domingo, 1 de junio de 2014

El diario La Prensa y Rosas

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año VIII N° 31 - Junio 2014 - Pag. 16 

El diario La Prensa y Rosas 

El diario La Prensa, siempre fue esquivo y contrario a Juan Manuel de Rosas y por el contrario alabancioso con respecto a los "próceres" de la historia oficial, si bien y en honor a la verdad debemos decir que en algún momento, también fue muy crítico con respecto a Domingo F. Sarmiento, como lo pondremos de resalto en algún número posterior de este periódico. Pero volviendo a Rosas, hace ya un poco más de ochenta y seis años atrás, el 29 de mayo de 1928, fue publicado el siguiente artículo, que consideramos de interés y que reproducimos a continuación.


El Mes de América y el Americanismo de Rosas

Por Máximo Soto Hall

La figura de don Juan Manuel de Rosas, discutida en un ambiente de pasión y parcialidad, por mucho tiempo; en otro más sereno y justiciero, después; pero siempre cálidamente discutida, ofrece al análisis severo de la historia un aspecto que, sobre todas las opiniones, no admite, discusión: su sincero y noble patriotismo. El alma argentina, en sus fibras más puras, alentaba en el corazón, bien templado, del recio mandatario. En momentos difíciles, en horas de prueba en extremo amargas, puso de manifiesto, con repuje de energía, el sentimiento patrio que lo animaba.

Sólo vistos los hechos bajo ese prisma, se explica cómo, en medio de la ola de diatribas que envolvían al tirano, ola cuyos rumores llegaban acrecentados a Europa, y particularmente a Francia, San Martín, fundador preclaro de la nacionalidad argentina, y celoso de su vida y sus hombres, legó a Rosas su vencedora espada, ceñida con el laurel de la gloria y las palmas de la virtud. Las palabras con que se determina ese gentil legado, son la consagración más alta del patriotismo de Rosas: "El sable que me ha acompañado en toda la independencia de la América del Sur, le será entregado al general de la República Argentina don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que, como argentino, he tenido al ver la franqueza con que ha sostenido el honor de la República, contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla".

La obra patriótica de Rosas, pese a los cargos, más o menos justificados, que sobre él caen, significará mucho en la balanza de juicio con que, en todo tiempo, lo aquilaten sus conciudadanos. Sin ofensa a la justicia histórica, ese elemento de prueba tendrá valor en el fallo definitivo, si no absolutorio, justificativo. 

En cuanto a la América, sobre todo a la América latina, el caso se ofrece con análoga proyección. Su personalidad en los países latinoamericanos es mal conocida, o mejor dicho, sólo conocida a través de pinceladas de sombra. Ha laborado en la biografía que de él se conoce más la calumnia que la verdad. Su obra americanista, firme, sólida y fraternal, se ignora, y sin embargo se diría que su patriotismo argentino, ese indiscutible patriotismo, se ampliaba para constituir en él un patriotismo continental.

En estos días de claudicaciones vergonzosas en las esferas oficiales, de condescendencias mórbidas, cuando sin razones que lo justifiquen se olvidan los principios proclamados por los constructores de nuestras patrias, la actitud de Rosas, como defensor de los pueblos de América, toma proporción y constituye una sabia enseñanza.

Los prohombres de la Independencia argentina, en uno de aquellos muchos gestos de fraternidad y solidaridad que embellecen y ennoblecen la vida pública de la América, en el primer cuarto del siglo pasado, designaron el mes de mayo, su mes patrio, el de perpetua recordación, con el nombre sugestivo de "Mes de América". esa designación fue acatada, y de manera especial respetada, en tiempo de Rosas. Lo vemos en instrumentos, públicos y en cartas particulares del mandatario; 6 del mes de América escribe en una carta dirigida al general Pacheco en 1840, y siempre en tal período del año observó respetuoso lo dispuesto en los más graves y a la vez más brillantes días de la patria.

Sus mismos enemigos, aun los más acerbos como Sarmiento, reconocen su americanismo, aunque lo juzguen bajo el prisma de sus particulares intereses. El ilustre autor de Facundo habla de "un gran movimiento que se operaba por entonces en Montevideo, y que ha escandalizado a la América, dando a Rosas una poderosa arma moral para robustecer su gobierno y su principio americano". Esta era la opinión de un hombre de letras; oigamos la de un hombre de armas. Lamadrid escribe a Brizuela: "Mas así que vi a mi patria insultada del modo más bárbaro por el poder arbitrario de la Francia, no trepidé un momento en presentarme al ilustre magistrado, que atiende con tanta valentía y denuedo nuestra independencia y la de todo el continente".

En los gobiernos fuertes, donde el alma de un hombre impera con predominio absoluto, su pensar y su sentir se reflejan, en todos los actos del gobierno y particularmente en los elementos que sirven al régimen. A través de sus hombres puede muy bien estudiarse al gobernante bueno o malo.

Respondiendo a este fenómeno psicológico, vemos que el americanismo más franco y leal se respira en el ambiente de todos los hombres públicos que rodean a Rosas, no sólo en los momentos en que la herida de la bayoneta extranjera arranca el grito doloroso, sino en todo momento.

La carta que el General Pacheco dirige a don Gregorio Aráoz de Lamadrid, carta abrumadora y aplastante, en 1841, la encabeza en esta forma: "¡Viva la Federación! Rosas, libertad, independencia, dignidad americana o muerte". Nada más sugestivo, más, enérgico, ni más americano que estas últimas palabras. Ellas solas son una revelación y debieron ser la brújula para los navegantes políticos del porvenir: "Dignidad americana o muerte". 

El doctor don Nicolás Anchorena, en los días del bloqueo, decía en la Sala de Representantes: "La causa que sostenemos es la de todas las repúblicas americanas, porque en ella nos proponemos repeler una nueva colonización que se trata de hacer en los nuevos Estados americanos; que ya se ha tentado en algunos, y en el día se quiere llevar adelante en el nuestro. Después que hemos conquistado la libertad e independencia, a costa de todo género de sacrificios, se pretende que renunciemos a los derechos que habíamos adquirido por la misma independencia, que han reconocido las naciones europeas; y se exige de nosotros, bajo el pretexto de condiciones, esa renuncia con las armas en el pecho, del modo más ultrajante, por los mismos con quienes compartimos el futuro de nuestros sacrificios. Tal correspondencia irrita y si nos sometiésemos a ella, echaríamos un borrón indeleble en nuestra historia".

La amenaza entonces era transatlántica. Se trataba de los que aspiraban a recobrar sus perdidos dominios. Hoy esas palabras, con escasas variantes, enfrente de los problemas que agitan a tantos países americanos, son de un valor inapreciable. Meditarlas, considerarlas y sacar de ellas la consecuencia y la lección que encarnan, sería algo muy conveniente y muy provechoso.

La actitud americanista de Rosas tuvo repercusión fuera del país. Comentándola, "El Nacional" de Lisboa, de 4 de enero de 1840, decía: "Admiremos la firme decisión con que el gobierno de la Confederación a las injustas pretensiones del orgulloso gabinete de las Tullerías, y esperemos ver el día en que todas las repúblicas del continente americano formen entre sí una liga cerrando sus puertas a los buques de la nación que pretende oprimirlas".

Una visión más clara en esos asuntos y la solidaridad mejor comprendida, hubiera evitado posiblemente la invasión francesa en México, que tuvo, por muchos conceptos, similitud con la de Argentina en tiempos de Rosas.

Tomadas en cuenta estas breves notas que podrían ampliarse con innumerables citas, ya que esa época está sembrada de ejemplos de americanismo hondo, resultaría que esa faz de Rosas debería ser contada y pesada entre los estudiosos de América latina, para considerar la figura del dictador con más amplitud. Lo abona el solo hecho de haber firme y lealmente respondido al espíritu noble de los patriotas que, con hermoso simbolismo, llamaron al mes patrio "mes de América".

El motín de las trenzas

   Publicado en el Periódico El Restaurador - Año VIII N° 31 - Junio 2014 - Pag. 15  

El motín de las trenzas

                                                                       Por la Prof. Beatriz C. Doallo

En el artículo “El atentado a la Iglesia de San Ignacio” (ER N° 29, pág. 15) se hace referencia a la “rebelión de las trenzas” ocurrida en 1811.

Manuel Belgrano, de regreso en Buenos Aires luego de la fracasada expedición al Paraguay, fue nombrado coronel del Regimiento de Patricios en reemplazo de Cornelio Saavedra, respetado jefe de ese cuerpo. Una de las primeras medidas que tomó Belgrano consistió en ordenar a las tropas cortarse las coletas que las distinguía.

El cabello, la barba, los bigotes, las patillas, aunque parezcan banalidades, en diferentes momentos de nuestra historia han sido expresiones de un sentimiento o de una afición política. La coleta o trenza del soldado patricio consistía en una de ellas.

La insurrección castrense a que dio lugar la ordenanza del nuevo jefe tuvo un antecedente cívico. Las desinteligencias entre “saavedristas” y los partidarios de Mariano Moreno persistieron luego de que este prócer abandonara Buenos Aires, enviado como plenipotenciario a Inglaterra. Ya había fallecido en alta mar el 11 de marzo de 1811 cuando, los días 5 y 6 de abril los partidarios de Saavedra se enfrentaron con los “morenistas” en una revuelta en que tomaron parte gentes humildes de los suburbios y las quintas, y alcaldes y caudillos de barrio. Triunfaron los “saavedristas” y hubo exclusiones de la Junta, destierros y persecuciones. Pero la secuela más importante de estos episodios consistió en que sirvieron para que el pueblo, el de carne y hueso no el teórico de la Revolución, se expresara de viva voz.

El obligatorio corte de las coletas se consideró un nuevo agravio y encontró en la aparentemente insignificante medida impuesta por Belgrano un pretexto explosivo. La noche del 6 de diciembre de 1811 los suboficiales y la tropa del Regimiento de Patricios se amotinaron, expulsaron a los jefes y oficiales y demandaron, como ya ocurriera en 1806, elegir ellos mismos a sus autoridades.

La represión, con milicias al mando de José Rondeau, fue inmediata. Los insurrectos se atrincheraron en la Iglesia de San Ignacio. Vencidos, con lamentable saldo de muertos y heridos, el día 12 de diciembre se condenó a la pena de muerte a diez de los sublevados, incluyendo a cuatro sargentos, dos cabos y cuatro soldados. A otros veinte integrantes del Regimiento se los sentenció a penas de hasta diez años de prisión.

Belgrano, industrioso y progresista, respondiendo a su concepción de liberal, contraria a la tradición, dio de manera ingenua motivo para una rebelión que terminó en un baño de sangre y puso tristemente en evidencia que las autoridades surgidas de la Revolución de Mayo no eran siempre capaces de interpretar al pueblo.

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El caso de las trenzas de los Patricios

El regimiento de Patricios tenía el privilegio de ser el único en el ejército cuyos soldados y clases llevaban una coleta o trenza.  Esta trenza, que se hacía del largo del cabello y se llevaba a la espalda, era motivo de orgullo para estos soldados ya que los distinguía de los otros cuerpos a quienes llamaban “pelones”, por no tenerlas.

La moda de usarla provenía de Carlos II, y en el ejército había sido introducida en la época del virrey Cevallos.  Recordaremos que por ese entonces los soldados y clases de los Patricios eran gente de las orillas de la ciudad, y los orilleros entonces la usaban como símbolo de su hombría.  Así como, entrado el siglo, los montoneros y los federales de Rosas usaban la porra, y luego los alsinistas la melena.

Malquistado con los Patricios, el Triunvirato, a fines de noviembre de 1811, dio una orden que terminase con el antiguo privilegio y los soldados y clases se cortasen la trenza.  Como nadie obedeció, Belgrano dispuso que los que se presentasen el día 8 de diciembre con la trenza serían conducidos al cuartel de Dragones y allí se los raparía.

Tras el agravio de volverse “pelones”, la amenaza de que se los raparía en otro cuartel colmó la medida en la sensibilidad de aquellos soldados que dieron a la patria solo motivos de orgullo, como en las invasiones inglesas y en las jornadas de Mayo, cuando su jefe fue el primer presidente del gobierno patrio.

La agitación subió de tono, pero no era solo por las trenzas que los Patricios se agitaban, había antes que nada un gran descontento contra el gobierno surgido en el golpe de setiembre, y de esa inquietud participaban también los otros cuerpos de guarnición en Buenos Aires y que, por cierto, no usaban la coleta.

De la página web: www.revisionistas.com.ar

Opiniones - Evaristo Carriego

   Publicado en el Periódico El Restaurador - Año VIII N° 31 - Junio 2014 - Pags. 14 y 15 

OPINIONES

Opiniones sobre Rosas
Evaristo Carriego
José Evaristo Carriego de la Torre, nació en Paraná el 16 de diciembre de 1828 y falleció en Buenos Aires el 1° de enero de 1908.

Su padre José Evaristo Carriegos Godoy, quien había sido subalterno del caudillo entrerriano Francisco Ramírez, falleció cuando él tenía 8 años de edad. Dicen que heredó de su padre el temperamento dinámico y combativo.

Si bien el apellido era "Carriegos", todos usaron "Carriego" sacándole la "s".

En 1843 y cuanto contaba con 17 años, Urquiza lo envió a Buenos Aires, donde ingresó al Colegio Republicano.

Producido el Pronunciamiento de Urquiza en 1851, se alejó de Buenos Aires para instalarse en Paraná.

Después de Caseros fue designado como administrador de Correos y al poco tiempo dejó el cargo para pasar a desempeñarse como Defensor de Pobres y Ausentes.

Si bien se graduó en la Universidad de Córdoba como Doctor en Leyes, nunca ejerció la profesión de abogado.

Su pasión fue el periodismo sobre todo de cuestiones políticas y fue un ardoroso polemista. En 1859 fue redactor del diario El Comercio y al año siguiente de El Progreso, ambos de Rosario.

En Paraná fundó en 1861 La Patria Argentina y al año siguiente el periódico El Litoral y fue el primer director del diario El Entre Ríos. También colaboró con varias revistas: La Actividad Humana, Los Castizos, Las Provincias y Los Tiempos.

Como consecuencia de la batalla de Pavón, se manifestó adverso a la política porteñista de Mitre y también hacia la política de claudicación de Urquiza.

Ocupó una banca de diputado en la legislatura de su provincia.

Fue un opositor a la Guerra contra el Paraguay y desde el periodismo realizó una campaña contra el reclutamiento de fuerzas entrerrianas con aquél destino. Apoyó también el levantamiento de López Jordán.

Si bien adhirió en un principio a la política del presidente Roca, en 1884 se desligará y desde el diario Los Tiempos que él funda, fustigará la política personalista y los abusos del gobierno roquista.

Radicado a fines de 1889 en Córdoba, fundó el diario La Constitución, desde cuyas páginas se opuso a la revolución del 90. En esa ciudad mediterránea, como liberal que era, polemizó con diarios católicos.

Una colección de sus artículos publicados en diversos diarios y en diferentes épocas fueron recopilados en "Páginas olvidadas" publicadas en Santa Fe en 1895.

Fue el abuelo del notable poeta Evaristo Francisco Estanislao Carriego, de principios del siglo XX, llamado, el Cantor del Suburbio.

A todos ellos en realidad se los conoce por "Evaristo" Carriego. 

Carriego fue contrario a la política de Rosas, inclusive lo llamó "tirano", pero no obstante ello y como amigo de la verdad y la justicia que era, no pudo dejar de objetar, criticar y poner en evidencia la ilegalidad de todas las medidas adoptadas por las autoridades provinciales al disponer la confiscación de las que fueron objeto los bienes de Rosas y la de sus hijos "...y que sirvieron, casi en su totalidad, para saciar la codicia de sus mismos perseguidores", como también las arbitrariedades e irregularidades del proceso por cometidas por los jueces y otros funcionarios en el juicio que se le siguió en el "que el odio atropelló la justicia".

En una polémica que Carriego sostuvo con el diario "La Nación", de Mitre, que era el "diario que más se ha ensañado contra la memoria de Rosas", como él lo afirmó, publicó un artículo titulado "El Proceso de Rozas" (1). En ese artículo se refiere a dos temas: el juicio y las confiscaciones.

“Cuando se calmen del todo las pasiones y la verdad se abra paso, Rosas ocupará el lugar que le designaron sus hechos, en medio de los horrores de la época a que tuvo que ligar su suerte, su nombre y su memoria...

...nosotros hemos de repetir siempre que el proceso contra Rosas, vencido y desterrado, fue inicuo.

Decir que se llenaron los trámites legales para condenarlo, es falsear, a sabiendas, la verdad de los hechos.

Los trámites legales no son las formas externas o materiales de un juicio; son principalmente las garantías que se acuerdan al reo, para que pueda defenderse contra el error, la violencia o la iniquidad de sus jueces.

¿Quiénes fueron los que jugaron este papel en el proceso de Rosas?

Los que no pudieron, en conciencia, invocar tan sagrado carácter: sus enemigos o sus cómplices.

Fueron ellos los que formaron el tribunal que condenó al tirano a la pena de muerte: ¿qué garantía de imparcialidad podía ofrecer ese fallo?

Se dice que eran hombres honrados y respetables.

No queremos ponerlo en duda; pero, con honradez y todo juzgaron y condenaron a Rosas, pagando su tributo a las pasiones individuales o ajenas.

Para pronunciar este fallo, en que se llenaron a juicio de La Nación, todos los trámites legales, se hizo caso omiso del reo, no se le dio derecho a defenderse, no se le permitió la exhibición de ninguna prueba.

Y los que procedieron de esta manera, fueron magistrados íntegros, dignos del respeto del mundo entero!".

Carriego decía que el diario "La Nación", al justificar la confiscación de los bienes de Rosas "ha perdido a fuerza de odiar, las nociones más elementales de la Justicia...

El estado no podía hacerse esa adjudicación (de los bienes de Rosas), sin justificar previamente que Rosas había defraudado el Tesoro en beneficio personal, determinando con precisión la suma de que había echado mano con aquel objeto.

¿Y quién ha visto esa prueba?

Cuando intentaron justificar los decantados desfalcos, no hallaron un solo antecedente; los libros de la Contaduría, abiertos delante de las ávidas miradas de los fiscales de Rozas, burlaron sus esperanzas.

Los libros mostraron que los 4.000.000 de $ m/c, sobre que versaba el cargo contra aquel habían sido invertidos en uso público.

¿Con qué derecho podría, pues, el Estado adjudicarse sin cuenta ni razón los bienes de Rozas?...

Así es como se ha juzgado a Rosas, atribuyéndole cuantos crímenes ha sugerido un odio implacable.

¡Cómo había de presentarse inmaculado, puro y sin sangre, un hombre cuya historia ha sido escrita y aconsejada por las pasiones más ruines! 

Rosas, sufriendo en silencio durante sus 23 años de destierro, las difamaciones de un partido encarnizado contra él, nos merece más respeto que aquellos que no han tenido ni la nobleza de desarmarse delante de un cadáver".

En otro artículo titulado "Los bienes de Rozas", Carriego hace algunas preguntas:

"¿Pero quienes condenaron a Rosas?

Los cómplices o las víctimas de su tiranía; los que no podían revestir el carácter de jueces e invocar las leyes para condenarlo; los instrumentos de la víspera o los enemigos tradicionales del reo ausente y sin defensa.

Rosas fue juzgado y sentenciado con prescindencia absoluta de todas las reglas establecidas en los países libres y cultos...

¿Ha probado el Fisco que todo cuanto Rosas poseía era robado?.

No lo ha probado nunca, ni siquiera cuando tenía jueces y fiscales a su disposición...

Todo cuanto ha sido posible hacer para justificar los robos imputados a Rosas, se ha hecho sin escrúpulo alguno y, sin embargo ¿que se ha probado?

Nada

Se dijo que faltaban 4.000.000 de pesos moneda corriente, sin haber sido comprobada su inversión, y la Contaduría desmintió con sus libros esa especie desautorizada.

¿pero que vendría a significar ese cargo tratándose de un hombre que gobernó más de veinte años, investido de la suma del poder público?

Un tirano que roba cuatro millones de pesos m/c, gozando de facultades extraordinarias por un  cuarto de siglo, debe ser más honrado que muchos de los que pasan hoy por modelos de virtud y de probidad.

¿Y qué diremos de un Gobierno que para cubrir ese supuesto desfalco confiscó toda la fortuna de Rosas, que montaba a más de cien millones de pesos y se la apropió a sí mismo a título de indemnización, olvidando y sacrificando derechos perfectamente legítimos?

Lo que se ha hecho con Rosas, francamente da vergüenza.

Valiera más que lo dejaran  tranquilo en la tumba, ya que se repartieron sus despojos en vida".

En un tercer artículo "Rozas y sus jueces", Carriego hace varias preguntas:

"Nadie ha procurado hasta hoy rehabilitar a un hombre (Rosas) cuya vida se extinguió poco a poco en la soledad del destierro; pero mientras haya un sentimiento de justicia en el corazón humano, habrá también quien levante la voz para reivindicar los derechos de la inocencia... 

Sin embargo, no faltaron jueces ni sentencias, y Rosas fue condenado como el más execrable de los bandidos, peor que ellos, porque se suprimieron con él todas las formas legales, porque no se le dio ni el derecho a defenderse!

Jueces que habían sido sus cómplices o que eran sus más encarnizados enemigos.

Sentencias que llevaban el vicio de la nulidad más insanable, porque habían prescindido de todas las garantías que acuerdan las leyes al último de los asesinos.

Y estas son las condenaciones con que La Nación quiere formar el criterio de la historia sobre los horrendos crímenes de la tiranía!.

Cualquiera que sea, sin embargo, el juicio que los contemporáneos se hayan formado de la dictadura de Rosas, a quien nosotros no defendemos, nadie sostendría la legalidad y la justicia del decreto que confiscó todos sus bienes, declarándolos de propiedad pública.

Esa confiscación fue un robo, mucho más escandaloso que todos los desfalcos de que Rosas haya sido acusado.

Rosas ha podido escudarse en el poder que investía, poder omnímodo y sin restricciones que ponía en sus manos la fortuna, el honor y la vida del país entero, poder que él no había usurpado, que le había sido conferido por una Legislatura tan abyecta como se quiera, pero que no dejaba de representar por eso la más alta autoridad del Estado.

¿Qué podrían invocar por su parte los que imitando el mismo sistema que condenaban, se apropiaron de todos los bienes del tirano vencido?

¿Era esa una medida aconsejada por la necesidad?

¿Obraban en nombre de la justicia?...

Nadie sostendría eso, porque la confiscación es el mayor de los atentado que se conocen, porque es un atentado contra la propiedad y hasta contra la misma inocencia.

El secuestro de los bienes de Rozas fue un crimen contra la civilización y la humanidad”.

(1) Carriego nombra al exgobernante como "Rozas".

El asesinato de Achinelly

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año VIII N° 31 - Junio 2014 - Pags. 12 y 13 

EL ASESINATO DE ACHINELLY

En 1934, Manuel Bilbao (h) escribió el libro Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires, en el cual cuenta distintos hechos ocurridos en Buenos Aires, muchos de ellos en la época de Rosas.

El que transcribimos a continuación corresponde al asesinato de Felipe Achinelly (o Accinelli, según otros autores), agente de bolsa, crimen que durante mucho tiempo fue atribuido a Rosas y ejecutado por la Mazorca. He aquí el relato de cómo ocurrieron en la realidad esos hechos y del castigo impuesto al asesino.

 

Existe la leyenda de este asesinato, como sobre muchos otros análogos de la época de Rosas, de que fueron mandados a ejecutar por el Restaurador, por medio de La Mazorca, lo que no es de extrañar, dada la versión que sobre muchas de estas cosas existe, y que la pasión ha dado como hechos consumados, pero que el tiempo viene aclarando y poniéndolos en su lugar.

Bolsa de Comercio de Buenos Aires
(1)


La Bolsa de Comercio, cuya historia hemos hecho en nuestro libro Buenos Aires, tiene en sus orígenes un episodio trágico, cuya víctima fue precisamente, uno de los primeros corredores, don Felipe Achinelly, quien fue bárbaramente asesinado y robado el 16 de junio de 1845, en una casa de la calle Bartolomé Mitre entre Maipú y Esmeralda (el nombre de estas calles corresponde a la fecha de la redacción del libro), en una de cuyas piezas vivía Juan Larrea o Elizague, quien, con el pretexto de realizar una operación de cambios, lo llevó hasta allí, donde, mientras contaba unos billetes lo asesinó por la espalda.

Fue Achinelly el primero que estableció un escritorio en la calle Florida, al lado de donde está el Banco de Boston, precisamente en el sitio que hoy ocupa la avenida Diagonal Roque Sáenz Peña, en donde se compraban y vendían onzas, lo que daba motivo a un gran movimiento de clientes, que entraban y salían, lo que a su vez fue causa de que se aplicase a este escritorio la palabra camoatí, que en guaraní significa “colmena”.

Los concurrentes a este escritorio fueron, poco después, en 1846, los que fundaron la Bolsa de Comercio, a la que se le llamó El Camoatí.

Una tarde se presentó en el Departamento de Policía un niño muy afligido, que deseaba hablar con el jefe de la repartición. El empleado con quien habló lo atendió y puso en conocimiento de su superior los deseos del niño.

Don Juan Moreno, que era el jefe de policía, viendo la aflicción de su interlocutor, lo hizo sentar, lo tranquilizó y le pidió le contara lo que le pasaba y que tuviese confianza en él, que haría todo lo que fuese posible por complacerlo y remediar lo que le ocurría.

Así fue. El niño, sollozando, le dijo que venía de parte de su mamá a avisarle que su papá había desaparecido contra su costumbre, pues no había llegado a su casa hasta ese momento, sin que en ninguna parte se le hubiera visto, ni sus amigos dieran noticias de él. Que había salido de su casa entre las dos y tres de la tarde, acompañado por un hombre que no conocían, alto, de capa, sin decir a dónde iban, llevando su padre en la mano un paquete que debía ser dinero, porque momentos antes lo había sacado de la caja de hierro. Que su papá se llamaba Felipe Achinelly, que era corredor de bolsa, siendo muy conocido. Que él era su hijo Felipe y tenía diez años de edad.

El jefe le preguntó si recordaba las facciones del desconocido y si lo reconocería, si lo encontrase, al primer golpe de vista, a lo que el chico contestó que sí, porque su fisonomía no se le despintaba.

-Pues bien -dijo Moreno-: si es así, saldremos juntos pero antes voy a llamar a los comisarios de sección para que les repita la filiación del sujeto de la capa y tomar otras medidas para asegurar el éxito de la pesquisa.

Así fue, en efecto. Los comisarios recibieron sus instrucciones y fueron despedidos en seguida.

Al mismo tiempo, ordenaba a los sargentos del cuerpo de policía de toda su confianza, Aquino y Hornos, se vistiesen de particular, armados de pistolas y se preparasen para salir con él.

Listos ya todos. Moreno dijo al niño Achinelly que lo acompañase a hacer una gira por el centro de la ciudad, indicándole que cuando viese a una persona parecida al hombre de la capa, le apretase la mano y mirase al hombre y no a él, para no despertar sospechas.

Así anduvieron, hasta que Moreno se dirigió a la joyeria de don Carlos Lanatta, que era también cambista, y estaba situada en la calle Victoria 57, a inmediaciones de la plaza de este nombre.

Al llegar a ella, el niño apretó fuertemente la mano de Moreno, diciéndole en voz baja:

- ¡Es él, señor! ¡Ese! mismo! ¡Tiene la misma capa y son sus propias facciones!

-Bueno, muchacho -le dijo el jefe de policía-, vamos a entrar, y si lo reconoce de nuevo me oprime otra vez la mano.

Antes de entrar, Moreno llamó a Aquino y a Hornos, y les dijo:

-Cuando yo saque mi pañuelo será la señal para que ustedes caigan sobre ese hombre que nos da la espalda y lo sujeten sin darle tiempo para nada.

Moreno penetró primero, y se puso a mirar distraídamente los escaparates, al propio tiempo que el chico entraba también, clavando su vista en el hombre de la capa, al que reconoció en seguida como al mismo que había salido con su padre.

De acuerdo con las indicaciones de Moreno, el chico se acercó a éste y le apretó la mano nerviosamente con los ojos llenos de lágrimas.

Inmediatamente Moreno sacó su pañuelo, y los dos agentes cayeron como un rayo sobre el hombre de la capa, cuyos fornidos brazos sujetaron con grandes esfuerzos, al propio tiempo que Moreno sacaba su revólver, abocándoselo al detenido, diciéndole que si se resistía lo mataría, con lo que terminó la resistencia del detenido, conduciéndosele a la comisaría de órdenes, donde se le interrogó y se le registró, no protestando durante la primera parte de esta operación; pero al querer registrársele el bolsillo izquierdo del pantalón se resistió, arrojando al suelo al agente que lo registraba, lo que dio intervención a otros agentes, que lo maniataron, continuando la operación minuciosamente, encontrando en el mencionado bolsillo izquierdo unos billetes de papel moneda, notando en el fondo un costurón, por lo que ordenó Moreno se arrancara el bolsillo entero, cortando con un cuchillo la jareta del mismo, apareciendo entonces el reloj de Achinelly.

No cabía duda de que el detenido era el ladrón o el asesino.

Se le interrogó cómo se encontraba ese objeto en su poder y dónde se hallaba su dueño.

No pudo justificar nada de lo que se le preguntaba, por lo cual se le condujo a su casa, abriéndose en su presencia la puerta de su habitación, y encontrándose la autoridad ante un espectáculo horrible.

Todos los muebles estaban en desorden, las ropas revueltas, las paredes estampadas con la sangre de las manos de la víctima y del victimario, lo que demostraba la lucha desesperada del asesinado, cuyo cuerpo, inerte, estaba al fondo de la pieza, sobre el suelo, rodeado de la sangre salida de sus heridas.

Fue entonces, ante este cúmulo de pruebas, que Larrea confesó su crimen, declarándose autor del mismo, manifestando que por medio de un engaño llevó a Achinelly a su pieza, al cual, mientras contaba unos billetes sobre su catre, le metió el puñal por la espalda, ultimándolo después de una obstinada resistencia, robándole todo lo que llevaba sobre si. Lavándose y cerrando después la habitación, se marchó a la calle, para preparar su rápido regreso a Montevideo, de donde había llegado hacía poco. Dijo llamarse Juan Larrea o Elizague, y ser vasco francés.

Con todos estos elementos el jefe de policía inició el proceso criminal, el que, una vez terminado, lo elevó al secretario del ministerio de Gobierno, don Pedro Regalado Rodríguez, por estar vacante de titular esa cartera en esos días.

Hay que tener presente que en ese tiempo la policía ejercía las funciones que hoy desempeñan los jueces de instrucción, lo que explica la minuciosa intervención que tomaba en todos estos casos.

La noticia de este crimen produjo gran sensación, y enterado Rosas de todo esto, dispuso prescindir de las formas legales por lo claro del caso y para rápido y ejemplar castigo de lo ocurrido y para escarmiento y ejemplo de los que les pasaría a los que intentasen hacer lo mismo.

Antes de las cuarenta y ocho horas de consumado este crimen el asesino Juan Larrea era ejecutado en la plaza del Retiro, junto al paredón del Cuartel, y su cuerpo colgado durante cuarenta y ocho horas a la expectación pública.

La cabeza del reo fue entregada al doctor Francisco de Paula Almeyra, presidente del Tribunal de Medicina, con fines de estudio.

Al mismo tiempo, Rosas dispuso que el cuerpo de Achinelly fuese entregado a su viuda, doña Antonia Bayá, costeando el gobierno el entierro y mandando se levantase una suscripción popular, encabezada por Rosas, para regalar una casa a la viuda. 

Como se ve, las versiones sobre este triste hecho que lo dan como producido por orden o instigación de Rosas por medio de La Mazorca. y que hasta en la Historia de la Bolsa de Comercio aparece como tal, es completamente incierto, razón por la cual hemos escrito esta narración.  

(1) En 1846 se constituye una sociedad de corredores formada inicialmente por 80 socios, cuyas primeras sesiones de realizan en la calle Florida 21, que era una casa de cambio fundada en 1830 por Felipe Acchinelly, dando origen al "Camoatí", primera bolsa de comercio y antecesora de la Bosa de Comercio de Buenos Aires.

Campaña naval de 1814

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año VIII N° 31 - Junio 2014 - Pags. 10 y 11 

Homenaje al Bicentenario de la Campaña Naval de 1814



                                                        por el Dr. Guillermo M. Masciotra

Para una mejor visión y comprensión de la campaña naval de 1814 es necesario conocer los antecedentes de aquel momento geopolítico.

Producida en Buenos Aires la revolución del 25 de mayo de 1810, la Banda Oriental no reconoció a las nuevas autoridades porteñas surgida de la misma, convirtiéndose la ciudad de Montevideo en un bastión importante de los realistas. Para ambos contendientes era importante el dominio de las aguas del Río de la Plata.

Con el mencionado fin, la Junta de Buenos Aires, a instancias de Francisco de Gurruchaga creó la primera Escuadrilla Naval, que estaba precariamente armada y tripulada y que fue derrotada el 2 de marzo de 1811 en el combate de San Nicolás de los Arroyos por naves españolas superiores en número, tripulación y armamento.

Las aguas del Río de La Plata estaban así bajo el dominio realista, quienes entre 1811 y 1812 bombardearon en tres oportunidades la ciudad de Buenos Aires.

Una segunda Escuadrilla Naval patriota, al mando de Tomás Taylor, no tuvo acciones que definieran favorablemente el conflicto. Durante 1813 continuó la disputa interviniendo naves corsarias armadas por las Provincias Unidas.

La ciudad de Montevideo había sido sitiada por tierra y era abastecida a través de su puerto. Mientras aguardaban los refuerzos que vendrían desde España, los realistas necesitaban procurarse víveres frescos y ello se lograba mediante las incursiones que sus naves realizaban en las costas del Río de la Plata, Paraná y Uruguay, para robar ganado y víveres, siendo un ejemplo de ello el desembarco que en las barrancas del Paraná, más precisamente en San Lorenzo, realizaron el 3 de febrero de 1813; pero en esa oportunidad fueron enfrentadas por las bisoñas fuerzas de los granaderos a caballo comandadas por el coronel de caballería José de San Martín quienes los vencieron.

Por el lado patriota, comenzó a gestarse la idea, de la necesidad de tener una fuerza marítima que disputara la supremacía realista de las aguas, participando activamente en esa tarea el vocal de la Primera junta de gobierno Juan Larrea, el norteamericano Guillermo White financista de la empresa y proveedor de naves, con las colaboraciones activas de Martín Jacobo Thompson, capitán del puerto de Buenos Aires y el comisionado de marina Benito Goyena. En realidad estos dos últimos fueron los que colaboraron directamente con el alistamiento de la escuadra patriota, cuyo mando hubo de recaer en Guillermo Brown, marino irlandés radicado en Buenos Aires, que había prestado algunos servicios en el Río de la Plata a la causa patriota. Es necesario mencionar que en un momento se pensó en Benjamín Seaver recomendado de White y al cual se le asignó el mismo grado militar que a Brown de teniente coronel de marina. Pero Seaver actuó a las órdenes de Brown y murió heroicamente en la toma de Martín García.

Guillermo Brown
Jacinto de Romararte
La Campaña naval de 1814 se inició con la premisa de dominar el río, disputando las aguas a la marina realista. En marzo, Brown zarpó con su escuadrilla naval para atacar al experimentado marino español Jacinto de Romararte (o Romarate) quien lo esperó en cercanías de la isla Martín García, cuyas defensas había reforzado un mes antes.

Se libraron duros combates durante cuatro días, en los cuales valiosos comandantes patriotas dejaron sus vidas en esas aguas como Seaver, Smith, Martín de Jaumè, lográndose finalmente ocupar la isla. Así, la fuerza naval española que incursionaba por los ríos interiores, quedó aislada de Montevideo.

Los resultados de este combate de Martín García dieron lugar a la persecución de la fuerza española refugiada en arroyo La China (actual Concepción del Uruguay) por las fuerzas patriotas al mando de Tomás Nother, que murió en el combate que se desarrolló en ese lugar el 28 de marzo, al igual que Pedro Spiro, quien voló su nave para evitar su captura. Si bien este último combate no fue favorable a las fuerzas de Brown, significó que Romararte con sus navíos muy averiados quedara enclaustrado y bloqueado en el Río Uruguay y que finalmente se rindiera días después de la caída de Montevideo.

La campaña naval de Montevideo, que significó el fin de la superioridad realista en el estuario del Plata, permitió el bloqueo por agua de la ya sitiada Montevideo por tierra y también mostró la capacidad de organización, selección del personal adecuado y contracción al trabajo para reparar en breve tiempo las maltrechas embarcaciones, tareas realizadas a cabo en la ensenada de Barragán.

Montevideo, sitiada primero por tierra y después bloqueada por mar, se encontró total y completamente aislada y al poco tiempo comenzó a sufrir la falta de víveres. Simultáneamente las fuerzas patriotas fueron reforzadas con nuevas naves al mando de Hubac y Lamarca, que entre otros completaron el bloqueo.

La armada realista, surta en el puerto del Buceo -Montevideo- no tuvo más alternativa que intentar romper el bloqueo y finalmente las naves al mando del capitán de navío Miguel de la Sierra, con ese fin, salieron del puerto y se trenzaron en recio combate con las mandadas por Brown, acciones que se desarrollaron entre el 14 y el 17 de mayo, en el llamado combate naval de Montevideo (o del Buceo) con el resultado de una clara victoria de las armas patriotas, hechos que determinaron que las pocas naves españolas que no fueron hundidas o capturadas se refugiaran nuevamente en el puerto de Montevideo. A principios de junio, Romararte todavía refugiado en arroyo La China ofreció su rendición al Capitán Hubac.

“La victoria naval de Montevideo es lo más grande que hasta el presente ha realizado la revolución americana” dijo en ese entonces el coronel José de San Martín.

La plaza de Montevideo, completamente aislada e imposibilitada de recibir refuerzos y de poder abastecerse, a cuyo mando se encontraba el general José Vigodet, al frente de 5.000 hombres se rendiría el 23 de junio al jefe patriota Carlos María del Alvear.

Guillermo Brown
Combate de Martín García, 1814. Óleo de José Murature. Museo Naval Nacional.

Como consecuencia de la victoria del combate naval de Montevideo y la posterior rendición de la ciudad, finalizó el dominio realista en el Río de la Plata y se logró la captura de más de setenta naves, además de numerosos cañones, fusiles y pertrechos muy valiosos para las fuerzas patriotas las que para completar la campaña iniciada en marzo de 1814, atacaron en el mes de diciembre, la población de Carmen de Patagones que estaba desde dos años atrás en manos realistas, y donde también después de un mes de sitio, el 13 de diciembre, el jefe español se rindió con su pequeña flotilla.

La señera figura de Guillermo Brown cobró una enorme popularidad y respeto, imponiendo en la novel armada una férrea disciplina y su ejemplo, de combatir con una pierna quebrada, significaron el reconocimiento de oficiales y marinería que integraban la naciente fuerza naval, la cual al año siguiente y para disgusto de Brown y sus comandantes fue desmantelada, a pesar de la valiosa colaboración que significó la victoria naval en el desenlace favorable a la causa patriota del sitio de Montevideo. 

Este episodio es el inicio de la brillante actuación del almirante Guillermo Brown al servicio de nuestra Patria que continuaron en sucesivas campañas navales como la guerra de corso al Pacífico, la guerra contra el Imperio del Brasil y la guerra del Paraná participando activamente así en las luchas en defensa de la independencia y la soberanía nacional.

Guillermo Brown
Combate del Buceo, 17 de mayo de 1814. Óleo de Roberto Castellanos.
Escuela Naval Militar

Convención de Cañuelas

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año VIII N° 31 - Junio 2014 - Pag.  

Entrevista Lavalle - Rosas

En la noche del 16 de junio Lavalle salió acompañado solamente por un oficial, desde su campamento de Los Tapiales, para dirigirse al campamento de Rosas. A una legua de distancia fue rodeado por un grupo de soldados federales a quienes les gritó "¡Soy el general Lava­lle!; digan al oficial que los manda que se aproxime sin temor, pues estoy solo". Los soldados estupefactos, obedecieron. 

Lavalle siguió su marcha acompañado del oficial federal, presentándose al destacamento del campamento de Rosas, pidiéndole al oficial que le atendió: "Diga Ud. al coronel Rosas que el general La­valle desea verlo al instante..." El oficial le respondió que el coronel no se encontraba en ese momento allí, pues Rosas estaba de recorrida por los retenes de las inmediaciones. "Entonces le esperaré, indíqueme usted el alojamiento del coronel". Y al llegar al casco de la estancia El Pino, agregó: "Bien, puede Ud. retirarse; estoy bastante fatigado y tengo el sueño ligero..." y se acostó en la cama de Rosas, quedándose dormido.

Enterado Rosas de la inesperada visita y que Lavalle lo esperaba dormido en su lecho, se dirigió prontamente al lugar.

El ayudante de campo del general Lavalle comenta este singular episodio de la guerra civil que realzan el valor de su jefe: "Por cierto que los que no tengan idea exacta de la naturaleza de nuestras guerras civiles, y muy particularmente del carácter de la lucha que la ciudad de Buenos Aires sostenía con la masa inculta de los campos dirigida por don Juan Manuel de Rosas en 1829, no darán a esta anécdota todo el valor que tiene en sí. Juzgando por los principios generales de la guerra, ellos deben suponer que el general Lavalle ningún peligro corría al presentarse solo en el campo enemigo; pero para los que sepan que el ejército de Rozas se componía casi en su tota­lidad, de hordas vandálicas que él mismo no podía subordinar; que días antes la población de la Guardia del Monte había sido saquea­da; que la cabeza del infortunado coronel Rauch había andado atada a las monturas de los satélites del caudillo Molina, la cosa da una idea más cabal del temerario arrojo del general Lavalle".

Si bien es digno de destacarse la valentía del general unitario para dirigirse en busca de su oponente sin llevar escolta, también hay que destacar que el ejército federal no estaba compuesto por "hordas vandálicas", pues de lo contrario distinta hubiera sido la actitud de los soldados federales ante la presencia del jefe enemigo. También hay que señalar que justamente, los actos de vandalismo cometidos por las tropas unitarias por aquellos días, sumado al anterior fusilamiento sin causa del gobernador Dorrego, seguramente habían exaltado el ánimo del pueblo de la campaña, mayoritariamente federal. Tampoco el ultimado coronel Rauch, había sido modelo de tolerancia y respeto por la vida de sus enemigos.

Ya exiliado en Southampton, en una carta que Rosas remitió a su amiga Josefa Gómez, de 10 de marzo de 1869, le comentaba acerca de cómo había sido aquél encuentro con el general Lavalle: "Al entrar, me retiré, dejando dos jefes de mi mayor confianza encargados de que no hubiese ruido alguno mientras durmiera el general Lavalle y de que cuando lo sintiesen levantado me avisasen sin demora. Cuando recibí el mensaje, le envié un mate y el aviso de que iba a verle y tener el gran placer de abrazarlo. Cuando el general Lavalle me vio, se dirigió a mí con los brazos abiertos y lo recibí del mismo modo, abrazándonos enternecidos". y continúa "...hablamos con franqueza has­ta que solos los dos dejamos todo arreglado, escrito por nosotros mismos y firmado. Después de esto fueron invitadas varias personas de ambos partidos, las que asistieron a las conferencias".

Así se llegó a la firma de la convención de Cañuelas entre el general Lavalle, a nombre del gobierno de la ciudad, y el coronel Rosas, a nombre del pueblo armado de la campaña.

Combate de Las Vizcacheras - Batalla de Puente de Márquez - Testigo presencial - Prudencio Arnold

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año VIII N° 31 - Junio 2014 - Pag. 6  a 9 

El relato de un testigo presencial

El coronel Prudencio Arnold (ver ER N° 12) fue testigo presencial de las acciones de las Vizcacheras y Puente de Márquez, en las que combatió siendo entonces un joven teniente de las fuerzas federales y que muchos años más tarde escribió sus memorias tituladas "Un soldado argentino" (editadas por EUDEBA) dejándonos el siguiente interesante relato sobre ambas acciones:


"... el general Lavalle abandonaba la campaña de Buenos Aires, pasando a la de Santa Fe, a batir al gobernador don Estanislao López, de esa provincia y al general Rosas, dejando en el Sur al comandante Estomba, con bastante fuerza para atender a nosotros, que éramos pocos, y de comandante general de campaña al coronel don Federico Rauch, que era el jefe del regimiento “Húsares del Plata” y también de otras fuerzas más, las suficientes para concluirnos con mejores disposiciones que las que ellos ejecutaron.

El coronel Rauch nos miró con desprecio por nuestra inferioridad numérica y también por la composición de nuestros elementos de guerra y porque el general Lavalle había recorrido en triunfo la campaña Sur, destrozando la división, que comandaba Meza en “La Colorada” y los restos que escaparon, fueron sorprendidos por las fuerzas del mismo Rauch en “Las Palmitas” y Arroyo del Medio, en el partido del Pergamino.

Cuando supo el contraste que habían sufrido los atrincherados de la Guardia del Monte, se puso en marcha precipitada hacia ese punto, donde creyó tomarnos por sorpresa durmiendo sobre nuestros laureles, lo que hubiera sido difícil, si la suerte de las armas no se hubiese interpuesto.

Después del triunfo que obtuvimos en la Guardia del Monte, los jefes no quisieron subordinarse a Miranda por justas razones y Miranda tuvo que conformarse con esa resolución de la mayoría, aunque de mala gana.

Se reunieron todos en “Las Perdices”, distante como a una legua del pueblo, para acordar sobre el que debía ser elegido y no pudiendo satisfacer las aspiraciones de los ambiciosos, la división se deshizo, tomando cada jefe con su fuerza para donde mejor le pareció.

Los comandantes Castro y Leandro Ibáñez se fueron para Chascomús, distante de allí 17 leguas. Eran los que estaban mejor armados, siendo a consecuencia de esta separación que no se encontraron en la batalla de “Las Vizcacheras”.

Los demás jefes se conservaban a poca distancia, y, volviendo a nueva reunión, se convinieron en obedecer al comandante don Juan Aguilera, como superior y a don Bernabé Sal, como segundo jefe, quedando así nuevamente organizada la dirección de las fuerzas.

Fui nombrado con una partida para hacer guardar el orden por las orillas del pueblo y encontrando a un hombre de campo, que me pareció no ser de los nuestros, lo interrogué sobre su procedencia y me contestó así:

“Me manda don Luis Dorrego a avisar a la primera partida de federales que encuentre, que Rauch viene a atacarlos. Anoche quedó en la laguna de ‘Colis’ y tal vez esté a la madrugada por aquí”.

Todo era verdad, lo que decía este hombre desconocido.

Los jefes, en conocimiento de esta noticia dudaron al principio de la veracidad del desconocido, pues suponían que éste fuese algún bombero del enemigo. Mas de todos modos era necesario ponernos en marcha, como efectivamente lo hicimos, pasadas las doce de la noche, ordenándole al desconocido y por vía de precaución, permaneciese en el pueblo, hasta después de salir el sol, bajo pena de la vida. Nos dirigimos hacia el Salado para pasarlo por el desplayado.

Después que aclaró el día, nos llegó la noticia de que las partidas del coronel Rauch habían entrado al pueblo, matando a los hombres que encontraron por las calles y algunos a la legua y media, donde fueron alcanzados; al mismo tiempo se nos avisaba que estaba acampado en la laguna de “Las Perdices”, distante de la Guardia del Monte una legua hacia el Sur.

El desconocido no nos había engañado, pues. Nosotros hicimos alto para comer, como a tres leguas del Salado.

Serían las cuatro o cinco de la tarde, cuando recibimos el parte en que se nos comunicaba que la fuerza enemiga venía en marcha hacia el mismo paso del Salado, dejando en “Las Perdices” siete hombres fusilados.

En vista de este aviso, marchó el comandante don Pedro Lorea, con su escuadrón a impedirle el pasaje, del modo que mejor pudiera.

El resto de las fuerzas marchamos en dirección a “Las Vizcacheras”, buscando la incorporación de los indios que venían del arroyo Azul, con el coronel Miñana dejando los fogones encendidos y como 30 hombres en movimiento en torno de ellos, para que el resplandor los hiciera aparecer ante el enemigo como un grueso ejército y al mismo tiempo, con el fin de formar ante él el concepto para sus bomberos. De esta manera le haríamos perder tiempo hasta la madrugada, mientras nosotros nos aprovechábamos.

Pero a Rauch no se engañaba con estos simulacros.

Los 30 hombres fueron a avisarnos que los enemigos nos seguían por el rastro.

Las fuerzas con que contaban era el regimiento Húsares, al inmediato mando del coronel Rauch; el de coraceros y número 2, comandados por el coronel don Anacleto Medina; el número 4, al mando del coronel Nicolás Medina; el regimiento Mingorena y milicias obedeciendo todas estas fuerzas al mando en jefe del coronel Rauch.

La nuestra era compuesta de los cuerpos siguientes: escuadrón Francisco Sosa, escuadrón Pedro Lorea, escuadrón José González, escuadrón Miguel Miranda, e indios mandados por el coronel Miñana obedeciendo todos a las órdenes del comandante don Juan Aguilera, como primer jefe, y don Bernabé Sal como segundo, como queda ya dicho. El número total de estas fuerzas era aproximadamente de 600 hombres, siendo las del enemigo más o menos de igual número aunque no lo éramos en armamentos, pues ellos estaban perfectamente armados y eran en su mayoría, soldados veteranos que venían de vencer al Imperio del Brasil.

Nosotros, por el contrario, contábamos con pocas armas de fuego, con chuzas de caña con clavos y tijeras rotas que servían de moharras. Además, la tropa no era bien disciplinada en el manejo de las armas, e iba entreverada; algunos soldados solo tenían como arma boleadoras.

Completaba nuestro escaso armamento un cañón de los tomados en la Guardia del Monte, el cual contaba por toda dotación un negro infante de los que aprisionamos también allí.

Marchamos toda la noche sabiendo que el enemigo nos seguía de cerca.

Multiplicábamos los chasques al comandante Miñana, para que apresurase la marcha con sus indios, hasta que al despuntar el día tuvimos aviso de que ese jefe se acercaba con las tribus capitaneadas por Mariano unos y por Nicasio Maciel otros, este último valiente cacique que murió después en Caseros.

Entonces redoblamos la marcha para incorporarnos cuanto antes con ellos. Rauch hacía otro tanto para alcanzarnos.

Por fin llegamos a la laguna de “Las Vizcacheras” casi a un mismo tiempo nosotros y los indios, entregándole nuestra caballada en seguida para que mudasen caballos de refresco inmediatamente.

En tales circunstancias el enemigo se avistó. Sin tiempo que perder, formamos nuestra línea de combate de la manera siguiente: los escuadrones Sosa y Lorca formaron nuestra ala derecha, llevando de flanqueadores a los indios de Nicasio; los escuadrones Miranda y Blandengues el ala izquierda y como flanqueadores a los indios de Mariano; el escuadrón González y milicianos de la Guardia del Monte al centro, donde yo formé.

Rectificada la formación, avanzamos sobre el enemigo, que venía apresuradamente a encontrarnos, dejando el inservible cañón y a su dotación que, como queda dicho, era compuesta del negro prisionero.

Como a 20 cuadras de nuestro punto de partida y en un campo cubierto de pajas y cortaderales altos y tupidos, chocamos con el enemigo, que venía dividido en tres columnas de ataque. 

Rauch, que venía al centro, nos arrolló acuchillándonos hacia el Este, y en dirección a la laguna “Las Vizcacheras”, sin atender a sus dos costados, que eran derrotados y perseguidos hacia el Oeste.

Rauch perdió tiempo conversando con una mujer y el negro prisionero, suponiéndose ya completamente vencedor, cuando oyó a nuestro trompa que tocaba a reunión en el campo del combate.

Rauch lo tomó por el suyo y dijo a la mujer y al prisionero: “me llaman; voy a traer mi gente, pues aquí está bueno para acampar; no se muevan de aquí, ya vengo!” y diciendo esto partió.

Cuando estuvo dentro de nosotros, reconoció que eran sus enemigos apercibiéndose recién del peligro que lo rodeaba. Trató de escapar defendiéndose con bizarría; pero los perseguidores le salieron al encuentro, cada vez en mayor número, deslizándose por los pajonales, hasta que el cabo de Blandengues, Manuel Andrada le boleó el caballo y el indio Nicasio lo ultimó.

Así acabó su existencia el coronel Rauch, víctima de su propia torpeza militar.

Este combate fue reñido y sangriento. A más de Rauch, murió el coronel Medina y el coronel Mingorena, contándose también entre los heridos muchos jefes y oficiales subalternos.

Por nuestra parte tuvimos también muchas bajas, empezando por nuestro segundo jefe que fue muerto por el enemigo o por los mismos indios, a causa del distintivo que llevaba, o bien por la mala fe de los indios.

El distintivo consistía en una cintilla del largo que ocupaban los caracteres de imprenta siguientes: “Viva la federación”, que llevábamos en el sombrero y como no alcanzasen a rodear todo el sombrero, no podían verse del lado opuesto al frente y mucho menos si el sombrero por cualquier incidente se caía.

De esto se aprovecharon los indios para matar a sus mismos compañeros, según se supo por los partes pasados por oficiales heridos por aquéllos.

Dos días después de este combate, se elevó al rango de alférez al cabo Manuel Andrada (se ha dicho antes teniente por equivocación), haciéndolo así saber a las fuerzas. Cuando se rompió filas dije a Andrada: “ya es usted oficial” y contestó:

“En ocasión un tiro de bolas vale un galón”.

Este ascenso era en premio de haber boleado el caballo al jefe de los enemigos, a quien se le cortó la cabeza y llevó hasta la Guardia del Monte, ocho leguas de distancia del lugar donde los derrotamos y tirándola de improviso por la puerta a los pies de mi señora madre y asustando la familia, le dijeron: "aquí está señora la cabeza del que iba a azotar a usted y quemarla en la plaza con su familia".

Esta amenaza la hizo el coronel Rauch en el campamento donde recibía burlas de sus compañeros, por no haber ejecutado sus primeras amenazas habiendo sido burlado por mi señora madre y que eran azotarla por el solo motivo de ser yo su contrario y ella muy estimada por los vencedores y la población a donde el día de su llegada entró matando todo el hombre que encontraba a su paso, hasta llegar a casa de mi madre donde, en vía de su intención, observóle que su casa estaba llena de heridos compañeros de él, donde el comandante Romero al morir valientemente, dejara tendidos en las calles de donde recogiólos y en los cuales se encontraba el trompa de órdenes del mismo, herido de un balazo en la mano y el vientre, producido en momentos que tocaba la corneta y quien, ya instruido por mi madre para contestar y no revelar al coronel Rauch que eran federales los que allí había, salvó sus compañeros de alojamiento, de un fusilamiento seguro y de los vejámenes a mi madre, diciendo al coronel Rauch: "estos todos son nuestros compañeros encontrándose muchos de ellos moribundos y que esta señora (indicando a mi madre) nos ha hecho el favor de recogernos de la calle para curarnos en su casa a donde casi ni cabemos, atendiéndonos como hijos, frustrando de este modo las negras intenciones del coronel Rauch, que prometió nuevamente ejecutarla; con más crueldad".

Después de este triunfo, no quedó enemigo nuestro en toda la campaña, y marchamos hasta el arroyo de "Las Conchas", próximo a Buenos Aires, con el fin de atacar la ciudad, lo que no se efectuó por mayoría de los jefes en junta de guerra y allí se dio el mando en jefe de todas las fuerzas al coronel don Prudencio O. Rosas.

Del general Rosas, ninguna orden habíamos recibido después de la derrota de Navarro. Sólo sabíamos que se hallaba en la provincia de Santa Fe, y que un chasque de él había sido tomado por los húsares en las fronteras, tomándole las comunicaciones bajo cubiertas por una trenza puesta como cabo de un "rebenque viejo".

Por simpatías a él todo lo hacíamos de nuestra cuenta y por considerarlo también autoridad legal que secundaba al gobernador fusilado. Así es que, para nosotros, en aquel tiempo nada había, faltando Rosas, ni poder humano que nos detuviera en nuestra marcha en su busca.

Juan Galo Lavalle
Juan Galo Lavalle - Litografía de Charles Decaux


Cuando el general Lavalle supo la derrota en "Las Vizcacheras" y nuestra aproximación a Buenos Aires, dejó de perseguir al gobernador López y al general Rosas, que iban en retirada hacia el Norte de Santa Fe. Contramarchó para venir en protección de la ciudad de Buenos Aires y entonces los generales perseguidos también volvieron, picándole la retaguardia. 

Nosotros nos hallábamos, como he dicho, próximos a Buenos Aires y nada de esto sabíamos en aquellos días.

Una noche, como a las ocho o nueve, recibimos orden de formar círculo a caballo. Cuando estuvo cumplida, penetró el coronel don Prudencio Rosas con un papel en la mano y nos dirigió las palabras siguientes: "El comandante general don Juan Manuel de Rosas acaba de llegar a "La Turbia" (partido de Navarro) y me ordena marchemos a incorporarnos en ese punto". Cuando llegó aquí, toda la fuerza prorrumpió en gritos de ¡viva Rosas, viva Rosas! ¡Marchemos, marchemos!... El jefe ordenaba guardar silencio; pero sus voces eran ahogadas por aquellos vivas a Rosas. Con los vivas, pronto empezaron los tiros de carabina, que nadie pudo contener hasta la media noche en que, casi concluida la pólvora que teníamos, se nos ordenó marchar, ejecutándolo hasta el arroyo de "La Choza", donde paramos antes de amanecer.

El general Lavalle, en su vuelta de Santa Fe, se había ya aproximado a nosotros aunque lo ignorábamos.

Al venir aclarando el día, Jueves Santo, sentimos al enemigo, arroyo de por medio y sobrevino una niebla tan densa que no nos alcanzábamos a ver en distancia de media cuadra. Las guerrillas empezaron a operar asimismo...

Debido a todo ello, creo que pudimos continuar en orden la marcha hasta "La Turbia".

Allí estaba el comandante general de campaña don Juan Manuel de Rosas, el hombre de nuestra predilección que con tanto gusto y sacrificio veníamos buscando desde la derrota de Navarro.

Cuando se acercó a nosotros, nuestro inmediato jefe tomó la palabra en alta voz y dijo: ¡Viva la patria, etc.!, fue contestado con entusiasmo vulgar; pero cuando llegó al viva Rosas, fue un trueno que salió del corazón de aquella muchedumbre, que hacía estremecer la tierra, demostrando claramente el entusiasmo que traíamos en el alma por aquel hombre y con el mismo brío fuimos hasta el puente de Márquez, a estrellarnos contra un ejército de las tres armas, aguerrido, valiente y considerado como el mejor, que tenía nuestra patria entonces, por la composición y antecedentes de sus jefes y tropa, reconocidos en la guerra de nuestra independencia y del Brasil, encabezado por el valiente entre los valientes de primera línea, general argentino don Juan Lavalle, y que a pesar de ser nosotros caballería y mal armada, la victoria se pronunció en nuestro favor.

Era el 26 de abril de 1829.

En la noche anterior había hecho el general Lavalle con su ejército una marcha forzada, montando sus infanterías con la intención de sorprender el campamento del general Rosas: maniobra importante para el triunfo que venía buscando aquel arrojado jefe.

Contrariado por la fortuna, lo llevó a dar equivocadamente el golpe en la vanguardia, santafecina, al mando del general don Pascual Echagüe, causándole bastantes bajas.

Aclaró el día y a poco más empezó el combate, que fue sangriento.

El general Lavalle perdió casi todas sus caballerías y cabalIadas, viéndose obligado a formar cuadro de infantería, concentrando en él la poca caballada que le había quedado.

En este estado la batalla, largaron los santafecinos un gran trozo de caballos, con cueros a la cola unos y otros atados al pescuezo, en derechura al cuadro. El enemigo se vio obligado a variarles de rumbo a cañonazos, con mal resultado, porque con este motivo salió del cuadro casi toda la caballada ensillada, siendo la más, con monturas nuevas de tropa que dijeron ser las que habían montado los infantes en la noche anterior, para llegar a tiempo a la sorpresa. 

Otros santafecinos empezaron a destruir el puente. Pero faltándoles las herramientas, no pudieron realizar su intento.

El enemigo en cuadro, se dirigió a dicho puente y así que lo pasó, hizo alto.

En este estado fui mandado a ver al señor general Rosas; lo encontré en la costa del río, cerca del puente, montado en su caballo colorado pampa, con una pierna encima del pescuezo del corcel, mirando las infanterías enemigas que empezaban a desfilar por la banda opuesta del río tiroteando a las caballerías que se aproximaban.

Me despachó, dejándolo en la misma posición. En la noche marchó el ejército vencido hasta los tapiales, quinta de Ramos Mejía, en el bañado y allí se encerró.

El señor gobernador don Estanislao López se retiró con sus tropas a Santa Fe.

El señor comandante general don Juan Manuel de Rosas, con los porteños, siguió la guerra.

El señor general don Juan Lavalle se vio obligado a salir por la noche al malón para llevar mantención para su ejército como lo hacían los indios. Tomaba en la noche lo que podía, hasta los animales caseros y contramarchaba en cuadro a volverse a encerrar en la quinta. Cuando aclaraba el día marchaba, rodeado por nosotros, con guerrillas insignificantes, llegando al bañado donde se engrosaban más durante el tiempo preciso para entrar las haciendas por el portón. Concluida esta operación, se cerraba la puerta y sólo alcanzábamos a ver algunos hombres que nos observaban desde el altillo de la casa quinta y así permanecíamos hasta la noche, hora en que nos retirábamos.

En una de estas salidas se trajo las haciendas "Del Pino", propiedad del señor general Rosas, calculadas en 8 mil vacas. Cuando el general Rosas lo supo, dijo: "Déjenlas que las lleve para que coma tanto pobre que hay en la ciudad"...

Con estas medidas de oportunidad y con la de no presentar combate decisivo en las salidas del general Lavalle, ganaba mucho Rosas, que conocía la táctica a que debía sujetar sus operaciones. No así el general Lavalle, que estaba acostumbrado a operar con ejércitos regulares, donde impera la rígida disciplina del soldado; la misma que seguía en sus salidas y regresos, sin comprender que su enemigo le iba quebrando las armas con la guerra de recursos que él no entendía, haciendo de manera que se quebrantara el espíritu de sus veteranos y más en cada salida en que verificaba en clase de malones, que no estaban en conformidad con la moral que debe hacerse observar al veterano.