domingo, 10 de enero de 2021

El nacionalismo de Rosas

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

Encontramos este artículo de Roberto de Laferrère publicado en la "Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas" N° 2 y 3 de agosto de 1939, quien refuta un trabajo del Sr. Jorge Lavalle Cobo, publicado en el diario "La Nación" en enero de aquél año. Ese artículo Laferrère lo transcribe al final de su obra. Como por su extensión no podemos publicar in totum el trabajo de Laferrère, lo hemos dividido en varias partes. La primera parte que incluye el trabajo de Lavalle Cobo, lo publicamos en "Revolviendo la Biblioteca 12", con el primer capítulo, siendo el presente, el segundo capítulo.

EL NACIONALISMO DE ROZAS (2)

Por Roberto de Laferrère 

Rosas. Carlos Morel y Fernando García del Molino

II - LAS INTERVENCIONES ANGLO-FRANCESAS EN EL RÍO DE LA PLATA


En su artículo de “La Nación”, el doctor Lavalle Cobo ha intentado demostrarnos que el nacionalismo de Rosas era una impostura. Los verdaderos nacionalistas, los patriotas auténticos de su época, serían los unitarios que se aliaron a los extranjeros de seis países en una guerra contra el suyo propio que duró 17 años. La tarea del doctor Lavalle Cobo no es fácil. Porque no se trata de aliviar las culpas de los unitarios, invocando en su descargo la pasión política que suele enturbiar la mente de los bien intencionados; ni se trata tampoco de atenuar los méritos de Rosas en su defensa del país, mostrándolo dominado por la misma pasión banderiza. No. El doctor Lavalle Cobo viene a decirnos que el patriotismo consistía entonces en apoyar al enemigo de fuera y que Rosas, al sostener la soberanía nacional, fue, en virtud de eso mismo, un impostor. Su crimen consistió en eso, precisamente. Si hubiera cedido a las pretensiones de Francia, allanando aquella soberanía, habría cumplido con su deber; si los unitarios no hubiesen intentado forzarlo a lo mismo, habrían faltado al suyo.

Afirmaciones de esta especie, ¿serán también de las que, según el doctor Lavalle Cobo, deben repetirse con “lento silabeo”, como para que penetren en todos los espíritus, “escandirlas como un verso armonioso”?

 

La intervención francesa de 1838

Los historiadores argentinos han tomado posiciones contrarias al considerar la intervención armada de los franceses en el Río de la Plata. Excluyamos aquí a los que condenaron al gobierno de Luis Felipe, con tanta energía casi como a sus aliados argentinos; y nada digamos tampoco de los que han calificado a estos últimos con los peores adjetivos, sin discernir responsabilidades entre los que mandaban sobre ellos, en posesión de los secretos, y los que obedecían a ciegas, por falta de lucidez mental o de información para juzgar por sí mismos: entre los generales y los subordinados; entre los “hombres de la luces” y los caudillos de las campañas.

Pero en el campo del antirrosismo, han primado también puntos de vista que se contradicen y se excluyen parcialmente entre sí. Algunos escritores, los más puntillosos, asumen una postura patriótica frente a los agresores extranjeros, al tiempo que justifican a sus aliados. Son los que pretenden desdoblar a su antojo la realidad, para quedar bien con Dios  y con el diablo. Pero la guerra que llevaba Rosas y soportaba el país entero –con excepción de los que desertaron porque el bloqueo no les permitía comerciar– era una sola guerra, contra los franceses y los unitarios, simultáneamente. Dar la razón a Rosas contra los franceses y a los unitarios contra Rosas es quitar lo mismo que se da, afirmar y negar una misma cosa, defender y atacar una misma causa, destruir, en suma, el principio de identidad que preside el razonamiento en los cerebros no desequilibrados. Es el desvarío mental fundando una doctrina histórica.

Otros historiadores y, sobre todo, novelistas han sostenido la legitimidad del bloqueo francés. La guerra con Francia es, para estos señores, un episodio de la lucha entre la civilización y la barbarie, entre la Francia culta que quería civilizarnos y los “gauchos brutos” que no querían dejarse civilizar a cañonazos. En realidad, estos escritores son los más lógicos y consecuentes. Su antirrosismo, no les permite otra postura. Saben que así como en la acción estuvieron los unitarios subordinados a los franceses, de quienes eran “auxiliares casuales”, según el Almirante Mackau, así el juicio que merezcan estará condicionado en cierto modo por el que mereciere Francia en su conflicto con Rosas: en cierto modo y no más, porque, aún probado que la reclamación y el bloqueo fueron ajustados al derecho de gentes, quedaría por demostrar que, cuando un país es agredido con razón por otro, los ciudadanos del primero pueden “patrióticamente” tomar las armas contra sus “compatriotas”, al lado del agresor. Esta demostración exigiría, en su principio, negar las nacionalidades y caer en pleno comunismo internacionalista.

 

El planteamiento del doctor Lavalle Cobo

El doctor Lavalle Cobo plantea la situación creada al país por la intervención  de los franceses, en términos de una sencillez extraordinaria. No cree, por lo pronto, que la intervención armada significase un peligro para el país, y dice: “El conflicto es harto conocido, pero es menester recordarlo para dilucidar acerca de los móviles que determinaron a Francia a obrar y compenetrarse de los fines que perseguía. Los súbditos franceses eran obligados a prestar servicio militar; Bacle es atormentado (11);  Lavié es condenado sin substanciarse juicio en forma alguna (12), Roger, cónsul de Francia, reclama y no es atendido. El cónsul pide sus pasaportes y se retira. El Contraalmirante Leblanc, jefe de la escuadra, renueva la reclamación de Roger, y no siendo satisfecho, bloquea a Buenos Aires, con propósitos de conquista se ha dicho”.

Al llegar aquí, el doctor Lavalle Cobo se sale del campo de batalla o circunscribe la cuestión a averiguar –por medio de deducciones– si hubo o no hubo propósitos de conquista inmediata en el gobierno de Luis Felipe. Los busca en las expresiones escritas y, naturalmente, no los encuentra. Luego –concluye– no existieron. Se diría que eso es lo único que está en discusión desde hace 100 años: las intenciones recónditas de Luis Felipe y de sus ministros. El hecho mismo, la agresión, y sus consecuencias conocidas, no interesan al doctor Lavalle Cobo, aunque haya todavía quienes pongan el grito en el cielo porque las subvenciones a la Universidad y a la Sociedad de Beneficencia fueron suspendidas por el gobierno de Rosas durante el bloqueo  que arruinaba nuestras finanzas y aunque el “atraso” del país de que se responsabiliza a aquél no haya sido sino el resultado natural de la misma guerra, que trabó su desenvolvimiento. El doctor Lavalle Cobo piensa de otro modo. Cree que si el plan de Francia no comprendía la anexión instantánea de nuestro territorio a su soberanía, podían sus almirantes venir a Buenos Aires, exigir la anulación de sus leyes y bloquear su puerto para conseguirlo, sin que el Gobernador de aquel Estado y Encargado de las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina tuviera derecho a oponer resistencia al avance ni a defender su territorio también invadido. Del mismo modo, un almirante alemán pudo venir ayer a Buenos Aires y bloquear su puerto, exigiendo la libertad de Müller, procesado y preso, como Bacle, por espía, siempre que la investigación que se realiza por la Justicia no probase que el gobierno de Hitler tiene el propósito de anexionarse la Patagonia. Esto es, traducido al alemán, lo que sostiene el doctor Lavalle Cobo.

La verdad es que el bloqueo francés de 1838 era, en sí mismo, una tentativa clara de dominación. Se pretendía suprimir  las leyes del país por resolución del “Roi bonhomme”, Luis Felipe el Pacífico, y obtener a cañonazos un tratado de privilegio que hasta los ingleses, tan ligeros de manos, habían obtenido por acuerdo entre las partes, como todo tratado entre gente civilizada.

La intervención de Leblanc en el Río de la Plata constituía en estas regiones el poder de Francia. El uso que de tal ventaja pudiera hacer su gobierno era materia de discusiones para el gabinete de París y sería lo que este gabinete resolviese. La no resistencia de Rosas hubiera significado el allanamiento de la soberanía y la claudicación del gobierno argentino ante una voluntad extraña y dominante. Hecho esto, el país quedaba librado al azar de la política francesa –con Molé, pacifista; con Thiers, belicosa– y al  sentido de la justicia de unos u otros, ya probado, por lo demás, en el Ecuador, en Argel, en Méjico y en Portugal.

Para probar la injusticia de la agresión de los franceses, la legitimidad de la defensa de Rosas y la desgraciada inconducta  de los unitarios, basta con demostrar tres cosas que rara vez se muestran claramente en nuestras polémicas históricas:

1°. Que la legislación nacional y la provincial de Buenos Aires habían establecido con carácter obligatorio el alistamiento de los extranjeros en las milicias cívicas;

2°. Que, al rechazar las reclamaciones del vicecónsul Roger y del Almirante Leblanc, porque no investían representación diplomática, el gobierno de Rosas no improvisó una actitud, sino que se ajustó estrictamente a los principios del derecho de gentes;

3°. Que esos principios eran los mismos que antes de él, siempre a un almirante también francés, en circunstancias iguales, con las mismas razones y los mismos términos, había sostenido Bernardino Rivadavia, como ministro de Martín Rodríguez, en 1821,22 y 23, y el llamado gobierno de Lavalle, en 1829.

Esto es lo que nos han ocultado los historiadores unitarios, con evidente mala fe.

 

El alistamiento de los extranjeros en las milicias.

El artículo del doctor Lavalle Cobo deja entender que Rosas obligaba a los franceses por capricho a prestar servicio militar. Pero este servicio de los extranjeros –no de los franceses, únicamente– era una imposición legal que venía repitiéndose, en los diferentes estatutos, leyes y decretos, desde los primeros años que siguieron a la Revolución de Mayo.

El Estatuto Provisorio de 1815, dictado por la Junta de Observaciones que eligió a Rondeau Director Supremo y que estaba formado por Anchorena (T.M.), Medrano, Gascón, Sáenz, Serrano, Zapiola  y Obligado, estableció textualmente al organizar las milicias cívicas:

"Todo habitante del Estado, nacido en América; todo extranjero  con domicilio de más de cuatro años, todo español europeo con carta de ciudadano y todo africano y pardo libre, son soldados cívicos, excepto los que se hallan incorporados en las tropas  de línea”. (Sección VI, Capítulo III, Artículo 1°.).

“Bajo estas condiciones estarán todos prontos a defenderla desde la edad de quince años hasta la de sesenta, si tienen robustez, etc.”(Sección  VI, Capítulo III, Artículo 3°.).

Estos principios no podían ser cuestionados por los extranjeros. Si uno de los atributos esenciales de la soberanía de un Estado es el de la legislación propia, sólo nosotros podíamos aceptarlos o rechazarlos. El país los aceptó, con el Estatuto, y, desde entonces rigieron en la práctica, siendo de advertir que, cuando el Deán Funes proyectó, la reforma de aquella ley constitucional, los dejó subsistentes, cuidándose tan sólo de hacer su reglamentación más precisa en lo que el Estatuto prescribía para las convocatorias. Los extranjeros se sometían voluntariamente a ellos, al fijar su residencia en el país, del que podían alejarse a su antojo y, sólo por deslealtad, los que permanecían aquí desconocían la legislación en ese aspecto de la carga militar después de haber aceptado las ventajas que en otros se les concedía, igualándolos a los nativos.

En 1819, El Director Pueyrredón estableció por decreto  excepciones a favor de los extranjeros que se inscribieran en sus respectivos consulados, pero manteniendo las disposiciones del Estatuto Provisorio para los demás, quienes serían considerados como nacionales con la obligación de tomar las armas en defensa de las instituciones y de la libertad del país. Siempre, pues, eran las autoridades argentinas las que decidían en cuáles casos prestarían o no el servicio militar los residentes extranjeros, con sujeción a las cartas nacionales.

En 1821, la Junta de Representantes de Buenos Aires, alarmada por “la arbitrariedad e insultante desdén con que dichos extranjeros desobedecen las diferentes órdenes que emanan del gobierno relativas a ellos mismos”, dictó la Ley del 10 de abril, como instrumento capaz de hacer respetar en la provincia los principios de la vieja legislación nacional. Esa era una de las leyes que regían en 1838 y cuya derogación exigió del gobierno de Rosas, con “arbitrariedad e insultante desdén” el Almirante Leblanc.

Por ella (13) la Junta de Representantes resolvió que todo extranjero, dueño de tienda o pulpería, o de almacén de abasto al menudeo, propietario de algún bien raíz o que ejerciese en el país algún arte u oficio, debía alistarse en las milicias y sobrellevar las cargas que sufren los ciudadanos de su clase. La ley comprendía también a los negociantes al por mayor y sus dependientes y a “todo extranjero en general, sea cual fuere su ocupación o ejercicio, siempre que tenga dos años de residencia en el país”. Por el artículo 4° hacía “RESPONSABLE AL GOBIERNO DEL MAS EXACTO Y PUNTUAL CUMPLIMIENTO DE ESTA RESOLUCIÓN”. Tal era en 1838 la responsabilidad legal del gobierno de Rosas y cuyo respeto le censuran entre insultos los que al mismo tiempo le llaman tirano.

En 1823, la Legislatura o Junta de Representantes dictó la ley del 17 de diciembre sobre milicia cívica, por la que se obligaba al alistamiento en la infantería a todos los habitantes, de 17 a 45 años, en la milicia activa, y de 45 a 60 años en la pasiva. En su artículo 29 declaraba exceptuados a los extranjeros transeúntes, lo que significaba incluir en la generalidad de la ley a los extranjeros residentes  o domiciliados.

En 1829, el gobierno usurpador creado por la dictadura militar del General Lavalle en Buenos Aires, se acogió a las prescripciones de las leyes sobre milicias, pero no fue obedecidos por los extranjeros, desinteresados de la guerra civil que se iniciaba. En cualquier caso, con facultades o sin ellas, ese hecho significa el reconocimiento por los unitarios de que las prescripciones legales antes citadas regían y debían aplicarse. Un decreto del 28 de abril de ese año, dice en sus fundamentos que “a pesar de las órdenes terminantes por las cuales ha obligado la autoridad a los extranjeros residentes en la Capital a alistarse en los cuerpos de las milicias urbanas, algunos han concurrido a este llamamiento y otros que se alistaron en el “Batallón de Amigos del Orden” se excusan de prestar el servicio a que se les destina”. En consecuencia declara que ningún extranjero llamado al servicio podrá excusarse, y que en cuanto a los que no se alisten o, alistados, no concurren al servicio, se les aplicará, la primera vez, la multa fijada por un decreto anterior, y la segunda, la obligación de salir del país en el término de 24 horas. (!!!)

Esta tentativa de aplicar la ley fuera de sus propósitos por hombres que no representaban la autoridad legítima fue lo que provocó la intervención del Vizconde Venancourt, ante el cual cedió el titulado gobierno de los unitarios, en forma muy poco airosa, por cierto. Como que el artículo 2° del convenio celebrado entre Venancourt y Juan Andrés Gelly en representación de los sediciosos, establece “que el gobierno no obligaría por la fuerza a los individuos franceses residentes en esta capital a hacer un servicio militar, dejando a los que se hallan hoy enrolados  en los cuerpos de milicias en plena libertad para abandonar el servicio”. El gobierno que se decía legítimo aceptaba de este modo la voluntad decisiva de un extraño en los negocios internos del país. La actitud de Rosas frente al mismo Venancourt, como representante del verdadero gobierno constituido, fue absolutamente distinta, según veremos después.

 

Rivadavia y las reclamaciones de los almirantes extranjeros

En 1838, el gobierno de Rosas no se negó en principio a considerar la posibilidad de crearles a los franceses un régimen de excepción, dentro de la legalidad, análogo al obtenido por Inglaterra para sus súbditos por el tratado de 1824. En este punto también induce a error el artículo a que contestamos. Pero Rosas negó, sí, a Roger, primero, y al Almirante Leblanc, después, representación suficiente para tratar de potencia a potencia cuestiones de Estado con el gobierno de la Confederación. Otra actitud hubiera significado admitir para nosotros un tratamiento de colonia o de país no independiente, como lo admitieron los unitarios de 1829. Esta cuestión previa, que afectaba la soberanía nacional, fue el verdadero origen del conflicto, por lo que se refiere al gobierno argentino.

Y no era la primera vez que los gobiernos extranjeros pretendían aplicarnos, por medio de sus almirantes, un código distinto del que regía entre los países civilizados: ni la primera tampoco que los gobernantes reaccionaban frente a ellos con altivez y con energía.   

Apenas sancionada la ley del 21, se había presentado en el puerto de Buenos Aires la embarcación de guerra “Slancy, cuyo comandante, con fecha 15 de abril de ese año –la ley es del día 10– elevó una nota al gobierno de Martín Rodríguez, reclamando por el alistamiento en las milicias que se exigía a los súbditos ingleses. Era entonces Ministro de Relaciones Exteriores Juan Manuel de Luca. Su respuesta, fechada el 17 del mismo mes, puede resumirse así:

1°. Expresa la voluntad del gobierno de que la ley se aplique a los extranjeros sin distinción de nacionalidades.

2°. Declara que “no puede dudarse de su exacta conformidad con todos los principios del derecho público adoptado universalmente por las naciones cultas”.

3°. Deja en libertad a los residentes descontentos de “llevar adelante su proyecto de dejar el país antes de sujetarse a las reglas que establece el gobierno bajo cuya protección viven”.

4°. Manifiesta el deseo del gobernador de que “el expresado comandante previamente a cualquier otra reclamación oficial que crea de su deber entablar ante la autoridad de este País acredite que, la que tiene de S.M.B. le autoriza bastantemente para aparecer con el carácter público que toma en el presente negocio o en los que puedan ofrecerse en delante de la misma naturaleza  con relación al Gobierno  de que depende.”

Pero el almirante inglés insistió en dos notas fechadas ambas el 2 de mayo, lo que provocó una nueva réplica del ministro de Luca en que le manifiesta su sorpresa de que "no haya acreditado como se le exigió... hallarse competentemente autorizado por su gobierno para reclamar o representar en términos oficiales sobre asuntos en que puedan versarse intereses de ambas naciones”, y, no obstante lo cual, “insista en aparecer con un carácter público que no tiene”, y le dice, en consecuencia, que “se excuse de representarle en otros asuntos que no sean los que le pertenezcan como oficial de la marina británica, o como comandante de uno de sus buques…”

En 1822, se presentó otro almirante, esta vez francés, y siendo Ministro de Relaciones Exteriores Bernardino Rivadavia. También reclamaba, pero no por la ley de alistamiento, sino por una cuestión sobre Corso, que se regía por un decreto de gobierno. Era el barón Roussin y tampoco acreditaba carácter diplomático, que es lo que hace a nuestro asunto. Rivadavia, en su respuesta de 4 de febrero, le dice rotundamente “que no podrá jamás acordarles (a los “Oficiales de la Armada de S.M. Cm.”) representación alguna diplomática, ni mercantil siempre que se presenten al mando de fuerza alguna, o sin las formalidades establecidas por el derecho de gentes: advirtiendo que este es un principio que se tiene establecido con respecto a toda nación”.

En 1823, se presenta otro comodoro inglés reclamando por un suceso relativo a un bergantín. El suceso no interesa. Los términos de la reclamación tampoco. Pero en su respuesta al comodoro, el ministro Rivadavia sostiene una vez más la doctrina de De Luca, que luego defenderá Rosas. Dice en su nota de 15 de febrero de 1823 que acompaña a la copia de la comunicación de Roussin: “por ella el Sor. Comodoro de las fuerzas de S.M.B. advertirá tanto la resolución que el Gobierno de Buenos Aires tiene adoptada, como los principios que le conducen a negarse a reconocer su autoridad para tales reclamos, ni para ninguna otra operación diplomática, a individuos con fuerza armada, y sin hallarse revestidos, según la forma generalmente admitida, con un carácter legítimo; y no extrañará por consecuencia que transmita a su conocimiento el que en adelante el Gobierno de Buenos Aires tampoco admitirá solicitud alguna en negocios que correspondan a individuos de la Gran Bretaña viniendo en la misma forma que motivó  la  contestación al Comandante de la armada francesa”.

Sería redundante insistir en nuevas transcripciones. Pero hay más notas del ministro Rivadavia, abundando en las mismas consideraciones para no reconocer carácter público en los militares extranjeros que no lo acreditasen “bastantemente”. Son notas del 29 de enero de 1822, al comandante de las fuerzas marítimas de S.M.Ca. en el Brasil; en febrero del mismo año al Barón de la Laguna; de febrero de 1823, al oficial francés M. de la Susse; de septiembre del mismo año, al comandante de las fuerzas portuguesas en Montevideo.

Pero no sólo el gobierno unitario de Martín Rodríguez, con sus dos ministros sucesivos de Relaciones Exteriores, De Luca y Rivadavia, habían sostenido antes de Rosas el principio de no reconocer carácter diplomático en quienes no lo acreditasen formalmente.

El “gobierno provisorio” del general Lavalle en 1829 asumió idéntica actitud ante las reclamaciones del cónsul Mendeville, a quien apoyaba la escuadra de Venancourt, cuando el gobernador delegado Brown aplicó las leyes sobre alistamiento en las milicias, reorganizando el “Batallón de Amigos del Orden”, al mando de Ramón Larrea.

El cónsul francés, en su nota del 14 de abril, alegaba que el dicho gobierno de Lavalle pretendía embanderar a los extranjeros en la guerra civil: …se ha hecho tomar a este cuerpo (el de Los Amigos del Orden) una apariencia enteramente de partido: es notorio que se han oído salir de entre sus filas los gritos de ¡vivan los unitarios, mueran los federales! El comandante del batallón no ha podido negarlo; y se ha limitado a asegurar que estos gritos no habían salido de las filas francesas, sino de las compañías italianas. ¿Y que importa de donde haya salido el grito, si los jefes comprometen a la masa entera?” “Es evidente –agregaba– que se ha tratado de comprometer a los franceses, llevándolos por grados a empeñarse en una lucha civil, en que el solo papel conveniente a los franceses es la más perfecta neutralidad”.

Indudablemente, los hechos habían ocurrido como los relataba el cónsul francés, pero ¿tenía facultades este cónsul, en su calidad de tal, para plantear cuestiones de esa naturaleza? El “gobierno” de Lavalle, usurpador y todo, proclamó su respeto por los principios antes sostenidos por Rivadavia y que 1838 sostendría el ministro de Rosas. Negó rotundamente al cónsul Mendeville que tuviera aquellas facultades. “Entonces el infrascripto –le dice el 15 de abril, Díaz Vélez, secretario general del gobierno de hecho, aludiendo a una conferencia verbal anterior– se vio en la necesidad de advertir al señor de Mendeville que el carácter que investía de Cónsul General, no le daba derecho a presentarse como un representante del gobierno francés, haciendo reclamaciones oficiales y diplomáticas…” Y esto que le había advertido en la conferencia y ahora le recordaba, era otra vez lo que según “órdenes expresas” del gobierno, debía “declarar fundamentalmente” así:

“1°. Que el gobierno no reconoce en el señor Mendeville más carácter que el de un cónsul general, sin facultades para hacer reclamaciones diplomáticas y, mucho menos, protestas contrarias a los respetos de la autoridad;

“2°. Que los súbditos de S. M. Cma. que gozan de la protección de las leyes del país, están sujetos, sin reserva, a las obligaciones que ellas imponen, mientras residen en el territorio de las provincias”.

Concluye, pues, haciéndole saber que el Gobierno está “resuelto a emplear todos los medios con que cuenta, para hacer respetar sus resoluciones”. Naturalmente, el gobierno no contaba con medio alguno, porque ni siquiera era gobierno legal; y, después del golpe de mano dado por Venancourt, cedió todos los derechos que reclamaba, en el convenio firmado por Juan Andrés Gelly a bordo del bergantín de guerra “General Rondeau”. 

Tal debilidad era propia de los “hombres de los principios”, quienes siempre sacrificaron éstos a sus conveniencias circunstanciales, después de proclamarlos enfáticamente.

Ahora bien, en 1838, bajo el gobierno legal de Rosas, fue primero un cónsul de Francia, quien, sin credenciales de sus autoridades que lo invistieran de carácter diplomático, promovió una cuestión de Estado que sólo por un representante “ad-hoc”  del rey de los franceses podía ser planteada formalmente. El ministro Arana fue tan claro como De Luca, Rivadavia o Díaz Vélez: el gobernador –dijo al cónsul– no puede reconocer la misión o la investidura especial que el Señor Cónsul, encargado del Consulado General de Francia en Buenos Aires, dice haber recibido de S.M. sin presentar otro título que su palabra”.

Luis Felipe de Francia
El cónsul pidió sus pasaportes y, en su lugar, apareció el almirante Leblanc, como antes había aparecido el almirante Roussin frente a Rivadavia. La respuesta fue la misma. El gobierno de Buenos Aires –le decía el ministro Arana– “se ha mostrado dispuesto a discutir y a tomar en consideración los puntos sobre los cuales versan las reclamaciones del Cónsul Francés, tan pronto como ellas sean presentadas por un Agente Diplomático suficientemente autorizado y cuyo carácter no ha investido el señor Roger”. Y relativamente a la aparición de la fuerza armada añadía: “…siendo incompatible con el espíritu de amistad hacia Francia, que ha manifestado el gobierno argentino, la personería de un jefe militar frente de una escuadra para ventilar bajo ese sólo carácter las proposiciones que contienen la nota de V.E., aun cuando las leyes de la república no prohibieran al gobierno entrar con V.E. bajo aquel sólo carácter en la presente cuestión, la actitud actual de V.E., dejando al gobierno sin la libertad necesaria  para que la razón y no la fuerza conduzcan al esclarecimiento de los derechos de la Francia  y de esta república  a un término recíprocamente amable  y ventajoso, le priva de la alta satisfacción que tendría, si la ilustre persona de V.E. acreditada con misión competente hubiese sido escogido por un soberano para discutir las reclamaciones pendientes. Si V.E. adopta la medida de guerra que crea deber tomar para terminar esta diferencia, la responsabilidad de las consecuencias no recaerá ciertamente sobre el gobierno argentino, ni las naciones civilizadas dejarán de valorar justamente los actos que le privasen del ejercicio y aplicación de los principios admitidos entre los pueblos cultos”.

El almirante concluyó declarando el bloqueo de nuestras costas e inició contra el país la guerra de hecho, tomando poco después, a sangre y fuego, la isla de Martín García. ¿Y los patriotas unitarios? En desacuerdo ahora con el alistamiento de extranjeros en las milicias argentinas, que aceptaron y aprovecharon  en 1829, se alistaron ellos mismos con las milicias extranjeras.

 

El triunfo de Rosas

La celebración del tratado Mackau-Arana en 1840, que puso término al primer conflicto internacional, significó el reconocimiento por Francia de la existencia de un gobierno regular en la Confederación Argentina y de la soberanía de ésta dentro del derecho de gentes. Era lo que había empezado a desconocerse, so pretexto de la anarquía interna, punto de arranque de las ambiciones de dominación, renacidas en Francia bajo el gobierno de Luis Felipe, pero a las que no había sido ajena durante los reinados anteriores. “…Puede acaso llegar el día –había dicho el vizconde Venancourt– en que los soberanos de Europa se ocupen seriamente de poner término a los desórdenes de la América”.

Ese fue el peligro que vio Rosas y que conjuró, en su primer amago. La exigencia de su gobierno de tratar con diplomáticos y no con simples militares fue acatada, y el almirante Mackau vino al Río de la Plata, no como “guerrero al frente de una escuadra”, según la expresión de Rosas ante el almirante Leblanc, sino como Plenipotenciario, es decir investido por su rey de todos los atributos de carácter público que lo habilitaban para negociar con los representantes de un estado soberano.

Así triunfó de Francia el país con el tratado Mackau-Arana.

 

La agresión anglo-francesa del año 45

Pero Francia no desistiría de sus planes en el Río de la Plata y, descontenta del tratado con que volvió a París el almirante Mackau no tardó en buscar nuevos motivos de discordia.

Ya en 1842 dió prueba clara de su hostilidad hacia nosotros, pretendiendo derivar de aquel documento la consecuencia imprevista de que los hijos de franceses nacidos en la Argentina conservaban la nacionalidad de sus padres: falsedad evidente con que se encaminaban las cosas hacia un nuevo rompimiento.

Bacle, Lavié, Despouy, la ley de milicias, habían sido pretextos de un momento y, al desaparecer como tales, serían sustituidos por otros igualmente deleznables. Así se renovaban los “agravios imaginarios”, que, según la expresión de Lord Strangford en la Cámara de los Lores, invocaba Francia “para extender su influencia en el Río de la Plata”.

Pero los que asumieron la tarea de buscar los pretextos y señalar las oportunidades de la agresión, fueron los emigrados argentinos del partido unitario, reducido a escombros en virtud de sus propios extravíos: Florencio Varela, en primer término, que se trasladaba a París y a Londres para negociar con Guizot y lord Aberdeen la intervención conjunta de ambos países contra el nuestro: el mismo género de intervención que, después de Caseros, gestionaría Alberdi para someter Buenos Aires al general Urquiza. Era una escuela.

“Tengo para mí  –escribía el oriental Magariños a Varela, en 1843– que usted ha de conseguir una de dos: o que se dispongan (Aberdeen y Guizot) a dar la paz a estos países, emancipándolos de personas, y haciendo que recobren su vigor las leyes, etc., o que terminantemente nos desengañen de las miras que llevan y no nos embromen con su plan general”.

Existía, pues, un plan general, en 1843, común a Francia y a Inglaterra, y sólo trabado en su ejecución, seguramente, por los celos con que una y otra potencia se contemplaban en el Río de la Plata. El peligro francés, negado hoy mismo entre nosotros, fue visto entonces por Inglaterra, como lo veía Rosas; y ese peligro evidente decidió a Lord Aberdeen a tomar la iniciativa, en el inevitable conflicto. Pero lo hizo con la duplicidad clásica de la política inglesa. Sus almirantes y sus diplomáticos actuaban en aparente desacuerdo: los primeros daban los golpes de fuerza y alcanzaban los objetivos buscados; los segundos les oponían luego el veto en nombre del gobierno británico, pero después de obtenidas las ventajas, que no se perdían por eso. Como Popham, como Whiteloke, en 1806 y 1807. Purvis e Inglefield tenían libertad de iniciativa en la elección del fin o de los medios; pero “a posteriori” eran desautorizados, como Whiteloke, en el fracaso, o aprobados, como Popham, en el éxito de su empresa.

A fines de 1842, la guerra llegaba a su término en el Río de la Plata, con la derrota de Rivera por Oribe en la batalla de Arroyo Grande. El partido americano impondría al fin su ley en las dos márgenes del estuario (14). Surgió entonces el ministro inglés Mandeville  –que además era espía en Buenos Aires– conminando a Rosas a conceder la paz. “La guerra debe cesar”, en interés de “la Humanidad” y de los residentes británicos y franceses”. Las tropas de Oribe debían repasar el Uruguay, si lo había vadeado. Era un ultimátum. ¿Lo justifica el doctor Lavalle Cobo? Inglaterra ordenaba en el Río de la Plata y había que obedecerle, bajo la amenaza de sus cañones. Los enemigos actuales de Rosas deben afrontar claramente esta cuestión y decirnos con franqueza si están de acuerdo con los ingleses.

Rosas no cedió. Poco después, Oribe invadía la Banda Oriental; la escuadra de Brown zarpaba para Montevideo. ¿Quién puede negar que, librado Rivera a sus propias fuerzas, hubiera sucumbido su resistencia en término brevísimo? Pero los marinos franceses e ingleses comunicaron al almirante argentino que le impedirían la iniciación de las hostilidades. Purvis llegaba en esos días del Janeiro para ponerse al frente del atropello, y el cónsul francés en Montevideo, M. Pichon, convocaba en el consulado a sus compatriotas para ordenarles  que tomasen las armas  en defensa de la ciudad. El desdén insolente de los agresores se manifiesta en la comunicación que Purvis le dirige a “Mr. Brown, súbdito inglés al mando de las fuerzas navales argentinas” y en que le manda que se abstenga de intervenir en la lucha, por sujeción a las leyes británicas.

Así se salva a Montevideo. Parado el golpe, reabastecida la ciudad y rearmados sus defensores desde los barcos, Mandeville desautoriza a Purvis y éste retira su nota al almirante argentino, pero, al establecerse el bloqueo de Montevideo por nuestra escuadra, Purvis lo desconoce por sí, en términos que también significan expresamente el desconocimiento del país como Estado soberano. “Pues –dice– había antecedentes de actos sancionados por el gobierno de S.M. estableciendo el principio de no reconocer a los nuevos países de Sud América como potencias marítimas autorizadas para el ejercicio de tan importante y alto derecho como el del bloqueo…principio especialmente aplicable a la República de Buenos Aires…” La Confederación Argentina no existía, como se ve. Florencio Varela la había declarado disuelta, y Florencio Varela era el asesor de los ingleses y los franceses en el Río de la Plata.

En abril del 43, Purvis “arrestó” a la escuadra argentina. Era ya la afrenta de hecho, ante la cual nada podía hacer el gobierno de la Confederación, fuera de las reclamaciones diplomáticas. La energía de éstas bastó, sin embargo, para llevar al ánimo del gobierno inglés el convencimiento de que Rosas era demasiado fuerte todavía para pretender doblegarlo por la fuerza. No cedía bajo la amenaza y en esta resistencia imprevista, que desconcertaba a sus enemigos, debemos ver la causa directa de la nueva desautorización que le llegó poco después de Londres al desaforado almirante.

En 1845, Urquiza, general de Rosas, destroza a Rivera en India Muerta. Otra vez aparece próximo el fin. En esa época sólo 400 uruguayos militan en la defensa de Montevideo, a cargo principalmente de soldados extranjeros: franceses, ingleses, italianos de Garibaldi y aventureros de todo el mundo. La gente del país está con Oribe, en cuyo ejército se hallan alistados, en cierto momento, 10.000 orientales.

Entonces llegan a Buenos Aires, de Londres y de París, Ouseley y Deffaudis, en misiones especiales y, previa una rápida negociación que fracasa en virtud de su propia intransigencia, exigen nuevamente la conclusión de la guerra, niegan la soberanía argentina, al desconocer el bloqueo y nuestros derechos de beligerante, ordenan el “robo” de nuestra escuadra, cuyos barcos son incorporados a las fuerzas agresoras, y declaran bloqueadas, a partir del 30 de septiembre, “todos los puertos y costas de la provincia de Buenos Aires”. Así se anula el éxito militar de India Muerta, como antes el de Arroyo Grande. Los unitarios, entre tanto, han tramado en Europa la desmembración de Corrientes y Entre Ríos, para constituir con estas provincias un Estado independiente. De ese modo, buscan asegurar al extranjero el dominio de nuestros ríos interiores, lo cual significaría en los hechos el dominio político y económico, a disputarse después entre Francia e Inglaterra.

Pero Rosas no cede tampoco esta vez, ¡el impostor! Resiste y combate. En el puerto de Buenos Aires se reúnen un día 30 buques de guerra extranjeros: 10 ingleses, 10 franceses, 8 brasileños y otros. Es evidente que ahora lo que se busca es un pretexto para desembarcar en nuestra ciudad, sólo defendida, tal vez, por los recíprocos celos de los agresores, que buscan lo mismo y no han acordado un plan ulterior. Los franceses tirotean una balandra cerca de la Recoleta. Hay otras escaramuzas en las costas de Quilmes y se suceden las provocaciones. Los barcos aliados se internan por las aguas argentinas a “libertar” los ríos (15). Viene el combate de Obligado, con 400 muertos argentinos, según el parte francés, el del Tonelero, y toda la lucha heroica a lo largo de las costas del Paraná contra los que avanzan en son de conquista, hasta su descalabro en el Quebracho, ya de vuelta. “¡Qué viles, qué cobardes son, mi amigo, estos pícaros gringos!”  La tentativa de establecer el tráfico fluvial ha fracasado.

Entonces cede Inglaterra. Rosas le ha demostrado, una vez más, que la violencia no es método eficaz para dominar a nuestro país. ¿Qué hace, pues, Lord Aberdeen? ¡Desautoriza al Almirante Inglefield y lo sustituye con el comodoro Herbert!  Se ha extralimitado aquél… No se discute la soberanía de los ríos… Cuando Moreno, nuestro ministro en Londres, va a pedir sus pasaportes, Lord Aberdeen lo detiene: cesará la intervención. Palmerston y John Russel defienden en la Cámara de los Lores la causa argentina que hoy, como ayer los unitarios, repudian quienes prolongan su espíritu en la historia o han caído bajo la influencia de sus defensores. En Francia, donde nuestro amigo es el “bárbaro” Alfonso de Lamartine (16), el gobierno, a pesar de Thiers, aliado de Varela y los suyos, marcha a la zaga de los ingleses en su política de retroceso. La paz anunciada es la que viene a pactar Mr. Hood, en representación de los dos países agresores; pero fracasa por las intrigas de Montevideo y la oposición resuelta de Ouseley y Deffaudis, que han quedado desairados en la ciudad oriental.

La historia es larga, interminable y hay que abreviar. Las misiones de Lord Howden y el conde Walesky, que vienen después, como la de Gore y Gros, fracasan igualmente en sus tentativas de imposición, renovadas por el anuncio de la defección de Urquiza, que había sido confidencialmente transmitido a los gabinetes europeos. Pero siempre la energía de Rosas, en su resistencia sin concesiones, es lo que salva a la nación de caer bajo la garra de la rapiña. La empresa de forzarle a reconocer a Europa el derecho de mandar en el Río de la Plata, exigía una guerra de conquista que ni Francia ni Inglaterra se atrevieron a afrontar a tan larga distancia con un pueblo dispuesto a desangrarse en la defensa. El desengaño de una victoria fácil las alejó de aquí. “El rey francés y el ministro británico –decía por entonces el “Daily News” (1847) fueron engañados entrando en el bloqueo y en las presentes operaciones ofensivas, por la aserción de que Buenos Aires no podía resistir. Ambos se equivocaron altamente”. ¿Quiénes los engañaron? ¡Varela, pues, los unitarios, los argentinos emigrados en Montevideo!

Un día Lord Howden ordena el levantamiento del bloqueo por los barcos ingleses y un año después, a fines del 49, la convención Southern-Arana pone término a la intromisión inglesa en el Plata, dando la razón a Rosas con el reconocimiento pleno de la soberanía nacional, la devolución de los barcos robados, la evacuación de Martín García y el desagravio a la bandera argentina, saludada con 21 cañonazos que dispara en el puerto de Buenos Aires la escuadra de Inglaterra. Los franceses quedan solos en balizas, hasta que, en 1850, aceptan igual solución. El mismo reconocimiento, el mismo desagravio, la misma derrota. Y se van a conquistar la Cochinchina.

Esos son los triunfos finales del país y de Rosas: rotundos, magníficos, indiscutibles, más brillantes, aun, que el de 1840. Será necesario que caiga Rosas para que sus enemigos internos, como precio de su victoria, obtenida mediante la ayuda extraña en la batalla de Caseros, entreguen después los ríos argentinos al dominio internacional, con las consecuencias previsibles que se prolongan hasta hoy.

Por todo esto creemos en el nacionalismo del general Rosas, cuya figura asume en la historia un sentido simbólico. Los antiguos hubieran creado con ella un mito maravilloso. Es la encarnación viva del alma nacional con sus defectos y sus virtudes, en una lucha titánica para existir por sí misma en el mundo. Sus defectos se fueron con él, con la materia perecedera. De sus virtudes ha quedado la obra: la construcción de la nacionalidad. En el estudio desapasionado de su acción, que abarca más de 30 años de nuestras guerras, nadie podrá negarle con verdad estas dos realizaciones fundamentales, cuya comprobación, sí, nos apasiona:

En el orden interno: la construcción de la unidad nacional, como lo reconocía Alberdi.

En el orden exterior: la consolidación de la independencia nacional, como lo reconocía Sarmiento.

 

(11) La cárcel fue un tormento para Bacle, como para cualquier otro prisionero. En cuanto a su delito, que parece negarse, véase lo que dice de él y su confesión Mariano Pelliza, escritor antirrosista:

“Gozando Bacle de la íntima confianza del gobierno (del gobierno de Rosas, naturalmente) y habiendo manifestado hallarse enfermo de gravedad, obtuvo licencia para retirarse al interior y atender a su salud; pero Rosas tuvo aviso de que se había dirigido a la frontera de Bolivia (de Bolivia en guerra con la Confederación) y mantenía correspondencia con el general Santa Cruz. Se le dejó hacer y cuando de regreso a Buenos Aires trató Bacle de pasar otra vez a las provincias, se le detuvo, y registrado su equipaje se hallaron en él planos y papeles que destinaba para el general enemigo”.

Era un espía, un traidor.

“Convicto de su crimen, fue condenado a residir en la provincia de Santa Fe y allí se encontraba cuando el Vicecónsul de Francia, señor Aimé Roger, entabló reclamo, considerando a Bacle súbdito francés”. (Mariano Pelliza, “La Dictadura de Rosas”, pág. 105, edición de “La Cultura Argentina, 1917).

(12) Leemos en el “Manual de Historia Argentina”, de Don Vicente Fidel López:

“Un cierto Lavié, almacenero y proveedor residente en Dolores, había incurrido en raterías y adulteraciones en calidad y cantidad de los efectos que debía suministrar a un cantón militar de aquella frontera. Rosas lo metió en la cárcel, y de ahí lo metió en un regimiento de línea. Otros dos o tres franceses de muy buena fama también, vagos y explotadores de los vecindarios de la campaña, habían sido condenados a la misma pena. Don Pedro Gascogne había comprado en Chascomús un terreno con escrituras imperfectas. El jefe Don Prudencio Rosas, hermano del tirano, le ordenó entregarlo a los que lo reclamaban. Gascogne se resistió alegando falta de jurisdicción contenciosa; don Prudencio lo metió en la cárcel, y después de ocho días lo expulsó con intimación de no volver a presentarse en aquél lugar si quería evitar mayor castigo. Don Blas Despouy había puesto una grasería y curtiembre. Los vecinos se quejaron por las inmundicias, malos olores y mala ubicación del establecimiento. Rosas ordenó que arrasasen la fábrica, y por algunas palabras amenazantes que pronunció Despouy, fue traído preso a la ciudad. Quizá influyó en la conducta prudente del señor Vins de Paysac (a quien sustituyó Roger) la circunstancia de que ninguno de los querellantes merecía o gozaba de grande estimación pública de propios o extraños”.

Estos eran los representantes de la civilización europea por quienes vinieron las escuadras francesas en 1838… y se quedaron hasta 1850!

(13) El texto íntegro de la ley ha sido publicado por Ricardo Font Ezcurra en el apéndice de “La Unidad Nacional”, magnífico alegato en defensa de Rosas  que ha encontrado el silencio como réplica: silencio mantenido a través de dos o tres meses de oratoria sarmientesca, durante los estruendosos homenajes recibidos al héroe del Estrecho de Magallanes.

(14) “Sin ellos (los ingleses y los franceses) Montevideo habría caído en poder del  general Oribe, es decir de Rosas, en muy poco tiempo”. (Vicente F. López “Compendio de Historia Argentina. Período de la Independencia”, pág. 269, edición de 1889).

(15) En realidad el famoso convoy anglo-francés sale para comerciar con los correntinos sublevados. “Volvió a levantarse contra Rosas la heroica provincia de Corrientes –dice Vicente F. López–  y el comercio de Montevideo vio que podía hacer un negocio brillante llevándole un valioso surtido de mercaderías, armas y pertrechos. Las casas inglesas y francesas formaron un convoy, y una escuadra de las dos naciones marchó con él para protegerlo”. (López, obra citada, pág.267).

(16) Para ser enteramente justos, no debiéramos decir “Francia”, sino “el gobierno de Luis Felipe”, al hablar de nuestros agresores. Después de la Revolución del 48, la actitud de aquél país cambió con relación a nosotros. Cuenta Saldías que cuando el ministro en París pasó a saludar al gobierno provisional que sucedió al de Luis Felipe y del cual era ministro Lamartine, fue objeto de particulares distinciones de parte de éste, que antes había llamado a la intervención francesa en el Río de la Plata, “la más escandalosa violación del derecho de gentes”. En aquella oportunidad, Garnier Pagés y otros funcionarios acompañaron a nuestro ministro hasta el carruaje, y la guardia del Hotel de Ville “se formó en dos filas y lo saludó con un “¡Viva la República Argentina!”