martes, 15 de diciembre de 2020

El nacionalismo de Rosas

  REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

Encontramos este artículo de Roberto de Laferrère publicado en la "Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas" N° 2 y 3 de agosto de 1939, quien refuta un trabajo del Sr. Jorge Lavalle Cobo, publicado en el diario "La Nación" en enero de aquél año. Ese artículo Laferrère lo transcribe al final de su obra. Como por su extensión no podemos publicar in totum el trabajo de Laferrère, lo hemos dividido en varias partes y es por ello y para una mejor comprensión del lector, que el artículo de Lavalle Cobo, lo hemos puesto al principio de todo.

EL NACIONALISMO DE ROZAS (1)

Por Roberto de Laferrère

Rosas. "L´Illustration, Jornal Universel" de París

“Rosas no es un simple tirano. Si en su mano hay una sangrienta vara de hierro, también veo en su cabeza la escarapela de Belgrano. No me ciega tanto el amor de partido para no conocer lo que es Rosas bajo ciertos aspectos. Si se perdiesen los títulos de Rosas a la nacionalidad argentina, yo contribuiría con un sacrificio al logro de su rescate. Rosas y la República Argentina se suponen mutuamente: el temple de su voluntad, la firmeza de su genio, la energía de su inteligencia no son rasgos suyos sino del pueblo que él refleja en su persona. La idea de un Rosas boliviano o ecuatoriano es un absurdo. Suprimid a Buenos Aires, sus masas y sus hombres de capacidad y no tendréis a Rosas”- JUAN BAUTISTA ALBERDI.

"Sería de no acabar si se enumerasen las locuras de aquel visionario (Rivadavia) – y la admiración de un gran número de compatriotas– creyendo improvisar en Buenos Aires la civilización europea con sólo los decretos que diariamente llenaba lo que se llamaba 'Archivo Oficial'” – JOSE DE SAN MARTIN.

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Buenos Aires, enero de 1939

Los que persiguen la funesta quimera de rehabilitar a Rosas se aferran a dos aspectos de su figuración: su acción por organizar la República y su nacionalismo. En todo otro orden de ideas, sus plumas vacilantes permiten ver que ellos también sienten que Rosas degradó la dignidad humana y que durante la tiranía se derrumban todos los progresos alcanzados con dolor por el país.

Respecto a la organización nacional no caben ya divergencias. Sabemos que no dejó a Paz hacerla en 1829 con diez provincias, bajo el régimen federal; que en sus veinte años de gobierno no intentó nada para encaminarla; conocemos sus manifestaciones a Jerónimo Costa, después de Caseros, de que nunca pensó en la organización nacional; y ahora  se remacha con la carta que acaba de publicar el doctor Cárcano (2), que dice: “No conviene a la República el gobierno general federativo; luego la República no debe tener ningún gobierno general, y las provincias aisladas como estados deben ligarse solamente por pactos y convenios”.

El nacionalismo es, pues, lo único a tratar. De él voy a ocuparme, limitándome en esta ocasión a los sucesos que terminaron con el tratado Mackau-Arana.

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La Tiranía ha salido del dominio apacible de la historia. La ronquera combativa del militante, la novel propaganda histórica, voceada como si se tratara del sustitutivo de algún difundido específico, dan a esas disciplinas un carácter peculiar. Los historiadores mismos, cuando no traen –por razones ya muy conocidas– su tinta contaminada o no se resignan a no tener nuevos aportes que agregar deshacen la tela de Penélope, para repetir el símil groussaniano.

Aspectos psicológicos de Rosas, jamás desconocidos por sus propios sostenedores, demuestran que él componía con arte su actitud ante la posteridad. La penosa búsqueda de elementos probatorios debe entonces sentar, como regla primera de hermenéutica, la necesidad de aguzar el ingenio para desmontar su perenne y astuto “camouflage”.

Juan B. Terán, que entre los historiadores de esa época deja fuerte impresión por hallarse muy “au-desuss de la mêlée” repetía con la insistencia propia de una fuerte convicción, que sólo quienes no quieren ver no advierten que la postura de Rosas ante nuevos documentos es más grave que ante lo que llamaron la pasión de los unitarios. ¡La pasión de los unitarios! La tuvieron sin duda, en los días de tremendo vendaval que vivieron, pero después, si ella no fue enterrada en Caseros, la severa serenidad de Clío dominó sus voces. La pasión extraviada y enceguecida estaba del otro lado, a empezar por el propio Rosas, que desde allá la insuflaba. Harto conocidas son las cartas en que tenía mano mendicante a Urquiza, pero no lo es tanto aquella otra en la que, al recibir la noticia de su asesinato, expresa sus torvos lamentos a doña Josefa Gómez, carta escrita el 29 de junio de 1870, que se halla en el Museo de Luján.

Al estudiar a Rosas como expresión de nacionalismo, renuncio a ocuparme de su crueldad sin grandeza y –nada de fáciles retóricas– renuncio igualmente a explotar la repugnancia indignada del sentimiento argentino de su modificación de la enseña patria, poniendo negro y rojo en la claridad luminosa de nuestro emblema. Se verá después si en la compleja urdimbre de la personalidad de Rosas hay un solo hilo de oro nacionalista.

Allá por 1898 resucitaban en el viejo Politeama la tragedia de Ducange, “Los seis grados del crimen”, que tanta boga tuvo hace un siglo. Interpretándola ante el delirio admirativo de Santiago de Chile, murió Casacuberta. Al final de cada jornada, mientras caía lentamente el telón, un personaje misterioso cruzaba el escenario, y, paseando su mirada agorera sobre las ruinas ocurridos por acción del protagonista, decía: “¡Primer peldaño del crimen!”             

Así seguía su cuenta. Al enumerar ahora cada uno de los actos que más evidencian la carencia absoluta de sentimiento nacionalista de Rosas, el lector sabrá si debe exclamar lo mismo que el misterioso personaje recordado.

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Rosas fue adversario de la Revolución de Mayo. Su pálida defensa en la carta a doña Josefa Gómez (mayo 2 de 1869, Museo de Luján)  es una confesión. Refiriéndose a los de su familia y a él, dice que “no hemos sido contrarios a la causa de la Independencia Americana”.

            La chispa que enciende súbitamente todas las almas, el nuevo sentimiento que hace explosión en ellas y determina a todos a la acción inmediata, entusiasta, no prende en su glacial indiferencia. Los de mayor quietud conservadora, Vicente López y Planes, Tomás Manuel de Anchorena y así todos, arrastrados por su fervor juvenil, van a las armas y corren a trazar con su sangre las fronteras del país. Un latido nuevo los levanta.  La gesta magnífica empieza, y hasta los que se hallan en otros mundos, sintiendo el hálito mañanero, acuden a ser artesanos de la nación que surge. Irán, escalando nieves gigantescas, a llevar la redención a otros pueblos, y con las alas de sus victorias cubrirán medio continente. Rosas será extraño al bautismo de gloria de la paciente patria.

Rosas se mantiene en su aislamiento utilitario, pero con tan concentrado encono hacia la emancipación, que cuando todos se precipitan, hombres y mujeres, a donar con qué “armar el brazo de ese valiente”, él no da ni un peso para ello. No es amor al orden, sino desamor a la nueva patria, y así en la Memoria presentada a Pueyrredón, que Saldías publica en el apéndice al tomo I de su “Historia de la Confederación”, se filtra la aversión atormentadora de su alma.

Cabe apuntar que no hubo simultaneidad absoluta entre el grito de Mayo y el caos posible. El que buscaba la independencia , movido por ese ardor ignorado la víspera, la quería con fuego juvenil por sobre todas las cosas, y así el orden pasaba a ser un factor secundario, que detenía sólo a los mercaderes. Por añadidura, quien anhelaba el orden tenía que apoyar al que ocupaba el territorio donde debía mantenérsele, y no olvidemos que desde los días iniciales de la guerra de la Independencia, España desapareció de lo que fue el virreinato.

En las actitudes de quienes actuaron en el movimiento literario no había retórica, como no la hay, por arrebatadas que sean las formas de expresión cuando ellas no están vacías de ideal y decisión. Más retórica hay, en verdad, en las dos palabras de un taimado escurridizo que en la grandilocuencia ampulosa del que ofrece y da su vida.

Otro tanto diríase cuando la guerra del Brasil. No he tratado de documentar la actitud de Rosas en circunstancias en que los adversarios de Rivadavia zapaban su autoridad, con peligro para la suerte de las armas nacionales. No afirmo que estaba allí, en la sombra, pero sí observo que cuando otros agregaban un brillante grande como el Koo-i-noor a la corona de nuestras glorias, él, desde su retiro productivo, preparaba una segunda Memoria, publicada igualmente por Saldías en apéndice al mismo tomo I de su Historia, que comienza con estas palabras: “Habiéndose la república empeñado en la actual guerra contra el Emperador del Brasil en circunstancias en que aun se estaban llorando, en esta provincia, los horrorosos desastres que habían causado en sus campos las repetidas incursiones de los indios salvajes…”, que no admiten duda de que no vibraba en su alma ninguna cuerda argentina.

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1829. Los unitarios gobiernan. La escuadra francesa mandada por vizconde Venancourt, está en la rada de Buenos Aires. El jefe francés ha reclamado porque a los súbditos de su país se les ha obligado a prestar servicios en el cuerpo Amigos del Orden. Sus exigencias no son satisfechas. Rosas hacía saber a Venancourt que las naves argentinas surtas en nuestro río tenían la dotación de personal reducidísima, que a bordo de ellas se hallaban prisioneros franceses y 200 hombres  tomados en las Vizcacheras, según consigna el capitán Ratto, a cuyas documentadas referencias me ajusto.

Los federales atacaban dos buques en la Ensenada, tomaban la Maldonado en el Riachuelo. El 21 de mayo a medianoche, el estampido del cañón alarmaba a la población dormida, que subía a las azoteas y veía un buque arder en la rada exterior, y a otros barcos hacerse señales con cohetes.

Al día siguiente, el  Gobierno y la ciudad se enteraban  de que la escuadra de Venancourt, por sorpresa, había quemado nuestra Argentina y tomado posesión de los bergantines General Rondeau, Río Bamba, Balcarce, Belgrano, República y Once de Junio. Espora, que no pertenecía a los buques sorprendidos, acudió a cumplir con su deber, pero fue apresado.

A las 9 de la mañana, desde el Retiro, el cañón rompía el fuego contra Venancourt. Un bote francés con bandera de parlamento traía a Espora para que informara al Gobierno. Lo que sigue es conocido.

           Los 200 prisioneros de las Vizcacheras eran entregados a Rosas, según testimonio del oficial José Ma. González Garaño, que intervino en las negociaciones del gobierno con Venancourt.  Mi amigo Alejo González Garaño es poseedor del documento de su abuelo a que acabo de referirme, y en él afirma que el jefe francés expresó notoria parcialidad hacia Rosas.

Terminado el episodio, Rosas, que no se conformaba con aquello y quería más, dirigía la siguiente comunicación al vizconde Venancourt: “El infrascripto general tiene el honor de dirigirse al señor comandante de la escuadra francesa, para expresarle en su nombre y en el de todos los ciudadanos de la Nación Argentina el más sincero y justo homenaje de reconocimiento por los sucesos que han tenido lugar en los últimos días con respecto a la escuadra nacional, que había caído como consecuencia de la insubordinación del 1° de diciembre en poder de los dichos insurrectos, por haber libertado los prisioneros detenidos a bordo, y otros hechos que demuestran claramente que los agentes públicos de la Nación Francesa han sabido reconocer al gobierno legítimo de la República Argentina y tomar en conformidad las relaciones de estrecha amistad que la República Argentina conservaba hasta el 1° de diciembre con la Nación Francesa.

“El infrascripto ha tenido comunicaciones interesantes del señor Mendeville, cónsul general de Francia, y le ha respondido de una manera satisfactoria.

“En definitiva, el infrascripto general, encontrándose suficientemente autorizado por el poder soberano de la Nación para arreglar y disponer todo lo que considerase como necesario para el restablecimiento de las leyes y en las autoridades legítimas de la provincia de Buenos Aires, requiere de nuevo al comandante a quien se dirige:

“Primeramente  que la escuadra nacional tomada a los insurrectos  no sea devuelta, pero sí guardada cerca y en seguridad; que se tomen los buques nacionales que se encuentran en Paraná; que se permita al infrascripto general  una entrevista, que podrá tener lugar en la Ensenada; que se comuniquen todas estas resoluciones al cónsul general, y, para abrir una comunicación frecuente con el susodicho cónsul general, el comandante de la escuadra facilitará los medios de comunicación necesarios, en la Ensenada, en donde el infranscripto pondrá a disposición del comandante francés la carne fresca necesaria que necesite diariamente para los barcos y navíos que quisiera proveer, o pudiera desear el susodicho comandante.

“El comandante general don Prudencio Rosas (hermano del general) se encuentra en la Ensenada, encargado de proveer al comandante de la escuadra todo lo que necesitara desde Quilmes hasta Tuyú, y en todas las costas y pueblos en donde se encuentren sus tropas, ellas están dispuestas ejecutarlos.

“El infrascripto tiene el honor de saludarlo.

                                                                                      Juan Manuel de Rosas”  (3)

 

Rosas sienta el precedente, y la historia no podría sino desechar sus diatribas de diez años después.

No debo dejar de referirme a un estudio que prepara Alberto Palcos. No tardará en publicarse, En él demuestra, con la severidad documental que todos le conocen, que Rosas subió al gobierno merced al oro inglés, al apoyo de los capitales de esa procedencia.

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El capitán de fragata Héctor R. Ratto es el historiador de nuestras glorias navales. Nada deja en la sombra. Sigue día a día a todas nuestras jóvenes naves de fragilidad heroica, convive hora por hora con cada uno de nuestros hazañosos jefes, documenta con espíritu marino cada una de las acciones de nuestra escuadra. En la página 99 de la biografía de Rosales pormenoriza la actitud de Rosas ante la sublevación del mencionado marino, el 16 de septiembre de 1830.

En la madrugada de ese día, el bravo jefe de tanta luz de heroísmo puso en nuestra bandera, acompañado de un grupo de oficiales y tropa, se apoderaba audazmente de la gloriosa Sarandí, y enderezaba su proa hacia el río Uruguay. Van a unirse con Lavalle, en cuyas filas lucharán.

Ante la desaparición de la nave, las autoridades militares solicitan ayuda de los jefes navales ingleses y franceses anclados en la rada de Buenos Aires. El bergantín británico Algerine, al mando del capitán Talbot; la corbeta francesa Emulation, al del teniente de navío Barral, y la goleta Etoile du Sud, bajo las órdenes del teniente de navío Santi, zarpan a prender a la nave rebelde.

Por segunda vez Rosas recurre a la intromisión armada de las escuadras extranjeras en nuestras luchas domésticas.

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Fuerza es consignar otro antecedente, de estricta justicia después de los cargos hechos a Sarmiento.

Al iniciar la campaña del desierto, el Gobierno dirigía al ministro de Relaciones Exteriores de Chile la siguiente nota, que revela inseguridad en lo que respecta a la Patagonia, y de la que transcribo el párrafo más extraordinario: Dicho documenta ha sido citado en un error de indicación (Archivo General de la Nación, SV, C 35, A 2, N° 6; no S V C 26, A 5, N° 4, como se dijo).

“Se servirá aceptar el aviso que con este motivo se honra de comunicarle de orden del Gobierno de Buenos Aires, por conducto de S.E., permitiéndose anunciar que en la posición en que el ejército argentino se encontrará en la primavera entrante, sería convenientísimo al más favorable y breve éxito, que Chile anticipase al mes de diciembre su cooperación lo más posible que el tiempo diese, internando sus fuerzas hasta los ríos Neuquén y Negro, que para ese tiempo deben obrar por ellos los de este República”.

Rosas no procedía como si la soberanía de estos territorios nos perteneciera.

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En 1824 se hace con Baring Brothers el empréstito de 5.000.000 de pesos que la ley de agosto de 1822 autorizaba al P. E. de la provincia de Buenos Aires a contraer.

Electo Rivadavia presidente, al declararse la guerra al Brasil, el empréstito pasa a la Nación, que emplea esos fondos para fundar el Banco Nacional. Un grupo de amigos de Rivadavia, encabezando él la lista, hace una suscripción y se compromete a pagar los servicios del empréstito hasta un año después de que se celebre la paz con el Brasil.

Disuelto el gobierno nacional, Buenos Aires recobra su autonomía y vuelve la provincia a hacerse cargo de la deuda con Baring Brothers. El año 1828 los servicios se satisfacen con el producto de la venta de las fragatas Asia y Congreso.

Desde entonces hasta 1842, los servicios permanecen impagos. Dicho año los acreedores envían al señor Palicieu  Falconet, a fin de que arreglen con Rosas alguna forma de pago de los catorce años de intereses atrasados.

Insiarte es comisionado para correr con la gestión. Por nota de febrero 17 de 1843, Rosas ofrece (4) las islas Malvinas en pago de los servicios adeudados. Falconet rechaza por no hallar expeditivo el procedimiento. Al año se reitera apremiantemente el ofrecimiento y se pasa nota al ministro en Londres, Manuel Moreno, para que presente la negociación al gobierno del Reino Unido. Nueva negativa de Baring Brothers, rechazo completo de la cancillería británica.

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Estos antecedentes, en que queda juzgado el sentimiento nacional de Rosas, eran indispensables para apreciar debidamente su actitud al producirse el bloqueo francés.

El conflicto es harto conocido, pero es menester recordarlo para dilucidar acerca de los móviles que determinaron a Francia a obrar y compenetrarse de los fines que perseguía.

Los súbditos franceses eran obligados a prestar  servicio militar;  Bacle es atormentado (5) por delitos sui géneris (6); Lavié es condenado sin substanciarse juicio en forma alguna. Roger, cónsul de Francia, reclama y no es atendido. El cónsul pide sus pasaportes y se retira. El contraalmirante Leblanc, jefe de la escuadra, renueva la reclamación de Roger, y no siendo satisfecha, bloquea a Buenos Aires, con propósitos de conquista, se ha dicho.

Vamos a considerar los elementos probatorios. Puede afirmarse que las razones aducidas para evidenciar los sueños de conquista de Francia en esta parte de América, su fiebre imperialista, constituyen las pruebas más acabadas de que aquel país no ambicionaba conquista de ningún género, y que todo ello no fue sino explotación habilidosa de Rosas para atraer adeptos en momentos en que corría grave peligro. Tal afirmación debe repetirse con lento silabeo, como para que penetre en todos los espíritus, espandirla como un verso armonioso. Lo ocurrido con esa documentación es un caso más de esos actos fallidos analizados con sutil elegancia por Freud, que nos muestra a una persona que va a expresar una idea y se la oye articular palabras que significan todo lo contrario de cuanto quería significar, como si del fondo de la conciencia esas verdades subieran a los labios.

Antes de entrar a juzgar al aporte documental de quienes aceptan la idea de que Francia abrigaba propósitos de conquista, subrayemos que las inquietudes europeas no permitían a dicho país aventuras de ninguna índole. Luis Felipe, el Pacífico, “roi bonhomme”, antítesis de las ambiciones napoleónicas, había cortado las alas a todas las águilas. Se hallaba en constante agitación política interna, luchando con renovadas dificultades, y su posición en el tablero internacional se complicaba día a día. La conquista de Argelia le venía de tiempos de Carlos X, la cuestión mejicana no le ofrecía  ninguna compensación, y cuesta entonces admitir que Luis Felipe pudiera, con propósitos de conquista, agregar una tercera expedición a tierras lejanas. Por añadidura, soplaban vientos de guerra en Europa, y Rusia, con insidiosa aplicación, colocaba a Inglaterra en pugna con Francia.

Para afirmar que Francia se proponía apoderarse de estos países, que treinta años antes rechazaron a Inglaterra, se extraen muestras del Diario del almirante Leblanc, de las instrucciones reservadas al mismo y de su correspondencia, todo lo cual se halla en la biblioteca del Jockey Club.

Como queda dicho, Roger reclama; no es satisfecho, y se retira. Leblanc trae instrucciones precisas: entablar reclamación y bloquear. Como a los jefes no se le soplan palabritas al oído, sino que todo se consigna claramente, como con los jefes ingleses en la segunda invasión, habrá que reconocerse que no hay en esas instrucciones a Leblanc una sola palabra que autorice a suponer lo que se ha afirmado. En su diario íntimo, en el que a veces confiesa sus hondas preocupaciones por el giro de los acontecimientos, en su correspondencia, en ninguna de esos documentos se halla término alguno que  dé fundamento a tergiversaciones.

En el Diario de Leblanc se reproduce el acta del convenio con Rivera, en el que se dice que acordaron “no dejar escapar esta ocasión favorable para someter a Rosas o derrocarlo, y establecer la influencia de Francia a la vez en Buenos Aires y en Montevideo”. Curioso sería que Rivera se prestara para que los franceses se adueñasen de su país. El consonante obliga, y hay que encontrar que “establecer la influencia de Francia” equivale a conquista. Igual cosa diría cuando tanto Roger como Martigny y el contraalmirante Leblanc requieren el envío de fuerzas para operar unidos con Rivera y Lavalle; “establecerían –dice– de una manera permanente en el Río de la Plata la influencia de Francia”. Habrá de convenirse en que es una terminología anodina, que todas las cancillerías emplean corrientemente.

Las sugestiones que el jefe naval o los agentes diplomáticos transmitían a sus superiores ministros de Estado, demuestran que esos superiores no habían impartido órdenes concordes con lo que ellos sugerían, sugestiones que no eran tampoco tan ambiciosas. No sería menester otra insistencia; holgaría, pues ello cae con pesada madurez. Pero hay más, en verdad sorprendente: en los propios documentos consultados se detallan las negociaciones con Rosas, que hacen ver el espíritu de arreglo que animó siempre a Francia; hay declaraciones categóricas de Leblanc cuando recibe la comunicación de los Libres del Sur, y se leen también respuestas rotundas de esos ministros de Estado y del propio Rey, negándose con fuerza siempre a seguir las sugestiones de sus subordinados, llamáranse Roger o Martigny, o fuera el mismo Leblanc. Precisemos.

Martigny se ha dirigido al ministro, insistiendo en la necesidad de vigorizar la acción militar, en combinación con los que luchan contra Rosas, y recibe instrucciones del conde Molé, ministro de Relaciones Exteriores, de fecha 12 de octubre de 1838, en que le dice: “En cuanto reciba esta comunicación, debe Ud. entrar inmediatamente en comunicación con el gobierno argentino y proponerle un arreglo bajo bases y formas tales que resulte claramente a los ojos de todos que, lejos de querer humillar a la República e imponerle condiciones incompatibles con su independencia, no le pedimos sino lo que el derecho de gentes nos autoriza a reclamar”; y sigue especificando cuáles son esos reclamos, que no difieren con los presentados al producirse el conflicto.

El mismo Molé desaprueba la alianza con Rivera, y en larga, enérgica nota de marzo 6 de 1839 dice a Martigny que debía evitarse toda ingerencia en los asuntos de estos países. “El único fin de Francia –concluye– al adoptar las medidas rigurosas que ella emplea contra ciertos gobiernos de América, no puede, no debe ser sino hacerse justicia a sí mismo; obtener la satisfacción que le es debida, la reparación que exige por sus justas quejas. No debe mezclarse sino en sus propios asuntos y no en los de los otros”. Luego de insistir en la necesidad de llegar a un arreglo razonable, agrega estas sugestivas palabras: “agotar así una fuente real de complicaciones con algunas potencias, especialmente con Inglaterra y los Estados Unidos”.

Cuando Soult, el héroe de Austelitz, es nombrado ministro de Relaciones Exteriores, Rosas teme un mayor ardor bélico francés, y en el consulado de Montevideo roban el archivo, que, dice Brossard, va a parar a manos del tirano. Se entera así de los fines pacíficos de Soult, y que nada pierde con resistir.

Finalmente, cuando el contraalmirante Leblanc, relevado del mando de la escuadra, vuelve a Francia, obtiene audiencia de su rey Luis Felipe. El marino se empeña en decidir a S.M. al envío de mayores fuerzas para derribar a Rosas, y “se estrella –dice textualmente la última página de su citado diario– con la obstinada resistencia de S.M.”, que no quiere inmiscuirse en cuestiones que no le atañan.

¿Dónde están las pruebas positivas de los sueños imperialistas de Francia?

El conflicto es extraordinario. No puede negarse que Rosas necesitaba una bandera que paralizara a los unitarios para atraerle concursos inesperados, cuando veía su situación amenazada por la Liga del Norte, en Corrientes, y la Revolución del Sur, y Lavalle emprendía su cruzada libertadora. Tomaba esa desesperada bandera y la agitaba, pero nunca creyó comprometido el honor nacional, puesto que él mismo pasa nota al ministro británico para que éste, en su nombre, proponga a los agentes franceses someter la cuestión al arbitraje –“arbitramiento”, dirá Rosas– del Rey de Inglaterra. No cabía el arbitraje si estaba comprometida la dignidad del país. Todo ello consta en el Diario de Leblanc. Los franceses lo hubieran aceptado, previas las satisfacciones debidas.

Es peculiar este conflicto que se plantes en los términos antedichos, sirviendo los mismos de base para todas las mediaciones intentadas, sean las sugestiones del cónsul de Cerdeña, Picollet d’Hermillon, que dos veces interviene; sea la que realiza el comodoro de la armada norteamericana, Nicholson, que contempla la situación con tranquila seguridad. Finalmente, el tratado Arana-Mackau, con el que termina el conflicto, satisface a todas las exigencias presentadas desde el primer momento. ¿Por qué no haberlo arreglado cuando se produjo?  Había que sacar partido de él.

No es posible dilucidar este punto sin subrayar que si Francia hubiere tenido veleidades imperialistas, Inglaterra, que a su codicia siempre alerta hubiera agregado el resquemor de las derrotas de 1806 y 1807, en todo momento haría sentir a aquel país su presencia vigilante. El contraalmirante Leblanc, en un pasaje olvidado de su Diario, no puede reprimir sus indignadas sospechas de espionaje por parte del inglés, al ver aparecer un bote del Acteon cuando Lavalle  se hacía a la vela para emprender la cruzada libertadora.

El Tío Sam, que ponía su orgullo nuevo para invocar la doctrina de Monroe, no la menciona una sola vez, sigue deleitándose sonriente con su pipa y deja que los acontecimientos   desarrollen su curso sin inquietudes.

He analizado con estricta objetividad el asunto, reprimiendo cuanta patriótica virulencia acudía a mi pluma. Dejo evidenciado, no lo dudo, que solamente la necesidad de elevar un pedestal a la figura sin alma argentina de Rosas, se empeña en darle relieve de defensor de la dignidad patria ofendida y presentarlo como expresión del sentimiento nacional.

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El caso de los unitarios en 1838 es bien diferente del de Rosas con Venancourt en 1829. No han de ampararse ellos en el inglorioso precedente. Sorprende que al referirse a esos sucesos se hable de la documentación fehaciente del pacto que los emigrados tuvieron celebrado con los franceses, como si ellos, que procedieron a la luz del día, que hablaron alto, con patriótica dignidad, lo hubiera ocultado. Siempre supimos que el convenio de los unitarios con los franceses, fuera de lo pertinente a la ayuda, fue un anticipo del tratado Arana-Mackau, precisándose detalles para la evacuación de Martín García, mas con la favorable diferencia de que en la convención de los unitarios el árbitro tercero en las indemnizaciones se fijaba de común acuerdo, en tanto que Arana-Mackau  lo dejaban a elección de Francia.

Aquéllos hombres, grandes de alma, que habían hecho la patria, que con su cerebro o con su espada, con sus luces o con su heroísmo habían luchado por la independencia y bregado por elevar al país en grandeza, a lo que Rosas no contribuyó en ninguna forma, y para quienes, por lo tanto, el sublime vocablo traía otro significado que para él, esos hombres no eran presa de supuestos extravíos. Veían a su patria escarnecida, y consideraban un deber superior sacarla de las garras del déspota.

Lavalle vivía en su retiro campestre, explotando su establecimiento ganadero en La Colonia, asociado con mi abuelo. Poseo la correspondencia social. De alguna de esas cartas aquello de que  “Este paso de general a mercachifle no me ha costado nada”. Se había entregado a las faenas camperas. Allí, en 1838, le llegaba todo lo que Rosas decía contra los franceses, y de su agresión a la República; allí recibía cartas apremiantes de los amigos, requiriendo su entrada en la lucha contra el tirano que subyugaba a su patria. Contestaba a Daniel Torres, a Chilavert, en cartas bien conocidas, negándose a participar en la cruzada contra Rosas, aliándose para ello con el extranjero, y juzgando con patriótica dureza a quienes lo hicieran.

Año y medio después, Lavalle, que se había expresado en estos términos, se aprestaba a la acción, aliado con los franceses. No entraba en esa alianza de rondón como Rosas en 1829. Hacer historia es hacer psicología. ¿Qué había sucedido para que Lavalle cambiara de parecer? ¿Qué acontecido para que el ex socio de Rosas, Luis Dorrego  separado de Lavalle por el cadáver de su hermano, se expatriara e hiciera llegar al jefe de la cruzada libertadora toda su simpatía, no participando en la campaña por delicadeza explicable? Toda documentación exige precisar las circunstancias del momento. En esas cartas está la llave del enigma.

Mucho podría negarse a Lavalle, excepto su valor de leyenda y su honestidad maciza. Se le ha retratado con paleta de Dalacroix. De niño, la gloria le tocó con su ala, y va a ser de los que tejen esa epopeya magnífica que, nos da ejecutoria de orgullo como nación. Donde suene el clarín del heroísmo, no será el segundo en acudir. Durante mucho tiempo se tuvo por leyenda aquello de que con dos ayudantes se presentó a medianoche en el campamento lúgubre de Rosas. La leyenda – “on ne prête qu’aux riches” –  probaba así el concepto entre sus pares. En dos cartas a doña Josefina Gómez, que se hallan en el Museo de Luján, Rosas atestigua el hecho y en el relato escrito cuarenta años después del suceso se siente la sorpresa admirativa por el valor de aquel joven al que halló profundamente dormido en su lecho, como transmite igualmente el estupor frío de los centinelas jefes y oficiales, que al oir el nombre del guerrero y verlo aparecer luego, quedaron como petrificados.

Así el héroe. Después el hidalgo. Es conocida la misión del capitán Halley a raíz de celebrarse el tratado Arana-Mackau, en que Francia, al retirar sus fuerzas y desligarse de los unitarios, ofrece a Lavalle reconocer en aquel país su grado militar, y todo lo que ello significa. Lo rechaza sin frases y no se aparta de la línea que le traza su deber contra el tirano. Se apercibe a seguir la lucha, convencido de que marcha a la muerte, y su esposa se lo anuncia en romántica despedida, aseverándole que “si eso sucede, hasta mis cenizas te querrán”. Todo eso no se juega con pasión. Aquel Bayardo, para repetir la obligada comparación con el Caballero sin miedo ni reproche, que se había purificado en la llama dolorosa de Navarro, ¿va por extravío, que no penetra en un corazón fuerte, a arrojar todo eso a los vientos de la maldición de sus conciudadanos? No es admisible, y el historiador psicólogo, con poco escarbar, advertirá que las circunstancias eran absolutamente distintas de lo que Lavalle veía desde la costa de su estancia  en Colonia. En el intervalo habían ocurrido enormidades que desarmaban toda resistencia, al par que adquirido seguridad respecto a los propósitos de Francia. Por eso apoyaba la alianza leal y elevadamente pactada con los franceses (7). Fue un dolor necesario, cirugía de desesperación. Rosas no era la patria, y hacíase imprescindible echar mano de todos los recursos posibles, como que se trataba –no hay retórica en afirmarlo– de un monstruo, el “monstruo tenaz”, para repetir a Ricardo Rojas.

La Comisión de Emigrados Argentinos, conociendo plenamente los fines perseguidos por Francia, podía celebrar con sus agentes una alianza formal para derribar al tirano, sin que ninguna pesadilla turbara su sueño,

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    Hechos como la cruzada libertadora y el movimiento de los Libres del Sur, orgullo de la argentinidad, que nos muestran a seres con la altiva distinción que pone en las almas la execración de los tiranos, y permiten reconocer la esencia de las virtudes nacionales, son sacrificios que dejan sedimento sublime en la conciencia colectiva, necesarios, por ende, para que un pueblo se temple en el fuego de los más sagrados idealismos.

     Los laureles de Lavalle, continúan intactos con estos rocíos de primavera. En cuanto a Rosas, hoy como ayer, mañana a buen seguro como hoy, seguiremos convencidos de que fue colaborador en la grandeza argentina al mismo título en que, al decir de Goethe en su “Fausto”, lo es Satanás en la obra del Señor.

 Jorge Lavalle Cobo

(1) Las generales de la ley se invocan a veces para afirmar la inconveniencia de intervenir en controversias sobre hechos históricos en los que fue actor alguien de la propia sangre. La voz de la sangre ahoga la voz de la justicia, se dice. No debe prejuzgarse. El aporte es lo único a considerar, lo decisivo, y la serenidad penetrante de las reflexiones aducidas, su fuerza persuasiva, la documentación incontrovertible en que se las apoye, demostrarán si los juicios nacen de la tradición familiar o de las más mediatas convicciones.

(2) Ramón J. Cárcano. “Urquiza y Alberdi” , pág. 609.

(3) Compte Rendú des Seances de l’Assamblée Nationale Legislative”, 1849-1850, tomo IV, sesión del 29 de septiembre de 1849.

(4) Informe del presidente del Crédito Público sobre la deuda pública, etc. Págs. 17 y siguiente.

(5) Bacle no fue fusilado. Según la tercera nota de Roger, murió de resultas de los malos tratos. González Garaño ha publicado un interesante estudio sobre Bacle.

(6) Haber escrito una carta a Rivadavia, diciéndole que se fuera a Chile, donde lo esperaba para darle un empleo importante.

(7) Los partidarios de ambos bandos en la guerra de España han de coincidir en su juicio sobre la actitud de los unitarios. Franco pacta alianzas que no pueden justificar quienes condenan a los unitarios. Los gubernistas españoles se inclinarían por razones de otra índole.

 

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I - ROSAS Y SUS ADVERSARIOS

            
El vasto silencio de los historiadores unitarios ha sido roto por el doctor Lavalle Cobo, que no es historiador. El silencio, pues, se prolonga detrás de él, en las sombras de la historia oficial: y el doctor Lavalle Cobo se lanza solo, en una carga de caballería que, como alguna de su vehemente antepasado, es una carga en el vacío: fuera del campo de batalla. Esto será lo que procure demostrar aquí, reprimiendo, a mi vez, cualquier “virulencia patriótica” y con el respeto y la simpatía que por tantas razones, directas e indirectas, me merece el doctor Lavalle Cobo.
Yo tampoco soy historiador, y esto bastaría a excluirme del debate, a no mediar aquel silencio, que también a mí me habilita para ensayar, aunque con “pluma vacilante”, la defensa del General Rosas. Tarea en cierto modo fácil, para quienes no han aprendido en los textos clásicos a ignorar la historia –y hasta la geografía– de su país, y escaparon al peligro de obscurecer en ellos para siempre su visión del pasado. Somos muchos, así, los que estamos aligerados de fantasmas y en actitud de comprender, dentro de las limitaciones naturales de cada uno, el sentido de hombres y acontecimientos desfigurados en las crónicas por los protagonistas de una lucha que ellos mismos nos contaron.
Curiosos de otros libros y documentos, el azar de las lecturas nos llevó a comprobar, con asombro, primero, y con irritación después, que en el relato de este episodio, en la explicación de aquél motín, en la semblanza de tal personaje o en la definición de tal partido, los cronistas no habían respetado la verdad: con lo que perdieron ellos nuestro respeto. Descubrimos que no era indispensable ser eruditos para averiguar que hasta la versión del movimiento de Mayo nos había sido falsificada; que la verdadera independencia nacional fue proclamada por los montoneros del año 20, “contra” el Congreso de Tucumán, y las veleidades monárquicas de los directoriales unitarios; que la Banda Oriental, escarnecida durante años por ciertos hombres de Buenos Aires, había sido “entregada” a los portugueses, en acuerdo secreto con Inglaterra, y que, después de Ituzaingó, nos separó definitivamente de ella la acción de Rivadavia y sus agentes diplomáticos, quienes respondían a las exigencias apremiantes de Cánning, contra la política argentina de Dorrego; que Lavalle, instrumento ciego en manos ocultas, fusiló a Dorrego sin justicia, sin autoridad, sin proceso y sin discernimiento, en un arrebato de granadero, y que las luchas sobrevinientes entre unitarios y federales, “europeístas” y “americanos”, “civilización” y “barbarie”, no representan sino las maquinaciones y arterías de los extraños para romper la unidad del antiguo Virreynato (1), crear cuatro países débiles en el lugar de uno fuerte, oponer la influencia del Brasil a la nuestra en Sud América, consolidar el dominio inglés en el Río de la Plata y sustituir con el tiempo la población nativa –los gauchos de Martín Fierro– con los inmigrantes desarrapados –“Juan Sin Ropa”– y analfabetos, que también representaban la “civilización” de Europa…

Los unitarios
El nacionalismo de Rosas se define, ante todo, por su oposición a los unitarios, quienes desde 1812, con Rivadavia frente a Artigas, hasta después de Caseros, estuvieron siempre al servicio, más o menos deliberado, de aquel plan de dominación extraña. Al juzgar la conducta de sus jefes de las logias secretas, cabe pensar, en su excusa, que les faltaba el sentimiento de la nacionalidad. No lo traicionaron, porque no lo tuvieron. Para los más caracterizados entre ellos, ser argentino era ser porteño, y ser porteño era un fenómeno de cultura personal, rara vez logrado en sus filas, porque, la verdad sea dicha, todo el partido unitario no produjo una docena de espíritus verdaderamente cultos. Los más ilustres, los más famoso hoy, eran literatos o poetas, que, a título de tales, pretendían erigirse en los supremos legisladores de la nacionalidad. En cualquier caso, fueron extraños al país, cosa que tardaron en descubrir, pues por un fenómeno característico de su vanidad, al principio concibieron éste a imagen y semejanza suya, y luego, al comprobar la contradicción, dictaminaron que el país estaba equivocado. Vivieron mirando a Europa, de espaldas a la tierra en que habían nacido, de la que se avergonzaban sin ocultarlo, como se avergüenzan los guarangos modernos. En el fondo no se sintieron nunca compatriotas del hombre del interior o de las campañas de Buenos Aires o de los arrabales porteños. Lo despreciaron, porque se creían superiores a él, cuando sólo lo eran en algunos aspectos, los de su cultura social y libresca, es decir lo menos importante en la vida que les había tocado vivir.
En el origen de su política centralista no hay una doctrina –tan pronto eran republicanos como monárquicos– sino un interés de clase o de grupo que aspira a tener un país propio para gobernarlo e imponerle por decreto –o mejor dicho por ley, pues eran legalistas– la cultura “europea”: no española, ni inglesa, ni francesa, nada definido, sino “europea”, así en abstracto: lo único que no había existido ni podía existir en ninguna parte de Europa. Todo hace creer que confundieron la cultura con las modas de la época y no comprendieron nunca que en la formación de una cultura nacional –de acuerdo al modelo europeo, precisamente– no podía prescindirse de la realidad nacional, el sujeto de la cultura. Pero esta realidad era lo que ellos no aceptaban (2). Querían rehacerla conforme a sus “ideas”, que habían convertido en ídolos. Y sus “ideas” no nacían de la experiencia, en el mundo que vivían: les llegaban, como las levitas, confeccionadas en otra parte.
La desvinculación de las ideas con la realidad es el caos, la locura. Rivadavia, el “visionario”, era ante todo un loco: un loco de la política; su cordura renacía en la vida privada, donde no interesaba a nadie. Sus adláteres –algunos de ellos siniestros por su perversidad sanguinaria– eran también los hombres de las contradicciones y de las incoherencias. Se llamaron unitarios, pero no admitían que la nacionalidad es una unidad moral que se prolonga a través de las generaciones, y conspiraron contra la unidad de raza, de religión, de costumbres, de tradiciones, de cultura, en el pueblo argentino. Así confundieron progreso con sustitución, ignorando que sólo progresa lo que se perfecciona en el sentido de lo que ya es. Y nunca se propusieron el progreso del pueblo argentino, sino su trocamiento en otro pueblo distinto, que no sería hispánico, ni latino ni tendría pasado respetable porque lo habría repudiado. El ideal de los unitarios –que después extremó Alberdi hasta el absurdo de las Bases– consistía en hacer del argentino real un ente tan descaracterizado como las propias imágenes con que sustituían las ideas ausentes. Los hombres de la realidad se levantaron contra ellos y los expulsaron del país. En eso consistió su tragedia de desterrados.
Pero antes habían llevado a la política el desorden de sus “ideas”, convulsionando a las catorce provincias con sus tentativas de predominio ilegítimo (3). Al aproximarse el año 20, comprobado su fracaso en el gobierno y sintiendo que el suelo temblaba bajo sus pies, creyeron que el país se hundía con ellos, porque ellos eran el país, y pidieron el Protectorado de Inglaterra o mendigaron en España y en Francia –¡y hasta en Suecia!– un monarca extranjero. Repudiados, con la Constitución de Rivadavia, que era su obra maestra, utilizaron a Lavalle sublevado para iniciar la guerra civil. Cuando el orden se salvó con Rosas, conspiraron contra el orden, siempre a la zaga de los extranjeros, para establecer aquí “la influencia de Francia”, o para desmembrar la nación, después de declararla disuelta, o para entregar los ríos interiores al dominio internacional, o para garantizar en forma perdurable la independencia de las antiguas provincias segregadas.
¿Traidores? La palabra es terrible y desagradable de aplicar, si no es en un sentido metafórico. Preferible es creer que Florencio Varela, por ejemplo, llegó a ser un desarraigado sin patria, ciudadano de una República inexistente, que había perdido en el exilio cualquier resto de solidaridad con los hombres de su tierra (4). No olvidemos, por los demás, que con los unitarios militaron algunos guerreros de la independencia y que un patriota como Chilavert siguió también la política de Montevideo, hasta descubrir su entraña, antes escondida a sus ojos, que no eran de lince. ¿Cuántos habrán estado en la misma situación de engañados? Esto nunca lo sabremos. El General Paz rechazó el proyecto de separar a Entre Ríos y Corrientes de la Confederación Argentina que sometió Varela a su aprobación (5). Pero ese mismo rechazo de Paz, la sorpresa de Chilavert y los escrúpulos que más de una vez confesó Lavalle antes del 40, prueban que el fondo de la conspiración unitaria era sombrío y que convenía mantenerlo oculto. Esa gente no “procedía a la luz del día”, como cree el doctor Lavalle Cobo.
En general, y aunque nos cueste reconocerlo a los que también somos sus compatriotas, podemos decir con verdad que esa política que consistió, desde sus comienzos, en negar el país, y concluyó conspirando contra su integridad territorial, era en sí misma una traición a los hombres de la Conquista y de la Revolución. Era una traición a la historia, a los antepasados: una traición de los hijos a los padres (6).

La figura de Rosas
Frente a esa política, tan obcecadamente mantenida, la figura de Rosas se agiganta como la del principal defensor de la nacionalidad, en una lucha a muerte que dura, para él, más de treinta años. Es el representante de lo argentino, de lo nuestro, en conflicto con los extraños, cuyos propósitos hostiles nada tenían que hacer con la Civilización ni con la Cultura, brillantes chafalonías con que se buscaba deslumbrar a los incautos. Ese es el sentido que tiene Rosas para nosotros, los que procuramos rehabilitar su nombre, por eso ilustre, ante las nuevas generaciones. En vano se insistirá en renovar los viejos motivos de repudio, calificando lo nacional de “bárbaro” y de “salvaje” en un curioso empeño de exhibirnos ante los demás como un pueblo de inferiores. No lo creemos. Se podría probar sin esfuerzo que en ninguna otra parte del mundo el hombre de la tierra ha sido superior al gaucho, ni tan rico en calidades esenciales, ni tan susceptible de un rápido perfeccionamiento individual. En vano también se procurará restaurar las viejas diatribas personales contra Rosas. Están demasiado desacreditadas.
¿Era inclemente? No nos interesa. No fue clemente Moreno con Liniers, ni Castelli con Nieto, ni Rivadavia con Alzaga, ni Bolívar con Policarpa Salabarrieta, ni O’Higgins con los Carrera, ni Urquiza con Chilavert. ¿Lo era acaso Sarmiento cuando se regocijaba en público por el fusilamiento del héroe de Martín García, proclamaba la necesidad de asesinar a Urquiza o aconsejaba a Mitre que “no ahorrase sangre de gauchos”? (7)
Rosas, que no gobernó un día, fusiló muchos unitarios. Se nos ha enseñado que las luchas entre éstos y los federales era una simple lucha de partidos en desacuerdo por doctrinas políticas, como podría serlo la de los radicales y conservadores de hoy, si tuvieran doctrinas. Pero esto es falso. A partir de 1838, esa lucha tuvo el carácter de internacional que los unitarios por propia voluntad le dieron al sumarse a los extranjeros que guerreaban contra el país. Acaso seguían creyendo que el país eran ellos, pero este error no valía para Rosas, ni puede valer hoy para nosotros al juzgar a Rosas y a sus adversarios (8). Sorprendidos en sus maquinaciones, eran fusilados como Ramón Maza, o muertos en la persecución que seguía a las batallas, como Berón de Astrada o en la exaltación que su propia conducta provocaba en la ciudad bloqueada y humillada por las dos escuadras más poderosas de la tierra. No necesitó iguales motivos Urquiza para matar a todos los soldados de la división Aquino, en las mismas calles de Buenos Aires. ¿Abusos? Mil se habrán cometido, como en todas las épocas de guerra civil, en Francia, en España, en Inglaterra, en Alemania, en Italia (9). Como se cometen actualmente aquí, en plena era de paz democrática, con motivo de cualquier acto electoral: en San Juan, hace poco tiempo. Con sólo los asesinados en el siglo XX, por razones políticas, podríamos construir otras tablas de sangre como las de Rivera Indarte.
Pero los fusilamientos de Rosas no son objetables en su época y en las circunstancias del país, que vivía bajo la ley marcial. Sólo en los pueblos bárbaros, formados por tribus o bandas, no se castiga con la máxima severidad a los que conspiran contra las autoridades para derrocarlas, en momentos de un peligro nacional. Las pasiones de entonces eran candentes; los juicios con que unos a otros se condenaban, lapidarios. Era “acción santa matar a Rosas”, según el lema de Rivera Indarte. Había que colocarse a la recíproca. Lavalle mismo fue despiadado al condenar la unión con los franceses antes de aceptarla en una de sus frecuentes desviaciones. Los rosistas de hoy no la hemos calificado con igual virulencia. “Los dos diarios de Montevideo –escribía el general– están de acuerdo sobre la unión con los franceses… Estos hombres, conducidos por un interés propio muy mal entendido, quieren trastornar las leyes eternas del patriotismo, el honor y el buen sentido; pero confío en que toda la emigración preferirá que la revista (una de las publicaciones unitarias) la llame estúpida a que su patria la maldiga mañana con el dictado de vil traidora”.
Más tarde, Lavalle cambió de opinión; Rosas, no. ¿Con qué violencia no hubiera obrado aquél, en la posición de éste, contra los que llamaba “viles traidores”? Aterra pensarlo, cuando recordamos el drama de Dorrego, fusilado sin causa…

Rosas y la unidad nacional
El doctor Lavalle Cobo le censura a Rosas que no hiciera la organización nacional. ¿Quién lo hizo antes de él? ¿Quién pudo hacerla? ¿Y cómo podía Rosas darnos la organización nacional en medio de la guerra que durante los 17 años de su segundo gobierno le llevaron sus enemigos internos en alianza con los bolivianos o con los franceses o con los ingleses o con los paraguayos o con los brasileños o con los orientales de Rivera o con todos a la vez?
Hizo mucho más que eso, sin embargo. Nacido a la política como reacción espontánea contra la anarquía de los partidos, sofocó por la fuerza de una guerra victoriosa y las artes de la diplomacia más sutil, a todas las facciones adversas: lo mismo que los unitarios habían ensayado antes, pero sembrando la ruina y el desorden. Así impuso en los hechos, en la realidad inconmovible de las cosas, la unidad nacional y creó en el país el hábito de la obediencia y el respeto a la autoridad (10). Y ese hecho fundamental no le será nunca suficientemente agradecido por las generaciones del futuro que reflexionen con serenidad y con lucidez sobre el proceso de la formación argentina.
Su empresa era la de la fuerza en acción: la violencia, la guerra, únicos métodos capaces de restaurar el orden de un país convulsionado por los anarquistas y amenazado desde el exterior. Una Constitución escrita, de la que emanase el poder capaz de dominar el desorden, hubiese creado el despotismo permanente, para Rosas y los que le siguieran. Si, por temor al despotismo, se creaba un poder constitucional moderado, su debilidad en las circunstancias nos volvería a la anarquía o violaba el Gobierno la Constitución con el pretexto de sostenerla. Con estos mismos argumentos, Facundo Zuviría, presidente de la Convención del 53, sostuvo al iniciar ésta sus deliberaciones que no había llegado todavía el momento de dar una Constitución escrita al país. Era partidario de una autoridad de hecho o fundada en convenciones circunstanciales, que pudiera ejercer el poder con todo rigor, sin comprometer ningún principio permanente. Las razones que defienden a Rosas eran las de Zuviría, su enconado adversario político de 30 años.
Rosas sabía, por lo demás, que la Constitución no podía ser la obra suya, sino la consecuencia de su obra. Que ésta, la pacificación del país, no había concluido lo prueba el hecho de que, en definitiva, los rebeldes concluyeron con él. Pero nadie podrá negarle la gloria de haber constituído la nación en los hechos con sus empresas de treinta años, desde el 20, en que sofocó por primera vez la anarquía, hasta el 52, en que entregó las provincias unificadas a sus vencedores ocasionales. El acuerdo de SAN NICOLAS fue el acuerdo de los gobernadores de Rosas.
Lo que sucedió después de Caseros, lo justifica aún más ante la historia. Urquiza quiso hacer lo que Rosas no había hecho y atrajo consigo a los unitarios, en un prematuro ensayo de organización nacional. Con los unitarios en el partido gobernante, creó el cisma en el gobierno mismo. Rota la unidad de Rosas, no vino la unidad de Urquiza, sino la anarquía de los unitarios otra vez, pero con ellos dueños de Buenos Aires. Diez nuevos años de guerra civil, acaso los más sangrientos de todos, otros diez de revueltas y de tumultos, de persecuciones y de injusticias, y el asesinato de Urquiza, siguieron al derrocamiento de Rosas, mientras el extranjero, que había atisbado pacientemente la oportunidad propicia a sus intereses, sacaba los mejores frutos de una victoria de armas, que, lejos de ser una victoria de los argentinos, se convirtió con el tiempo, en la más grande derrota de su historia. Caseros. 

(1) La Revolución de Mayo de 1810, como lo prueba el Acta-Constitución del día 25, declaró la autonomía del territorio comprendido en el Virreinato del Río de la Plata. De ahí pues que el Cabildo reconociese en la Junta la autoridad suprema en todo ese territorio, cuya unidad política había sido establecida por la propia España. Lo declarado entonces por el pueblo de Buenos Aires fue aceptado después por los demás pueblos y si los errores cometidos en seguida por los partidos que predominaron en la ciudad porteña trajeron como consecuencia la constitución de cuatro de ellos en entidades independientes, no deja por eso de ser cierto que la tradición revolucionaria  de Mayo nos impone la reconstrucción de la vieja unidad perdida, por el esfuerzo común de uruguayos, paraguayos, bolivianos y argentinos.
Ese era el pensamiento político de Rosas.
En cuanto al interés brasileño en la destrucción de la unidad del antiguo virreinato, oigamos los que dice Baptista Pereyra en su “Civiliçaçao contra Barbarie”, 1928:
¿Por qué tentaríamos modificar ó mappa Sul-Aamericano? A lei suprema das nações é o interesse. O nosso estava na equilibrio platino. A expressão póde afigurar-se abstracta. Mas é realmente concreta. O que ella significava para o Brasil entra pelos olhos a dentro: era a differenciação (separación) das tres nações platinas, (Argentina, Uruguay, Paraguay), pelo espirito nacionalista peculiar a cada uma, era a formação de tres nacionalidades que na prosecução dos seus destinos se afactarían (alejarían), cada vez mais de idea de um grande imperio ispano americano, que constuiría perpetua amenaça para o nosso”. (Citado por Roberts).
(2) Decía el padre Castañeda: “Eche Vd. una ojeada rápida sobre la conducta de nuestros políticos en la década anterior, y verá que en vez de fomentarlo todo lo han destruído, todo no más que porque no está como en Francia, en Londres, en Norte América, ni en Flandes. Todo ni más ni menos como Tales Milesio están mirando a otra parte menos al suelo donde pisan; olvidan sus cosas propias, y codician las ajenas para quedarse sin las unas ni las otras como el pueblo de la fábula” (La Matrona Comentadora de los Cuatro Periodistas, número I, págs. 8 y 9). 
En el N° 6 del mismo periódico, págs. 92 a 94, agrega: que nuestros políticos: “…se han persuadido que Dios sólo está en Francia, en Inglaterra, en Norte América y en todas partes menos en España y en Sud América, siendo así que en donde menos se piensa salta la liebre. ¿Cómo hemos de tener espíritu nacional si en lo que menos pensamos es en ser lo que somos? Nosotros somos hispano-americanos, íbero-colombianos, y esto hemos de ser siempre, si queremos ser algo; pero nosotros, empeñados en reducirnos a la nada, de repente somos ingleses, a renglón seguido andamos a la francesa, de ahí a la italiana; otra vez a lo protestante, de ahí a lo filósofo incrédulo  y en fin según el librito que hemos leído en la nota precedente”. (Tomo estas transcripciones del libro “Unitarios y Federales”, de Avelina M. Ibáñez). 
(3)  “Mientras en la capital se disputaba con gracia y con ingenio en los estrados aristocráticos, en los gabinetes de nuestros estadistas, en los clubs y en los cafés sobre las ventajas de la centralización, las poblaciones del interior se agitaban a impulso de entidades simpáticas a la multitud, y el poncho de sus jefes se levantaba como insignia en esas llanuras que convidan a la libertad de la naturaleza, y donde las hojas escritas por el doctor Porteños eran arrebatadas por el Pampero, como las de los árboles”. (José Tomás Guido. “Escritos Políticos”, artículo sobre “Nuestros parlamentos”). 
4) “Florencio Varela –dice Alberdi en el tomo XII de los “Escritos Póstumos”,  “Ensayos  sobre la sociedad, los hombres y las cosas de Sud-América”, edición de 1900–  ,  Florencio Varela ha vivido conspirando los 18 o 20 años de su vida pública. Tomó desde joven, parte activa en la revolución del 1°de diciembre de 1828, hecha por el general Lavalle, por el gobernador Dorrego, asesinado oficialmente. Vencida esa revolución, se refugió en Montevideo, en 1829, y desde entonces conspiró allí con toda fuerza levantada contra el gobierno de Buenos Aires, argentina o extranjera, no importa: se ligó al Paraguay, a las provincias, a los orientales, a los franceses…” (pág. 42). “Estudios, doctrinas, dogmas, literatura, todo en él ha sido y cedido en él a su necesidad capital de atacar y destruir el gobierno de su país, porque estaba desempañado por Rosas” pág. 42). “Por las doctrinas de su vida pública representa el desorden, la conspiración, la guerra, con nobles miras, es verdad (Alberdi también odiaba a Rosas y conspiraba con Varela), pues combate al tirano de su patria, pero con armas y medios que pueden servir en manos menos patriotas y juiciosas, para combatir la causa de su país mismo” (págs. 44 y 45) “Allí (en un escrito) enseña el que la disolución del Congreso de 1827 trajo la de la Nación Argentina como cuerpo político y su conversión en tantos estados soberanos e independientes capaces de tratar  con el extranjero como provincias” (pág.45). “Sus escritos ofrecen una lectura peligrosa para la juventud” (pág.46). “Su Protocolo de 22 de junio de 1840…es la mejor prueba y ejemplo de ese extravío, si se le compara con ese tratado internacional (Mackau-Arana) que hace pedazos, que él niega y desconoce y deprime y arrastra por el fango, como si no fuese ley de su país ni otra cosa que un monstruo de traición y felonía. Sin embargo, ese tratado es ley de su país hasta hoy mismo, mientras que las piezas  de su Protocolo sólo son piezas de comedia, que a él mismo lo harían reír hoy día” (págs. 46 y 47).
El Protocolo a que alude Alberdi es el que sellaba la alianza de los unitarios con los franceses y lleva las firmas de Varela, Alsina, Cernadas, Portela y Gregorio Gómez. 
(5) “Cuando el señor Florencio Varela –dice el general Paz en sus Memorias– partió de Montevideo a desempeñar una misión confidencial cerca del gobierno inglés, el año 1843, tuvo conmigo una conferencia, en que me preguntó si aprobaba el pensamiento de separación de las provincias de Entre Ríos y Corrientes; mi contestación fue terminante y negativa. El señor Varela no expresó opinión alguna, lo que me hizo sospechar que fuese algo más que una idea pasajera, y que su misión tuviese relación con el pensamiento que acababa de insinuarme. Yo, obrando según la lealtad de mi carácter, y no escuchando sino los consejos de mi patriotismo, y en preocupación de lo que pudiera maniobrarse subterráneamente a este respecto, me apresuré a hacer saber al comodoro Purvis y al capitán Hotham, que mi opinión decidida, era que se negociase sobre estas dos bases: Primera, la independencia perfecta de la Banda Oriental. Segunda, la integridad de la República Argentina, tal cual estaba. No tengo la menor duda de que estos datos fueron transmitidos al gobierno inglés, y que contribuyeron a que el proyecto no pasase adelante por entonces. El señor Varela desempeñó su  misión  a la que se ha dado gran valor,  y por lo que después hemos visto, y de que hablaré a su debido tiempo, me persuado de que hizo uso de la idea de establecer un estado independiente entre los ríos Paraná y Uruguay, la que se creía halagaría mucho a los gobiernos europeos, particularmente al inglés”.
“Estos mismos (los partidos del proyecto) habían lisonjeado desde mucho tiempo antes, a los orientales, con el de reunir esas mismas provincias a la República del Uruguay, sin lograr otra cosa, que eludirlo y hacerlo cada día más impracticable”.
“Lo particular es, que para recomendarlo (el proyecto) se proponía probar que era utilísimo  a la República Argentina. Que se adoptase como  arma para debilitar el poder de Rosas, se comprende; pero que se preconizase como conveniente a nuestro país, es lo que no me cabe en la cabeza” (Memorias del General Paz, págs. 280 y 281, edición de “La Cultura Argentina”, 1917).

(6) En el “Facundo” de Sarmiento se leen estas palabras que no deben olvidarse: “…Los otros pueblos americanos que indiferentemente e impasibles miran estas luchas i estas alianzas de un partido arjentino con todo elemento europeo que venga a prestarle su apoio, exclaman a su vez llenos de indignación: “Estos arjentinos  son mui amigos de los europeos”, i el tirano de la República Argentina se encarga oficiosamente (!!!) de completarles la frase, añadiendo: ¡Traidores a la causa americana! Cierto! dicen todos! traidores! esta es la palabra! Cierto! decimos nosotros; traidores a la causa americana, española, absolutista, bárbara. No habéis oído la palabra salvaje que anda revoloteando sobre nuestras cabezas? De eso se trata de ser o no ser salvajes”. 

(7) En Europa se aplicaban las mismas medidas de represalia feroz. A la caída de Napoleón, siguieron represalias  terribles contra  sus partidarios y todos los que, por acompañarle, habían abandonado a los Borbones, fueron inmolados como traidores. El Mariscal Ney fue  fusilado por sentencia de la Cámara de los Pares. La misma suerte padecieron el coronel Labedoyere, el general Mouton-Duvenay y otros oficiales del ejército imperial. Joaquín Murat, el rey de Nápoles, fue también pasado por las armas y cuando estalló la insurrección de Grenoble, un tribunal prebostal condenó a muerte a todos los sediciosos. No se salvó a uno, por piedad.  

(8) En Véase, entre tanto, cuáles eran las “Máximas de política  y de guerra” de la Comisión Argentina  en Santiago  de Chile, publicadas por los diarios en 1844: “Es menester emplear el terror para triunfar en la guerra. / “Debe darse muerte a todos los prisioneros y a todos los enemigos. / “Debe manifestarse un brazo de hierro y no tenerse consideración con nadie. / “Debe tratarse de igual modo a los capitalistas que no prestan socorro. / “Es preciso desplegar un rigor formidable. / “Todos los medios de obrar son buenos y deben emplearse sin vacilación. / “Debe imitarse a los jacobinos de la época de Robespierre”. / Juan Gregorio de las Heras, Domingo Oro, Domingo Faustino Sarmiento, Luis Calle.

(Publicado por Zinny, “Historia  de los Gobernadores”, volumen II, pág. 185, “La Cultura Argentina”, 1920).

(9) La verdad surge muchas veces en la pluma de los más violentos detractores de Rosas. Don Vicente F. López ha sido tal vez el más encarnizado de todos. Le llama “loco atrabiliario”, “ánimo feroz”, “monstruo”, y habla de “sus caprichos estrafalarios”, de “su siniestra autoridad”, de “su hipocresía audaz y humillante” y de su poder “bárbaro”, “detestable”. Todo esto es literatura, adjetivación, estilo, en que se advierte la exaltación verbal del romanticismo de la época. Pero de pronto Don Vicente Fidel nos sorprende con estas confesiones cuya lectura someteremos a la meditación del lector: “La victoria redobla las soñadas crueldades  del Tirano. Pero no se piense que en él eso proceda de un instinto animal y de mera ferocidad: esto está bueno para los brutos como Artigas (!). Rosas es Romano: calcula y combina en una esfera más alta, más imperial. En él todo es propósito político, previsión sistemática y nivelación científica de las prominencias sociales  por medio de la línea del terror” (“Compendio de Historia Argentina”, pág. 257, edición 1889).

He ahí, la confesión de que Rosas es el tipo de dictador que ha surgido en todos los pueblos de la Civilización para sofocarla anarquía, “déspota patricio –dirá en otra parte el mismo López– de rasgos imperiales, clásicos en toda forma: recio, gubernamental, inclemente, sin escrúpulos, en lucha abierta y ruidosa con nacionales y extranjeros para consolidar su poder en el centro de una gran capital histórica”. (“Manual de la Historia Argentina”, págs. 400 y 401, edición 1896).

 “Vendrá después el día de la clemencia; porque su fin político no es destrozar ni hacer añicos los pueblos como el bruto de Artigas(!), sino reunir los elementos simétricos de la vida social, garantizar su quietud, y amalgamar  su compactibilidad bajo la ley del miedo común. El terror no es en sus manos sino un medio de gobierno, y no el mero instinto de la bestia: es monstruo pero es monstruo patricio y de alcurnia: Sila, Tiberio. He ahí la obra de Rosas en 1840!” (“Compendio, pág. 257).

Se ha pretendido que ese régimen duró 20 años. López lo desmiente. Garantizada la quietud y el orden, la coacción cesa.

“El terror ha consumado ya su obra en el interior del país. Ya no hay cuidados internos. La mano inclemente baja el látigo. Los feroces seides de ayer se oscurecen hoy, se humanizan, y el árbitro omnipotente parece haber puesto su espíritu en bonanza satisfecho con el fin de su tarea”. (“Compendio” pág. 260).

No hay crímenes ni salteos en la ciudad ni en la campaña, y si acaso alguno se comete, el criminal o los criminales en grupo son traídos a la mansión del gobernador en Palermo y fusilados allí unos tras otros con una regularidad geométrica inalterable; allí, a media cuadra del corredor donde él (Rosas) lee su diario en la mañana, sin siquiera volver la vista al ruido de los balazos”. (“Compendio”, pág.  264)

Los unitarios preferían fusilar gobernadores, en medio del desorden. En 1828, mataron a Dorrego; en 1831, ya habían decidido matar a Rosas. La anarquía eran ellos mismos.

(10) “Las dificultades mismas que ha presentado la caída de Rosas –dice Alberdi en las Bases, pág. 213, adición Cruz– son una prenda de esperanza para el orden venidero. El poder es un hecho profundamente arraigado en las costumbres de un país tan escaso en población como el nuestro, cuando es preciso emplear cincuenta mil hombres para cambiarlo. Lo hemos cambiado, no destruido en el sentido de poder. El poder, el principio de autoridad y de mando, como elemento de orden, ha quedado y existe, a pesar de su origen doloroso. La nueva política debe conservarlo en vez de destruirlo. La disposición a la obediencia que ha dejado Rosas, puede ser uno de esos achaques favorables al desarrollo de nuestra complexión política, si se pone al servicio de gobiernos patriotas y elevados. Nuestra política nueva sería muy poco avisada  y previsora, si no supiese sacar partido en provecho del progreso del país de los hábitos de subordinación y de obediencia que ha dejado el despotismo anterior”.