jueves, 31 de marzo de 2022

La justicia colonial y los esclavos

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

62 

En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.

En el periódico El Tradicional  N° 64, de febrero de 2006, se publicó este artículo sobre el acceso de los esclavos a la Justicia.


Justicia negra

Por Daniel Claudio Zorrilla

Aún desde antes de la Real cédula que en 1791 autorizara la introducción de esclavos negros en las colonias españolas y hasta el repentino proceso que en el corto lapso de cincuenta años produjo, de manera no tan comprensible, su total y absoluta desaparición; en la sociedad rioplatense existió una considerable y hasta numerosa población esclava negra, con los vaivenes que señalaron la libertad de vientres declarada por la Asamblea del año 1813, el tratado que en 1840 terminó con el tráfico esclavista y finalmente el dictado de la Constitución de 1853 y la variopinta mestización consiguiente (zambos, pardos y mulatos). Todos ellos vivían en aquél Buenos Aires de antaño una especial situación dado que no eran destinados a tareas forzosas e inhumanas como ocurría en otras partes de América y del mundo, en ingenios y plantaciones azucareras, tabacaleras y algodoneras. Lo más frecuente era que fueran dedicados, a más del servicio doméstico, al aprendizaje de algún oficio y, ya en dominio de esta habilidad, a realizar trabajos para aquellos que solicitaban sus servicios, produciendo así una lucrativa ganancia para sus amos quienes amortizaban lo invertido en su compra en no muchos años, lo cual era considerado el salario que el esclavo debía oblar a su amo. Era, en muchos casos, el medio de subsistencia de su dueño especialmente cuando ésta era una mujer soltera. También se los alquilaba, aumentando así las rentas que recibían sus propietarios.

Esto que fue muy común para la época de la creación del virreinato (1776) provocaba ciertos abusos como consecuencia de la mucha liberalidad que el sistema de alquiler daba a los esclavos, desinteresándose sus dueños rentistas por el modo o lugar donde pasaban aquellos su tiempo.

En la campaña en tanto, la ocupación principal de los esclavos eran las faenas de campo, la agricultura y la ganadería, conchavo ésta que exigía un trabajo menos intenso y denigrante que la cosecha del algodón o el azúcar en el caribe, el Brasil o los Estados Unidos (donde vivían en barracas, algunas veces hasta encadenados, con una escudilla de magra comida diaria y con laboreo de sol a sol, casi sin descanso). Aquí en el extremo sur trabajaban como peones asalariados junto a los negros y mulatos libres, los mestizos y los blancos, diluyéndose los distingos entre ellos. Convertirse en gaucho era una de las experiencias más liberadoras para un esclavo, pero a veces se tornaba peligrosa para el conjunto social, a tal punto que debió ponerse en vigencia una legislación especial contra los “negros alzados o cimarrones” que se dedicaban a delinquir. Se concluye entonces que, si bien los negros esclavos eran de la pertenencia de su patrón e integraban su fortuna (como señaló Paul Groussac en su biografía de Liniers) la vida en esclavitud en estas comarcas no era comparable a la sufrida y padecida en otros sistemas, atendiendo claro está a los usos, creencias y convenciones sociales de la época. Tales circunstancias produjeron en la colonial ciudad de la Santísima Trinidad, nuestra Buenos Aires, que los esclavos pudieran inclusive acceder a la justicia, hecho impensado en otras sociedades esclavistas. Pese a que este acceso era, en general, restringido a pocas personas, primordialmente pertenecientes a la clase principal, otros sectores pudieron, en menor medida, lograrlo, y entre ellos, también los esclavos. Si bien fuera en forma excepcional, restringida y contando con la autorización de sus amos la que podía ser suplida con la representación del Defensor General de Pobres. Vemos entonces que las más de las veces eran éstos acusados o reclamados por personas libres o por otros esclavos y debían defenderse; pero en ocasiones podían asumir el rol de demandantes aun en contra de sus propios amos, sobre todo en caso de castigos excesivos o restricciones inhumanas, registrándose situaciones como las de doña Clara Echenique, que en 1785 azotó a su esclava Francisca atada a una escalera y la mantuvo luego engrillada y en ayunas durante tres días, por lo que tuvo que ser hospitalizada (AGN).

De esta judicialidad da noticia y ejemplo este caso de 1808 en que Luis Antonio, esclavo del Real Colegio de San Carlos, solicita se justifique su reticencia y se le otogue “papel de venta”. En razón del exceso incurrido en el castigo, que su patrón el rector del colegio, intentaba aplicarle.

“q.e me manda vajase los calzones p.a castigarme (por q.e después de dar cumplim.to alas obligaciones en q.e me tiene emplead salgo a adquirir p.a ponerme un trapo y p.a mi muger y mantener mi vicio: que nada de esto me sufraga, ni permite él q.e lo busque) yo, aunque infeliz de oscuro nacim.to tengo vergüenza, y mi edad y estado, no permitio obedecer a su injusto mandato”

Don Luis de Chorroarín, a la sazón el rector, acusa al esclavo de andar como libre, sin sujetarse a su autoridad y ausentándose sin permiso: “A este extremo llego la desvergüenza de este negro: y tanto ha sido menester p.a.q.e yo me resolbiese a mandar a baxar los calzones p.a q.e otro negro le diese unos azotes. No suplicó, hizo desmostración alguna de sumisión, sino q.e paladinam.te me dixo q.e no se dexaba castigar, porq.e no tenía delito...” y continúa con esta advertencia:

“En visto delo expuesto espero que V:S: tome una provd.a q.e contenga los excesos de los negros del Colegio, á q.e alcanza mi autoridad, por haberse puesto en un pie de insubordinación q.e los hace no reconocerla. Ya tengo en trato otro negro por no poderlo sobrellevar: y el mejor negro del Colegio se halla en el mismos estado de insubodinación q.e este. Estas son consecuenquencias dela disolución del Colegio, y seran mucho peores si este negro sale bien con esta burla q.e ha intentado y...me parece q.e se le deben castigar sus delitos aunque no sea mas q.e por el fin parcial del escarmiento de los demas, y p.a cohibir la insolencia de los esclavos q.e toca en lo mas alto q.do no contentos en desobedecer a los amos, se avansan a calumniarlos ante las autoridades como ha hecho este conmigo...”

(AGN, Tribunal Civil D-2, expediente.2; ídem. Íd, fs.656 y vta.; dem, íd., fs.658; íd.íd., fs.660 y vta.)

La participación activa de los esclavos en la Reconquista de la ciudad, junto a los hombres libres, en 1806 (de la cual en este año se conmemorará el bicentenario) acentuó su afán por manejarse como libres y defender su dignidad. Estos podían entonces en el Buenos Aires colonial, demandar judicialmente, ante el Alcalde o Juez, frente a un abuso o avasallamiento cometido en su contra, violando la reglamentación del trabajo que debían realizar o las obligaciones que les debía sus amos.

Este solo caso, entre una innumerable cantidad de otros similares vale como ejemplo de que la incipiente protojusticia Argentina despuntaba así su posterior amplitud y grandeza de principios.

Invasiones inglesas - Sobremonte

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

61 

En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.

En el periódico El Tradicional  N° 64, de febrero de 2006, se publicó este artículo sobre el marqués de Sobremonte.


1806 - Bicentenario de la Reconquista - 2006

Los Protagonistas (I)

El Virrey Sobremonte, un desafortunado estratega

por el Dr. Ismael R. Pozzi Albornoz


Sobremonte
Marqués Rafael de Sobremonte
(1745 - 1827)


Seguramente ningún otro funcionario de la época colonial concita mayor prevención e inquina que el destinatario de esta nota, siendo indudablemente su desacertada conducción durante la invasión inglesa de junio de 1806, la que reiteró en el nuevo ataque británico del año siguiente, lo que le significó ese baldón que aun hoy perdura. Y sin embargo, oportunamente, el Cabildo  porteño, genuino órgano de representación popular, supo oficiar al Rey en tono de súplica “... que se digne por un efecto de su paternal amor dispensar a estas Provincias la gracia de conferir el mando en propiedad al Marqués de Sobremonte, pues que en ello se interesa nada menos que la felicidad pública, el bien de estos remotos vasallos y la prosperidad del Estado” (1), dando con esto una prueba de la mucha estima que por entonces se le tenía. Por eso, frente a tan opuestos pareceres bien vale preguntarse ¿quién fue en realidad este controvertido personaje?, y para obtener una respuesta justa nada mejor que esbozar una semblanza del mismo.


Un nobilísimo origen

Nació en Sevilla el 27 de noviembre de 1745, hijo del marqués Raimundo de Sobremonte y de doña María Ángela Núñez Carrasco Angulo y Ramírez de Arellano. Su aristocrática prosapia no ameritaba un origen ancestral, porque era fruto del liberal criterio instrumentado por los Borbones tendiente a premiar con tales concesiones regias el esfuerzo y la lealtad demostrados por los más eficientes servidores de la corona. Así un real decreto del 19 de enero de 1761 había conferido el marquesado a don José de Sobremonte (2), en reconocimiento a su ímproba tarea como gobernador de Cartagena de Indias, y a su muerte, el 6 de marzo de 1764, pasó a su hermano Raimundo quien era oidor en la Real Audiencia sevillana y que lo ostentó hasta su óbito, el 24 de agosto de 1775, en que el título revirtió en la persona de nuestro biografiado cuando no había cumplido todavía los treinta años de edad. Para entonces el flamante marqués ya había acumulado una interesante experiencia, pues desde el 19 de septiembre de 1759 revistaba con estado militar al haber ingresado en esa fecha al cuerpo de las Reales Guardias Españolas, pasando luego al Nuevo Mundo en 1761 consecuente con su ascenso a teniente de infantería y destinado al Regimiento Fijo de Cartagena. Pero el inhóspito clima tropical mortificó su salud, y luego de tres años de guarnición en aquel punto debió regresar a la Península en busca de cura para sus dolencias, desembarcando el 24 de junio de 1764. Ya recompuesto, se le comunicó su traslado al norte de África agregado al Regimiento de Victoria, recalando en la plaza de Ceuta. Allí se desempeñó a satisfacción de sus superiores, alcanzando las jinetas de capitán el 4 de abril de 1769; y cuando su unidad fue movilizada para reforzar la guarnición americana de Puerto Rico, con ella marchó a dicha plaza, donde permaneció por espacio de un lustro. Puntilloso cumplidor de las estrictas Ordenanzas vigentes, disciplinado y capaz, sus valedores en la corte hicieron presente tales condiciones ante el soberano, quién lo gratificó con el cargo de Secretario en la Inspección de Infantería mediante una real orden del 19 de octubre de 1776. En tales funciones se encontraba, y gestionando su ascenso a teniente coronel con el visto bueno de sus superiores, don Nicolás de Labarre y el Conde de O’Reilly, cuando le fue comunicada otra regia disposición, datada en 29 de enero de 1779, designándolo Secretario en el flamante Virreinato del Río de la Plata. Así, el 1° de enero del año siguiente, y luego de un demorado viaje, tomó posesión de sus nuevas funciones, contando Buenos Aires con otro distinguido vecino y el virrey Vértiz y Salcedo con un nuevo y laborioso colaborador.


Impecable y progresista funcionario

Finalmente el 23 de junio de 1781 recibió los despachos del grado militar que solicitara, y la buena noticia de que habiendo Vértiz sugerido al Rey la división en dos intendencias de la extensa gobernación del Tucumán, proponía para que se hiciera cargo de la de Salta a Sobremonte en virtud de que “... su buena conducta es constante y notoria a todos, su inteligencia en asuntos militares cabal, su desempeño en lo que está a su cargo pundonoroso, activo y muy eficaz; y le descubro también una particular inclinación a la formación de estos Cuerpos de Milicias, y a cuanto concierne para su arreglo, tratando estas materias con perfecta inteligencia...”(3) . Pero cuando finalmente el 7 de agosto de 1783 se decretó la partición propuesta, fue a la de Córdoba, cuya jurisdicción además de ese territorio mediterráneo abarcaba los de La Rioja, San Juan, San Luis y Mendoza, adónde marchó Sobremonte; por haberse destinado a Salta al antiguo y diligente gobernador del Tucumán don Andrés de Mestre.

Trece años permaneció en aquel cargo, desde el 7 de noviembre de 1784 al 6 de noviembre de 1797, concretando allí la mejor gestión realizada por un funcionario español (4). Es que su tarea como gobernador intendente fue realmente ponderable en todos los aspectos de la administración que regenteó.

Así, desde el punto de vista militar priorizó la lucha contra el indio buscando terminar con el flagelo de sus constantes malones; con tal propósito mejoró y reforzó los fortines existentes en su jurisdicción, de modo que para 1795 los incipientes asentamientos que se establecieron aparecían protegidos por una línea que encadenaba a los de Las Tunas, Santa Catalina, Loreto, San Rafael de Loboy, San Carlos del Tío, Pilar, San Fernando de Sampacho, San Bernardo, San José del Bebedero y San Lorenzo del Chañar, teniendo su sede la Comandancia General de Frontera en el de Punta del Sauce (5). Para proveer a su defensa organizó y depuró las tropas, integrándolas en 77 compañías que formaban cinco regimientos con un total de 5.770 hombres.

En cuanto a la obra pública, aun hoy pueden verse en Córdoba capital las huellas de su gestión y desde la terminación del famoso “cal y canto” (o “la cañada” al decir de los lugareños) que contiene y regula las aguas del riacho famoso evitando sus cíclicos desbordes, hasta el trazado del casco urbano con su plaza principal y el primer paseo llamado entonces de La Alameda y que hoy lleva su nombre, se nota el empuje de ese empeño edilicio. Y otro tanto sucedió en el interior de su jurisdicción, siendo prueba de ello la apertura de un camino real que llegando a la ciudad de Mendoza pasaba por la de San Luis. En materia de educación levantó veinte escuelas en diferentes curatos rurales y propuso aumentar la cantidad de cátedras en la Universidad para mejorar la ilustración de sus gobernados, incrementando también los subsidios destinados al Colegio de Montserrat. La creación de la Enfermería de Mujeres en el hospital de los padres betlemitas y de una primera farmacia (actualmente expuesta en el museo de la capilla de San Roque) fueron testimonios de su preocupación por la salud pública. Finalmente, su labor civilizadora se perpetuó en un número de fundaciones como no las realizó ningún otro. Así, habiéndose encontrado oro en San Luis erigió en esos yacimientos las poblaciones de Guachi en el cerro de San Bartolomé y La Carolina. Mientras que a la vera del mencionado camino real levantó otros cinco pueblos: los cordobeses de La Luisiana, La Carlota, Concepción del Río Cuarto, Corocorto y el de San Carlos en Mendoza. Tan brillante gestión tuvo su premio, pues a su término y a instancia de su apoderado en la corte, Antonio de Larrazábal, solicitó y obtuvo del monarca ser dispensado del juicio de residencia “en consideración a la notoria integridad en que se ha conducido en su gobierno, sin queja de persona alguna”.


Un nuevo destino

Con tales antecedentes no sorprendió que cuando el virrey Antonio Olaguer Feliú fue llamado a Madrid para hacerse cargo del Despacho Universal de Hacienda, junto con la designación del Marqués de Avilés como su sucesor, en la real orden del 10 de noviembre de 1797 se dispusiera que Sobremonte ascendiera a Subinspector General de las Tropas veteranas y de milicias del Río de la Plata y Cabo subalterno de aquel.

Nuevamente desarrolló una ímproba tarea, mejorando la instrucción y disciplina de las tropas confiadas a su jefatura, al punto que pronto estuvo en condiciones de emprender una campaña contra los portugueses que usurpaban parte del territorio oriental, a los que enfrentó, luego de una agotadora marcha de más de cien leguas bajo el abrasador sol estival, obligándolos a retirarse hasta la costa norte del río Yaguarón, y recuperando las poblaciones de Cerro Largo y Melo. Sin embargo su mejor aporte lo constituyó la redacción de un célebre plan o Reglamento para las Milicias disciplinadas de Infantería y Caballería del Virreinato de Buenos Aires, que aprobado el 14 de enero de 1801 por Su Majestad casi sin modificaciones fue “mandado observar inviolablemente”. Incluso para verificar en los hechos la nueva organización y práctica contenidas en ese cuerpo normativo, el 10 de mayo de ese año se realizó en la costa uruguaya un simulacro de desembarco y ataque a Montevideo (6) a cargo de una fuerza capitaneada por Liniers, que fue repelida por las tropas defensoras del lugar alistadas a órdenes de Sobremonte, quien probó en la ocasión tener una notable capacidad militar y don de mando.

Se encontraba precisamente en aquella ciudad cuando el 11 de abril de 1804 falleció el virrey Joaquín del Pino y Rosas, y la Real Audiencia, a cargo transitorio del gobierno, cumpliendo con lo legalmente establecido procedió a abrir los pliegos de providencia o “de mortaja” fechados en julio de 1800, y como el candidato señalado en el primero de ellos, Juan Antonio Montes, ya había muerto, se rompieron los lacres del segundo haciéndose público que Carlos IV designaba virrey interino al Marqués de Sobremonte. De inmediato el nombrado se trasladó a Buenos Aires y recibió el mando el 28 de abril, adquiriéndolo en propiedad el 6 de octubre.


El previsible ataque inglés

Llevaba pues más de dos años de ejercicio en la máxima función virreinal cuando se produjo la primera invasión formal de los británicos. Y fue en el contexto de este delicado trance cuando afloró cierta inexplicable faceta de su personalidad, representada por una pertinaz contradicción que afectó todo lo vinculado con la conducción de las operaciones destinadas a repeler ese ataque, desconcertando con órdenes encontradas a la propia tropa y facilitando el triunfo del enemigo.

Comenzó por desoir la clara advertencia que el gobernador de Montevideo, Pascual Ruiz Huidobro, le había hecho ya el 12 de junio en el sentido de haberse avistado por la vigía de Maldonado “… una escuadra compuesta de ocho buques que a pesar de lo fosco o neblina del horizonte opinó el tercer Piloto de la Armada don José Acosta y Lara ... ser navíos o fragatas de guerra, las cuales pueden desde luego creerse fundadamente son enemigos...”(7); y cuando en la noche del martes 24 la presencia intimidante de esas naves le fue confirmada por Liniers desde su puesto en la Ensenada de Barragán, recién entonces atinó a ordenar que se activara el servicio de señales por faroles que ponía en alerta a las lanchas cañoneras y navíos fondeados en el estuario.

Luego, al día siguiente, partió con numerosa comitiva hasta el Riachuelo donde había decidido se constituyera la principal línea defensiva de la ciudad, ordenando el desplazamiento hacia allí de un fuerte contingente de tropas veteranas y de milicias, así como de numerosas piezas de artillería, indicando que el único objetivo sería la protección a todo trance del puente de Gálvez (el actual Pueyrredón lindante con el partido de Avellaneda) paso que comunicaba al ejido urbano con el Sur, desde dónde venían marchando los enemigos. Pero sin embargo al anochecer de esa misma jornada, cuando Miguel de Azcuénaga, comandante de los Voluntarios de Infantería, solicitó al responsable de la defensa del mismo, coronel ingeniero hidráulico Eustaquio Giannini, órdenes de cómo proceder porque los ingleses habían llegado a la orilla opuesta, obtuvo por respuesta “... que hicieran lo que quisieran o pudieran, pero que ante todo debía cumplirse la orden de Su Excelencia de quemar el puente”.

Otro tanto aconteció con el empleo que hizo de la artillería. Porque si bien inicialmente –como ya se señaló- tanto en la orilla norte del Riachuelo como en sus aledaños Sobremonte ordenó emplazar numerosas piezas de diferentes calibres, incluidas las que había traído consigo el Subinspector Pedro de Arce en su repliegue desde Quilmes, formando así una potencial barrera de fuego prácticamente infranqueable; en la noche del 26 de junio mandó retirar tres cañones de “a 4” y un obús, que eran justamente los elementos de mayor poder ofensivo, con destino al Fuerte, sin dar razón para ello y dejando seriamente desprotegido el sitio, que así fue batido fácilmente al otro día.

Sin embargo nada superó al pésimo ejemplo que terminó dando ante sus mismos subordinados, quienes terminaron por abandonarlo. Cuando los invasores iniciaron el ataque al puente de Gálvez, el virrey resolvió trasladarse desde la casa de Antonio Dorna donde había pernoctado hasta lo que llamó lugar “próximo” al combate: la quinta de los padres betlemitas ubicada a 45 cuadras de donde se luchaba. Ubicado en el mirador de la misma y siguiendo con su anteojo de campaña las operaciones, iba exponiendo a los oficiales que los acompañaban los diferentes momentos de la acción, cargando a su relato con un énfasis triunfalista tal que terminó por asentir cuando su yerno, Miguel Marín, se dirigió exaltado a la tropa con un: “A ellos hijos, que retroceden”, siguiéndose una movilización de todo ese efectivo, unos 1.300 jinetes, con Sobremonte a la cabeza, convencidos esos hombres que atravesarían el Riachuelo por el Paso Chico atacando al enemigo por su retaguardia, el que al quedar entre dos fuegos sería aniquilado. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando, ya entrando la columna por la calle Larga de Barracas (actual avenida Montes de Oca), se ordenó enfilar con rumbo a la ciudad y llegando a sus arrabales torcer con dirección noroeste hasta los corrales del Miserere (hoy Plaza Once de Septiembre) ubicados a más de legua y media del lugar donde continuaban combatiendo los defensores de Buenos Aires. Aumentando el general desconcierto cuando desde allí se ordenó proseguir sin pausas hasta el Monte de Castro (barrio de Floresta), en donde, haciendo finalmente un alto, les manifestó Su Excelencia la intención de dirigirse a Córdoba acompañado por su familia que en ese lugar se le había reunido. La respuesta de esa tropa fue inmediata, y el mismo Marqués en carta remitida a Ruiz Huidobro, fechada en Cañada de la Cruz el 1° de julio, claramente la explica: “Se me desertó la gente, y quedando reducido a unos 150 hombres me retiré a Luján para establecer mi campamento”.

Por último, y con apenas diferencia de horas, designó el 26 de junio en Barracas como jefe de la plaza de Buenos Aires al coronel de ingenieros José Pérez Brito, señalándole que debía defenderla “sin reparar en los perjuicios que pudiese ocasionar en la ciudad y sus edificios”, para reemplazarlo poco después por el brigadier José Ignacio de la Quintana a quien, desde el Monte de Castro, le ofició en cambio: “... haga lo que buenamente pueda, no sea cosa que por hacer una resistencia obstinada tenga que sufrir la ciudad y su vecindario”.

Estos ejemplos mencionados son más que elocuentes para ilustrar la extraña conducta de Sobremonte al diseñar su estrategia militar, factor que, insistimos, contribuyó no poco a facilitar el momentáneo triunfo de los invasores.


NOTAS

(1) ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN (en adelante AGN), Acuerdos del extinguido Cabildo de Buenos Aires, 1803-1804, Leg.18, f. 317.

(2) Según LUIS ENRIQUE AZAROLA GIL el título fue oficialmente creado por Real disposición expedida en el palacio de Buen Retiro el 6 de marzo de 1761 por su majestad Carlos III, instituyéndose un “mayorazgo de la casa de su apellido que radicaba en Aguilar del Campo, actual provincia de Palencia”, cfr. del citado autor. Apellidos de la patria vieja, Buenos Aires, 1942, p, 27.

(3) Carta N° 430 del virrey Juan José de Vértiz a José de Gálvez, cit. por JUAN BEVERINA en Las invasiones inglesas al Río de la Plata, 1806-1807, Tomo I, Círculo Militar, Volumen 244 - 245, Buenos Aires, Taller Gráfico de Luis Bernard, 1939, p. 533.

(4) En realidad su gestión se inició oficialmente el 29 de noviembre de 1783, pero por acuerdo del virrey Vértiz con el intendente general Francisco de Paula Sanz, Sobremonte fue subrogado en el cargo por el doctor José Joaquín Contreras, al considerar aquellas autoridades que su presencia al frente de la Secretaría del Virreinato resultaba imprescindible para la conclusión de ciertos asuntos pendientes de importancia para el real servicio.

(5) Ver mi artículo Un histórico fortín: Punta del Sauce, publicado en “El Tradicional”, Año 6, No 51, mayo de 2003, p.1 y 12.

(6) Este tipo de operaciones tan común en la capacitación de los ejércitos modernos causó entonces sensación, al respecto puede leerse con provecho un artículo de JUAN BEVERINA titulado Un simulacro de desembarco en Montevideo en 1801, aparecido en “La Prensa”, Buenos Aires, Año LXI, N° 20. 968, del 12-1-1930, segunda sección, p. 2, col. 1 a 3.

(7) AGN, IX, 26-7-7.

jueves, 24 de marzo de 2022

Invasiones inglesas - Estandarte con la imagen de la virgen

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

60 

En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.

En el periódico El Tradicional  N° 64, de febrero de 2006, se publicó este interesante artículo. 


Las Invasiones Inglesas al Río de la Plata

LA VERA IMAGEN DE LA VIRGEN EN EL ESTANDARTE REAL DE LA VILLA DE LUJÁN
Por el Dr. Guillermo Palombo

Todos los elementos de información de que dispongo concuerdan que en la noche del 21 al 22 de julio de 1806 llegaron a las plazas de San Isidro, procedentes de Montevideo, Juan Martín de Pueyrredón y algunos amigos suyos, con un exhorto o proclama del gobernador de aquel punto, Pascual Ruíz Huidobro, dirigido a los pobladores de la campaña de Buenos Aires, convocándolos a alistarse a las órdenes de sus enviados, aprontándose para apoyar la expedición que, al mando del capitán de navío Santiago Liniers, salió de Montevideo el día 22 en auxilio de los habitantes de Buenos Aires, ocupada por el ejército británico. Pueyrredón y sus amigos se dirigieron a la frontera para iniciar la recluta de voluntarios y establecieron su campamento en la villa de Luján. El día 29 o el 30 de junio de 1806 se cantó una misa solemne en la iglesia de Luján, el cabildo enarboló en el balcón consistorial el estandarte real de la villa, y el cura párroco lo entregó al sargento Tomás de la Rubia (Cayetano Bruno: Historia de la Iglesia Argentina, Tomo VII, Buenos Aires, 1971, pág. 86) y las fuerzas iniciaron su marcha hacia la costa para esperar el desembarco de Liniers que estaba en Colonia, o, según otras fuentes, se dirigieron al campamento de Perdriel.

Museo del Circulo Criollo El Rodeo





Estandarte con la imagen de la Virgen de Luján




Museo del Círculo Criollo El Rodeo







Don Enrique Udaondo refiere que los primeros contingentes reclutados por Juan Martín de Pueyrredón en julio de 1806 no tenían un estandarte que les sirviera como símbolo de reunión, por lo que el cabildo de la villa de Luján les ofertó y entregó, para ese efecto, su estandarte real, tal como consta en el libro de acuerdos de dicha corporación, donde se dejó constancia que dicho estandarte “es el mismo que se juró en esta villa y no tiene este cabildo cosa mayor que pueda ofrecer en servicio y defensa de la Patria, pues por un lado iban las armas de nuestro católico monarca y del otro el retrato de la Purísima Concepción de María” (La Villa de Luján en los tiempos de la Colonia y en la Época de la República, Luján, 1927, pág. 15). Por otra parte, del primer libro de acuerdos del cabildo de Luján surge que al momento de su erección como Villa se nombró y juró solemnemente como patrona a la Virgen de Luján, y que por esa razón su real estandarte, de damasco carmesí, lleva de un lado las Armas Reales y del otro la imagen de la patrona de la villa, bordadas por las monjas del Convento de Santa Catalina, en Buenos Aires, por encargo de Juan de Lezica y Torrezuri (Enrique Udaondo: Reseña Histórica del Monasterio de Santa Catalina de Sena, Buenos Aires, 1945, pág. 45).
¿Cómo era el estandarte real de la villa de Luján?
Hace un año, las autoridades del Círculo Criollo El Rodeo me consultaron para establecer la naturaleza de un estandarte que se guarda en su museo: es de fondo blanco y ocupa todo su campo una imagen bordada de la Virgen de Luján sobre la cual hay una corona real. Según una versión recogida, se habría tratado del estandarte usado por las fuerzas que acompañaron a Liniers en las jornadas de la Reconquista, en 1806. Pero al ver el estandarte, no me fue difícil reconocerlo como el mismo que puede apreciarse en una pintura existente en el Museo de Luján, mandada ejecutar por don Enrique Udaondo en el tiempo que fuera su director: en dicho cuadro aparecen en primer plano unos jinetes frente al cabildo de Luján, en tiempos de las invasiones inglesas, y uno de ellos porta el referido estandarte, que no era otro que el estandarte real de la villa.
Sin embargo, el estandarte original de la villa era distinto. Basta para ello reparar en la imagen de la réplica de dicho estandarte que reproduzco como ilustración: es de fondo carmesí, y la imagen de la Virgen es distinta de la que aparece en el estandarte del Círculo El Rodeo.
Esta última nos presenta la imagen de la Virgen de Luján tal como es en la actualidad, pero la otra es distinta y condice con la descripción que de la misma hiciera en 1885 el P. Jorge María Salvaire, reproducida por Monseñor Juan Antonio Presas: “La imagen de Nuestra Señora de Lujan es pequeña en altura: mide unas diecisiete pulgadas. Sus facciones son menudas, pero bien proporcionadas. El rostro es un óvalo. El semblante modesto, grave y al mismo tiempo dulcemente risueño [...] La frente es espaciosa; los ojos grandes, claros y azules; las cejas negras y arqueadas; la nariz algo aguileña, la boca pequeña y recogida, los labios iguales y encarnados cual rosa, las mejillas sonrosadas. Mira un tanto hacia la derecha. El color del rostro aunque muy agraciado, es un tanto amorenado. Tiene sus delicadas manos, asimismo bien formadas, juntas y arrimadas al pecho, en ademan o movimiento de quien humildemente ora. El ropaje de la talla se compone de un manto de color azul, hoy muy amortiguado, sembrado de estrellas blancas, debajo de dicho manto aparece una túnica de color encarnado. Los pies de la Santa Imagen descansan sobre unas nubes, desde las cuales emerge la media luna, que tradicionalmente se pone debajo de las plantas de la Virgen Inmaculada, y luego como jugueteando inocentemente entre aquellas nubes, descuellan cuatro graciosas cabecitas de querubines, con sus pequeñas alas desplegadas de color ígneo...”. Se trata de una referencia fehaciente que disipa cualquier incertidumbre (Nuestra Señora de Luján en el Arte, Florida, Ediciones Paulinas, 1981, págs. 13-15).
Ya en los lejanos años de doña Ana de Matos, la sagrada imagen original típicamente paulista de la Virgen de Luján, fue vestida ocultando el ropaje primitivo, debió ser recubierta en 1904 con planchas de plata para evitar la desintegración de la arcilla de que está fabricada. Pero antes de proceder a esa operación se tomaron varias fotografías como la que Monseñor Presas reproduce en la página 17 de su libro. Todas estas pruebas dan como resultado que la imagen original de la virgen coincide con la descripción del P. Salvaire y con la imagen bordada en el estandarte real de Luján es el de la imagen original de la virgencita, tal y como la describió el P. Jorge María Salvaire en 1885.



Imagen de la Virgen de Luján bordada en el estandarte real de la Villa de Luján

Réplica en el Museo de Luján






Con posterioridad, al formalizarse el cuerpo de Voluntarios Patriotas o Húsares de Pueyrredón, dicha unidad devolvió al cabildo de Luján su estandarte real y adoptó uno propio, que fue bendecido en la Catedral de Buenos Aires, por el obispo, el 21 de septiembre de 1806 como lo consignan Juan Manuel Beruti (Memorias curiosas, en Senado de la Nación: Biblioteca de Mayo, tomo VI, pág. 3.680); el anónimo Diario de un Soldado (Buenos Aires, 1960, pág. 67) y una certificación otorgada por Santiago de Liniers del 4 de octubre de ese año, publicada por el Museo Mitre(Documentos del Archivo de Pueyrredón, tomo l, págs. 54-55) en que se da cuenta que en el referido día “se bendijo y enarboló el real estandarte de dicho primer escuadrón”, que debió ser de iguales medidas a las de los cuerpos de Ejército, de damasco carmesí, y en su centro el escudo de las Reales Armas bordado de plata, sobre cuya cabeza debía inscribirse la leyenda “Voluntarios de Caballería de...”, tal como lo disponía para los regimientos de caballería el artículo 4 del Capítulo IX del Reglamento para las milicias disciplinas de infantería y caballería del virreinato del Río de la Plata, del año 1801.
El estandarte que conserva el Círculo Criollo el Rodeo reproduce la imagen de la Virgen de Luján con su ropaje moderno que cubre el antiguo, tal como se ve en el cuadro que menciono al principio, y no es por lo tanto la imagen original de la Virgen tal como fue bordada por las monjitas catalinas en el estandarte real de la villa, pero no obstante ello tiene méritos suficientes como para que luzca, por título propio, al frente delos desfiles tradicionalista que habrán de conmemorar este año la gesta patriótica de aquellos paisanos de 1806, que la tradición se encargó de transmitido y la historia ha perpetuado en los anales argentinos.

martes, 22 de marzo de 2022

Pacto del Pilar - Oscar Denovi

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

59 

En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.

En el periódico El Tradicional  N° 64, de febrero de 2006, se publicó este artículo del Dr. Oscar Denovi. 


El Pacto que no rigió de "Iure" pero lo hizo de "Facto"

Por el Dr. Oscar Denovi  


Oscar Denovi
Al finalizar la década iniciada en 1810, la guerra civil que había principiado entre 1814 y 1815 en diversos puntos de la geografía patria, insinuaba su prolongación en las Provincias Unidas del Río de la Plata, después de un largo período de levantamientos en contra de Bs.As. Los bandos en pugna estaban dispuestos a todo. Los unitarios de Buenos Aires, tozudamente, a imponer su forma de ver la conducción del país y la cultura y sentido filosófico de la vida política, con la supremacía de la ciudad portuaria, y las ideas en ella desarrolladas, habían consumado la organización unitaria en el papel, sancionando la Constitución de 1819. Las provincias rechazan dicha constitución unitaria (con cierto sesgo aristocrático y corporativo) y dicho rechazo provoca el inicio del descabezamiento del régimen directorial, al promover la renuncia de Pueyrredón. 

Además de su identificación con los intereses portuarios, sostenedores del unitarismo, Pueyrredón para desembarazarse del “Protector de los Pueblos Libres”, cabeza visible durante la mayor parte de la década del bando federal, había favorecido, por omisión o activamente, la invasión portuguesa de la Provincia Oriental en 1817. Los mecanismos sustentadores del poder porteño -que habían sostenido el esfuerzo de guerra por la independencia con sus incontables recursos- comenzaban a brindar el chirrido propio de los engranajes oxidados.

La caída de Pueyrredón -advirtió que su sector político social, (la burguesía comercial porteña) estaba derrotado, que era imposible sostener una situación que más tarde o más temprano terminaría en aplastamiento del puerto por el interior- verdadera causa de su renuncia desde una perspectiva interpretativa, se continuaría en acontecimientos opuestos al pensamiento y sentimiento que abrazaban los hombres que lo acompañaron desde 1816 (había sido nombrado por el Congreso de Tucumán), y que su proyecto monárquico de coronación del príncipe De Luca, tratado con Lafitte en Buenos Aires, donde éste había sido destacada como agente, jamás llegaría a buen puerto.

Su renuncia, (22/4/1819, aceptada por el Congreso el 9/6/1819) era parte de una avalancha de acontecimientos que habían comenzado en 1818 con la reanudación de la guerra por la liberación de Santa Fe (Santa Fe dependía de Buenos Aires, nominalmente desde 1814, en que comenzó su gesta libertadora) lo que motivó al Directorio a impartir la orden de retroceder hacia Córdoba al Ejército del Norte, que queda inmovilizado después de ser neutralizado en Fraile Muerto por las fuerzas santafesinas de López, que a su vez, en una guerra de recursos (guerrillas) hacen lo propio al ejército de Ramón Balcarce, en el sur de la provincia (Rosario). El plan original era que Balcarce atacaría al “Patriarca de la Federación” por el Sur, y Bustos, el jefe del otro ejército, desprendido del Ejercito del Norte, lo hiciera por el Oeste. López, con esa ventaja militar, logra con Belgrano el armisticio de San Lorenzo (12/2/1819) (1). Pero otros acontecimientos se suman a la avalancha: El coronel Bernabé Aráoz se subleva en Tucumán (11/11/1819) y aprisiona a Belgrano. Rondeau, sucesor en el Directorio desde junio, ordena a San Martín repasar los Andes y traer el ejército, pero la renuncia del Gran Capitán 21/6/1819, ratificada luego el 4/9/1819, después de aceptar una licencia (julio de 1819) otorgada por Rondeau ante su primera renuncia, desbarata la intención de contar con ese ejército para contener a los litorales. Los hechos desfavorables se acrecientan con la sublevación del Ejército del Norte en Arequito, 8/1/1820, cuando se dirigía a Buenos Aires en sus tramos finales, y terminarán por arrollar a los porteños en Cepeda -la batalla de un minuto- el 1/2/1820, (2) en momentos en que se había concretado la invasión de la provincia directorial, por fuerzas santafesino-entrerrianas al mando de Ramírez y López – la avalancha había terminado con el reinado porteño como poseedor del Gobierno Nacional, gobierno incapaz a lo largo de la década, de comprender la realidad de su cuerpo, que eran las provincias.

Después de diversas alternativas, en la que tiene papel político el Cabildo de Bs.As. es nombrado Sarratea gobernador, frente al general Soler, cuyas inclinaciones políticas hacia los federales lo tornan desconfiable para esa burguesía que pretendía mantener los privilegios económicos que le daba el puerto.

Los triunfadores de Cepeda pretendían obtener de Buenos Aires la identificación de la provincia con el rumbo del movimiento del que sus territorios -Entre Ríos, Santa Fe y la Banda Oriental- formaban parte y se constituían en intérpretes de la Nación entera, dadas las manifestaciones mas o menos concordantes de los pueblos (3) de otras provincias.

Así se concreta el Pacto de la Capilla de Pilar, del 23 de febrero de 1820.

Dicho pacto estableció: 

En su Art. 1° “que el voto de la Nación, especialmente las provincias de su mando, se han decidido por la forma de gobierno de la federación, que de hecho admiten. Pero que debiéndose declarar dicha forma por diputados libremente elegidos por los Pueblos, se someten a sus deliberaciones. Elegidos dichos diputados por cada provincia, deberán reunirse las tres dentro de los sesenta días, en el convento de San Lorenzo, Pcia. de Santa Fe....y como están persuadidos que todas las Provincias de la Nación aspiran a la organización de un gobierno central, se comprometen a invitarlas y suplicarles concurran con sus diputados...

En su Art.2° “Allanados todos los obstáculos entre las Provincias de Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe, en una guerra cruel y sangrienta por la criminalidad de los malos hombres que habían usurpado el mando de la Nación.....cesarán las hostilidades desde hoy, retirándose las divisiones beligerantes de Santa Fe y Entre Ríos a sus respectivas Provincias.”

En su Art. 3° “Los gobernadores de Entre Ríos y Santa Fe por sí y a nombre de sus Provincias, recuerdan a la heroica Provincia de Buenos Aires, cuna de la libertad de la Nación, el estado difícil y peligroso, a que se ven reducidos aquellos pueblos hermanos por la invasión con que lo amenaza una potencia extranjera, que con respetables fuerzas oprime la Provincia aliada de la Banda Oriental, aguardan de su generosidad y patriotismo auxilios proporcionados a lo arduo de la empresa...

En otros artículos se pedirá someter lo convenido a Artigas para su definitiva aprobación y se solicita someter a juicio a la “antecedente administración... por la repetición de crímenes con que se comprometía la libertad de la Nación”.

Hemos destacado en negrita los párrafos más significativos de los artículos transcriptos. En ellos, omitiendo algunos términos en razón de una economía de espacio, hemos respetado el lenguaje utilizado, para mejor comprensión de la voluntad de los redactores. Obsérvese que el concepto de Nación esta sólidamente instalado en los actores, y por consiguiente en los suscriptores del Pacto, o en los asesores de Sarratea, (López y Ramírez, gobernadores de las provincias, fueron los que impusieron los términos del pacto). El documento tiene más artículos que omitimos por las mismas razones expuestas más arriba.

Ver en el Nro. 63 de “El Tradicional” nuestro artículo sobre el Pacto Federal, lo que permitirá comprender mejor la situación política argentina en los años que van del 20 al 30 del siglo XIX. Del mismo modo, en el Nro. 62, las condiciones generales de los porteños respecto de los hombres del interior.

El Pacto no se cumplió. Ramírez entró en lucha con Artigas, al parecer disgustado porque se solicitaba la ayuda de Bs. As. (Art.3°) en vez de imponérsela, en circunstancias muy desfavorables para el oriental, pues un error estratégico lo llevó a librar batalla con los portugueses en Tacuarembó, perdiendo en ese terreno la totalidad de su ejército de 3.000 hombres. Por lo tanto fue derrotado por el entrerriano.

Luego, no sin la presencia insidiosa de Buenos Aires, que alentó sus ambiciones políticas, Ramírez creó la República de Entre Ríos, de efímera duración, ya que también se volvió contra López, siendo finalmente derrotado en Córdoba.

El Pacto de Benegas, de ese mismo año de 1820 (24/11), se propuso continuar lo que con Pilar no se había podido concretar, pero esto es otra historia para otra entrega.

NOTAS

(1) “Para esta guerra ni todo el ejército de Jerjes es suficiente. El ejército que mando no puede acabarla, es un imposible; podrá contenerla de algún modo; pero ponerle fin no lo alcanzo sino por advenimierito. No bien habíamos corrido a los que se nos presentaron y pasamos el Desmochado, que ya volvieron a situarse a nuestra retaguardia y por los costados. Son hombres que no presentan acción ni tienen para qué. Los campos son inmensos y su movilidad facilísima, lo que nosotros no podemos conseguir marchando con infantería como tal. Por otra parte, ¿de dónde sacamos caballos para correr por todas partes y con efecto?¿de dónde los hombres constantes para la multitud de trabajos consiguientes, y sin alicientes, como tienen ellos? Hay mucha equivocación en los conceptos: no existe tal facilidad de concluir esta guerra; si los autores de ella no quieren concluirla, no se acaba jamás: se irán a los bosques, de allí volverán a salir, y tendremos que estar perpetuamente en esto, viendo convertirse el país en puros salvajes.”

Carta del Gral. Manuel Belgrano al Directorio. Historia de Belgrano por Bartolomé Mitre. Bs. As. Ed. Estrada 1947, tomo IV Pág.25.

El bravo creador de la Bandera, comprendía que no estaba luchando contra un ejército, sino contra un pueblo. Lástima que llegaría a ese entendimiento algunos meses antes de morir, y su última expresión ¡Hay Patria mía! pareciera entre otros significados decirnos a la posteridad, de cuántos desencuentros trágicos en esos años de la Patria, entre argentinos, y cuánta era la contumacia de la dirigencia porteña.

(2) Así la denominó José María Rosa. Se combinaron dos elementos para que así fuera. Las fuerzas de Buenos Aires eran novatas, sin experiencia en combate. Ramírez, un montonero del que no se esperaba grandes maniobras estratégicas, maniobró y colocó su caballería a espaldas de la caballería de Rondeau. Producido el ataque la caballería bonaerense sorprendida de serlo por la espalda, huyó del campo de batalla. Balcarce pudo salvar la infantería, que quedó escondida en una hondonada, fuera de la vista de las tropas federales, y las condujo a San Nicolás.

(3) Los pueblos, no eran el sustantivo abstracto del pensamiento francés del Enciclopedismo, sino las villas y ciudades y los núcleos rurales. Eran una realidad social, es decir un sustantivo que denominaba algo concreto.

domingo, 20 de marzo de 2022

Asesinar a San Martín

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

58





En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.


En el N° 85 de la revista El Tradicional del mes de abril de 2008 se publicó un interesante artículo del Dr. Diego I. Sarcona, sobre un tema poco conocido sobre un intento de asesinar al general San Martín.  



 ASESINAR A SAN MARTÍN 

 por el Dr. Diego I. Sarcona 


Los integrantes de la comisión Militar presidida por Bernardo O’ Higgins se miraron consternados. Es que en la sesión reservada de aquella tarde de fines de septiembre de 1816 nadie podía creer lo que escuchaba. En el recinto, el tiempo se detuvo. Afuera, la ciudad seguía con ritmo enfermizo los preparativos para la partida del Ejército de los Andes hasta que caída la noche cientos de hombres abocados a innumerables tareas se abandonaban al descanso. El invierno había finalizado y se abría la cordillera. La batalla contra el tiempo debía vencerse bajo el temor de una invasión realista desde Chile. Sin embargo, San Martín había decidido anticiparse y dar el primer gran paso: llevar la guerra tras las inmensas montañas.
Por aquella época la suerte de la revolución en las Provincias Unidas era incierta. El peligro de una expedición represiva remitida desde España amenazaba el esfuerzo de los gobiernos que a duras penas alcanzaban estabilidad política. Los enfrentamientos intestinos, primero con el jefe oriental Artigas, y luego con los caudillos de otras provincias desviaban grandes recursos de la verdadera lucha por la libertad. En el Norte, la inminencia de una nueva irrupción realista había cobrado más esfuerzo con la derrota de Sipe Sipe y en Chile, luego de cinco años de revolución, los españoles retomaban el poder luego de vencer a los patriotas trasandinos en Rancagua.
A partir de mediados de 1816, Cuyo se había transformado en la esperanza de una revolución que pocos días atrás había manifestado su voluntad de romper con Fernando VII, sus sucesores y la Metrópoli “y con toda otra dominación extranjera”, agregado días después  al solemne Acta. La obstinada idea de Buenos Aires de batir a los los realistas del Perú a través de la ruta del Norte había mutado gracias a la coincidencia entre San Martín y Pueyrredón, designado Director Supremo. Se dejaría reservado a aquel ejército el papel de contención de las sucesivas incursiones enemigas y se nutriría un nuevo frente al oeste para transformarlo oportunamente en una ofensiva. El plan era claro. Invadir Chile y luego de vencer la resistencia española allende los Andes, atacarlos por tierra y mar en el centro del poder en Lima. Con esa idea desde mediados de 1814, el Libertador había obtenido su designación como Gobernador de Cuyo, integrada en aquel tiempo por Mendoza, San Juan y San Luis. Con el increíble esfuerzo y sacrificio del pueblo, San Martín había transformado la región y comprometido sus recursos humanos y materiales en una campaña que aseguraría la libertad de Sudamérica y la suerte de la revolución.
Frente a tan angustiante situación y a escasos tres meses del inicio de la campaña, los miembros de la comisión, reunidos para analizar la conducta de algunos oficiales, no pudieron ocultar la gravedad del asunto ante la impactante confesión del capitán Francisco Bermúdez y del Ayudante mayor Luis Reyes quienes hablaban de la insurrección de los Cuerpos N° 8 y N° 11; de llevar a cabo una revolución para desplazar a San Martín como jefe del Ejército de Los Andes, e incluso del proyecto de matarlo. “Asesinar a San Martín”. Esas palabras golpearon  a todos y lo hicieron en lo más hondo porque no se trataba de un atentado preparado por los realistas. Esto venía de adentro, de las mismas filas del ejército patriota e involucraba a altos jefes de dicha fuerza.
En efecto, se mencionaba al teniente coronel José María Rodríguez y al sargento mayor Enrique Martínez, aunque quizás la sorpresa más grande de todos fue que del sumario iniciado por dicho organismo surgió un nombre que provocará -como lo hizo entre los asistentes a la reservada sesión- gran asombro en el lector: Juan Gregorio de Las Heras.
De la detenida lectura del sumario iniciado -un documento muy poco conocido y estudiado que forma parte del reservorio existente en el Museo Mitre- y la reconstrucción de los hechos efectuada a partir de las declaraciones tomadas a los involucrados y testigos, se puede concluir que: Juan Gregorio Las Heras, jefe del N”11; José María Rodríguez, jefe del batallón o “piquete” del N° 8 que tenía su asiento en Mendoza, y Enrique Martínez, agregado a este cuerpo meses atrás, se habrían reunido desde mediados de 1816 en más de una oportunidad en una actitud francamente conspirativa para deponer a José de San Martín.
El movimiento habría alcanzado su grado de mayor fermentación a fines de julio en momentos en que este último se dirigía a Córdoba para conferenciar con el Director Supremo, Juan Martín de Pueyrredón, acerca del plan de invasión a Chile. En este sentido, uno de los declarantes afirmó escuchar de boca del mismo Las Heras -en una oportunidad en que éste se hallaba con Martínez- que la ida de San Martín a Córdoba iba a traer resultados... pero amigo lo hemos de joder... de lo que surge el momento elegido para el golpe.
Para ello, habría conversado con los oficiales del N° 11 quienes le ratificaron su disposición y el contacto con Martínez quien les había asegurado la concurrencia del N° 8 en la conspiración. También, el movimiento habría tenido ramificaciones en San Juan y San Luis, hecho probado por la correspondencia capturada entre los involucrados y otros oficiales que se habrían sumado a la conjura.
Pero sin dudas, lo más grave de toda la trama es que surgió entre los conspiradores la idea de asesinar al Libertador. Esta instancia está demostrada en el expediente, señalándose además el momento en que el magnicidio tendría lugar y el nombre de su autor. El crimen se efectuaría en Mendoza una noche en la que San Martín asistiría a casa de Rodríguez a una reunión de la Academia (¿logia?). A tal efecto este último tenía preparadas dos pistolas y sería ayudado por los procesados Bermúdez y Reyes que vigilarían y eventualmente reducirían a quienes acompañaran al jefe del Ejército de Los Andes encargándose, además de avisar a Martínez cuando estuviera cumplida la tarea a fin de movilizar al N° 8. Allí, aparentemente se iniciaría el movimiento pero, prevenido de la maniobra, San Martín no concurrió aquella noche y el complot, denunciado por parte de sus protagonistas y descubierto a tiempo, no se produjo.
Pero lo que resulta notable es el giro inesperado que tomó la investigación a poco de iniciarse por la actitud del propio San Martín, pidiendo se detenga la misma. Decía a la Comisión explicando su conducta: Justos y poderosos motivos a favor del bien de la América me han impulsado (como lo hago) a prevenir a V.S. (Bernardo O’Higgins) mande suspender todo procedimiento en la causa seguida al capitán Francisco Bermúdez y al Ayudante Toribio Reyes, y demás que resultan en ella; cuya causa me la remitirá V.S. para con ella dar parte al Supremo Director.
No sabemos pues mucho más de la situación de lo que surge de los documentos a que hago referencia. No obstante ello, se puede ensayar alguna explicación de los motivos que pudieron haber tenido los involucrados.
El Regimiento N° 8, aunque con otros jefes, ya había participado en otra sublevación, la de Fontezuelas, el 3 de abril de 1815 cuando el Ejército del Norte al mando de Ignacio Alvarez Thomas se alzó contra la autoridad del Director Supremo, Carlos María de Alvear. Casi solitario, el N°8 tomó partido por el director. Por eso el gobierno que reemplazó a este último, luego de su caída, destituyó a sus jefes, los oficiales Balbastro –pariente de Alvear- Montes y Lacasa. Rodríguez era oficial de ese cuerpo aunque no lo alcanzó la medida y a fin de ese mismo año quedó a cargo de uno de los batallones siendo destinado a Mendoza. Rodríguez y Alvear se conocían y tenían trato.
A nadie escapa que este último y San Martín estaban fuertemente distanciados por irreconciliables diferencias políticas y personales. A partir de todos estos acontecimientos ¿pudo Rodríguez, cercano al ex director haber guardado algún resentimiento contra San Martín? Según surge de las declaraciones que se instruyeron en el sumario, éste sentía gran celo por la actitud de aquél hacia sus granaderos. Otros declararon que era díscolo y no obedecía y así lo declamaba abiertamente y que varías veces había afirmado su intención de asesinar a San Martín.
También surge de la investigación que Rodríguez efectuaba algún tipo de maniobra de corrupción que se identifica en el sumario como “robo de firmas” y que el Libertador habría tomado conocimiento de las mismas.
Otra curiosidad muy picante es que el jefe del Regimiento N° 8, este cuerpo compuesto por batallones que al igual que el comandado por Rodríguez estaban dispuestos en otros destinos, era Manuel Dorrego, quien fue detenido y expatriado en diciembre de ese mismo año por criminales y escandalosos actos de insubordinación y altanería ... a más de otros gravísimos incidentes que reservo según le dice Antonio Beruti, subinspector general del Ejército, a José de San Martín en oficio del 23 de diciembre de 1816 en un sumario instruido por el Ministerio de Guerra a aquel oficial. ¿Habría estado involucrado Manuel Dorrego en la conspiración contra San Martín? ¿Serían éstos “los gravísimos incidentes” a que se hace referencia? Cuenta Beruti en dicha comunicación que Dorrego, le protestó con la mayor osadía que consentiría primero ser fusilado (ciertamente premonitorio) que continuar sirviendo bajo las órdenes del general del Ejército de Cuyo, obviamente en referencia a San Martín.
Respecto a Las Heras, era éste un bravo oficial, muy considerado por la tropa y por el propio San Martín por sus acciones militares. Fue jefe del cuerpo de Auxiliares de Chile enviado por Buenos Aires para sostener la revolución en aquel país, peleando en más de media docena de combates e incluso en la derrota chilena en Rancagua y la mano derecha de San Martín en la Campaña de Los Andes mandando la columna que cruzó por el paso de Uspallata. Demostró su valor en Chacabuco y Maipú y salvó de ser un desastre la derrota de Cancha Rayada. Tal buen concepto tenía el Libertador que al recibir el oficio de la Comisión poniéndolo en conocimiento del sumario que se instruía y pidiéndole el arresto de los complotados, resolvió rechazar el mismo con relación a éste con las siguientes palabras: “...pero no así para el coronel  Juan Gregorio de Las Heras en razón a que las citas del oficial Reyes no las creo suficientes para arrestar a un jefe de mérito”. Sin embargo, era evidente que San Martín ya no confiaba en su lealtad y por eso había dispuesto, meses atrás, su reemplazo en la jefatura de dicho cuerpo y la designación de Toribio de Luzuriaga en su lugar, orden que no tuvo efecto precisamente al tomar conocimiento de la disconformidad de los oficiales y tropa al conocer la inminencia de la separación de su jefe, a quien veneraban.
¿Pudo la idea de su reemplazo haberlo decidido en su actitud conspirativa? En su actuación en Chile ¿se involucró de algún modo en la puja de poder que dividió a aquel país entre los seguidores de O’Higgins y de Carrera?, y ¿pudo haber decidido su participación en la revuelta que San Martín haya depositado su entera confianza y amistad en el primero y desconocido al segundo? Preguntas de difícil respuesta aunque luego de repasar los Andes y en la campaña al sur de ese país, Las Heras tuvo algunos roces con O’Higgins por la indisciplina de sus subordinados. Lamentablemente no sabemos mucho respecto a su motivación por la circunstancia apuntada más arriba. Sin embargo, el de Mendoza no fue el único episodio que lo habría tenido como protagonista.
Liberado Chile y ya en el Perú, a mediados de octubre de 1821 fue denunciada una nueva conspiración en la que estaban involucrados muchos oficiales del Ejército de los Andes. La misma también proyectaba atentar contra la vida de San Martín y tendría su origen -según nos dice el historiador Ernesto Fitte que estudió aquel episodio- en el malestar, mezcla de cansancio y descontento que alcanzaron algunos oficiales. Varios historiadores más cercanos en el tiempo encuentran una explicación más atendible. La Municipalidad de Lima había resuelto repartir un premio en dinero a jefes y oficiales por sus servicios en atención a un orden de mérito preestablecido que, aparentemente, no satisfizo a algunos. Entre ellos figuraban Las Heras y Martínez. A fines de 1821 San Martín escribía con amargura a O'Higgins “Las Heras, Enrique Martínez y Necochea me han pedido su separación, y marchan creo para esa... (Chile). Según he sabido, no les ha gustado que los no tan rancios veteranos, como ellos se creen, fuesen igualados a los demás. En fin, estos antiguos jefes se van disgustados. ¡Paciencia!”. Mitre, quien entrevista a Las Heras en Chile en 1849 afirma de boca de éste -y a la vez confiesa su renuencia- que habían sido muchos los oficiales involucrados en la conspiración. El historiador peruano Paz Soldán en 1868 va más allá y da nombres de los implicados: Las Heras y Martínez están entre ellos. Rufino Guido, hermano de Tomás, amigo y compañero de San Martín, confirmando la existencia del complot sostuvo que los mencionados no se atrevieron a dar el golpe porque nunca contaron con los segundos jefes y menos con la tropa.
Retirado del Perú e inmerso en la política interna, Las Heras se identificó con el grupo unitario. En 1824 fue designado gobernador de Buenos Aires y reunió el Congreso que allanaría la llegada al poder de Bernardino Rivadavia como presidente de una nación organizada bajo el sistema unitario, de efímera vida. En el Buenos Aires de aquel entonces, “San Martín” era una mala palabra por haber desobedecido años antes al gobierno que lo reclamaba para ser el verdugo de la lucha de facciones. Respecto a Enrique Martínez, una carta de San Martín a Tomás Guido de fecha 1? de febrero de 1834 deja bien en claro el concepto que éste se había formado de aquél, al enterarse que había sido designado ministro de Guerra por el gobernador de Buenos Aires, Juan Ramón Balcarce: “...¿cuál sería mi sorpresa cuando supe que la flor y nata de la chocarrería pillería (de chocarrero: tramposo, grosero), de la más sublime inmoralidad y de la venalidad de la más degradante, es decir que el ínclito y nunca bien ponderado Enrique Martínez había sido nombrado a uno de los ministerios? Desde este momento empecé a  tener  por el país, pero aún me acompañaba la esperanza de que los otros dos ministros (aunque para mí desconocidos) si se respetan un poco, pondrían un dique a las intrigas y excesos de su colega y manifestarían a Balcarce la incompatibilidad de la presencia de un hombre como Martínez con la opinión y honor de todo gobierno...”
Fuera de este concepto que habla por sí sólo, San Martín tuvo siempre una actitud generosa e incluso algo displicente frente a estas traiciones, entendiendo seguramente que las personas eran circunstanciales frente a la gran obra que se había impuesto. En este sentido, la suspensión de las investigaciones respecto del intento de Mendoza no es el único ejemplo de ello. En Chile, luego de la sorpresa de Cancha Rayada y al no tener certeza de la suerte de las fuerzas del ejército -que resultaron intactas- muchos patriotas chilenos, entendiendo con la derrota la vuelta del poder español, comprometieron su lealtad a la causa, dándole la espalda a San Martín y poniéndose en contacto con Osorio, el jefe realista.
Luego de Maipú y la victoria definitiva, decenas de cartas que testimoniaban aquella traición cayeron en poder de San Martín. Éste -según cuenta en sus memorias su edecán, el joven oficial irlandés O'Brien- salió de la ciudad de Santiago hacia un paraje conocido con el nombre de Salto, se sentó en una silla y leyéndolas una a una -tomándose la cabeza en oportunidades- las entregó al fuego que devoró junto con la ingratitud y egoísmo humanos aquellas pruebas de la traición, no tomando San Martín represalia alguna contra aquellas personas.
Respecto al episodio conspirativo del Perú, que tenía como protagonista a sus queridos oficiales, escribía a Guido en septiembre de 1822: “...tenga usted presente que por muchos motivos no puedo ya mantenerme en mi puesto sino bajo condiciones contrarias a mis sentimientos y a mis convicciones más firmes. Voy a decirlo: una de ellas es la inexcusable necesidad a que me han estrechado -si he de sostener el honor del ejército y su disciplina- de fusilar algunos jefes, y me falta el valor de hacerlo con compañeros que me han seguido en los días prósperos y adversos”.
Está claro que no lo hizo. Finalmente resta preguntarnos: ¿Qué hubiera pasado de llevarse a cabo la conspiración y la muerte de San Martín? ¿Hubiera sido la misma la suerte del Ejército de los Andes, la exitosa campaña y la liberación sudamericana sin un San Martín?
Muchos de los episodios de revolución que lo tuvieron como protagonista estuvieron determinados por sus decisiones personales y ellas resultaron fundamentales. El impulso que dio a su plan continental y la forma de ejecutarlo; la inclaudicable convicción -pese a todos los obstáculos- de la necesidad superior de seguir con la campaña aun hasta el punto de la desobediencia a un gobierno que le ordenaba ser el instrumento de la guerra civil; su decisión de alejarse del Perú en el momento oportuno y no confrontar con Bolívar, más fuerte en su posición y evitar así un seguro enfrentamiento entre los dos Libertadores, etc., fueron determinaciones concordantes con sus virtudes y propósitos. Estas decisiones que hacen a la trascendencia de su figura ¿las habrían tomado otros?