REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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Por Roberto de Laferrère
Rosas. Carlos Morel y Fernando García del Molino |
II - LAS
INTERVENCIONES ANGLO-FRANCESAS EN EL RÍO DE LA PLATA
En su artículo de “
Afirmaciones de esta especie, ¿serán también de las
que, según el doctor Lavalle Cobo, deben repetirse con “lento silabeo”, como
para que penetren en todos los espíritus, “escandirlas como un verso
armonioso”?
La
intervención francesa de 1838
Los historiadores argentinos han tomado posiciones
contrarias al considerar la intervención armada de los franceses en el Río de
Pero en el campo del antirrosismo, han primado también
puntos de vista que se contradicen y se excluyen parcialmente entre sí. Algunos
escritores, los más puntillosos, asumen una postura patriótica frente a los
agresores extranjeros, al tiempo que justifican a sus aliados. Son los que
pretenden desdoblar a su antojo la realidad, para quedar bien con Dios y con el diablo. Pero la guerra que llevaba
Rosas y soportaba el país entero –con excepción de los que desertaron porque
el bloqueo no les permitía comerciar– era una sola guerra, contra los franceses
y los unitarios, simultáneamente. Dar la razón a Rosas contra los franceses y a
los unitarios contra Rosas es quitar lo mismo que se da, afirmar y negar una misma
cosa, defender y atacar una misma causa, destruir, en suma, el principio de
identidad que preside el razonamiento en los cerebros no desequilibrados. Es el
desvarío mental fundando una doctrina histórica.
Otros historiadores y, sobre todo, novelistas han
sostenido la legitimidad del bloqueo francés. La guerra con Francia es, para
estos señores, un episodio de la lucha entre la civilización y la barbarie,
entre
El
planteamiento del doctor Lavalle Cobo
El doctor Lavalle Cobo plantea la situación creada al país por la
intervención de los franceses, en
términos de una sencillez extraordinaria. No cree, por lo pronto, que la
intervención armada significase un peligro para el país, y dice: “El conflicto
es harto conocido, pero es menester recordarlo para dilucidar acerca de los
móviles que determinaron a Francia a obrar y compenetrarse de los fines que
perseguía. Los súbditos franceses eran obligados a prestar servicio militar;
Bacle es atormentado (11); Lavié es condenado sin substanciarse juicio
en forma alguna (12), Roger, cónsul de Francia,
reclama y no es atendido. El cónsul pide sus pasaportes y se retira. El
Contraalmirante Leblanc, jefe de la escuadra, renueva la reclamación de Roger,
y no siendo satisfecho, bloquea a Buenos Aires, con propósitos de conquista se
ha dicho”.
Al llegar aquí, el doctor Lavalle Cobo se sale del campo de batalla o
circunscribe la cuestión a averiguar –por medio de deducciones– si hubo o no
hubo propósitos de conquista inmediata en el gobierno de Luis Felipe. Los busca
en las expresiones escritas y, naturalmente, no los encuentra. Luego –concluye–
no existieron. Se diría que eso es lo único que está en discusión desde hace
100 años: las intenciones recónditas de Luis Felipe y de sus ministros. El
hecho mismo, la agresión, y sus consecuencias conocidas, no interesan al doctor
Lavalle Cobo, aunque haya todavía quienes pongan el grito en el cielo porque
las subvenciones a
La verdad es que el bloqueo francés de 1838 era, en sí mismo, una tentativa clara de dominación. Se pretendía
suprimir las leyes del país por
resolución del “Roi bonhomme”, Luis Felipe el Pacífico, y obtener a cañonazos
un tratado de privilegio que hasta los ingleses, tan ligeros de manos, habían
obtenido por acuerdo entre las partes, como todo tratado entre gente
civilizada.
La intervención de
Leblanc en el Río de
Para probar la injusticia de la agresión de los franceses, la
legitimidad de la defensa de Rosas y la desgraciada inconducta de los unitarios, basta con demostrar tres
cosas que rara vez se muestran claramente en nuestras polémicas históricas:
1°. Que la legislación
nacional y la provincial de Buenos Aires habían establecido con carácter obligatorio el
alistamiento de los extranjeros en las milicias cívicas;
2°. Que, al rechazar
las reclamaciones del vicecónsul Roger y del Almirante Leblanc, porque no
investían representación diplomática, el gobierno de Rosas no improvisó una
actitud, sino que se ajustó estrictamente a los principios del derecho de
gentes;
3°. Que esos principios eran los mismos que antes de él, siempre a un
almirante también francés, en circunstancias iguales, con las mismas razones y
los mismos términos, había sostenido Bernardino Rivadavia, como ministro de
Martín Rodríguez, en 1821,22 y 23, y el llamado gobierno de Lavalle, en 1829.
Esto es lo que nos han
ocultado los historiadores unitarios, con evidente mala fe.
El alistamiento de los
extranjeros en las milicias.
El artículo del doctor Lavalle Cobo deja entender que Rosas obligaba a
los franceses por capricho a prestar servicio militar. Pero este servicio de
los extranjeros –no de los franceses, únicamente– era una imposición legal que
venía repitiéndose, en los diferentes estatutos, leyes y decretos, desde los
primeros años que siguieron a
El Estatuto Provisorio de 1815, dictado por
"Todo habitante del
Estado, nacido en América; todo extranjero
con domicilio de más de cuatro años, todo español europeo con carta de
ciudadano y todo africano y pardo libre, son soldados cívicos, excepto los que
se hallan incorporados en las tropas de
línea”. (Sección VI, Capítulo III, Artículo 1°.).
“Bajo estas condiciones estarán todos prontos a defenderla desde la
edad de quince años hasta la de sesenta, si tienen robustez, etc.”(Sección VI, Capítulo III, Artículo 3°.).
Estos principios no podían ser cuestionados por los extranjeros. Si uno
de los atributos esenciales de la soberanía de un Estado es el de la
legislación propia, sólo nosotros podíamos aceptarlos o rechazarlos. El país
los aceptó, con el Estatuto, y, desde entonces rigieron en la práctica, siendo
de advertir que, cuando el Deán Funes proyectó, la reforma de aquella ley constitucional,
los dejó subsistentes, cuidándose tan sólo de hacer su reglamentación más
precisa en lo que el Estatuto prescribía para las convocatorias. Los
extranjeros se sometían voluntariamente a ellos, al fijar su residencia en el
país, del que podían alejarse a su antojo y, sólo por deslealtad, los que
permanecían aquí desconocían la legislación en ese aspecto de la carga militar
después de haber aceptado las ventajas que en otros se les concedía,
igualándolos a los nativos.
En 1819, El Director Pueyrredón estableció por decreto excepciones a favor de los extranjeros que se
inscribieran en sus respectivos consulados, pero manteniendo las disposiciones
del Estatuto Provisorio para los demás, quienes serían considerados como
nacionales con la obligación de tomar las armas en defensa de las instituciones
y de la libertad del país. Siempre, pues, eran las autoridades argentinas las
que decidían en cuáles casos prestarían o no el servicio militar los residentes
extranjeros, con sujeción a las cartas nacionales.
En 1821,
Por ella (13)
En 1823,
En 1829, el gobierno usurpador creado por la dictadura militar del
General Lavalle en Buenos Aires, se acogió a las prescripciones de las leyes
sobre milicias, pero no fue obedecidos por los extranjeros, desinteresados de
la guerra civil que se iniciaba. En cualquier caso, con facultades o sin ellas,
ese hecho significa el reconocimiento por los unitarios de que las
prescripciones legales antes citadas regían y debían aplicarse. Un decreto del
28 de abril de ese año, dice en sus fundamentos que “a pesar de las órdenes
terminantes por las cuales ha obligado la autoridad a los extranjeros
residentes en
Esta tentativa de aplicar la ley fuera de sus propósitos por hombres
que no representaban la autoridad legítima fue lo que provocó la intervención
del Vizconde Venancourt, ante el cual cedió el titulado gobierno de los
unitarios, en forma muy poco airosa, por cierto. Como que el artículo 2° del
convenio celebrado entre Venancourt y Juan Andrés Gelly en representación de
los sediciosos, establece “que el gobierno no obligaría por la fuerza a los
individuos franceses residentes en esta capital a hacer un servicio militar,
dejando a los que se hallan hoy enrolados
en los cuerpos de milicias en plena libertad para abandonar el
servicio”. El gobierno que se decía legítimo aceptaba de este modo la voluntad
decisiva de un extraño en los negocios internos del país. La actitud de Rosas
frente al mismo Venancourt, como representante del verdadero gobierno
constituido, fue absolutamente distinta, según veremos después.
Rivadavia y las reclamaciones
de los almirantes extranjeros
En 1838, el gobierno de Rosas no se negó en principio a considerar la
posibilidad de crearles a los franceses un régimen de excepción, dentro de la
legalidad, análogo al obtenido por Inglaterra para sus súbditos por el tratado
de 1824. En este punto también induce a error el artículo a que contestamos.
Pero Rosas negó, sí, a Roger, primero, y al Almirante Leblanc, después,
representación suficiente para tratar de potencia a potencia cuestiones de
Estado con el gobierno de
Y no era la primera vez que los gobiernos extranjeros pretendían
aplicarnos, por medio de sus almirantes, un código distinto del que regía entre
los países civilizados: ni la primera tampoco que los gobernantes reaccionaban
frente a ellos con altivez y con energía.
Apenas sancionada la ley del 21, se había presentado en el puerto de Buenos Aires la embarcación de guerra “Slancy”, cuyo comandante, con fecha 15 de abril de ese año –la ley es del día 10– elevó una nota al gobierno de Martín Rodríguez, reclamando por el alistamiento en las milicias que se exigía a los súbditos ingleses. Era entonces Ministro de Relaciones Exteriores Juan Manuel de Luca. Su respuesta, fechada el 17 del mismo mes, puede resumirse así:
1°. Expresa la voluntad del gobierno
de que la ley se aplique a los extranjeros sin distinción de nacionalidades.
2°. Declara que “no
puede dudarse de su exacta conformidad con todos los principios del derecho
público adoptado universalmente por las naciones cultas”.
3°. Deja en libertad a
los residentes descontentos de “llevar adelante su proyecto de dejar el país
antes de sujetarse a las reglas que establece el gobierno bajo cuya protección
viven”.
4°. Manifiesta el
deseo del gobernador de que “el expresado comandante previamente a cualquier
otra reclamación oficial que crea de su deber entablar ante la autoridad de
este País acredite que, la que tiene de S.M.B. le autoriza bastantemente para
aparecer con el carácter público que toma en el presente negocio o en los que
puedan ofrecerse en delante de la misma naturaleza con relación al Gobierno de que depende.”
Pero el almirante
inglés insistió en dos notas fechadas ambas el 2 de mayo, lo que provocó una
nueva réplica del ministro de Luca en que le manifiesta su sorpresa de que
"no haya acreditado como se le exigió... hallarse competentemente
autorizado por su gobierno para reclamar o representar en términos oficiales
sobre asuntos en que puedan versarse intereses de ambas naciones”, y, no
obstante lo cual, “insista en aparecer con un carácter público que no tiene”, y
le dice, en consecuencia, que “se excuse de representarle en otros asuntos que
no sean los que le pertenezcan como oficial de la marina británica, o como
comandante de uno de sus buques…”
En 1822, se presentó
otro almirante, esta vez francés, y siendo Ministro de Relaciones Exteriores
Bernardino Rivadavia. También reclamaba, pero no por la ley de alistamiento,
sino por una cuestión sobre Corso, que se regía por un decreto de gobierno. Era
el barón Roussin y tampoco acreditaba carácter diplomático, que es lo que hace
a nuestro asunto. Rivadavia, en su respuesta de 4 de febrero, le dice
rotundamente “que no podrá jamás acordarles (a los “Oficiales de
En 1823, se presenta
otro comodoro inglés reclamando por un suceso relativo a un bergantín. El
suceso no interesa. Los términos de la reclamación tampoco. Pero en su
respuesta al comodoro, el ministro Rivadavia sostiene una vez más la doctrina
de De Luca, que luego defenderá Rosas. Dice en su nota de 15 de febrero de 1823
que acompaña a la copia de la comunicación de Roussin: “por ella el Sor.
Comodoro de las fuerzas de S.M.B. advertirá tanto la resolución que el Gobierno
de Buenos Aires tiene adoptada, como los principios que le conducen a negarse a
reconocer su autoridad para tales reclamos, ni para ninguna otra operación
diplomática, a individuos con fuerza armada, y sin hallarse revestidos, según
la forma generalmente admitida, con un carácter legítimo; y no extrañará por
consecuencia que transmita a su conocimiento el que en adelante el Gobierno de
Buenos Aires tampoco admitirá solicitud alguna en negocios que correspondan a
individuos de
Sería redundante
insistir en nuevas transcripciones. Pero hay más notas del ministro Rivadavia,
abundando en las mismas consideraciones para no reconocer carácter público en
los militares extranjeros que no lo acreditasen “bastantemente”. Son notas del
29 de enero de 1822, al comandante de las fuerzas marítimas de S.M.Ca. en el
Brasil; en febrero del mismo año al Barón de
Pero no sólo el gobierno unitario de Martín Rodríguez, con sus dos
ministros sucesivos de Relaciones Exteriores, De Luca y Rivadavia, habían
sostenido antes de Rosas el principio de no reconocer carácter diplomático en
quienes no lo acreditasen formalmente.
El “gobierno
provisorio” del general Lavalle en 1829 asumió idéntica actitud ante las
reclamaciones del cónsul Mendeville, a quien apoyaba la escuadra de Venancourt,
cuando el gobernador delegado Brown aplicó las leyes sobre alistamiento en las
milicias, reorganizando el “Batallón de Amigos del Orden”, al mando de Ramón
Larrea.
El cónsul francés, en su nota del 14 de abril, alegaba que el dicho gobierno de Lavalle pretendía embanderar a los extranjeros en la guerra civil: “…se ha hecho tomar a este cuerpo (el de Los Amigos del Orden) una apariencia enteramente de partido: es notorio que se han oído salir de entre sus filas los gritos de ¡vivan los unitarios, mueran los federales! El comandante del batallón no ha podido negarlo; y se ha limitado a asegurar que estos gritos no habían salido de las filas francesas, sino de las compañías italianas. ¿Y que importa de donde haya salido el grito, si los jefes comprometen a la masa entera?” “Es evidente –agregaba– que se ha tratado de comprometer a los franceses, llevándolos por grados a empeñarse en una lucha civil, en que el solo papel conveniente a los franceses es la más perfecta neutralidad”.
Indudablemente, los hechos habían ocurrido como los relataba el cónsul
francés, pero ¿tenía facultades este cónsul, en su calidad de tal, para
plantear cuestiones de esa naturaleza? El “gobierno” de Lavalle, usurpador y
todo, proclamó su respeto por los principios antes sostenidos por Rivadavia y
que 1838 sostendría el ministro de Rosas. Negó rotundamente al cónsul
Mendeville que tuviera aquellas facultades. “Entonces el infrascripto –le dice
el 15 de abril, Díaz Vélez, secretario general del gobierno de hecho, aludiendo
a una conferencia verbal anterior– se vio en la necesidad de advertir al señor
de Mendeville que el carácter que investía de Cónsul General, no le daba
derecho a presentarse como un representante del gobierno francés, haciendo reclamaciones
oficiales y diplomáticas…” Y esto que le había advertido en la conferencia y
ahora le recordaba, era otra vez lo que según “órdenes expresas” del gobierno,
debía “declarar fundamentalmente” así:
“1°. Que el gobierno no reconoce en el señor Mendeville más carácter
que el de un cónsul general, sin facultades para hacer reclamaciones
diplomáticas y, mucho menos, protestas contrarias a los respetos de la
autoridad;
“2°. Que los súbditos de S. M. Cma. que gozan de la protección de las
leyes del país, están sujetos, sin reserva, a las obligaciones que ellas
imponen, mientras residen en el territorio de las provincias”.
Concluye, pues, haciéndole saber que el Gobierno está “resuelto a
emplear todos los medios con que cuenta, para hacer respetar sus resoluciones”.
Naturalmente, el gobierno no contaba con medio alguno, porque ni siquiera era
gobierno legal; y, después del golpe de mano dado por Venancourt, cedió todos
los derechos que reclamaba, en el convenio firmado por Juan Andrés Gelly a bordo
del bergantín de guerra “General Rondeau”.
Tal debilidad era propia de los “hombres de los principios”, quienes
siempre sacrificaron éstos a sus conveniencias circunstanciales, después de
proclamarlos enfáticamente.
Ahora bien, en 1838, bajo el gobierno legal de Rosas, fue primero un cónsul de Francia, quien, sin credenciales de sus autoridades que lo invistieran de carácter diplomático, promovió una cuestión de Estado que sólo por un representante “ad-hoc” del rey de los franceses podía ser planteada formalmente. El ministro Arana fue tan claro como De Luca, Rivadavia o Díaz Vélez: el gobernador –dijo al cónsul– “no puede reconocer la misión o la investidura especial que el Señor Cónsul, encargado del Consulado General de Francia en Buenos Aires, dice haber recibido de S.M. sin presentar otro título que su palabra”.
Luis Felipe de Francia |
El almirante concluyó declarando el bloqueo de nuestras costas e inició
contra el país la guerra de hecho, tomando poco después, a sangre y fuego, la
isla de Martín García. ¿Y los patriotas unitarios? En desacuerdo ahora con el
alistamiento de extranjeros en las milicias argentinas, que aceptaron y
aprovecharon en 1829, se alistaron ellos
mismos con las milicias extranjeras.
El triunfo de Rosas
La celebración del tratado Mackau-Arana en 1840, que puso término al
primer conflicto internacional, significó el reconocimiento por Francia de la
existencia de un gobierno regular en
Ese fue el peligro que vio Rosas y que conjuró, en su primer amago. La
exigencia de su gobierno de tratar con diplomáticos y no con simples militares
fue acatada, y el almirante Mackau vino al Río de
Así triunfó de Francia
el país con el tratado Mackau-Arana.
La agresión anglo-francesa
del año 45
Pero Francia no desistiría de sus planes en el Río de
Ya en 1842 dió prueba clara de su hostilidad hacia nosotros,
pretendiendo derivar de aquel documento la consecuencia imprevista de que los
hijos de franceses nacidos en
Bacle, Lavié, Despouy, la ley de milicias, habían sido pretextos de un
momento y, al desaparecer como tales, serían sustituidos por otros igualmente
deleznables. Así se renovaban los “agravios imaginarios”, que, según la
expresión de Lord Strangford en
Pero los que asumieron la tarea de buscar los pretextos y señalar las
oportunidades de la agresión, fueron los emigrados argentinos del partido
unitario, reducido a escombros en virtud de sus propios extravíos: Florencio
Varela, en primer término, que se trasladaba a París y a Londres para negociar
con Guizot y lord Aberdeen la intervención conjunta de ambos países contra el
nuestro: el mismo género de intervención que, después de Caseros, gestionaría
Alberdi para someter Buenos Aires al general Urquiza. Era una escuela.
“Tengo para mí –escribía el
oriental Magariños a Varela, en 1843– que usted ha de conseguir una de dos: o
que se dispongan (Aberdeen y Guizot) a dar la paz a estos países,
emancipándolos de personas, y haciendo que recobren su vigor las leyes, etc., o
que terminantemente nos desengañen de las miras que llevan y no nos embromen
con su plan general”.
Existía, pues, un plan general, en 1843, común a Francia y a
Inglaterra, y sólo trabado en su ejecución, seguramente, por los celos con que
una y otra potencia se contemplaban en el Río de
A fines de 1842, la
guerra llegaba a su término en el Río de
Rosas no cedió. Poco después, Oribe invadía
Así se salva a Montevideo. Parado el golpe, reabastecida la ciudad y
rearmados sus defensores desde los barcos, Mandeville desautoriza a Purvis y
éste retira su nota al almirante argentino, pero, al establecerse el bloqueo de
Montevideo por nuestra escuadra, Purvis lo desconoce por sí, en términos que
también significan expresamente el desconocimiento del país como Estado
soberano. “Pues –dice– había antecedentes de actos sancionados por el gobierno
de S.M. estableciendo el principio de no reconocer a los nuevos países de Sud
América como potencias marítimas autorizadas para el ejercicio de tan
importante y alto derecho como el del bloqueo…principio especialmente aplicable
a
En abril del 43, Purvis “arrestó” a la escuadra argentina. Era ya la
afrenta de hecho, ante la cual nada podía hacer el gobierno de
En 1845, Urquiza, general de Rosas, destroza a Rivera en India Muerta.
Otra vez aparece próximo el fin. En esa época sólo 400 uruguayos militan en la
defensa de Montevideo, a cargo principalmente de soldados extranjeros:
franceses, ingleses, italianos de Garibaldi y aventureros de todo el mundo. La
gente del país está con Oribe, en cuyo ejército se hallan alistados, en cierto
momento, 10.000 orientales.
Entonces llegan a Buenos Aires, de Londres y de París, Ouseley y
Deffaudis, en misiones especiales y, previa una rápida negociación que fracasa
en virtud de su propia intransigencia, exigen nuevamente la conclusión de la
guerra, niegan la soberanía argentina, al desconocer el bloqueo y nuestros
derechos de beligerante, ordenan el “robo” de nuestra escuadra, cuyos barcos
son incorporados a las fuerzas agresoras, y declaran bloqueadas, a partir del
30 de septiembre, “todos los puertos y costas de la provincia de Buenos Aires”.
Así se anula el éxito militar de India Muerta, como antes el de Arroyo Grande.
Los unitarios, entre tanto, han tramado en Europa la desmembración de
Corrientes y Entre Ríos, para constituir con estas provincias un Estado
independiente. De ese modo, buscan asegurar al extranjero el dominio de
nuestros ríos interiores, lo cual significaría en los hechos el dominio
político y económico, a disputarse después entre Francia e Inglaterra.
Pero Rosas no cede
tampoco esta vez, ¡el impostor! Resiste y combate. En el puerto de Buenos Aires
se reúnen un día 30 buques de guerra extranjeros: 10 ingleses, 10 franceses, 8
brasileños y otros. Es evidente que ahora lo que se busca es un pretexto para
desembarcar en nuestra ciudad, sólo defendida, tal vez, por los recíprocos
celos de los agresores, que buscan lo mismo y no han acordado un plan ulterior.
Los franceses tirotean una balandra cerca de
Entonces cede Inglaterra. Rosas le ha demostrado, una vez más, que la
violencia no es método eficaz para dominar a nuestro país. ¿Qué hace, pues,
Lord Aberdeen? ¡Desautoriza al Almirante Inglefield y lo sustituye con el
comodoro Herbert! Se ha extralimitado
aquél… No se discute la soberanía de los ríos… Cuando Moreno, nuestro ministro
en Londres, va a pedir sus pasaportes, Lord Aberdeen lo detiene: cesará la
intervención. Palmerston y John Russel
defienden en
La historia es larga, interminable y hay que abreviar. Las misiones de
Lord Howden y el conde Walesky, que vienen después, como la de Gore y Gros,
fracasan igualmente en sus tentativas de imposición, renovadas por el anuncio
de la defección de Urquiza, que había sido confidencialmente transmitido a los
gabinetes europeos. Pero siempre la energía de Rosas, en su resistencia sin
concesiones, es lo que salva a la nación de caer bajo la garra de la
rapiña. La empresa de forzarle a
reconocer a Europa el derecho de mandar en el Río de
Un día Lord Howden ordena el levantamiento del bloqueo por los barcos
ingleses y un año después, a fines del 49, la convención Southern-Arana pone
término a la intromisión inglesa en el Plata, dando la razón a Rosas con el
reconocimiento pleno de la soberanía nacional, la devolución de los barcos
robados, la evacuación de Martín García y el desagravio a la bandera argentina,
saludada con 21 cañonazos que dispara en el puerto de Buenos Aires la escuadra
de Inglaterra. Los franceses quedan solos en balizas, hasta que, en 1850,
aceptan igual solución. El mismo reconocimiento, el mismo desagravio, la misma
derrota. Y se van a conquistar
Esos son los triunfos finales del país y de Rosas: rotundos,
magníficos, indiscutibles, más brillantes, aun, que el de 1840. Será necesario
que caiga Rosas para que sus enemigos internos, como precio de su victoria,
obtenida mediante la ayuda extraña en la batalla de Caseros, entreguen después
los ríos argentinos al dominio internacional, con las consecuencias previsibles
que se prolongan hasta hoy.
Por todo esto creemos en el nacionalismo del general Rosas, cuya figura
asume en la historia un sentido simbólico. Los antiguos hubieran creado con
ella un mito maravilloso. Es la encarnación viva del alma nacional con sus
defectos y sus virtudes, en una lucha titánica para existir por sí misma en el
mundo. Sus defectos se fueron con él, con la materia perecedera. De sus
virtudes ha quedado la obra: la construcción de la nacionalidad. En el estudio
desapasionado de su acción, que abarca más de 30 años de nuestras guerras,
nadie podrá negarle con verdad estas dos realizaciones fundamentales, cuya
comprobación, sí, nos apasiona:
En el orden interno: la construcción de la unidad nacional, como lo
reconocía Alberdi.
En el orden exterior:
la consolidación de la independencia nacional, como lo reconocía Sarmiento.
(11) La cárcel fue un tormento para Bacle, como para cualquier otro prisionero. En cuanto a su delito, que parece negarse, véase lo que dice de él y su confesión Mariano Pelliza, escritor antirrosista:
“Gozando Bacle de la
íntima confianza del gobierno (del gobierno de Rosas, naturalmente) y habiendo
manifestado hallarse enfermo de gravedad, obtuvo licencia para retirarse al
interior y atender a su salud; pero Rosas tuvo aviso de que se había dirigido a
la frontera de Bolivia (de Bolivia en guerra con
Era un espía, un traidor.
“Convicto de su crimen,
fue condenado a residir en la provincia de Santa Fe y allí se encontraba cuando
el Vicecónsul de Francia, señor Aimé Roger, entabló reclamo, considerando a
Bacle súbdito francés”. (Mariano Pelliza, “
(12) Leemos en el “Manual de
Historia Argentina”, de Don Vicente Fidel López:
“Un cierto Lavié,
almacenero y proveedor residente en Dolores, había incurrido en raterías y
adulteraciones en calidad y cantidad de los efectos que debía suministrar a un
cantón militar de aquella frontera. Rosas lo metió en la cárcel, y de ahí lo
metió en un regimiento de línea. Otros dos o tres franceses de muy buena fama
también, vagos y explotadores de los vecindarios de la campaña, habían sido
condenados a la misma pena. Don Pedro Gascogne había comprado en Chascomús un
terreno con escrituras imperfectas. El jefe Don Prudencio Rosas, hermano del
tirano, le ordenó entregarlo a los que lo reclamaban. Gascogne se resistió
alegando falta de jurisdicción contenciosa; don Prudencio lo metió en la
cárcel, y después de ocho días lo expulsó con intimación de no volver a
presentarse en aquél lugar si quería evitar mayor castigo. Don Blas Despouy
había puesto una grasería y curtiembre. Los vecinos se quejaron por las
inmundicias, malos olores y mala ubicación del establecimiento. Rosas ordenó
que arrasasen la fábrica, y por algunas palabras amenazantes que pronunció
Despouy, fue traído preso a la ciudad. Quizá influyó en la conducta prudente
del señor Vins de Paysac (a quien sustituyó Roger) la circunstancia de que
ninguno de los querellantes merecía o gozaba de grande estimación pública de
propios o extraños”.
Estos eran los
representantes de la civilización europea por quienes vinieron las escuadras
francesas en 1838… y se quedaron hasta 1850!
(13) El texto íntegro de la
ley ha sido publicado por Ricardo Font Ezcurra en el apéndice de “
(14) “Sin ellos (los ingleses
y los franceses) Montevideo habría caído en poder del general Oribe, es decir de Rosas, en muy poco
tiempo”. (Vicente F. López “Compendio de Historia Argentina. Período de
(15) En realidad el famoso
convoy anglo-francés sale para comerciar con los correntinos sublevados.
“Volvió a levantarse contra Rosas la heroica provincia de Corrientes –dice
Vicente F. López– y el comercio de
Montevideo vio que podía hacer un negocio brillante llevándole un valioso
surtido de mercaderías, armas y pertrechos. Las casas inglesas y francesas
formaron un convoy, y una escuadra de las dos naciones marchó con él para
protegerlo”. (López, obra citada, pág.267).
(16) Para ser enteramente
justos, no debiéramos decir “Francia”, sino “el gobierno de Luis Felipe”, al
hablar de nuestros agresores. Después de
Link para acceder a la 3ra. parte: https://periodico-el-restaurador.blogspot.com/2021/01/el-nacionalismo-de-rosas_11.html