martes, 26 de enero de 2021

Epidemia de fiebre amarilla

 Epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires (1)

Por Norberto Jorge Chiviló 



La fiebre amarilla es una enfermedad producida por un virus que se transmite por la picadura del mosquito Aedes aegypti que previamente picó a una persona ya infectada. Se la llama fiebre amarilla, porque a muchos de los infectados la piel se le pone de ese color. La enfermedad aparece con los síntomas de una fiebre y en la mayoría de los casos, pasa después de un breve tiempo de días, pero en otros recrudece con sangrados, vómitos sanguinolentos –llamado vómito negro–, entre otras manifestaciones y en muchos de estos casos se convierte en mortal.

Es una enfermedad de zonas tropicales, calurosas y cercanas al mar, que tuvo su origen en el África occidental, donde por el tráfico de esclavos, pasó al Caribe y las Antillas y de allí a otras partes de América.

En nuestro país, la enfermedad se manifestaba en el litoral y no pasaba al interior.

Hace 150 años atrás, entre los meses de enero a junio de 1871, se produjo en la ciudad de Buenos Aires una epidemia de esa enfermedad, que quedó registrada en la historia de la ciudad.

Hacía muy poco que había finalizado la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay y las tropas aliadas ocupaban la ciudad de Asunción, entre ellas las brasileras provenientes de Río de Janeiro, quienes, según algunos historiadores,  habrían traído la enfermedad que en diciembre de 1870 produjo un brote de fiebre amarilla en la capital paraguaya. La enfermedad pasó a Corrientes, donde prendió en la ciudad capital con el primer caso que se produjo a mediados de ese mes y se extendió también a otros pueblos de la provincia como Bella Vista, San Luis y San Roque. La epidemia produjo allí 2.500 víctimas, viviéndose todos los dramas y consecuencias que se verán en la ciudad de Buenos Aires meses más tarde. Según unos autores la enfermedad fue traída a nuestro país, por los soldados que regresaban del Paraguay, pero otros afirman que ello ocurrió por un barco que partió de Asunción en navegación río abajo por el Paraná que fue esparciendo la enfermedad por todo el litoral, hasta llegar a la ciudad de Buenos Aires, mientras que para otros, provino directamente del Brasil.

Domingo Faustino Sarmiento
Buenos Aires que era la ciudad más poblada de la Argentina, contaba en ese momento con aproximadamente 180.000 habitantes, la mitad nativos y el resto “gringos” de distintas procedencias y donde el promedio era de 20 muertes diarias. En la ciudad, convivían las tres jurisdicciones: la nacional, la provincial y la comunal. Buenos Aires era la capital de la provincia y su gobernador Emilio Castro ejercía el gobierno desde la casona que había sido de Rosas en la calle Moreno, frente al Colegio Nacional. Faltaban aún nueve años para la federalización de la ciudad y que esta pasara a ser la capital de la nación, no obstante lo cual albergaba también al Gobierno Nacional, siendo presidente de la República desde 1868, Domingo Faustino Sarmiento, cuyo despacho estaba en dependencias de lo que había sido el Fuerte de Buenos Aires, convertido en “Casa rosada”, llamada así, por haber sido pintado de ese color. Por último el gobierno comunal estaba a cargo de la Comisión Municipal a cuyo frente estaba Narciso Martínez de Hoz. No siempre estas autoridades se llevaban bien, ni actuaban coordinadamente, sino todo lo contrario, pues cada uno pretendía tener preeminencia en la administración de la ciudad, que por otro lado  vivía en un constante aumento demográfico debido a las corrientes inmigratorias, procedentes del viejo mundo.

En momentos en que la epidemia hacía estragos en Asunción, y las muertes crecían en Corrientes, la enfermedad pasó a Rosario y después a Buenos Aires, donde el 27 de enero se produjeron tres casos en la zona sur, más precisamente en la parroquia de San Pedro Telmo, donde existían muchos conventillos e inquilinatos, donde los habitantes vivían hacinados y con deficiencias habitacionales, falta de higiene y abarrotados de inmigrantes. Ese día, es considerado oficialmente como el del inicio de la epidemia. El Riachuelo era un foco infeccioso, con sus aguas contaminadas por las aguas servidas y los desperdicios que eran arrojados por saladeros, graserías y mataderos, producto de la matanza de miles y miles de animales por año, lo que producía la contaminación de las napas acuíferas, el río de la Plata también estaba contaminado, ya sea por el agua recibida del Riachuelo y otros arroyos que cruzaban la ciudad, como así también porque las lavanderas realizaban su trabajo en la orilla, lavando incluso de ropa de personas enfermas. Muchos de los habitantes se surtían con el agua de lluvia que guardaban en sus cisternas, o la obtenían de sus pozos –con las napas contaminadas–  o la compraban a los aguateros quienes la recogían en el río. Era una costumbre muy arraigada por los porteños que para combatir y mitigar el calor, se bañaban en las aguas del Plata.  Ello dio a pensar que la falta de higiene en las viviendas, especialmente en gente de clase pobre, habitantes de los conventillos, y aquel foco contaminante que era el Riachuelo, que bañaba los barrios porteños del sur, más afectados por la enfermedad, eran los causantes del morbo que se abatía sobre los porteños, que si bien y por lo que se descubrirá diez años después no era en realidad así. 

Mariano A. Pelliza, escribió: “Desde los primeros días de 1871, se empezó a notar en la ciudad algunos casos de fiebre amarilla, enfermedad exótica, importada generalmente de las costas del Brasil, donde es endémica y pestífera. Hallándose la población en las condiciones higiénicas más deplorables, la intensidad del mal se hizo sentir muy pronto con características alarmantes. Llegada la noche, los faroles se encendían mal y una bruma constante, los envolvía, De trecho en trecho, la luz incierta de una casa se proyectaba en las aceras, denunciando la existencia de una botica, únicos establecimientos que se mantenían abiertos. Después, el silencio conmovedor de las necrópolis se acentuaba en este recinto de la muerte, Los ya escasos moradores despertaban un día y otro, viendo la guadaña de la parca suspendida sobre las cabezas; y esta población se aterraba cada día más, leyendo en los diarios las listas de los muertos, cuyos nombres se renovaban por cientos en aquellas sombrías páginas”.

En ese entonces el desarrollo urbano de la ciudad había crecido, ocupaba 600 manzanas desde la ribera del río (actual Av. Paseo Colón) hasta Plaza Miserere. Había teatros, escuelas, hoteles, clubs, cafés, diversos edificios públicos, entre otros, con mayoría de calles de tierra y solo algunas adoquinadas; contaba con tres líneas de ferrocarriles, tranvías tirados a caballo, pero no existían los desagües para el agua de lluvia ni tampoco había cloacas, por lo que las aguas servidas eran echadas a la vía pública. El estado de higiene de la ciudad era deficiente. No había una infraestructura sanitaria y de servicios adecuada a una ciudad que quería parecerse a las europeas, es decir que la salubridad pública era nula y era imposible en esas circunstancias poder hacer frente con éxito a una epidemia de esas características.

Por aquellos días de enero, febrero y marzo, se vivían días sofocantes de humedad y calor, con temperaturas de 34°, copiosas lluvias especialmente en febrero y marzo, que hacían intransitables sus calles; la basura y el agua estancada produjeron una reproducción inusitada de mosquitos, que hacían la vida insoportable a los porteños y que eran en realidad los transmisores de la terrible enfermedad, circunstancia ésta todavía no conocida por la ciencia.

Al principio las autoridades silenciaron la existencia de estos primeros casos, para no alarmar a la población y los facultativos no se ponían de acuerdo si se trataba de la temida fiebre amarilla. Durante el primer tiempo los casos diarios fueron muy pocos, la vida cotidiana transcurría más o menos con normalidad por lo que las fiestas de Carnaval, organizadas por las autoridades, que se desarrollaron en el mes de febrero, fueron disfrutadas por el pueblo, muy afecto a las mismas, sin advertir el peligro que se avecinaba. Mientras la gente se divertía en bailes, corsos y fiestas de disfraces, los médicos atendían a un número cada vez mayor de enfermos. Casi al final de las fiestas carnavalescas, la enfermedad pasó fue corriéndose a otros barrios del sur, como los del Socorro –donde se dio la mayor virulencia–, Monserrat, Balvanera, San Miguel, Catedral al Sud, La Boca, donde la población, sin distingos de razas, edad, ni condición social, se vió diezmada y ya la gente empezó a entrar en pánico, porque los casos crecieron, se prohibieron los bailes, pero una vez que los mismos ya habían pasado. Las escuelas y la Universidad cerraron sus puertas.

Las defunciones pasaron a ser el doble de la época normal. Los más adinerados abandonaron la ciudad, algunos pasando de la zona sur a la zona norte –más deshabitada–, otros yéndose a las quintas de los barrios periféricos, a pueblos o ciudades un poco más alejadas del foco de la epidemia, como Belgrano, Flores, Merlo, Moreno, San Martín, San Isidro…. Incluso las autoridades ofrecieron vagones del ferrocarril como viviendas en San Martín, Moreno, Merlo entre otras localidades. Muchos inmigrantes, especialmente italianos que vivían hacinados en los conventillos y que eran maltratados creyéndoselos como causantes de la epidemia, emigraron, asimismo se solicitaron cinco mil pedidos de repatriación en el Consulado italiano.

A principios de marzo, la situación ya había estallado, la cantidad de muertos diarios alcanzaba el centenar, la portada de los diarios tenían títulos catastróficos. Los alquileres de los lugares alejados de la ciudad se incrementaron, las muertes aumentaban día a día. Los hospitales se llenaban de enfermos y no daban abasto, se crearon y organizaron nuevos centros de atención y toda la ciudad era un hospital. Se paralizó el puerto, y fue puesto en cuarentena y las provincias limítrofes, pusieron restricciones al ingreso de viajeros y mercaderías provenientes de Buenos Aires. Los sepultureros se vieron excedidos en su triste trabajo.

La ciudad era un caos y en medio de toda esa desgracia, las autoridades tanto nacionales como provinciales, legisladores, jueces y aún médicos, la abandonaban, dejando a sus habitantes a la buena de Dios.

Pero también existieron personas abnegadas y con un alto espíritu solidario y humano que se organizaron para mitigar tanto dolor y desesperanza. La población culpaba a las autoridades nacionales y provinciales de lo sucedido y por tanto caos y desmanejo de la situación. De un total aproximado de 160 médicos que residían en la ciudad, antes de la epidemia, solo un tercio de ellos, se quedaron en forma permanente, haciendo honor a su juramento hipocrático, atendiendo a los enfermos, cada vez en mayor número, sin cobrar honorarios, sin miramientos de horarios ni de peligros y muchos de ellos murieron por contagio. Ventura Bosch, el médico unitario que había atendido años atrás a Juan Manuel de Rosas, y que por estos días también había atendido a los enfermos de enero, falleció el día 6 de febrero, siendo la primera víctima entre los facultativos. Dos semanas después falleció el sacerdote católico irlandés, R.P. Anthony Dominic Fahy, capellán de la comunidad irlandesa. Según algunos biógrafos, Fahy había contraído la enfermedad por confesar a una italiana, atacada de fiebre. Cuando Fahy recibió el llamado para atender a esta señora, un amigo le reprochó diciéndole que él era capellán de los irlandeses y quien debía atender a esa persona, era su propio pastor, por lo cual él no tenía por qué exponer su vida. El ya anciano Fahy le contestó con esta frase: “la caridad no conoce patria” y se dirigió a atender a la enferma. Según otros historiadores, el capellán irlandés habría fallecido a causa de una dolencia cardíaca que lo aquejaba desde hacía tiempo, pero no obstante, la anécdota nos muestra la humanidad y el desinterés por la propia seguridad –en este caso del sacerdote– con la que actuaron muchísimas personas en aquellas trágicas circunstancias. 

El anticlericanismo de entonces intentó ocultar el trabajo abnegado de los religiosos y sacerdotes que ejercieron su ministerio asistiendo espiritualmente a enfermos y consolándolos en sus últimos momentos y muchas religiosas dedicadas a la educación como las “Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul”, llamadas comúnmente como “Hermanitas de la Caridad”, cerraron los establecimientos de enseñanza, para dedicarse a atender a los enfermos en el Hospital General de Hombres y en el Hospital Francés, como también colaboraron otras congregaciones religiosas y laicos comprometidos. Por ejemplo Monseñor Aneiros, se enfermó, pero pudo curarse, no así su madre y su hermana que se habían quedado en la ciudad con él y fallecieron por la tremenda enfermedad.  Años después el médico higienista, Dr. Guillermo Rawson en una discusión en la Convención Constituyente de Buenos Aires, reconociendo la tarea de estos religiosos, manifestó: Pero he visto también,…en altas horas de la noche, en medio de aquella pavorosa soledad, a un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas calles. Era el sacerdote, que iba a llevar la última palabra de consuelo al moribundo. Sesenta y siete sacerdotes cayeron en aquella terrible lucha; y declaro que ese es un alto honor para el clero católico de Buenos Aires…”.


Comisión Popular

Más o menos para el 10 de marzo, los propietarios y representantes de los diarios porteños, después de una campaña periodística iniciada por Evaristo Carriego, director del diario “La Tribuna”, decidieron fundar una Comisión Popular de Salubridad Pública, para suplir la ausencia en la conducción en la lucha contra el mal, por parte de las autoridades, tanto nacionales como provinciales y por la falencia de soluciones gubernamentales y poder encarar eficazmente la lucha contra el mal. Un par de días después se conformó la Comisión designándose presidente al Dr. José Roque Pérez. Si bien los historiadores y cronistas en muchos casos nombran a esta Comisión, como si hubiese sido la única conformada con aquella finalidad, en la realidad no fue así, ya que fueron varias las que se ocuparon del problema, tales como la Comisión de Higiene, la Municipal, la de Médicos, las Comisiones Populares que se formaron en cada Parroquia y otras instituciones, conformadas por ciudadanos comunes.

En esos momentos arreció la enfermedad y el número de víctimas trepó a los 150 fallecimientos diarios. 

El 19 de marzo el presidente Sarmiento, quien por su investidura debía dar el ejemplo y ponerse al frente de la situación, como un general que comanda a sus tropas para la batalla final, no lo hizo y por el contrario huyó. Con ostentación y una comitiva de 70 funcionarios o “zánganos que causan gastos enormes a la Nación”, como los llamó el diario “La Nación”, y a bordo de un tren especial se alejó de la ciudad para establecerse en la localidad de Mercedes a 100 kms. de distancia. Ello fue muy criticado por los diarios y “La Prensa”, en el editorial del 21 de marzo que tituló “El presidente huyendo”, decía: “Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos”. “¿Es posible que haya tanto desprecio por este pueblo noble e ilustrado? Que lo veamos huir repantigando y lleno de comodidades en un tren oficial, en vez de subir a un carruaje para recorrer el hogar del dolor, a visitar los hospitales y lazaretos, dando ejemplo de un valor cívico que estimularía y levantaría el espíritu público”. El diario gubernista “La Tribuna”, no ahorró tampoco sus críticas y publicó unas palabras de Héctor Varela el amigo del presidente, criticando su actitud: “La conducta del presidente solo merece el silencio del desprecio”. Se lo criticó también al Presidente “que no tome siquiera mil pesos de su sueldo y lo mande a alguna de esas listas de suscripción que en tantas partes levanta el pueblo”. 

Por el contrario el expresidente Mitre y sus hijos se quedaron en la ciudad para aportar su ayuda, contrajeron la enfermedad pero lograron salvarse. 

José C. Paz, director del diario “La Prensa”, fue otra personalidad importante que se quedó en la ciudad, teniendo gestos de humanidad: organizó una comisión formada por enfermeros y ayudantes que prestaban auxilio a las víctimas, trasladándolas a los hospitales y proveyéndolas de medicamentos, más adelante con el aumento de víctimas esta comisión proveía gratuitamente los féretros y se encargada de su traslado a los cementerios y también del enterramiento. Ante el contagio de la enfermedad por uno de los periodistas del diario, Paz lo arropó y lo cargó en sus hombros y lo llevó a su propia casa para atenderlo.

Ante la falta de una guía gubernamental, las instituciones que se encargaron de luchar contra la peste, trataron de organizar a la población, designando comisionados o médicos por manzana, emitiendo instrucciones sanitarias,  como la de proceder a la higiene de letrinas, el blanqueo de las paredes con cal, la quema de los objetos que hubieren estado en contacto con el enfermo, tales como camas y ropas, la recolección de la basura y la limpieza de las calles y de los terrenos baldíos, como también quemar alquitrán en las esquinas para producir humo, creyéndose que de esa forma se podía purificar el aire de bacterias malsanas, además de aconsejar el hervir la leche y agua antes de su consumo. También los integrantes de estas Comisiones se dedicaban a recorrer las calles para constatar la higiene de las casas particulares, inquilinatos y conventillos,  donde muchas veces no solo no eran bien recibidos, sino que eran objeto de todo tipo de amenazas y agresiones; como también para prestar ayuda a quien la necesitaba, proveer con distintas medidas al mejoramiento higiénico del barrio, el barrido de calles, el empedrado de muchas calles, la colocación de faroles a gas para evitar hechos delictuosos, entre otras muchas acciones. 

Debido a la cantidad creciente de víctimas, surgieron muchísimos problemas. Por la falta de carpinteros, ya que muchos se habían ido, comenzaron a escasear los ataúdes y sus precios subieron, por lo cual muchos no podían adquirirlos, razón por la cual muchas veces los cadáveres eran llevados envueltos en sábanas, lonas y trapos o simplemente dejados en las calles. Tampoco los sepultureros en los cementerios daban abasto con su tarea –muchos también habían fallecido– ; lo mismo pasaba con los 40 coches fúnebres que había en la ciudad, que si bien eran más que suficientes en épocas normales, no lo eran ahora en estas circunstancias, por lo que la gente recurrió a los mateos para llevar el féretro con los restos de sus seres queridos, pero los cocheros de estos típicos carruajes también, también vieron su agosto y elevaron el precio a sumas considerables para la época, que no eran accesibles a todos los bolsillos. Así los ataúdes y cadáveres eran dejados y apilados en las calles, por lo que se recurrió a los carros destinados a recoger la basura, para que los cargaran y los llevaran al cementerio. Eran escenas que parecían de pesadilla  y a las cuales estaban expuestos los habitantes que permanecían en la ciudad. 

Pelliza contó “En el período álgido de la epidemia, era lúgubre y aterrante el aspecto de la ciudad y en los barrios donde se hacían sentir, caían familias enteras al soplo de aquel veneno exterminador. Los ataúdes se sacaban a las puertas de calle y se apilaban de tres en tres para esperar los carros conductores a los cementerios. Desde las cuatro de la tarde las casas de familia y de negocio empezaban a cerrarse y, los vecinos ya no transitaban por las calles, dándose así a la población el verdadero aspecto de una ciudad infestada. Sentíase  solo el rodar de los carros fúnebres y el grito, desapacible y tétrico de los conductores”. 

Se vivió y se vió de todo en ese Buenos Aires: falta de humanidad, ruptura de vínculos familiares y de amistad. El Dr. Rawson testimoniaba haber visto “...al hijo abandonado por el padre; he visto a la esposa abandonada por el esposo; he visto al hermano moribundo abandonado por el hermano...”. Familiares que con tal de salvarse no reparaban en nada.

La policía también estaba desbordada por la situación, lo que fue aprovechado por los delincuentes que ante la existencia de centenares de casas y residencias abandonadas, muchas de ellas de personas adineradas, que por su premura en huir, ni siquiera pusieron llave a las puertas, se dedicaron al robo y saqueo, empleando incluso carros para mudanzas para llevarse los objetos robados. Los asaltos, robos y asesinatos en la vía pública también estaban a la orden del día.

El abastecimiento de mercaderías de todo tipo, también se vio afectado y comenzaron a escasear los alimentos de primera necesidad, pues muchos de los abastecedores, por temor, dejaron de entrar en la ciudad.

Las distintas comisiones creadas por vecinos, las autoridades provinciales y municipales y la Iglesia –a través de las parroquias– se dedicaron a comprar los medicamentos que también por aquellas circunstancias escaseaban, para distribuirlos entre gente de escasos recursos.

Los diarios daban cuenta de casos de personas “resucitadas”, aquellos que por error eran llevados considerándoselos muertos –no había quien certificara el óbito– cuando no lo estaban y en el traslado hacia el cementerio, “resucitaban”. En el diario “La Prensa” del día 15 de abril, apareció la noticia de un enfermero que después de muchos días de continuo e intenso trabajo, se tomó un tiempo de descanso y camino a su casa se emborrachó y quedó dormido en la calle. Grande fue su sorpresa cuando al despertar se vió entre cadáveres en una fosa común, a la cual ya le estaban echando paladas de tierra. ¿Cuántas personas vivas habrán sido enterradas, considerándoselas muertas…?.

Durante el mes de marzo el número de víctimas crecía día a día: 204 personas el día 18, 219 el 25, 231 el 26, 310 el 27, 337 el 28….., la epidemia se extendía como mancha de aceite y no había suficientes médicos para atender a todos los enfermos, incluso, muchos de ellos también se contagiaban. 

A fines de marzo se prohibieron las reuniones públicas en lugares cerrados para evitar los contagios y la propagación de la enfermedad, así también el obispo Aneiros a pedido de la Comisión Popular, suspendió las celebraciones religiosas de la Semana Santa.

Desde el Domingo de Ramos –2 de abril– en el que fallecieron 318 personas, día a día el número fue creciendo, así el lunes 3 fueron 345 las víctimas, al día siguiente llegaron a 400, el Viernes Santos fueron 380. El Sábado de Gloria, día 8, hubo un aumento ya que el número fue de 430 y ese mismo día el Dr. Francisco Javier Muñiz, gloria de la medicina argentina, que contaba por entonces con 76 años, quien se quedó en la ciudad para ayudar y servir a sus habitantes, fue otra de las víctimas. El domingo de Pascua, el número de muertos ascendió a 501 y el día lunes siguiente las defunciones treparon a 563 casos. Además del incremento de las víctimas, aparecieron casos fulminantes de personas que fallecían a las 24 o 48 horas de haber contraído la enfermedad. Estos fueron los días más terribles para la población.

Esa situación extrema impulsó a la Comisión Popular aconsejar a la población a “que se alejen de ella (la Ciudad) lo más pronto posible…”  Era la orden del “sálvese quien pueda”, que daba el “capitán del barco” ante la inminencia del hundimiento de la nave. Pero es justo decirlo, que los miembros de la Comisión y de otras instituciones no iban a abandonar la ciudad, sino que serían “el capitán” que se inmola sin abandonar su nave.

Por esos días y debido al colapso del cementerio del Sur, ya que no había lugar para tumbas individuales, se procedió a abrir grandes fosas comunes, donde se enterraban cientos de cadáveres, pero el cementerio colapsó. Debido a esa situación las autoridades compraron 7 hectáreas en la Chacarita de los Colegiales –que era un campo de recreo para los alumnos del Colegio Nacional Buenos Aires, llamado “Chacrita” de los Colegiales- , para proseguir con los entierros, pero como el lugar se encontraba alejado de la ciudad, se venía terminando el tendido de rieles del Ferrocarril Oeste, que finalizaba justo en la proximidad de estas nuevas tierras adquiridas –que sería el cementerio del Oeste– y hasta allí fueron extendidas las vías. El día 14 de abril, fue habilitado el ramal con una locomotora –se utilizó “La Porteña” – y dos vagones que fueron adaptados para el traslado de los féretros, un verdadero tren fúnebre, realizándose dos viajes por día, llamado por la población como el “tren de la muerte”. En la estación inicial,  denominada “Estación Fúnebre”, cercana a la actual avenida Corrientes y Ecuador, se habilitó un depósito donde se recibían los féretros. Había dos estaciones intermedias: Medrano y Ministro inglés Canning –hoy Scalabrini Ortiz– donde también se cargaban los féretros.

Ante la cantidad de muertes del día 9 y 10 de abril, las autoridades decidieron decretar feriado hasta fin de mes.

Parte diario de la Polícía Sección 6a. del 20 de abril de 1870 (2)

Por esos días tristes la ciudad se ofrecía despoblada, ya que solo quedaba menos de un tercio de su población, las calles estaban desiertas, los comercios cerrados, crecían los actos delictuosos, no había bancos ni escuelas, solo puertas cerradas. La ciudad tenía un aspecto fantasmagórico. El diario “La Tribuna” del 4 de marzo, informaba que por las noches,  las calles de la ciudad, se encontraban tan desoladas “que verdaderamente parece que el terrible flagelo hubiese arrasado con todos sus habitantes”. 

Otro drama fue el de los niños que quedaron huérfanos por el fallecimiento de sus padres; para darles contención y asilo el cura párroco de la Iglesia de San Nicolás de Bari fundó el Asilo de Huérfanos.

Las consecuencias económicas fueron también tremendas, muchísimos comerciantes quebraron, lo que llevó a muchos de ellos al suicidio. Algunos diarios dejaron de aparecer y otros redujeron sus hojas o salieron esporádicamente.

Pero después de ese pico de fallecimientos en Semana Santa, con la llegada de días más frescos y fríos, los casos comenzaron a menguar. El 19 de abril las víctimas fueron 171, días después, el 23 bajaron a 89, lo que motivó el regreso de muchos habitantes, pero a la semana siguiente los casos volvieron a crecer, para después, ya definitivamente y a partir del día 30 comenzaron paulatinamente a bajar. El descenso de la temperatura ayudó a que no hubiera mosquitos transmisores de la enfermedad.

En mayo disminuyeron mucho las víctimas y ya el 2 de junio no se registró ningún fallecimiento por la enfermedad.

Los que se habían ido, regresaron a la ciudad y esta fue retomando su habitual ritmo.

Habían fallecido 117 propietarios sin dejar herederos, por lo que aparecieron testamentos de dudosa legitimidad, con firmas supuestamente falsificadas y de imposible o difícil verificación en aquellos días por no existir medios científicos que acreditaran su autenticidad, dando lugar a innumerables pleitos, entre distintos “beneficiarios”.

Fueron aproximadamente 60 los religiosos que ofrendaron su vida en cumplimiento de su misión de brindar ayuda espiritual y también de atención hospitalaria a los enfermos, sobre un total aproximado de 300 sacerdotes radicados en la ciudad. Los médicos muertos fueron 12, a los que se sumaron 2 practicantes y 5 farmacéuticos, todos ellos en cumplimiento del deber. La Comisión Popular tuvo 4 muertos entre sus miembros y las bajas en la Comisión de Higiene fueron 22.

Fueron 14.000 la cantidad aproximada de víctimas, que dejó la gran epidemia de 1871.

Muchos años después, el Dr. Eduardo Wilde, recordó su experiencia en aquellas jornadas: ¨La fiebre amarilla brotó en Buenos Aires traída de no sé dónde. Se discutía mucho acerca de si se trataba del vomito negro yo escribí un artículo demostrando que la enfermedad era fiebre amarilla y de la mejor calidad. La gente empezó a emigrar y hasta muchos médicos, yo me quedé en ella y cumplí con mi deber asistiendo gratuitamente a todo el mundo. Mi trabajo fue de noche y día, los caballos de mi coche, cojos y estropeados, reclamaron la ayuda de otra yunta con la que continué hasta enfermarme. Yo vivía en la calle Belgrano al lado de una botica y pegada a ella un conventillo, en que la familia de un vasco ocupaba varios cuartos, esta familia era formada por el marido, la esposa, cuatro o cinco hijos y varios parientes. Solían sentarse en la puerta del conventillo y cuando yo pasaba los saludaba al ver la cara de simpatía que me ponían; la madre era una vasca hermosa, blanca, rosada, fornida y sus hijos gozaban de una salud y una belleza rustica incomparable. Llega la fiebre amarilla, hay enfermos en la familia vasca, me llaman, voy y apenas me presento, la hermosa vasca me dice: por fin lo vemos a usted en esta casa. A los ocho días los más de los enfermos fallecieron, no obstante mis asiduos cuidados, fue inútil todo esfuerzo contra el mal. Entre tanto otras gentes menos meritorias se salvaron, a pesar de mi asistencia¨. 

No faltó tampoco en estas circunstancias un “incidente” diplomático, con ribetes cómicos. En un informe de la Memoria de la Comisión de Salubridad de la Parroquia del Socorro daba cuenta que a raíz de la inspección que realizaran el vicepresidente de la Comisión de Higiene, el vecino Juan Sagasta, acompañado por el inspector Seguí. “De vez en cuando practicaban ambos visitas domiciliarias, teniendo más de una ocasión, que hacer uso de toda la energía posible, para obligar a propietarios a inquilinos a limpiar el interior de sus establecimientos. En una de estas visitas el Sr Vice-Presidente y el Inspector acertaron a pasar por la casa del señor Ministro Brasilero, situado en la calle de ... núm ...”12. “Salía a la sazón, por el albañal colocado al nivel de la vereda una cantidad regular de agua sucia, que exhalaba un olor nauseabundo. El agua descendía desde la piedra de la vereda, a la calle, formando en consecuencia una corriente rápida, cuyo curso marcaba ya una extensión longitudinal de veinte a treinta varas”. “Como era natural, el señor Vice- Presidente, acompañado como anteriormente se dice, del Inspector D. Alberto Seguí, se acercó a la puerta; llamó respetuosamente, y después de un momento se presentó el dueño de casa. Djjosele. Que era necesario impedir el derrame de aquellas aguas en la vía pública; que se infringía una Ordenanza vigente, y que bien podía hacerse aquello en pro de la higiene pública. Estas palabras, pronunciadas con la más grande urbanidad, irritaron al Sr. Ministro. Contestó con términos groseros, indignos de un hombre educado. Dijo que nadie podía obligarlo a hacer semejante cosa. Que el que a tal se atrevía era un insolente, que él era un ministro y que daría cuenta al Presidente de la República de lo que acababa de suceder, para que castigase al que llegaba hasta sus puertas a faltarle; agregando, por último, que hasta en esto descubría la tendencia antagónica que desde mucho tiempo atrás animaba a los argentinos respecto de él y de sus compatriotas”.

“Se comprende perfectamente, que el Sr. Ministro, podía haberse expresado –aún haciendo uso de exagerada susceptibilidad– en éste tono, si se tratase de una imposición tendente a variar las condiciones higiénicas del interior de su casa, considerado por un principio de derecho internacional, como territorio extranjero. Pero tratándose de la calle, de la vía pública, destinada por el Sr. Ministro para depósito de agua sucia, sus palabras acentuadamente descomedidas no venían a revelar otra cosa, que una refinada petulancia, y una marcada subversión del buen sentido”.

“El Sr. Vice-Presidente de la Comisión, que ni siquiera por cortesía había sido invitado a pasar adelante, contestó con altura haciendo comprender al señor Ministro el cargo que representaba. El representante del gobierno brasilero, se quejó efectivamente a los pocos días al gobierno Nacional. ¿Pero cómo lo hizo? Desfigurando completamente los hechos, falseando la verdad del episodio, y yendo temerariamente hasta decir, que el señor Vice-Presidente había ido armado de un revólver! Falsedad monstruosa, que no tardó mucho en ser destruida con el informe que pidió la Municipalidad en esa época, informe que debe hallarse en el archivo de la Corporación”.

“Probablemente, el alto funcionario diplomático llamó insolente al Vice-Presidente de la Comisión, por el hecho de ir fumando un habano, y tomó a éste por el arma que tanto le preocupó…”

Diez años después de la epidemia de fiebre amarilla que azotó a la ciudad de Buenos Aires, el médico cubano Carlos Juan Finlay, descubrió que la transmisión de la enfermedad lo era a través de una agente intermediario: el mosquito. También descubrió que la persona picada una vez por el insecto infectado, quedaba inmunizado contra la enfermedad y de ahí nació el suero contra la fiebre amarilla. También con medidas de prevención e higiene evitándose la propagación de mosquitos, la enfermedad podía también ser controlada.

La terrible epidemia tuvo también efectos “positivos”, ya que permitió ampliar la ciudad. La gente pudiente, se mudó de la zona sur a nuevos barrios que se crearon en la zona norte como Recoleta, Palermo, Barrio Norte. Asimismo la ciudad encaró nuevas obras de infraestructura como el agua corriente para provisión del vital líquido a sus habitantes, como así también obras de saneamiento.

 

(1) El presente artículo tiene su origen en el de mi autoría titulado “Epidemias que afectaron a Argentina en los últimos siglos”, publicado en Estilo Caja Digital N° 63, de enero de 2021, Revista de la Caja de la Abogacía de la Provincia de Buenos Aires. En ese artículo me referí a la viruela y la fiebre amarilla. En el presente, solo trato la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires, texto ampliado con más aportes respecto de aquél.

(2) Transcripción del Parte diario de la Policía de la Sección 6a., Buenos Aires, 20 de Abril de 1870. Documentos escritos. Sala X 32-6-7. Archivo General de la Nación.

Auxilios prestados por la Comisaría de la Sección 6ta durante el día de ayer:

Carro y cajón para el cadáver de Luis Suarez. A pedido de su familia.

Carro y cajón para el cadáver de Salvador Pichela. A pedido del que le asistía.

Carro y cajón para el cadáver de Juana Bival. A pedido de un vecino.

Carro y cajón para el cadáver de Carlos Rusconi. A pedido del que le asistía.

Carro y cajón para el cadáver de María Bironi. A pedido de su familia.

Carros para traer ropas infestadas y conducir muebles de familias pobres a la Estación Central del Ferrocarril del Oeste.

Dos vales de 50 pesos por trabajos de peones ocupados en extraer ropas infestadas y cajones de cadáveres.

Resultan: tres vales de 150 importe del alquiler de 3 carros en extraer cadáveres, ropas, y conducir muebles, dos vales de 50 importe del trabajo de dos peones ocupados en extraer ropas infestadas y encajar cadáveres y cinco cajones al precio de 90 cada uno.

Buenos Aires abril 20 de 1870

viernes, 22 de enero de 2021

Testamento de San Martín

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

Encontramos este artículo del  Dr. Oscar Denovi, publicado en la revista "El Resero" N° 28 del año 2005, sobre el  Testamento de San Martín.

Un testamento definitorio de la historia patria
por el Dr. Oscar Denovi

El sable sanmartiniano legado a Juan Manuel de Rosas

En París, el 23 de enero de 1844, el General San Martín declaraba en la cláusula tercera de su testamento “El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la América del Sud, le será entregado al General de la República Argentina Don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”.

Previamente, nos debemos detener un breve momento en la fecha de emisión de la cláusula -23 de enero de 1844- es decir seis años antes de la muerte del gran capitán, época en la que estaba en la plenitud de sus facultades mentales -que en realidad no demuestran haber decaído hasta el mismo momento de su muerte- lo que evidencia la infamia de quienes señalaron una supuesta perturbación mental del Libertador. Pero la fecha permite otras precisiones sobre el momento político al momento en que se redacta el testamento, en la lucha con los enemigos unitarios aliados con Rivera. En diciembre de 1842, en Arroyo Grande, las fuerzas de Oribe arrollaron a las del Pardejón (así llamaba Rosas a Rivera) y en abril de 1843, el Almirante Brown bloquea el puerto de Montevideo. Frente a esta situación Inglaterra, que había intimado al gobierno argentino el 16 de diciembre de 1842 que cesara la guerra, hace bajar al Plata buques de guerra franceses e ingleses desde Rio de Janeiro. El Comodoro Purvis, comandante inglés en el río de la Plata intima a Brown -invocando su condición de súbdito inglés- indicándole “que no toleraría que la escuadra argentina cometiese acto alguno de hostilidad para Montevideo” y hace que la toma de buques que intentaron romper el bloqueo, fracase por la oposición de aquellos buques venidos de Rio de Janeiro que cañonean a los barcos argentinos. Se trata de una maniobra destinada a provocar el “casus belli”, que más adelante, provocará la guerra del Paraná. En suma, la situación política internacional es grave para la Argentina en ese momento. La amenaza de guerra no se ha materializado, pero su desencadenamiento es inminente.

Desde luego, la descripción hasta aquí expuesta, es suficiente para que San Martín se exprese como lo hace en el testamento. Cabe sin embargo observar, que no se ha producido la batalla más difundida de la guerra del Paraná, -falta un año y casi diez meses- la Vuelta de Obligado, por lo que es sumamente erróneo atribuir el legado, al derroche de heroísmo argentino en dicha batalla, aunque no ha faltado heroísmo en la guerra con los riveristas al mando de Lavalle, ni ha faltado en las luchas libradas con los franceses aliados a aquél.

Si no han sido estas totalmente las razones del legado, entonces ¿qué otros aspectos del gobierno de Rosas motivan al General San Martín a dar su sable al Restaurador, teniendo en cuenta que otros personajes, como Tomás Guido, gran amigo y oficial de su ejército, esta con vida, y aún viven, personajes integrantes de la Primera Junta y otros oficiales y amigos del Gran Capitán?

Nada mejor que verlo en la correspondencia de San Martín con personas de su confianza, donde aprecia lo que ha sucedido en la Argentina desde la revolución en adelante, y sobre el propio Rosas y su gobierno.

En 1829, estando en Montevideo en su único viaje de vuelta a la Patria, le escribe a Tomás Guido -ya ha sido fusilado Dorrego- en estos términos: “Las agitaciones en 19 años de ensayos en busca de una libertad que no ha existido, y más que todo las difíciles circunstancias en que se halla en el día nuestro País, hacen clamar a lo general de los hombres (que ven sus fortunas al borde del precipicio, y su futura suerte cubierta de una funesta incertidumbre), no por un cambio en los principios que nos rigen (y que en mi opinión es donde está el verdadero mal), sino por un gobierno vigoroso, en una palabra, militar, porque el que se ahoga no repara en lo que se agarra, igualmente convienen (y en esto todos) que para que el país pueda existir, es de absoluta necesidad que uno de los partidos en cuestión desaparezca; al respecto se trata de buscar un salvador, que reuniendo al prestigio de la victoria, el concepto de las provincias, y más que todo un brazo vigoroso salve la Patria de los males que la amenazan”. Al mismo Guido el 6 de abril de 1830 le dirá: “En mi opinión, el Gobierno en las circunstancias difíciles en que se ha encontrado, y que en mi concepto no han desaparecido del todo, debe si la ocasión se presenta, ser inexorable con el individuo que trate de alterar el orden, pertenezca a cualquiera de los dos partidos en cuestión; pues sí no se hace respetar por una justicia firme, e imparcial, se lo merendarán como si fuese una empanada, y lo peor del caso es que el país volverá a envolverse en nuevos males”.

Conocedor profundo de las fuerzas centrífugas de la Argentina, ve favorablemente los primeros meses del gobierno de Rosas (había asumido el 7 de diciembre de 1829), pero está alerta frente a la conocida anarquía dominante en el país hasta entonces. Veamos ahora como juzga, ya, hacia fines del primer gobierno de Rosas, a este, según una carta que le escribe a O'Higgins el 22 de diciembre de 1832. ”Ahora bien, Ud. debe calcular que habiendo resuelto morir antes que encargarme de ningún mando político, y por otra parte conociendo los hombres más influyentes en Buenos Aires, y su larga carrera de revoluciones y picardías, como las injustas imputaciones que hace a la actual administración, yo no me apresuraré a acceder a sus demandas para servir de pantalla a sus ambiciones”.

Dos años después, en carta a Tomás Guido del 1 de febrero de 1834, cuando en Buenos Aires había sobrevenido la Revolución de los Restauradores y Viamonte sustituía a Juan Ramón Balcarce, San Martín demuestra una clara visión de los problemas de la Argentina y quienes son los que la originan en los siguientes términos: “Los últimos acontecimientos han decidido el problema y en mi opinión de una manera decisiva. Demostración: El foco de las revoluciones, no solo en Buenos Aires, sino de las provincias han salido de esa Capital: en ella se encuentra la crema de la anarquía, de los hombres inquietos y viciosos, de los que no viven que de trastornos, porque no teniendo nada que perder todo lo esperan ganar en el desorden, porque el lujo excesivo multiplicando las necesidades, se procuran satisfacer sin reparar en los medios; ahí es en donde un gran número no quieren vivir sino a costa del Estado y no trabajar, etc.,etc.”

El 26 de octubre de 1836, dos años del segundo gobierno de Rosas, San Martín le escribe a Guido nuevamente, en estos términos: “Veo con placer la marcha que sigue nuestra Patria: desengañémonos, nuestros países no pueden (a lo menos por muchos años) regirse por otro modo que por gobiernos vigorosos, más claro despóticos”.

Cuando se produce la intervención francesa en el Río de la Plata, el 3 de agosto de 1838, San Martín escribe la primera carta a Rosas, ofreciendo sus servicios para hacer frente los acontecimientos bélicos que pudieran producirse. De esta primera hasta la última que escribirá el 6 de mayo de 1850, aproximadamente tres meses y medio antes de su muerte, el Libertador le escribirá en seis oportunidades al Restaurador, que a su vez responderá otras tantas veces. En una de estas cartas intercambiadas con Rosas, 10 de julio de 1839, le dice a Juan Manuel después de una larga exposición “...pero lo que no puede concebirse es que haya americanos que por un indigno espíritu de partido se unan al extranjero para humillar a su Patria y reducirla a una condición peor que la que sufríamos en tiempo de la dominación española; una tal felonía ni el sepulcro la puede hacer desaparecer”.

Producidos los acontecimientos que dieron lugar a la guerra del Paraná, con el fracaso de Francia e Inglaterra coaligadas en una flota y en objetivos políticos que no pudieron imponerse, las largas gestiones diplomáticas que sucedieron merecen, el 27 de diciembre de 1846 esta apreciación sanmartiniana en carta a Tomás Guido ”...cada vez que veo dirigirse a nuestras playas a estos políticos, a pesar de lo que se dice de los sinceros deseos que estos dos gobiernos tienen de concluir definitivamente las diferencias con nuestro país. De todos modos, yo estoy bien tranquilo en cuanto las exigencias injustas que pueden tener estos dos gabinetes, porque todas ellas se estrellarán contra la firmeza de nuestro Don Juan Manuel; por el contrario, mis temores en el día son el que esta firmeza se lleve más allá de lo razonable... En fin, Dios dé al General Rosas el acierto de conciliar la paz, y al mismo tiempo que el honor de nuestra tierra...”

Además del justo apreciar del Gran Capitán por los diversos aspectos de la gestión de gobierno, la situación de las relaciones exteriores, el carácter del pueblo y las clases más elevadas de la sociedad, demuestra sentimientos de amistad por el Restaurador, como lo demuestra el “nuestro” de esta carta, que fue compartido también por una persona de la talla de Guido.

Como documento final que demuestra la identificación que San Martín tuvo con el gobierno de Rosas en todos los aspectos, es decir, en lo político, lo económico y lo social, transcribimos los párrafos finales de la última carta que le escribe al Restaurador: “…y que como argentino me llena de un verdadero orgullo, al ver la prosperidad, la paz interior, el orden y el honor restablecidos en nuestra querida Patria; y todos estos progresos efectuados en medio de circunstancias tan difíciles, en que pocos Estados se habrán hallado”.

Esta valoración final del Padre de la Patria, demuestra a su tumo que el testamento que dictara en 1844, establecía que la opinión de San Martín era inapelable respecto de la bondad del gobierno del Restaurador, y de la persona de Don Juan Manuel. Por ello fustigamos a quienes han sido los que le atribuyeron al Libertador disminución de sus facultades o intereses materiales para legarle el sable, porque semejante afirmación solo tuvo intereses políticos mezquinos y constituyeron un indigno acto de corrupción para con la Patria y sus más grandes hombres.

domingo, 17 de enero de 2021

La época de Rosas - Carlos Lumb

  Diario La Nación, 23 de octubre de 1923  

Habla un testigo de interesantes acontecimientos 

Don Carlos Lumb, que cumplirá mañana 95 años, cuenta sus recuerdos


 LA EPOCA DE ROZAS

Carlos Lumb y Rosas
Carlos Lumb


D. Carlos Lumb, que cumplirá mañana 95 años, ha sido testigo de grandes acontecimientos. Ha tenido vinculación directa e indirecta con personajes históricos. Oírlo conversar es revivir por un instante, no ya una época, no ya un suceso, sino épocas distintas y sucesos múltiples. Lo admirable es que a pesar de haber llegado a esa gran edad, conserva, con la plenitud de su inteligencia vivaz y la alegría serena de su espíritu, la memoria clara y prolija. Su aspecto mismo es el de un hombre como ya no se suele encontrar en la ciudad. Algo de ese pasado, que evoca con tan asombrosa precisión, se advierte en su airosa figura de anciano, un anciano caballero inglés en quien la sobria elegancia del traje, las líneas enérgicas del rostro y las patillas suavemente blancas recuerdan las viejas láminas de los libros familiares. Hijo de un comerciante británico establecido a comienzos del siglo XIX entre nosotros, nació en esta capital en 1828.

—Mi padre— nos decía D. Carlos Lumb— se vino a la Argentina en un tiempo muy difícil para Inglaterra. Tenía allí su casa de comercio. Los negocios no iban bien. Las guerras napoleónicas habían producido una crisis profunda y las huelgas se sucedían unas tras otras, debido a que la gente, acostumbrada a la incertidumbre y a las necesidades creadas por la situación, tardaba en recobrar sus hábitos normales. Ocurría entonces lo que ocurre ahora en Europa. Fué precisamente cuando llegó a Liverpool una Comisión argentina con el objeto de comprar armas para las luchas de la independencia y la acompañaba un oficial francés, el capitán Aymard, que se relacionó con la familia de mi padre y al contarles lo que era este país naciente de América y las perspectivas que ofrecía, se entusiasmó un tío abuelo mío y resolvió venirse y se vino, con mi padre, en un barco de vela, junto con el capitán Aymard. Mi padre, que era un muchacho, se arraigó rápidamente en la pequeña sociedad anglo-porteña de aquellos años en que Buenos Aires era lo que ya nadie puede imaginar, es decir, una villa colonial de población reducida y en la cual, sin embargo, se agitaban las fuertes y continuas pasiones propias de un país que se está creando en la confusión y en medio de terribles dificultades.

Mi padre se estableció con un saladero y se vinculó rápidamente al trabajo de la ciudad, a sus negocios que se realizaban en una forma absolutamente primitiva. Pero mis recuerdos personales datan de un tiempo muy posterior. He vuelto a asistir a la vida del Buenos Aires de mil mocedad al darse “La divisa punzó”, del Sr. Groussac. He conocido a los personajes que figuran en ese drama. Así eran y así vestían. Si los hechos son o no son tan exactos desde el punto de vista histórico eso no me ha interesado mucho. De lo que he podido darme cuenta es de la verdad con que está reflejado el ambiente en esa obra. Se vivía entonces en una honda y continua angustia. Todos dependían en su seguridad y en su tranquilidad, de lo que Rozas hacía o pensaba. Y no era fácil saber lo que Rozas pensaba y a menudo se ignoraba lo que hacía. Todos le temían y muy pocos se atrevían a hablarle con franqueza. El único justamente que se permitía hablarle con claridad era D. Juan Nepomuceno Terrero. Rozas lo consideraba y lo respetaba y lo prueba, además, la circunstancia de que don Juan Nepomuceno no usaba ni chaleco colorado ni cintillo en el sombrero. Y era un buen federal. Cuando yo volví de Europa me encontré, en los alrededores del año 44, con la situación peor y más grave del período de la tiranía. Me habían mandado a estudiar a Inglaterra. Me embarcaron en un buque de vela —tenía entonces unos ocho años— y esto constituyó en mi caso un suceso dramático. Mi madre se pasó llorando la noche de la víspera y al día siguiente me llevaron al puerto. Yo estaba desconsolado. Lloraba en el camino hacia el embarcadero y los chicos del barrio me compadecían. Una muchacha de nuestra amistad, para consolarme me dijo algunas palabras tranquilizadoras y me puso un caramelo en la boca. Vean ustedes lo que son las casualidades: con ella me casé diez y seis años después. La casualidad ha sido la ley que presidió toda mi existencia. Por casualidad he visto cosas extraordinarias y por casualidad he conocido personas ilustres del país y del extranjero. Me fui, pues, a Inglaterra en un buque de vela. A poco andar me pusieron un traje de lona y caminaba corriendo en la cubierta como si hubiera nacido a bordo. Me trepaba por el cordaje como un grumete. Llegué por fin y me internaron en el Colegio de Grimston Lodge de York, donde me inicié en los estudios que consistían en el conocimiento profundo de los conocimientos indispensables en el latín y en historia sagrada. Para los chicos ya era el “muchacho americano”, el “boy” que hablaba español y este hecho debía ponerme pronto en contacto con un personaje célebre. Un día efectivamente, me vistieron con mis ropas más nuevas, me peinaron con aguas finas, me alisaron cuidadosamente y me condujeron a la residencia de lord Howden. Lord Howden tenía ya un alto prestigio político y militar y al saber mis condiscípulos adonde me llevaban me suplicaron que solicitara un día de asueto para la escuela. Lord Howden quería hablar español conmigo. Hablaba muy bien nuestro idioma aunque se ha dicho lo contrario. Me sentó en sus rodillas y conversó paternalmente con el “boy” americano. Lord Howden que era de una distinción suprema y de una elegancia extremada me preguntó si quería pedirle algo.

—Sí, señor— le contesté; —los muchachos del colegio me encargaron que le suplicara un día de asueto.

Lord Howden me condujo al colegio y solicitó al pastor que dirigía el establecimiento que nos diera libertad. Mis condiscípulos me llevaron en andas. Pero no disfruté mucho de la popularidad porque una epidemia de escarlatina dispersó a los chicos y así me incorporé yo a un instituto de la Universidad de Liverpool e hice mi viaje por aquella Inglaterra que apenas tenía tres ferrocarriles, que limpiaban sus altas chimeneas con gruesos escobillones y que se alumbraba con candiles y velas. Volví a Buenos Aires hecho mozo. La situación era en extremo grave. El bloqueo persistía en todo su vigor y eso daba precisamente fuerza a Rozas ante la opinión. Representaba el sentimiento nacional en el orden exterior y cualquiera que fuese su política interna se veía en su actitud la defensa del decoro del país, como lo explica el regalo de la espada de San Martín. Los aliados habían ordenado el embarque de los ingleses. Me acuerdo que al regresar a Buenos Aires fuí con mi padre a visitar al ministro de Inglaterra. Mi padre le llamó la atención sobre el error que importaba el bloqueo y le aseguró, además, que ningún inglés abandonaría el país. Y así sucedió. La colonia inglesa era muy considerada. Rozas le había dado su palabra de que nadie la molestara. Y nadie la molestó. El canónigo irlandés a quien acudían todos los miembros de la colectividad, trabajó en este sentido con su ascendiente y con su autoridad. Sólo dos irlandeses se fueron y tuvieron un fin desventurado. Murieron en la miseria. Los ingleses se quedaron y el bloqueo continuó. Un día llegó a Buenos Aires lord Howden. Mi padre le dió una recepción. Me acuerdo de su aparición en la sala. Estaba magnífico; cubierto de condecoraciones y de medallas, hizo una larga y honda reverencia. Me reconoció y conversamos en español. Algunos días después apareció en nuestra casa. Era más de media noche, Nos dijo a mi padre y a mí:

—Me voy a Montevideo mañana. Voy a levantar el bloqueo.

En aquel tiempo —continuó diciéndonos D. Carlos Lumb— se vivía una vida monótona. Celebrábamos tertulias hasta las once de la noche, alumbrados por quinqués y velas de sebo que en verano se juntaban a cada rato y la negra tenía que enderezarlas y despabilarlas constantemente. Nosotros vestíamos en las tertulias y en los bailes, chaquetas y pantalones blancos sujetos a los zapatos con presillas de cuero. Las damas vestían trajes de clarín. Entonces, mi señor, los vestidos no arruinaban a las familias. Rozas vestía, como se le presenta en “La divisa punzó”. Una sola vez se puso frac y fué para recibir a lord Howden. El verdadero retrato de Rozas es, a mi juicio, el que le hizo el miniaturista Harvey, siendo presentado al dictador por el ministro Parish y por intermedio de Manuelita.

Yo vi la entrada del Ejército Libertador y me acuerdo, como sí fuera hoy, cómo los negros nos pedían que gestionáramos su libertad. He visto el saqueo que D. Justo José no tardó en reprimir. Hablé con él en el cuartel para pedirle la libertad de un negro que había servido en mi casa toda su vida. Volví a ver a Rozas en Southampton. Le llevaba yo diez mil onzas por encargo de don Felipe Vera, que era amigo del dictador. En esa ocasión conversé largamente con Manuelita, que era, sin duda, una gran dama. Al conocer la causa de mi visita se conmovió profundamente. Mientras estábamos conversando entró D. Juan Manuel. Don Juan Manuel hablaba en tono solemne, en tono de nota oficial, como era su costumbre. Se sentía satisfecho con la conducta que observaba con él el Gobierno inglés. Debo decirle que no aceptó el dinero de D. Felipe Vera. Hizo una defensa de su honradez y al referirse cómo había manejado los dineros públicos, aludió a una suma que carecía de comprobantes: la había invertido para conseguir la copia de las instrucciones que traía el comandante de la flota bloqueadora.

—¡La gente que he conocido por intervención de la casualidad!— exclama bruscamente el Sr. Lumb. He conocido al almirante Brown, he conocido al General O'Brien, de quien fuí amigo. O'Brien había ingresado a la casa de comercio de Dickson. Era dependiente. El señor Dickson dió una vez una comida al general San Martín y al presentarse O'Brien, exclamó el Libertador:

—¡Qué hermoso tipo de soldado!

Dickson le contestó:

—Lléveselo, señor, pues lo que es pará comerciante no sirve.

Así comenzó su carrera militar. ¿Creerán ustedes, que he conocido al Dr. Lepper? Pero ustedes no saben quién era Lepper. El Dr. Lepper, era médico de Napoleón cuando éste estuvo prisionero a bordo de un barco de guerra inglés. Se estableció aquí y mi padre fué su albacea. Fuimos muy amigos y he leído documentos suyos interesantísimos, entre ellos una carta en inglés del emperador. Fuí, señor mío, amigo de hombres ilustres. Fuí amigo del General Mitre, de D. Vicente Fidel, de Sarmiento. Siendo D. Domingo Faustino Presidente de la República se construyó por empeño de Vélez, el Ferrocarril Este Argentino de Concordia a Monte Caseros. Yo era presidente del Directorio e invité al señor Sarmiento a la inauguración. Era un ferrocarril estratégico. En Concordia hice el programa del acto, que comenzaba con una salva de 21 cañonazos. D. Domingo tomó el papel y corrigió “Dos salvas”, agregando:

—Para cualquier cosa bastan 21 cañonazos. Para un ferrocarril, en un país americano, debe celebrarse con una salva doble.

Hicimos en Concordia un paseo en lancha y no pudimos regresar. El río estaba picado. Tuvimos que hospedarnos de noche en el campamento de terrapleneros. Entretanto en Concordia circuló el rumor de que habían secuestrado al presidente. Se acuartelaron las fuerzas y la gente se alarmó. Por fortuna, se mandó una locomotora de exploración, que vimos llegar a media noche, como tanteando en las tinieblas y así regresamos. Sarmiento decía que a mi padre habría que levantarle una estatua por el lema que repetía siempre: lo que necesita la Argentina es paz y agua. ¿Cuántos años han pasado desde entonces?. Ya tengo 95 años y el 24 de este mes, al cumplirlos, no sé qué excusa invocaré ante mis hijos y mis amigos. Es verdad que yo no conozco la vejez. Lo que tengo es una vida prolongada. Me encuentro en la situación del piloto que ha recorrido su ruta, ha anotado en su mapa los puntos del itinerario y al acercarse al final ve ya el fin de su viaje, la vecindad de la última costa. Así he vivido yo, con la fe tranquila del creyente y podría terminar con las palabras del cardenal Wolsey en el “Enrique VIII”, pues si mi Shakespeare. Como sé mi Homero traducido del inglés, que aprendí en la Universidad de Liverpool hace más de ochenta años. Y D. Carlos Lumb, sonriendo, recitó la despedida de Héctor y Andrómaca.

viernes, 15 de enero de 2021

El nacionalismo de Rosas

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

Encontramos este artículo de Roberto de Laferrère publicado en la "Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas" N° 2 y 3 de agosto de 1939, quien refuta un trabajo del Sr. Jorge Lavalle Cobo, publicado en el diario "La Nación" en enero de aquél año. Ese artículo, Laferrère lo transcribe al final de su obra. Como por su extensión no podemos publicar in totum el trabajo de Laferrère, lo hemos dividido en varias partes. La primera parte que incluye el trabajo de Lavalle Cobo, lo publicamos en "Revolviendo la Biblioteca 12", con el primer capítulo, en "Revolviendo la Biblioteca 13 y 14", publicamos el segundo y el tercer capítulo respectivamente y en el presente publicamos el cuarto y quinto capítulos, completándose de esta forma la obra.

EL NACIONALISMO DE ROZAS (4)

Por Roberto de Laferrère

Juan Manuel de Rosas (c. 1830). Dibujo de la casa Ch. Decaux 


IV - LOS CARGOS CONTRA ROSAS DEL DOCTOR LAVALLE COBO

En su artículo de “La Nación”, el doctor Lavalle Cobo le formula a Rosas varios cargos graves, que, según los expresa, se concretan así:

-    Fue enemigo de la Revolución de Mayo.

-    No colaboró en la guerra con el Brasil.

-    Mantuvo comunicaciones con el comodoro Venancourt.

-  Solicitó a las fuerzas navales extranjeras y al gobierno uruguayo el apresamiento de la Sarandí.

-    Procedió como si la Patagonia no fuera nuestra.

-    Ofreció en pago de la deuda nacional las islas Malvinas.

El examen de estos cargos nos permitirá establecer su exactitud o su importancia.

 

Rosas y la Revolución de Mayo

Como prueba de que “Rosas fue enemigo de la Revolución de Mayo”, el doctor Lavalle Cobo cita una frase del prócer en que sostiene precisamente lo contrario. Llama a esto confesión, “pálida defensa”, quizá porque en la frase incidental que transcribe, deslizada en una carta intrascendente, no puso Rosas el énfasis de las canciones patrióticas o de los documentos solemnes.

La frase podrá ser “pálida”, pero su sentido es claro. Rosas no fue enemigo de la Revolución de Mayo, sino uno de sus colaboradores eficaces, allí donde le tocó actuar. No salió a campaña en los ejércitos libertadores, como no salieron tampoco Azcuénaga, Rivadavia, Paso, Juan Cruz Varela, del Carril, Agüero, etc., etc., etc. En mayo del año 10 tenía 17 años y no era militar. Pero, en cambio, había luchado a los 14, contra los ingleses, y durante las campañas libertadoras se inició en la vida de las milicias, improvisándose guerrero en la lucha contra los indios, de los que defendió la ciudad y las campañas, a las órdenes del gobierno de Buenos Aires: lucha tan dura y tan necesaria como cualquier otra y, si no tan lucida, no menos eficaz. Las tribus salvajes fueron contenidas por el círculo de hierro con que Rosas, Comandante Militar de Campaña al mando de tropas reclutadas e instruidas por él mismo, estableció las primeras fronteras firmes de defensa. En esta misma empresa, cuya importancia se ha pretendido disminuir otras veces para restarle méritos a sus esfuerzos, colaboró más tarde con un jefe de tanto prestigio militar como el entonces coronel Lavalle.

De su culto por la Revolución, considerada como movimiento emancipador del país, no como expresión del partido jacobino que la dirigió y la desvirtuó más de una vez, son manifestaciones claras y perdurables los decretos de su primer gobierno con que rehabilitó figuras revolucionarias que habían sido olvidadas, cuando no combatidas con injusticia por sus enemigos enconados y vengativos.

El caso de Cornelio Saavedra es el más elocuente, y bueno es recordarlo ahora. Había sufrido las persecuciones de aquel partido jacobino, cuyos herederos ideológicos lo desconocen, aun hoy, como primera figura de la Revolución; y murió una noche del año 29, durante el tiempo que Lavalle sublevado usurpó el poder en el recinto de la ciudad. El diario que sostenía la dictadura de esas horas sombrías y sangrientas, publicaba esta “impresionante” noticia de su muerte:

 “Ayer, a las ocho de la noche, murió repentinamente en casa de su hermana, el Sr. Don Cornelio Saavedra. Este Sr. fue presidente de la primera junta gubernativa de Buenos Aires en 1811” (sic). Ni una palabra más.

Llegado meses después al gobierno, Rosas dio el siguiente decreto de honores póstumos al “prócer desconocido”:

 “Buenos Aires, diciembre 16 de 1829. – El primer comandante de patricios, el primer presidente de un gobierno patrio, pudo sólo quedar olvidado en su fallecimiento por las circunstancias calamitosas en que el país se hallaba. Después que ellas han terminado, sería una ingratitud negar a un ciudadano tan eminente el tributo de honor rendido a su mérito, y a una vida ilustrada con tantas virtudes, que supo consagrar entera al servicio de su patria. El gobierno, para cumplir un deber tan sagrado, acuerda y decreta:

            “Art. 1°. – En el cementerio del Norte se levantará, por cuenta del gobierno, un monumento en que se depositarán los restos del Brigadier General D. Cornelio Saavedra. Art. 2°. Se archivará en la Biblioteca pública un manuscrito autógrafo del mismo Brigadier General, con arreglo a lo que previene el decreto de 6 de octubre de 1821. Art. 3°. Comuníquese y publíquese. – Rosas. – Tomás Guido.”

Ese fue el homenaje de Rosas al jefe de la Revolución de Mayo en uno de los decretos iniciales de su primer gobierno.

Poco después moría en Buenos Aires Don Feliciano Chiclana, y el gobierno del “enemigo de la revolución de Mayo” lanzó en su homenaje este otro decreto, que también nos habla claro de su adhesión al movimiento emancipador:

“Buenos Aires, enero 16 de 1930. – Aunque los nombres de los primeros ciudadanos no tuvieron la gloria de ser los autores de la independencia de la Patria, pertenecen a la historia, encargado de transmitirlos a la posteridad; el gobierno reconoce como un deber sagrado perpetuar su memoria, tributando un justo homenaje de gratitud a aquellos varones esforzados que supieron encontrar recursos en sólo su genio para arrancar la patria de manos de sus opresores. Entre estos beneméritos patriotas, ocupa, sin duda, un distinguido lugar el Dr. D. Feliciano A. Chiclana, cuyas virtudes cívicas lo hicieron sobreponerse a las circunstancias azarosas de los memorables días de Mayo de 1810, contribuyendo muy particularmente al grande acontecimiento que trastornó la faz política de un mundo entero. Estos justos motivos han impulsado al gobierno a decretar lo siguiente: Art. 1°. En el cementerio del Norte se levantará, por cuenta del Gobierno, un monumento en que se depositarán los restos del Dr. D. Feliciano A. Chiclana. Art. 2°.Se depositará en la Biblioteca pública un manuscrito autógrafo del mismo Dr. Chiclana, con arreglo a lo que previene el decreto del 6 de octubre de 1921. Art. 3°. Comuníquese y publíquese. – Rosas – Tomás Guido”.


Rosas y la guerra con el Brasil

El doctor Lavalle Cobo supone que la actuación de Rosas durante la guerra con el Brasil fue nula u hostil al gobierno de que dependía como Comandante Militar de Campaña. Es un error más del doctor Lavalle Cobo. Rosas sabía, sin embargo, que seríamos separados de la Banda Oriental, cualquiera fuese el resultado de las batallas. Este propósito del gobierno de Rivadavia era notorio entonces para los que conocían las miras de Inglaterra y la subordinación en que con respecto a ella, obraban los políticos del partido oficial. Es probable también que Rosas viese con antipatía natural en un patriota la iniciación de una guerra que parecía perdida de antemano. Los hechos probaron después que la victoria brillante de Ituzaingó no bastó para detener en su marcha a la diplomacia inglesa.

Pero no es verdad que hostilizara al gobierno, como luego lo harían los unitarios en circunstancias más difíciles para el país por la importancia mayor del enemigo. El gobierno de Las Heras le había encomendado la organización de la defensa militar de la costa sur, hacia Bahía Blanca y Patagones, puntos ya amenazados por los barcos imperiales. Cuatro oficiales brasileños habían desembarcado en una corbeta con el conocido designio de sublevar a los indios.

Rosas cumplió su misión con extraordinaria rapidez, comprometiendo a los caciques a mantenerse en paz con el gobierno nacional y fijando con ellos una nueva línea de fronteras. Destruída con esto toda posibilidad de un acuerdo militar con los indios, la empresa naval brasileña sufrió un recio descalabro en la costa de Bahía Blanca, al desembarcar sus tropas. Atacados con piquetes de voluntarios y blandengues que mandaba el capitán Molina –a cuyas órdenes había puesto Rosas 200 hombres, después de reforzar con cañones la batería de la costa– los invasores fueron derrotados y destruídos, reembarcándose poco después y abandonando la empresa. (Saldías, “Historia de la Confederación Argentina”).

 

Rosas y Venancourt

1829. Los unitarios asaltan el poder en Buenos Aires y fusilan a su gobernador, pero no llegan a ejercer el gobierno en la provincia, reducidos, poco después del golpe de mano, a la defensa de la ciudad, que sitia Rosas, al mando de las fuerzas nacionales. En los propios suburbios de Buenos Aires el llamado gobierno de Lavalle es resistido a tal punto que sus tropas escasean y se ve forzado a exigir el servicio militar de los extranjeros, que nunca han intervenido antes en nuestras luchas civiles. Se aplican así, torcidamente las leyes de 1821 y 1823, y se aplican a los franceses, quienes las resisten. El cónsul francés, señor Mendeville, sin representación diplomática para reclamar en una cuestión de esa índole, se dirige a los sediciosos –que también carecen de facultades para aplicar las leyes– y opone su veto al alistamiento en el batallón de “Los Amigos del Orden”. Díaz Vélez rechaza la reclamación del cónsul porque, como Rivadavia, antes, y Rosas, después, no reconoce en un funcionario de su especie el carácter público exigido por el derecho de gentes para tratar cuestiones de Estado. Es un conflicto entre usurpadores. Las dos partes en litigio actúan fuera de su órbita. Pero los franceses son más fuertes y, prevalidos de su poder, asaltan los barcos argentinos y se quedan con ellos, a la espera de que se atiendan sus reclamaciones. El doctor Lavalle Cobo, que supone a Rosas en “complicidad” con el comodoro Venancourt se indigna ante esto, olvidándose de que en el mismo artículo aplaude la complicidad de Lavalle con el almirante Leblanc. Considera distintos los casos. Y, en efecto, lo son.

Es evidente que en 1829 el comodoro Venancourt, conforme a su pensamiento de que los desórdenes americanos debían ser resueltos algún día por los europeos, aprovecha la oportunidad brillante que le brinda la anarquía unitaria para iniciar una política que satisfagan las ambiciones francesas en el Río de la Plata. Su propósito es claro, en el conflicto. Busca la alianza de una de las facciones contra la otra, como la buscará más tarde Leblanc, con éxito no discutible. Se trata de las mismas aspiraciones imperialistas cuya existencia niega rotundamente en su artículo el doctor Lavalle Cobo. Pero sin el apoyo de un partido argentino, que disimule sus propósitos, el comodoro está perdido. Ese apoyo lo busca en Rosas. Lo busca y no lo encuentra.

Rosas no es un caudillo de ambiciones vulgares que pacte alianzas desdorosas con el extranjero, para resolver pleitos partidarios. De serlo nada le hubiera impedido llegar a un acuerdo concreto con Venancourt, como los unitarios de 1838. La comunicación al comodoro que el doctor Lavalle Cobo reproduce triunfalmente es su mejor defensa contra los cargos que se le han venido formulando desde hace años con motivo de este episodio. Si el doctor Lavalle Cobo hubiese leído bien el documento, no lo habría publicado. Por su contenido y su tono, por la representación que invoca y las exigencias que, en definitiva, formula, ese documento no sólo no abre una negociación de carácter político, sino que también la hace absolutamente imposible, reduciendo al comodoro a la situación de un auxiliar de las autoridades nacionales que han sido desconocidas por una montonera militar sublevada. Es de su deber dirigirse al Almirante, como delegado de la Autoridad nacional, y lo hace conforme a su carácter de tal. Hubiera sido inadmisible que permaneciera silencioso.

Rosas habla en su nota en nombre de “la Nación Argentina”, no como jefe de una facción. Es, en efecto, el Comandante General de Campaña que ha sido delegado por Estanislao López, al frente del ejército nacional para restablecer el orden y la autoridad provinciales. Estanislao López es el Jefe del Ejército en campaña, designado por la Convención Nacional de Santa Fe, y esta convención es la única autoridad constituida en el país en representación de las soberanías provinciales. Y ha desconocido al “gobierno” de Lavalle y ordenado su allanamiento en nombre de la voluntad nacional.

Delegado de esta autoridad legítima, Rosas se dirige oficialmente al Comodoro Venancourt y en tono de gobernante, pero bajo las formas más amables y corteses del estilo protocolar, le reclama la entrega de los barcos argentinos, dilatando el momento en que esta entrega habrá de realizarse, porque naturalmente carece de los medios materiales para hacerse cargo de los barcos. Está tierra adentro y en campaña.

“Encontrándose –dice– suficientemente autorizado por el poder soberano de la Nación para arreglar y disponer lo que considerase necesario al restablecimiento de las leyes y de las autoridades legítimas”, de la provincia, “requiere de nuevo al Comandante a quien se dirige”, entre otras cosas, “que la escuadra nacional tomada a los insurrectos no sea devuelta, pero sí guardada y en seguridad”.

Le da instrucciones, en suma, y “le agradece” en nombre “de la Nación” que representa, su cooperación al restablecimiento de la autoridad, cosa que interpreta como prueba de que “la Nación francesa ha sabido reconocer al gobierno legítimo de la República Argentina y tomar en conformidad las relaciones de estrecha amistad que la República Argentina conservaba hasta el 1° de diciembre con la Nación Francesa”.

Yo pregunto a los que muestran estas palabras como reveladoras de una alianza política entre Rosas y Venancourt en que podía consistir esa alianza, después de la comunicación que conocemos, excluyente de cualquiera otra solución que no fuese el reconocimiento por el comodoro francés del gobierno legítimo y el acatamiento de su autoridad, con la devolución de los barcos. Pero el comodoro comprendió que con el Comandante de Campaña no había posibilidad alguna de acuerdo, si no rectificaba su conducta y deshacía lo hecho. Prefirió, pues, presionar más enérgicamente sobre el titulado gobierno de Lavalle, como lo hizo, hasta imponerle la humillación contenida en la convención firmada por Juan Andrés Gelly como delegado de los sediciosos.

En materia de comunicaciones a los almirantes franceses, cabe, entretanto, reproducir la del general Lavalle a Leblanc, en diciembre de 1839, donde puede leerse lo que sigue:

“Yo encuentro que los auxilios que se han prestado hasta ahora (por el gobierno de Francia) no son suficientemente eficaces y en consecuencia exijo: un millón de francos para los gastos de guerra, la destrucción de la batería de Rosario y la ocupación del Paraná”.

Como se ve, los casos son distintos.


Rosas y la sublevación de Rosales

En 1830, el general Rosas gobernaba en la provincia de Buenos Aires, “con la regularidad –dice Sarmiento en “Facundo”– que hubiera podido hacerlo otro cualquiera”. Pero los unitarios conspiraban ya, no obstante la normalidad del gobierno, y esto prueba que si, antes del conflicto internacional, fue Rosas enérgico alguna vez, obró también por reacción contra los anarquistas y en defensa del orden.

El general Lavalle organizaba ya la invasión de Entre Ríos con un ejército reclutado en la Banda Oriental, y su propósito era otra vez, indudablemente, derrocar al gobierno de Buenos Aires y fusilar “por su orden” al gobernador. En el mes de septiembre, el comandante del bergantín Sarandí, Leonardo Rosales, se subleva con su barco y zarpa hacia el Uruguay para unirse a las fuerzas del general Lavalle, es decir para combatir al gobierno de su país con sus propias armas. Rosas da orden de atraparlo y, en el mismo sentido, solicita la colaboración de las fuerzas navales extranjeras que están en balizas. De aquí se ha deducido más de una vez que comprometió el principio de la soberanía nacional “al dar intervención al extranjero en nuestras luchas políticas”. Esta parece ser, también, la opinión del doctor Lavalle Cobo. Pero no hay tal.

Rosales, al abandonar la organización militar argentina y huir hacia el extranjero con un barco ajeno, cometía, además de una defección, un delito común que sólo en su pensamiento o en sus propósitos podía estar vinculado a la política del país. En el momento de huir era sólo un delincuente y solicitar su detención por aquellas fuerzas navales no significaba sino eso: la detención de un delincuente que huye con un barco robado. En sumo, se solicitaba la cooperación en una función de policía marítima.

Podría acusarse a Rosas de imprudencia, si la captura del barco pirata por los extranjeros hubiera representado un peligro de hecho para el país, pero es evidente que ese peligro no existía. Cuando años más tarde los unitarios se aliaron a los marinos extranjeros que capturaron para sí la escuadra argentina y utilizaban sus barcos en la guerra contra nosotros mismos –el “San Martín”, con este mismo nombre, libró combates contra los argentinos – el peligro del avasallamiento del país por las fuerzas navales extranjeras era visible e inminente. La captura en cambio, de la “Sarandí”, reintegraba a la armada nacional el barco sustraído. Nada más. Con eso no intervenían los extranjeros en las luchas domésticas. El mismo sentido y el mismo alcance, de colaboración con las autoridades argentinas, hubiera tenido la toma por Venancourt de los barcos sublevados en el Paraná, que también había intentado Rosas. Si Venancourt no prestó esa colaboración fue porque sus intenciones eran otras: de pescador en río revuelto. Pero fue Rosas quien lo puso en su sitio.

Fue Rosas también, ya gobernador de Buenos Aires, quien sin comprometer ninguno de sus derechos soberanos, obtuvo la reintegración de la “Sarandí” a la armada, al requerir su entrega del gobierno de Montevideo. Los uruguayos lo mandaron de vuelta, conforme a los mismos principios internacionales que aplicó hace poco el gobierno argentino, devolviendo a España el vapor “Cabo San Antonio”, que había venido sublevado a nuestro puerto.

 

Rosas y los derechos argentinos a la Patagonia

En este punto el doctor Lavalle Cobo le formula a Rosas un cargo que, de ser valedero, le correspondería al gobierno de Juan Ramón Balcarce. Consiste en decir que “Rosas no procedía como si la soberanía de estos territorios (del Sur) nos perteneciera”, en virtud de que “el gobierno (de Balcarce) dirigía al ministro de Relaciones Exteriores de Chile la siguiente nota que revela (¿en Balcarce?) inseguridad en lo que respecta a la Patagonia…”

El doctor Lavalle Cobo reproduce parte de la nota en que nuestro ministro comunica a su colega trasandino “de orden del gobierno de Buenos Aires” (de Balcarce)  que “sería convenientísimo al más favorable y breve éxito (de la campaña al desierto) que Chile anticipase al mes de diciembre su cooperación lo más posible que el tiempo diese, internando sus fuerzas hasta los ríos Neuquén y Negro, que para ese tiempo deben obrar por ellos los de esta República”.

El doctor Lavalle Cobo es injusto con el general Balcarce y su ministro Maza. En aquellos años, las aspiraciones chilenas a la Patagonia no existían o no se habían manifestado de ningún modo. Quien las promovió con su conocida campaña periodística en “El Progreso”, de Santiago, fue Sarmiento –a quien el doctor Lavalle Cobo defiende de soslayo– en circunstancias en que la República Argentina se hallaba en guerra con Inglaterra y Francia. Mal puede decirse que Rosas revelaba inseguridad sobre nuestros derechos a la Patagonia cuando fue precisamente su gobierno quien los afirmó antes que ningún otro, con motivo del avance de los chilenos que gestionó Sarmiento. En vano se pretenderá trocar los papeles. “El gobierno del infranscrito –decía su Ministro de Relaciones Exteriores, Arana, en nota al gobierno chileno de 15 de diciembre de 1847– está animado a creer que el Excmo. Gobierno de la República de Chile, no abrigará la menor duda sobre los indisputables derechos del Gobierno Argentino al Estrecho de Magallanes y tierras que lo circundan”. (Nota publicada en la “Memoria de R.E. Argentina de 1877”, III,p.51). Y se manifestaba dispuesto a exhibir los títulos. ¡Nada de inseguridad, pues! Rosas produjo otros muchos documentos terminantes en este sentido, hasta su caída. El doctor Teodoro Becú acaba de publicar este documento notable de Rosas en que da instrucciones a De Angelis sobre la cuestión patagónica.

“Marzo 27 de 1848:

“Después que usted, en la memoria que está escribiendo, haya presentado los títulos de soberanía de la Confederación Argentina sobre toda la parte austral del continente americano hasta el Cabo de Hornos, debe ocuparse de tratar la cuestión de derecho, sobre la prescripción de esos títulos o derechos que pueda alegar el gobierno de Chile, por la actual no ocupación de parte de esta República, y hacerlo con toda la extensión que demanda su importancia, aun cuando en ella se ocupe un tiempo mayor y haga salir una obra abultada. De este modo el trabajo será completo y mirará la cuestión bajo todas sus faces. Esto es absolutamente necesario, como usted en su antecedente carpeta reconoce su importancia, haciéndome notar las diferentes opiniones de los publicistas sobre este particular”.

“Tanto más importante es esto cuanto que, si se admitiese como cierta la doctrina del señor Bello y otros publicistas, se abrirá margen a los poderes europeos para ocupar los territorios no ocupados en América por su falta de población, y para sostener tal usurpación. Desde este punto de vista debe usted esmerarse en que su trabajo sea completo; defendiendo la posesión y justo título que todos los gobiernos de América tienen a sus territorios, aun cuando no estén poblados hoy, y muy especialmente el de esta República, a todas las tierras de la Patagonia hasta el Cabo de Hornos.”

En 1864, Chile reducía sus pretensiones a Punta Arenas y al Estrecho y para defenderlas designó a Lastarria Ministro Plenipotenciario en Buenos Aires. En los años corridos desde la reclamación de Arana, los chilenos habían elucubrado nuevos proyectos de colonización, pero circunscriptos siempre al Estrecho y revelaban tanta inseguridad en esto mismo que no habían avanzado un solo paso en 17 años ni atrevídose a iniciar aspiración alguna fuera del territorio que ocuparon por instigación de Sarmiento. No pretendían ni siquiera la totalidad del Estrecho y en 1865, Lastarria propuso “como transacción, la división del Estrecho de Magallanes en la bahía Gregorio…” Y como un diario de su país le atribuyese intenciones sobre la Patagonia lo desautorizó enérgicamente en estos términos de su nota al Ministro de Relaciones Exteriores, doctor Rufino de Elizalde: "Que aquella acusación (sic) era completamente falsa. Que no debía autorizarla con su silencio. Que el punto relativo al dominio de la Patagonia no había figurado en las discusiones, y por último, que ni en la discusión verbal ni en las proposiciones escritas se hizo por su parte cuestión, ni siquiera mención de los territorios de la Patagonia dominados por la República Argentina”. (“Memorias de Relaciones Exteriores”. 1869, p. 64).

Hasta 1872, la cuestión de límites se redujo al Estrecho. Pero Domingo Faustino Sarmiento, Presidente de la República desde el 68 era más chileno que Lastarria y menos argentino que Varela. No estaba satisfecho con su campaña del 1842. Fue Sarmiento también quien acreditó al señor Frías, Ministro Plenipotenciario en Chile, para renovar el tratado de comercio del 56 y proseguir la discusión de límites, es decir la de la desocupación de Punta Arenas. Pero entonces ocurrió algo extraordinario, que las nuevas generaciones ignoran porque la gloria oficial de Sarmiento no ha permitido que se difunda en el país. Al tiempo que el gobierno de Chile, por órgano de su canciller Ibáñez, insistía en reconocer la jurisdicción argentina en las costas del Atlántico (nota del gabinete de Santiago a la legación argentina) el plenipotenciario de Sarmiento proponía, por iniciativa de nuestro gobierno, esta monstruosidad al canciller chileno: “Tomar como punto de partida de la línea divisoria en el Estrecho de Magallanes, la bahía Pechett, desde la cual correría en dirección al Oeste hasta tocar con la Cordillera de los Andes”.

“De esta manera Chile tendría la prosperidad de toda la península de Brunswick, en que está situada la colonia de Punta Arenas, y en la que hallaría todos los elementos necesarios para su desenvolvimiento”.

“Fijando V.E. la vista en la costa del Estrecho –continuaba el señor Frías– observará que Chile posee ya más de la mitad del territorio que lo forma; avanzando hasta el istmo de la península se extendería aún más hacia el Oriente, quiero decir hacia la boca del Atlántico. Quedaría esta República (Chile) en posesión de las dos terceras partes del terreno disputado”. (Nota del señor Frías al Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, de 1° de octubre de 1872, publicada en el Apéndice a la Memoria de Relaciones Exteriores Argentina de 1873, pág. 4).

Es decir que, enviado a tratar la grave cuestión del territorio invadido, el Plenipotenciario de Sarmiento concedía otros territorios, en gestión oficial. Así nacieron oficialmente las aspiraciones de Chile a nuestros dominios. Ante la debilidad notoria del enemigo se ampliaron y concretaron sus exigencias. En la respuesta a Frías, el ministro Ibáñez propuso “dividir por mitad todo el territorio de la Patagonia”.

Pero en 1833, época de Balcarce y de la campaña de Rosas contra los indios del Desierto, ningún gobierno chileno había pensado siquiera en la posibilidad de arrebatarnos tierra a través de los Andes. Condenar a Balcarce en 1833, porque no previó los caprichos de la fantasía chilena, y absolver, a la vez, a Sarmiento que hostigó esa fantasía en 1843 y le dio nuevas alas en 1872, desde la Presidencia de la República, es una verdadera extravagancia del doctor Lavalle Cobo. Y derivar, luego, de todo esto un cargo contra el nacionalismo de Rosas es jugar a las charadas y proponernos un rompecabezas sin solución posible.

Rosas, por otra parte, estaba en campaña cuando la comunicación de Maza a su colega trasandino. Salió de Monte en marzo; la comunicación es de abril. Por último, ¿qué peligro podía significar la presencia del ejército chileno por resolución nuestra sobre los ríos Negro y Neuquén si en la misma, la primavera del año 33, como dice Maza en su nota, el ejército argentino estaría en la misma región?


Rosas y las islas Malvinas

Los que, en nombre del espíritu nacional –la inmensa mayoría de los argentinos– reclamamos la reivindicación de nuestros derechos a las Malvinas, no nos hemos detenido nunca a considerar las ventajas positivas que nos aportaría su reintegración al país. Esas tierras tienen para nosotros un valor ante todo sentimental, es decir principalmente vinculado al sentimiento de la dignidad argentina, ofendida por los piratas ingleses con un acto inicuo de despojo por la fuerza. Es en el despojo donde reside el agravio, y es el agravio lo que subleva el sentimiento nacional y lo ha movido, tantas veces, a exigir una reparación, desgraciadamente imposible, por ahora.

Así pues, los argentinos hemos hecho de las Malvinas una cuestión, no de conveniencia, sino de honor. No hicimos la misma cuestión, aunque también se lastimasen nuestros sentimientos, cuando al adoptar la política del arbitraje admitieron nuestros gobiernos ceder otros territorios, en virtud de laudos adversos, a los vecinos que los habían puesto en litigio. Hemos sido dañados, sin duda, por esa política de debilidad y de transacción, pero no ofendidos. Es una política desventurada, no deshonrosa, que acatamos por voluntad propia, no por imposición extraña.

Si la Gran Bretaña desagraviase a la dignidad nacional, y, reconociendo los derechos argentinos a las Malvinas y la sinrazón de su atropello, buscara deshacer el entuerto, podríamos honorablemente aceptar negociaciones para llegar a un acuerdo de voluntades. Tal vez hoy, convertidas las Malvinas, por una tradición de 100 años, en el símbolo de la nacionalidad humillada por el extranjero, ningún acuerdo posible sería aceptable. Pero si la cesión de las Malvinas a Inglaterra significase mañana la liberación del país de la tenaza inglesa, que ha subordinado nuestros gobiernos a sus capitales por medio de la política conquistadora de los empréstitos en Londres, no creo que ningún argentino, ya lavada la ofensa, mantuviese una postura sentimental que nadie, por otra parte, adoptó hace un año cuando fue entregada Yacuiba a los yanquis de Bolivia.

Esa era, en tanto, la situación del país, en 1842 y 43, cuando vino a Buenos Aires el señor Falconet, a exigirnos el pago de la deuda con Inglaterra, garantizada por todo el territorio nacional.

Así habíamos sido hipotecados por Rivadavia.

El doctor Lavalle Cobo acusa a Rosas. Pero ¿de qué lo acusa? ¿De haber renunciado a los derechos argentinos sobre las islas? ¡No! Ni podría acusarlo de ese crimen sin caer en contradicción con su propio informante, el doctor Pedro Agote, cuyas noticias son las únicas que invoca en su relato. En el artículo del doctor Lavalle Cobo nada hay que no esté consignado en el Informe sobre el Crédito Público del doctor Agote; pero en el informe del doctor Agote hay mucho más de lo que el doctor Lavalle Cobo consigna en su artículo.

Las notas de Insiarte, ministro de Rosas, proclaman, precisamente, como lo dice Agote, el reconocimiento de los derechos argentinos a las Malvinas por el gobierno inglés, como cuestión previa a cualquier otra. El doctor Lavalle Cobo omite este “detalle”, tal vez porque no le ha atribuido importancia. Pero la omisión no interesa. El hecho es ese, y lo que importa es el hecho, no la forma literaria como haya sido presentado. Tampoco interesa que en el artículo se cite mal al doctor Agote y se sustituya, por error, al transcribir sus palabras, la expresión “pago de la deuda” con la de “pago de los servicios adeudados”. Es fundamentalmente distinto, desde luego, pero este error también es subsanable, pues cabe siempre la rectificación en los términos para poner las cosas en su sitio.

El doctor Lavalle Cobo también ignora en su artículo cuál era la garantía del empréstito y no resulta entonces de su relato que el ofrecimiento de las Malvinas en “pago de la deuda” –no de los servicios adeudados– significaba levantar la hipoteca hecha por los rivadavianos, sobre todo el territorio nacional, instituido en garantía de la deuda. El relato del doctor Lavalle Cobo es, pues, incompleto. Quien no conozca, en sus distintos aspectos, la historia del empréstito y las condiciones atroces en que fue contratado por los unitarios, no entenderá nunca la actitud de Don Juan Manuel en 1843 y 44.

Hay que completar ese relato, con ayuda de Agote, Garrigós, Agustín de Vedia – los tres unitarios– y algunos documentos de la época.

 

Cómo se contrató el empréstito

La ley que autorizó el empréstito inglés de 1.000.000 de libras (5.000.000 de pesos fuertes) es de la Provincia de Buenos Aires (noviembre 28 de 1822) y fue inspirada por Rivadavia para realizar sus planes de loco visionario. El empréstito se formalizó en Londres el 1° de julio de 1824 por intermedio de los banqueros Baring Brothers y Cía. La primera entrega se hizo en julio 12 y del producto neto de la operación, de 700.000 libras (3.500.000 pesos fuertes) la firma emisora retiró, de acuerdo con el contrato, la suma de 130.000 libras para atender el servicio de interés y amortizaciones durante los dos primeros años. Los pagos quedaron así asegurados hasta el 12 de enero de 1827, fecha en que al Gobierno de la Provincia habría correspondido hacer frente al servicio del quinto semestre, si la ley del 28 de enero de 1826 no hubiese creado el Banco Nacional incorporando al capital de la nueva institución los tres millones de pesos fuertes que provenían del empréstito inglés y que estaban destinados a otros fines. Días después, el 7 de febrero, asumía la Presidencia de la República el señor Rivadavia. Al responsabilizarse de la operación, el P.E.N. afianzó las seguridades de su cumplimiento en forma que Don Pedro Agote (no citado aquí por el doctor Lavalle Cobo) expresa en los siguientes términos: “La Nación, que para formar el Banco Nacional en 1826, dispuso de los $ fr. 3.000.000 pertenecientes al empréstito inglés, aceptó como consecuencia de este hecho su responsabilidad y el ministro de Hacienda Nacional (que era Don Salvador María del Carril) en nota de abril de 1826, comunicó a los señores Baring Brothers y Cía. que tomaba medidas para asegurar el servicio, haciéndoles notar que el empréstito estaba ahora garantido por todo el territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata”.

Y agrega el doctor Agote: La Nación no pudo, sin embargo, llenar esta obligación y el servicio de la deuda se interrumpió, lo mismo que las relaciones con los señores Baring Brothers y Cía.”

Así quedaba hipotecado al pago de la deuda todo el territorio nacional.

 

La compra de las onzas de oro

Al aproximarse el 12 de enero de 1827 –fecha del vencimiento del 5° semestre– el Gobierno de Rivadavia descubre que ha contraído un compromiso terrible. Sus financistas han fracasado y sus dificultades son enormes. Se convino entonces en comprar onzas de oro que valían 19 pesos. “Era preciso guardar secreto –dice Agote– para que no se advirtiese que había en alguna parte necesidad urgente de ese oro y subiese su valor en plaza".

Pero no se guardó secreto. El Ministro de Hacienda aseguraba ante el Congreso “que el 12 de enero de 1827 serían pagados puntualmente en Inglaterra 30.000 libras (intereses) y algo más (amortización ½ %)…” El Ministro de Gobierno (que era Don Julián Segundo de Agüero) agregó: “Aun cuando por una fatalidad fuese forzoso comprar las onzas a 50 pesos, a ese precio deben comprarse para salvar el crédito argentino”. Y así se hizo, en efecto, en esa ocasión. (Agustín de Vedia. “El Banco Nacional”, pág.110).

Los rivadavianos seguían haciendo de las suyas. El país salvó su crédito, pero debió comprar las onzas con un papal depreciado en casi un 300% y esa depreciación fabulosa benefició a los felices vendedores. ¿Quiénes eran ellos? Tal vez algunos de los adinerados ciudadanos que el 6 de agosto de 1827, encabezados por Rivadavia, se obligaron a garantizar el pago de los intereses y amortización, hasta un año después de terminada la guerra con el Brasil.

Esta garantía, naturalmente, jamás se hizo efectiva.

 

Lo que entró al país del empréstito inglés

El servicio de la deuda se suspendió en el sexto semestre (Vedia, ob. cit.) y en fecha 9 de septiembre de 1827 (Agote, pág. 17) el gobierno de la Provincia reasumió la responsabilidad del empréstito. Era gobernador el coronel Manuel Dorrego, que acaso ya entonces estaba condenado a muerte, aunque, sin duda, Lavalle lo ignoraba todavía. La guerra con el Brasil había servido de pretexto a los mayores abusos y desaciertos durante la Presidencia de Rivadavia. Añadiré, para decir estrictamente la verdad, que del empréstito inglés lo que realmente entró al país, si algo entró de Inglaterra, fue una suma irrisoria, como que la operación real consistió principalmente en emitir documentos de crédito sobre los comerciantes ingleses de la plaza: ingleses de nacionalidad, pero con capitales formados o acrecidos en el país. Los ingleses, pues, nos prestaron lo nuestro y después nos lo cobraron con intereses como si fuera de ellos.

 

La verdadera causa del fusilamiento de Dorrego

Oigamos lo que, relativamente a las angustias que estos desaciertos crearon al gobierno del Coronel Dorrego, dice el doctor Garrigós, en el informe que elevó al Directorio del Banco de la Provincia, en 1873 (p. 18):

“El Presidente de la República (Rivadavia) no tenía otra fuente de recursos inmediatos que el oro y los billetes del Banco, cuya emisión fue autorizada hasta nueve millones y medio, sin que interviniera la ley, no obstante que había pasado el primer año en que competía reglarla al Ejecutivo”.

“El Gobierno de la Presidencia había desaparecido y entró a subrogarle el de la Provincia de Buenos Aires, a quien se encargó la dirección de la guerra”.

“Encontraba el Tesoro exhausto, sin poder echar mano del crédito por los arbitrios de empréstitos exteriores o en la plaza, arbitrios que ya se habían empleado y que de seguro ante la situación política que el país cruzaba no prometían buen éxito y menos realización inmediata…”

Para hacer frente a esta situación de ruina, agravada  por la necesidad de pagar los dividendos del empréstito hasta el 12 de enero de 1828, Dorrego se vio forzado a autorizar la venta en Londres de las fragatas “Asia” y “Congreso”.

Pero fue lapidario con quienes habían engendrado ese estado de cosas y no dejaron de conocerse en el país los pormenores del arreglo que, para crear el Banco Nacional, se había hecho con los “propietarios” del Banco de la Provincia, seres privilegiados a quienes, por ser extranjeros y en su mayoría ingleses radicados en Inglaterra, se les admitió sus acciones depreciadas con una prima del 40%. ¡Por cada acción de $ 1.000  se le reconocieron $ 1.400!

Dorrego denunció también, en su primer mensaje a la Legislatura, el desquicio en la administración de los fondos aplicados al ejército de operaciones durante la guerra con el Brasil. “La contabilidad estaba en desorden. Los depósitos tomados del enemigo no existen” Y con relación a la misteriosa Compañía de Minas creada por Rivadavia, de la que éste fue “presidente” y que motivó luego páginas tan sabrosas de Don Vicente Fidel  López en su “Historia Argentina”, el héroe de Tucumán y de Salta pronunciaba estas palabras  imprudentes con las que probablemente confirmó la terrible sentencia que había de fulminarlo después:

“Pero el gobierno se encuentra con un recurso de la expresada compañía, recibido por el último paquete, en que reclama a la provincia la cantidad de 52.520 libras esterlinas (262.600 pesos fuertes) por los gastos de aquella empresa. El engaño de aquellos extranjeros y la conducta escandalosa de un hombre público del país que prepara esta especulación, se enrola en ella, y es tildado de dividir su precio, nos causa un amargo pesar”.

Cuando en diciembre del año 28, vuelve del Brasil Lavalle con su división, los unitarios, entre ellos algunos de los hacendados de las onzas, ya habían acordado en secreto la eliminación de Dorrego. Pero los argumentos con que persuadieron a Lavalle fueron de índole más elevada y hasta filosófica. Hay cartas que lo prueban.

Muchos años más tarde, Don Juan María Gutiérrez, también unitario, pero no hombre de negocios, descubría y confesaba que Dorrego fue un patriota y que su sangre había manchado para siempre la historia de su partido.

 

El empréstito y el motín de diciembre

El motín de Lavalle, instrumento ciego en manos ocultas, fue costeado con los dineros del Banco Nacional. De su tesoro salieron también los 275.000 pesos con que, bajo el gobierno sedicioso de diciembre, se gratificó a los coroneles del ejército sublevado “teniendo  en vista –dice el decreto que lo ordena– la necesidad de ponerlos a cubierto de los sucesos venideros” (Registro Ofic. De 1829. Decreto citado por Groussac, “Estudios de Historia Argentina”, pág. 205).

 

Cómo ofreció Rosas las Malvinas

Rosas llega por segunda vez al gobierno en 1835. Las islas Malvinas nos han sido tomadas por Inglaterra años atrás. Los unitarios, enceguecidos por su odio de facciosos, se convierten en los auxiliares de las ambiciones extranjeras. Desde 1838 en adelante, la guerra, el bloqueo francés de dos años y la desconfianza en un país así anarquizado, arruinan la economía, el comercio, las finanzas nacionales y nuestro crédito exterior. Cuando la guerra va a concluir, Inglaterra y Francia la prolongan, como hemos visto, con sus agresiones, que luego sus gobiernos reconocen injustas. A las intimaciones de Mandeville, y los atropellos estudiados de Purvis, se suma la oposición de Falconet  en Buenos Aires.  Los acreedores ingleses, Baring Brothers y Cía. acuden embozadamente al cobro compulsivo de la deuda, cuya garantía es todo el territorio nacional. Ellos insinúan, según Saldías, la entrega, en pago, de las islas Malvinas, que son parte de ese territorio, criminalmente comprometido por los financistas unitarios.

Rosas hace frente a la situación y desbarata la maniobra. Su ministro Insiarte, en nota de febrero 17 de 1843, comunica a Falconet, que ha asumido oficialmente la iniciativa por medio de su ministro en Londres. ¿En qué consiste ella? Reconozca el gobierno inglés los derechos argentinos a las Malvinas y podrá entonces el gobierno responder con esa parte de nuestro territorio a los compromisos contraídos insensatamente por Rivadavia y del Carril. Es el doctor Pedro Agote quien así lo establece en términos claros: “Esta nota (la primera de Insiarte a Falconet ) abunda en consideraciones acerca de los derechos de la República a aquellas islas, y la confianza que tiene de que ellas sean reconocidas por el gobierno británico (pág. 18). La respuesta inglesa es dada indirectamente por el almirante Purvis. El 13 de abril “arresta” a la escuadra argentina y la extorsión prosigue escandalosamente a lo largo del año 43. 

“El ministro doctor Insiarte –dice luego el doctor Agote (pág. 18)– en nota de 20 de marzo de 1844 reitera el ofrecimiento de las islas Malvinas e insiste en la legitimidad de los derechos de la República al territorio de dichas islas, cuya cesión a los prestamistas ingleses era el medio más pronto y eficaz para cubrir la deuda”.

Pero, ¿podría Lord Aberdeen reconocer la usurpación de Inglaterra? Evidentemente, no. La condición previa impuesta por Rosas significaba en el orden de los principios una afirmación rotunda de los derechos argentinos y en la práctica era de realización imposible, porque proponía lo que los ingleses no podían aceptar. Ganó tiempo, entre tanto; paralizó los apremio de Falconet y le quitó al enemigo uno de los pretextos que utilizaba  para crearnos el conflicto deseado. Inglaterra no aceptó, desde luego, la proposición del ministro Insiarte, hecha por órgano de Moreno, y algún tiempo después, en alianza con los franceses y como supremo recurso de intimidación, cometieron sus marinos lo que se ha llamado “el robo de la escuadra argentina”; bloquearon nuestras costas, invadieron el país por el río Paraná e intentaron reducirnos por la fuerza.

Pero las Malvinas no fueron cedidas en derecho a los ingleses.

Entre tanto, Varela  y sus amigos de Montevideo gestionaban la desmembración de Entre Ríos y Corrientes y Sarmiento incitaba a los chilenos a que ocuparan el Estrecho de Magallanes con la doctrina de que “un territorio limítrofe pertenecerá a aquel de dos estados a quien su ocupación aproveche sin dañar ni menoscabar los intereses de otro”. Así, “en odio a Rosas, que era un accidente de la política argentina, se atacaba la integridad de la Nación…” (Pelliza, “La Dictadura de Rosas”). Hacia los mismos años, los emigrados en Santiago trabajaban por la incorporación  a Chile de las provincias de Cuyo.

Estos eran los patriotas, los nacionalistas auténticos…


V - CONCLUSION

Rosas, figura patricia, “de rasgos imperiales, clásicos en toda forma”, “recio, gubernamental, inclemente” en su “lucha abierta y ruidosa con nacionales y extranjeros para consolidar su poder en el centro de una gran capital histórica”  (Vicente F. López), “fue lo que el país quiso que fuese” (Zinny). Campeón del “honor nacional” (San Martín), resistió “gloriosamente a las pretensiones de una potencia europea” (Sarmiento), cuyas agresiones fueron “la más escandalosa violación del derecho de gentes” (Lamartine). “Sin arredrarse del poder de nuestros enemigos” (Necochea) , desde un gobierno  que “ fuere lo que fuere, es nacional” en “presencia de la Francia” (Lavalle), infringió al gobierno de esa Francia una “derrota diplomática” como “jamás hubo más completa en todos los puntos” (Thiers).

“Proclamó altamente su programa político, la reconstrucción del virreynato de Buenos Aires” (Salvador María del Carril), en cuya ejecución sus adversarios le combatieron, concitando contra él “todas las antipatías que el mismo objeto”  despertaba en su facción, aliada, “por un indigno espíritu de partido” (San Martín), “con todo elemento  europeo  que venga a prestarle su apoyo” (Sarmiento).

“Reincorporó la Nación” (Sarmiento) y creó en ella “el respeto a la autoridad” que antes de él no existía, “enseñando a obedecer a sus enemigos y a sus amigos” (Alberdi). “Grande y poderoso instrumento que realiza todo lo que el porvenir de la patria necesita” (Sarmiento), bajo su gobierno vivió Buenos Aires “en un pie de prosperidad admirable” (Herrera y Obes). Administrador pulcro de los dineros fiscales (Ramos Mejía), su “honradez administrativa” le ganó la confianza del “Comercio y el extranjero” (Terry) y la gratitud de los acreedores del país “por las seguridades de pago ofrecidas por el gobierno argentino” (Baring Brothers). Y “cumplió esta promesa (o seguridad) espontáneamente” (Pedro Agote).

“El temple de su voluntad, la firmeza de su genio, la energía de su inteligencia no son rasgos suyos, sino del pueblo que él refleja en su persona” (Alberdi), pueblo que lo acompañó siempre en sus empresas, oponiéndose activa o pasivamente a sus enemigos, cuyo ejército, ya en 1829 sintió el vacío a su alrededor y llegó, desde Buenos Aires, “a la ciudad de Córdoba, sin que una sola persona se hubiese puesto en inteligencia” con sus jefes (Paz). “Nunca hubo gobierno más popular, más deseado ni más sostenido por la opinión” (Sarmiento) que el suyo de 1835. La campaña “libertadora” de 1840 sólo encontró adictos a Rosas en el camino, “hordas de esclavos” (¡), “muy contentos con sus cadenas” (Lavalle).  En las vísperas de Caseros, los nuevos “libertadores” de la provincia de Buenos Aires, ante la “absoluta concurrencia de todos los habitantes de la campaña a las filas del tirano” (César Díaz), se quejaban “de que no habían encontrado en ella la menor cooperación, la más leve simpatía” (Urquiza), confesando “que el prestigio de su poder en 1852 era tan grande o mayor tal vez de lo que había sido diez años antes y que la sumisión y aun la confianza del pueblo en la superioridad de su genio no le habían abandonado jamás” (César Díaz).

Y este “perfecto hombre de Estado” (Brossard), que “conocía los secretos de los gabinetes europeos” hasta el punto de que “no había gobierno en Europa tan bien informado como el de Rosas ni tan ilustrado por sus agentes” (Thiers); este defensor de América, cuya energía probó “que la Europa es demasiado débil para conquistar a un estado americano que quiere sostener sus derechos” (Sarmiento) y a quien “debe la República Argentina en estos últimos años haber llenado de su nombre, de sus luchas y de la discusión de sus intereses, el mundo civilizado, y puéstola más en contacto con la Europa” (Sarmiento); este “hombre notable” que dio “a su país un nombre y un lugar tan permanente como no conseguirá pronto ninguna otra nación sudamericana” (The New York Sun); este “Formidable caudillo” (Martiniano Leguizamón), que “defendió a su país como pocos lo habían defendido” (Octavio Amadeo), “sosteniendo el honor y la integridad de su territorio” (Martiniano Leguizamón) y “los derechos de la Nación contra las miras extrañas”  (Ferre), “miras siniestras de los enviados de Francia y de Inglaterra” (Vicente López y Planes); este gobernante extraordinario, en fin, que “era la encarnación de la voluntad del pueblo” (Sarmiento) y que prestó al país “servicios muy altos”, “servicios cuya gloria nadie podrá arrebatarle” (Urquiza), fue, sin embargo, calumniado “a designio” (Sarmiento) por los enemigos que le reconocían cuanto he transcripto en estas páginas, y murió en la miseria, desterrado entre los ingleses, después de haberle sido confiscados sus bienes por una resolución de sus enemigos que “era un atentado” (Mitre) y en cuya virtud –se dijo en un decreto de 1853– “han sido disipados en parte, y aun quizá convertidos en provecho de los que ningún derecho han podido alegar a ellos” (Urquiza).

Hasta hoy las calumnias y las imposturas “a designio” han triunfado en la historia oficial, embaucando a las generaciones y volviendo contra la verdad aun a los hombres de buena fe, como el doctor Lavalle Cobo.  Por lealtad a maestros que no fueron leales con sus discípulos, las leyendas engañosas se siguen propalando a todos los vientos.  Nadie está exento de culpa, sin embargo, entre los que pregonan el error, porque las pruebas de la verdad aparecen a la vista y se conocen los documentos que demuestran cómo la historia ha sido falsificada deliberadamente. Dejemos a un lado a Sarmiento, que confesó más de una vez, con cinismo “genial”, sus propias supercherías y desfachateces, y a Alberdi, que mintió siempre, y se contradijo, por principio dialéctico. El criterio de la mistificación histórica erigida en sistema fue  definido por Salvador María del Carril, en carta a Lavalle, con más claridad y brillo literario que cualquiera de los otros conspiradores. Esa carta es una página que explica toda la historia escrita por los unitarios y sus discípulos. Hay que releerla siempre. Yo aconsejo su lectura al doctor Lavalle Cobo. Ella dice:

“Incrédulo como soy de la imparcialidad que se atribuye a la posteridad; persuadido como estoy de que esta gratuita atribución no es más que un consuelo engañoso de la inocencia, o una lisonja que se hace nuestro amor propio o nuestro miedo; cierto como estoy, por último, por el testimonio que me da la historia, de que la posteridad consagra y recibe las disposiciones del fuerte o del impostor que venció, sedujo y sobrevivió, y que enfoca los reclamos y protestas del débil que sucumbió y del hombre sincero que no fue creído, juro y protesto que no dejaría de hacer nada de útil por tan vanos temores. Si para llegar es necesario envolver la impostura  con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos, según dice Maquiavelo. Los hombres son generalmente gobernados por ilusiones, como las llamas de los indios por hilos colorados”.

He aquí el espíritu con que ha sido escrita la historia del país por los impostores que vencieron, sedujeron y sobrevivieron para mentir y embrollar, engañando a los vivos y a los muertos. Son muchos todavía los hombres de buena fe que se dejan gobernar, en sus juicios y opiniones, como las llamas de los indios, por arabescos retóricos. Pero no somos pocos los que, reaccionando contra el escepticismo corrosivo que destilan las palabras transcriptas, mantenemos viva nuestra fe en la virtud soberana de la verdad y en su triunfo final sobre las supercherías de una literatura cada día menos afortunada en sus tentativas maliciosas. Creemos también en la eficacia de nuestros esfuerzos y no tememos la contradicción que tenga del lado de los adversarios, a quienes quisiéramos ver más activos en la defensa de sus historias.

“Día llegará –pensamos como Don Juan Manuel en el destierro– en que, desapareciendo las sombras, solo queden las verdades, que no dejarán de conocerse, por más que quieran ocultarse entre el torrente oscuro de las injusticias”.

          Abril de 1939.