atención de la Inglaterra es la libre navegación de los ríos afluyentes al Plata. El señor Varela debe tener por guía, en ese particular, que las ideas del gobierno son por la absoluta libertad de aquella navegación para todas las banderas, sin otras restricciones que las que las leyes de aduana y reglamentos policiales puedan creer convenientes, como en cualesquiera otras aguas de la República navegadas hoy por extranjeros”.

No fue la primera ni la última vez que se mencionan juntas, complementariamente, protectorado y libre navegación. El motivo creo haberlo revelado antes. Y cuando el Congreso Constituyente de 1853 trató la libre navegación, se volvió a oír fatídicamente, la palabra protectorado.

Volviendo a la disertación del citado político socialista, se podrá ver que afirma categóricamente respecto de la libre navegación sancionada en el art. 26 de la Constitución de 1853, lo que sigue: “Todos los Constituyentes, pues, son responsables de esa sanción que los argentinos aplaudimos y que con ligereza imperdonable un diputado ha calificado –junto con los pactos internacionales que le sirven de antecedente– de “baldón para la dignidad argentina”. Con ese motivo se han tergiversado las opiniones emitidas en las sesiones del 8, 9 y 12 de septiembre de 1853, después de sancionada la Constitución, al considerarse los tratados internacionales que aprobó el Congreso. No hubo oposición a los tratados, lo que, por otra parte, hubiera sido absurdo, después de la sanción unánime del artículo 26”.

Discrepo con 3 puntos de esa opinión. Son los siguientes: 1°) hubo intensa oposición a los tratados; 2°) los revisionistas no hemos tergiversado ninguna opinión dada en el Congreso de 1853 y menos, los de la minoría; 3°) probado el motivo de oposición a la libre navegación –el protectorado– , como argentinos no podremos aplaudir como quiere Palacios, sino llamar “baldón para la dignidad argentina” a lo que en rigor lo es y tal cual la calificaron los constituyentes de 1853, palabra más, palabra menos. Sigamos el curso de los acontecimientos.

Los mismos diputados al Congreso Constituyente de 1853, que eligiera Urquiza en la forma pintoresca que nos ha revelado la pluma inimitable de José María Rosa (h) en esta misma Revista, se encargaron de hacer oposición a los tratados que firmara Urquiza el 10 de julio de 1853. Estos tienen entrada al Congreso el 15 de agosto de ese año (Asambleas Constituyentes Argentinas, t. IV, pág. 556).

En el mismo día de entrada se nombra una Comisión Especial para estudiar los tratados y aconsejar al Congreso sobre lo que debía hacerse. El presidente del Congreso, Derqui, designa a los diputados Zavalía, Seguí y Pérez, para integrar aquella. Seguí se excusa y es reemplazado por Zuviría. (íd. Pág. 557).

El 4 de septiembre, antes de leerse el dictamen de la Comisión, se hace una cuestión muy importante. El Reglamento del Congreso disponía que “Dos terceras partes de los diputados recibidos harán Sala”. Habían sido elegidos y recibidos 24 diputados por lo que la Sala se hacía con 16 diputados recibidos, en consecuencia. Zapata pide se aclare si se pueden computar los diputados recibidos pero separados definitivamente del Congreso. Seguí impone su punto de vista, que exigía se tomaran en cuenta, únicamente los miembros del Congreso recibidos, tal cual rezaba el Reglamento, porque si “se iban a computar las dos terceras partes de sólo los presentes, que en su hipótesis quedaban reducidos a 8, resultaría que el Congreso de la Confederación Argentina vendría a se representado por sólo 4 ó 5 diputados, lo que no podía ser” (íd. Pág. 566 y 567). Y refuta victoriosamente diciendo que “la proposición presentada deja al Congreso de la República ridículamente representado en un número diminuto de diputados”. Zuviría “pidió” que se postergase su discusión para otra sesión puesto que de su resolución podía depender la validez o nulidad de las sesiones ulteriores” (íd. Pág. 567). A la sazón estaban presentes 17 diputados, incluido el Presidente. Ese día hubo Sala, como se decía entonces, por el margen más mínimo. Es este un antecedente muy valioso, por muchos motivos.

Así las cosas, se lee por fin el dictamen de la Comisión, la cual elaboró un proyecto de decreto y una minuta de comunicación. Se van a discutir, pero se levanta la sesión de ese 4 de septiembre.

Cuatro días más tarde se conoce oficialmente y a través de las actas respectivas, el informe de la Comisión. Va a comenzar la discusión más grande y ruidosa celebrada por el Congreso de 1853, que votó en silencio la Constitución. Todos otorgan más importancia a la libre navegación que a la misma Constitución. Algunos dicen y todos lo prueban con su conducta. Es la imposibilidad material de abordar hoy los problemas de fondo suscitados, me limitaré a los de carácter formal, que algo revelan los primeros. Algún otro día estudiaré lo que ahora no puedo exponer por la capacidad reducida de estas páginas.

La Comisión enfoca el examen de los tratados bajo estos dos aspectos: la competencia o incompetencia del Congreso de 1853 para conocerlos, y si hay urgencia en la aprobación. La Comisión aconseja declarar la incompetencia del Congreso Constituyente de 1853 y reservar el examen y aprobación de los tratados para las próximas Cámaras Legislativas, conforme el texto expreso y terminante del art. 9° de los tratados que establece “que deberán ser presentados para su aprobación al primer Congreso Legislativo de la Confederación”. Y declara también “que no hay urgencia en dicha aprobación, puesto que por el mismo art. 9° de los predichos tratados se reserva a las otras partes contratantes el término de 6 y 15 meses para su ratificación” (íd. Pág. 570). Esa era la interpretación correcta, pero también puede ser tomada como una muestra sorda de oposición, que también se hará oír.

Zapata opina todo lo contrario a la Comisión. Zavalía miembro de ésta y firmante del despacho, aconseja oralmente votar contra lo que pide por escrito. Ha cambiado de opinión en 4 días. Se les une Gutiérrez. El diputado Iriondo apoya el dictamen de la Comisión y Zuviría lo sigue, aludiendo al súbito cambio del modo de pensar de Zavalía. Este aclara que sólo está en contra de la incompetencia del Congreso y refirma que “no creía urgente que el Congreso aprobara los tratados”. Más adelante volverá a cambiar de opinión.

Derqui se manifiesta contrario a la Comisión, mejor dicho a su despacho, en la sesión del 9 de septiembre, lo mismo que Seguí y Colodrero. Zavalía, que firmó el despacho y luego estuvo a medias con él, ahora se pasa definitivamente al bando contrario y se pronuncia totalmente contra la Comisión, de la que forma parte (íd. Pág. 583). Pérez reitera su oposición a los tratados; según él no hay urgencia ni el Congreso es competente. Zuviría pide que dado lo avanzado de la hora y por hallarse enfermo, se suspenda la sesión, pero no consigue su propósito. Lavaysse y Campillo sostienen que el Acuerdo de San Nicolás autoriza al Congreso Constituyente a aprobar los tratados. Se vota en general el proyecto de la Comisión y fue desechado por 12 votos contra 4. Resulta fácil individualizar a los 4 votantes de la oposición a los tratados: Ferré, Zuviría, Pérez e Iriondo.

Enseguida propone Zapata un proyecto invisible en las actas, porque no figura en las de ese día ni en las del 8 ni en ninguna otra, que pasó a la orden del día siguiente.

El 12 de septiembre de 1853 comienza otra sesión. Zapata pide se inserte su proyecto en las actas… pero no aparece por ninguna parte. Ignoro lo que ocurrió al respecto. Pide la palabra Ferré –“ a quien por lamentable error se ha atribuido oposición enconada” según Palacios – y dice que ha estado por la incompetencia del Congreso y la falta de urgencia en aprobar los tratados; “porque por los poderes que he recibido de la Provincia que tengo el honor de representar, no me considero con facultades para proceder de otro modo, y porque así me lo dicta mi conciencia, así es que en este sentido no tomaré parte ni votaré en nada que no sea para llenar y sancionar los 2 puntos pendientes por la Constitución que hemos jurado, a menos que reciba nuevos poderes de la Provincia a quien he dado cuenta de mi resolución. Después de estas palabras el señor diputado se levantó y salió del salón de las sesiones” (íd. pág. 589). Su conducta la funda legalmente y, especialmente, agrega, “porque así me lo dicta mi conciencia”. Su saber y sus sentimientos están en contra de la libre navegación sancionada por los tratados, como se ve. Es, pues, el perfecto opositor, un opositor enconado. No existe el “lamentable error” que dice Palacios hemos cometido. El error es sólo de él.

El diputado Gutiérrez denuncia la ausencia de Ferré; se lo manda llamar y no viene ni se le encuentra. Su actitud opositora le valdrá la siguiente sanción extraordinaria del Congreso de 1853: “Art. 1° El ciudadano don Pedro Ferré queda borrado desde el día 12 de septiembre último del número de diputados al Soberano Congreso Constituyente” (íd. Pág. 602).

Seguí hace su discurso de apoyo al invisible proyecto Zapata, encontrando eco en otros diputados. Se pone a votación en general “y fue admitido por una mayoría de 11 votos contra 2” (íd. pág. 591). Estos últimos son los de Pérez e Iriondo. Faltó el de Zuviría porque a la sazón Urquiza lo nombra su Ministro de Relaciones Exteriores (íd. pág. 593) –no sé si porque lo apreciaba como Ministro o porque lo temía como opositor – y el de Ferré, quien ya se hallaba en trance de ser “borrado”. Así se aprobaron los tratados que firmara Urquiza concediendo la libre navegación. Y para que Palacios no insista diciendo que no hubo oposición, transcribo 4 palabras de Seguí de ese mismo día: “LA OPOSICION QUE RUGE…”, etc. Otros diputados usan también la misma palabra “oposición”. Por ejemplo, dice Iriondo: “debieron, pues, tener presente todas las razones alegadas por los señores diputados de la oposición”, y Zuviría “los señores diputados de la oposición…” etc.

Hecha la votación, todos saben que ella es insuficiente, pues como lo aclararon los mismos constituyentes, se necesitaban por lo menos 16 diputados para hacer Sala, cuando en la sanción de los tratados apenas fueron 13 los votantes. Seguí lo puntualizó muy bien el día 4 de septiembre, como ha quedado arriba probado, agregando que de no hacer como sostenía, el Congreso estaría “ridículamente representado por un número diminuto de diputados”. A Seguí no se le escapó dicha circunstancia y en la misma sesión del 8 de septiembre presenta un proyecto de reformas al Reglamento. Pero éste no subsana nada porque dispone para el futuro y establece que ningún diputado puede retirarse “hasta que se incorpore al Congreso el que haya sido nombrado para subrogarles”. Con ello no cubre la nulidad de la aprobación de los tratados, sino que será sólo el instrumento para “borrar” al incómodo Ferré, que es lo que sucede.

No es necesario, ante las pruebas exhibidas y que emanan de los mismos constituyentes, argumentar mucho para llegar a la nulidad de la sanción aludida, bajo el punto de vista jurídico. No es aquella la única falla de derecho, como lo he puntualizado en otra ocasión y que puedo ampliar. Pero no quiero caer en el simplismo jurídico cuando escribo historia. Prefiero las razones de orden común, moral, que cualquiera puede entender. Y porque, y sin que Palacios me pueda acusar de tener “ligereza imperdonable”, estos tratados son, simple y sencillamente, “un baldón para la dignidad argentina”. ¿Por qué haré tal afirmación?

Cedo la palabra a los constituyentes de 1853: ZAVALIA: “convenía establecer además de la obligación nacional una garantía fundada por el poder de las Naciones amigas”; “Quiero que la libertad de los ríos quede salva del conflicto, apoyada en nuestra sanción y en los cañones de las Naciones amigas”; LAVAYSSE: “he considerado urgente y necesaria la garantía de las potencias más poderosas de Europa y América”; “no era precisamente garantía moral sino real y efectiva de la que se trataba, y éste sólo se hallaba en una poderosa fuerza que lo asegurase”; ZAPATA: “un derecho perfecto a las potencias signatarias, que es lo que conviene a la Confederación”; GUTIERREZ: “Quizás no fuésemos demasiado fuertes para hacer respetar, a cuyo efecto creía precisa la concurrencia de Potencias europeas”; “protección de la fuerza apoyada en derechos”; ZUVIRIA: “Los tratados son perpetuos”; “ellos importaban un protectorado extranjero”; “sin vergüenza y humillación no podríamos confesar que había urgencia de anticipar este protectorado extranjero”; “ni la enfermedad ni la muerte me impedirán llenar mi deber”; CAMPILLO: “es un hecho garantido por tratados solemnes con Naciones poderosas”; “esta navegación libre necesita la garantía de los tratados”; PEREZ: “Anarquistas o serviles no presentaríamos al extranjero el menor interés”, etc. Esas palabras sueltas señalan el calibre de la discusión.

Volviendo a la disertación del Dr. Alfredo L. Palacios, creo haber probado lo que me proponía, esto es, lo temerario e inconsistente de sus afirmaciones. Hubo oposición; no hemos tergiversado los revisionistas, y lo del baldón no es la ligereza imperdonable que él cree.

Y por último, un concepto del Dr. Alfredo L. Palacios de 1948 – “Rosas no fue nacionalista ni preparó la organización de la República”- lo rebato con un concepto del Dr. Alfredo L. Palacios de 1914: –“Rosas…realizó consciente o inconscientemente, una obra de unificación que permitió la organización nacional” (Diario de Sesiones Cámara de Diputados, reunión N° 67, del 21 de noviembre de 1914, pág. 284, columna 1°).

Muchas veces he admirado gestos y actitudes del Dr. Palacios, mas lamento no sentir lo mismo cuando su actividad política actual lo obliga a disertar con pasión, realmente fuera de lugar y en contradicción con sus antecedentes.

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JAIME GÁLVEZ, es autor, entre otras, de las siguientes obras: Rosas y la navegación de nuestros ríos, Rosas y el proceso constitucional, Revisionismo histórico constitucional 1810-1967.