domingo, 17 de enero de 2021

La época de Rosas - Carlos Lumb

  Diario La Nación, 23 de octubre de 1923  

Habla un testigo de interesantes acontecimientos 

Don Carlos Lumb, que cumplirá mañana 95 años, cuenta sus recuerdos


 LA EPOCA DE ROZAS

Carlos Lumb y Rosas
Carlos Lumb


D. Carlos Lumb, que cumplirá mañana 95 años, ha sido testigo de grandes acontecimientos. Ha tenido vinculación directa e indirecta con personajes históricos. Oírlo conversar es revivir por un instante, no ya una época, no ya un suceso, sino épocas distintas y sucesos múltiples. Lo admirable es que a pesar de haber llegado a esa gran edad, conserva, con la plenitud de su inteligencia vivaz y la alegría serena de su espíritu, la memoria clara y prolija. Su aspecto mismo es el de un hombre como ya no se suele encontrar en la ciudad. Algo de ese pasado, que evoca con tan asombrosa precisión, se advierte en su airosa figura de anciano, un anciano caballero inglés en quien la sobria elegancia del traje, las líneas enérgicas del rostro y las patillas suavemente blancas recuerdan las viejas láminas de los libros familiares. Hijo de un comerciante británico establecido a comienzos del siglo XIX entre nosotros, nació en esta capital en 1828.

—Mi padre— nos decía D. Carlos Lumb— se vino a la Argentina en un tiempo muy difícil para Inglaterra. Tenía allí su casa de comercio. Los negocios no iban bien. Las guerras napoleónicas habían producido una crisis profunda y las huelgas se sucedían unas tras otras, debido a que la gente, acostumbrada a la incertidumbre y a las necesidades creadas por la situación, tardaba en recobrar sus hábitos normales. Ocurría entonces lo que ocurre ahora en Europa. Fué precisamente cuando llegó a Liverpool una Comisión argentina con el objeto de comprar armas para las luchas de la independencia y la acompañaba un oficial francés, el capitán Aymard, que se relacionó con la familia de mi padre y al contarles lo que era este país naciente de América y las perspectivas que ofrecía, se entusiasmó un tío abuelo mío y resolvió venirse y se vino, con mi padre, en un barco de vela, junto con el capitán Aymard. Mi padre, que era un muchacho, se arraigó rápidamente en la pequeña sociedad anglo-porteña de aquellos años en que Buenos Aires era lo que ya nadie puede imaginar, es decir, una villa colonial de población reducida y en la cual, sin embargo, se agitaban las fuertes y continuas pasiones propias de un país que se está creando en la confusión y en medio de terribles dificultades.

Mi padre se estableció con un saladero y se vinculó rápidamente al trabajo de la ciudad, a sus negocios que se realizaban en una forma absolutamente primitiva. Pero mis recuerdos personales datan de un tiempo muy posterior. He vuelto a asistir a la vida del Buenos Aires de mil mocedad al darse “La divisa punzó”, del Sr. Groussac. He conocido a los personajes que figuran en ese drama. Así eran y así vestían. Si los hechos son o no son tan exactos desde el punto de vista histórico eso no me ha interesado mucho. De lo que he podido darme cuenta es de la verdad con que está reflejado el ambiente en esa obra. Se vivía entonces en una honda y continua angustia. Todos dependían en su seguridad y en su tranquilidad, de lo que Rozas hacía o pensaba. Y no era fácil saber lo que Rozas pensaba y a menudo se ignoraba lo que hacía. Todos le temían y muy pocos se atrevían a hablarle con franqueza. El único justamente que se permitía hablarle con claridad era D. Juan Nepomuceno Terrero. Rozas lo consideraba y lo respetaba y lo prueba, además, la circunstancia de que don Juan Nepomuceno no usaba ni chaleco colorado ni cintillo en el sombrero. Y era un buen federal. Cuando yo volví de Europa me encontré, en los alrededores del año 44, con la situación peor y más grave del período de la tiranía. Me habían mandado a estudiar a Inglaterra. Me embarcaron en un buque de vela —tenía entonces unos ocho años— y esto constituyó en mi caso un suceso dramático. Mi madre se pasó llorando la noche de la víspera y al día siguiente me llevaron al puerto. Yo estaba desconsolado. Lloraba en el camino hacia el embarcadero y los chicos del barrio me compadecían. Una muchacha de nuestra amistad, para consolarme me dijo algunas palabras tranquilizadoras y me puso un caramelo en la boca. Vean ustedes lo que son las casualidades: con ella me casé diez y seis años después. La casualidad ha sido la ley que presidió toda mi existencia. Por casualidad he visto cosas extraordinarias y por casualidad he conocido personas ilustres del país y del extranjero. Me fui, pues, a Inglaterra en un buque de vela. A poco andar me pusieron un traje de lona y caminaba corriendo en la cubierta como si hubiera nacido a bordo. Me trepaba por el cordaje como un grumete. Llegué por fin y me internaron en el Colegio de Grimston Lodge de York, donde me inicié en los estudios que consistían en el conocimiento profundo de los conocimientos indispensables en el latín y en historia sagrada. Para los chicos ya era el “muchacho americano”, el “boy” que hablaba español y este hecho debía ponerme pronto en contacto con un personaje célebre. Un día efectivamente, me vistieron con mis ropas más nuevas, me peinaron con aguas finas, me alisaron cuidadosamente y me condujeron a la residencia de lord Howden. Lord Howden tenía ya un alto prestigio político y militar y al saber mis condiscípulos adonde me llevaban me suplicaron que solicitara un día de asueto para la escuela. Lord Howden quería hablar español conmigo. Hablaba muy bien nuestro idioma aunque se ha dicho lo contrario. Me sentó en sus rodillas y conversó paternalmente con el “boy” americano. Lord Howden que era de una distinción suprema y de una elegancia extremada me preguntó si quería pedirle algo.

—Sí, señor— le contesté; —los muchachos del colegio me encargaron que le suplicara un día de asueto.

Lord Howden me condujo al colegio y solicitó al pastor que dirigía el establecimiento que nos diera libertad. Mis condiscípulos me llevaron en andas. Pero no disfruté mucho de la popularidad porque una epidemia de escarlatina dispersó a los chicos y así me incorporé yo a un instituto de la Universidad de Liverpool e hice mi viaje por aquella Inglaterra que apenas tenía tres ferrocarriles, que limpiaban sus altas chimeneas con gruesos escobillones y que se alumbraba con candiles y velas. Volví a Buenos Aires hecho mozo. La situación era en extremo grave. El bloqueo persistía en todo su vigor y eso daba precisamente fuerza a Rozas ante la opinión. Representaba el sentimiento nacional en el orden exterior y cualquiera que fuese su política interna se veía en su actitud la defensa del decoro del país, como lo explica el regalo de la espada de San Martín. Los aliados habían ordenado el embarque de los ingleses. Me acuerdo que al regresar a Buenos Aires fuí con mi padre a visitar al ministro de Inglaterra. Mi padre le llamó la atención sobre el error que importaba el bloqueo y le aseguró, además, que ningún inglés abandonaría el país. Y así sucedió. La colonia inglesa era muy considerada. Rozas le había dado su palabra de que nadie la molestara. Y nadie la molestó. El canónigo irlandés a quien acudían todos los miembros de la colectividad, trabajó en este sentido con su ascendiente y con su autoridad. Sólo dos irlandeses se fueron y tuvieron un fin desventurado. Murieron en la miseria. Los ingleses se quedaron y el bloqueo continuó. Un día llegó a Buenos Aires lord Howden. Mi padre le dió una recepción. Me acuerdo de su aparición en la sala. Estaba magnífico; cubierto de condecoraciones y de medallas, hizo una larga y honda reverencia. Me reconoció y conversamos en español. Algunos días después apareció en nuestra casa. Era más de media noche, Nos dijo a mi padre y a mí:

—Me voy a Montevideo mañana. Voy a levantar el bloqueo.

En aquel tiempo —continuó diciéndonos D. Carlos Lumb— se vivía una vida monótona. Celebrábamos tertulias hasta las once de la noche, alumbrados por quinqués y velas de sebo que en verano se juntaban a cada rato y la negra tenía que enderezarlas y despabilarlas constantemente. Nosotros vestíamos en las tertulias y en los bailes, chaquetas y pantalones blancos sujetos a los zapatos con presillas de cuero. Las damas vestían trajes de clarín. Entonces, mi señor, los vestidos no arruinaban a las familias. Rozas vestía, como se le presenta en “La divisa punzó”. Una sola vez se puso frac y fué para recibir a lord Howden. El verdadero retrato de Rozas es, a mi juicio, el que le hizo el miniaturista Harvey, siendo presentado al dictador por el ministro Parish y por intermedio de Manuelita.

Yo vi la entrada del Ejército Libertador y me acuerdo, como sí fuera hoy, cómo los negros nos pedían que gestionáramos su libertad. He visto el saqueo que D. Justo José no tardó en reprimir. Hablé con él en el cuartel para pedirle la libertad de un negro que había servido en mi casa toda su vida. Volví a ver a Rozas en Southampton. Le llevaba yo diez mil onzas por encargo de don Felipe Vera, que era amigo del dictador. En esa ocasión conversé largamente con Manuelita, que era, sin duda, una gran dama. Al conocer la causa de mi visita se conmovió profundamente. Mientras estábamos conversando entró D. Juan Manuel. Don Juan Manuel hablaba en tono solemne, en tono de nota oficial, como era su costumbre. Se sentía satisfecho con la conducta que observaba con él el Gobierno inglés. Debo decirle que no aceptó el dinero de D. Felipe Vera. Hizo una defensa de su honradez y al referirse cómo había manejado los dineros públicos, aludió a una suma que carecía de comprobantes: la había invertido para conseguir la copia de las instrucciones que traía el comandante de la flota bloqueadora.

—¡La gente que he conocido por intervención de la casualidad!— exclama bruscamente el Sr. Lumb. He conocido al almirante Brown, he conocido al General O'Brien, de quien fuí amigo. O'Brien había ingresado a la casa de comercio de Dickson. Era dependiente. El señor Dickson dió una vez una comida al general San Martín y al presentarse O'Brien, exclamó el Libertador:

—¡Qué hermoso tipo de soldado!

Dickson le contestó:

—Lléveselo, señor, pues lo que es pará comerciante no sirve.

Así comenzó su carrera militar. ¿Creerán ustedes, que he conocido al Dr. Lepper? Pero ustedes no saben quién era Lepper. El Dr. Lepper, era médico de Napoleón cuando éste estuvo prisionero a bordo de un barco de guerra inglés. Se estableció aquí y mi padre fué su albacea. Fuimos muy amigos y he leído documentos suyos interesantísimos, entre ellos una carta en inglés del emperador. Fuí, señor mío, amigo de hombres ilustres. Fuí amigo del General Mitre, de D. Vicente Fidel, de Sarmiento. Siendo D. Domingo Faustino Presidente de la República se construyó por empeño de Vélez, el Ferrocarril Este Argentino de Concordia a Monte Caseros. Yo era presidente del Directorio e invité al señor Sarmiento a la inauguración. Era un ferrocarril estratégico. En Concordia hice el programa del acto, que comenzaba con una salva de 21 cañonazos. D. Domingo tomó el papel y corrigió “Dos salvas”, agregando:

—Para cualquier cosa bastan 21 cañonazos. Para un ferrocarril, en un país americano, debe celebrarse con una salva doble.

Hicimos en Concordia un paseo en lancha y no pudimos regresar. El río estaba picado. Tuvimos que hospedarnos de noche en el campamento de terrapleneros. Entretanto en Concordia circuló el rumor de que habían secuestrado al presidente. Se acuartelaron las fuerzas y la gente se alarmó. Por fortuna, se mandó una locomotora de exploración, que vimos llegar a media noche, como tanteando en las tinieblas y así regresamos. Sarmiento decía que a mi padre habría que levantarle una estatua por el lema que repetía siempre: lo que necesita la Argentina es paz y agua. ¿Cuántos años han pasado desde entonces?. Ya tengo 95 años y el 24 de este mes, al cumplirlos, no sé qué excusa invocaré ante mis hijos y mis amigos. Es verdad que yo no conozco la vejez. Lo que tengo es una vida prolongada. Me encuentro en la situación del piloto que ha recorrido su ruta, ha anotado en su mapa los puntos del itinerario y al acercarse al final ve ya el fin de su viaje, la vecindad de la última costa. Así he vivido yo, con la fe tranquila del creyente y podría terminar con las palabras del cardenal Wolsey en el “Enrique VIII”, pues si mi Shakespeare. Como sé mi Homero traducido del inglés, que aprendí en la Universidad de Liverpool hace más de ochenta años. Y D. Carlos Lumb, sonriendo, recitó la despedida de Héctor y Andrómaca.

Carlos Lumb