viernes, 15 de enero de 2021

El nacionalismo de Rosas

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

Encontramos este artículo de Roberto de Laferrère publicado en la "Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas" N° 2 y 3 de agosto de 1939, quien refuta un trabajo del Sr. Jorge Lavalle Cobo, publicado en el diario "La Nación" en enero de aquél año. Ese artículo, Laferrère lo transcribe al final de su obra. Como por su extensión no podemos publicar in totum el trabajo de Laferrère, lo hemos dividido en varias partes. La primera parte que incluye el trabajo de Lavalle Cobo, lo publicamos en "Revolviendo la Biblioteca 12", con el primer capítulo, en "Revolviendo la Biblioteca 13 y 14", publicamos el segundo y el tercer capítulo respectivamente y en el presente publicamos el cuarto y quinto capítulos, completándose de esta forma la obra.


EL NACIONALISMO DE ROZAS (4)

Por Roberto de Laferrère

Juan Manuel de Rosas (c. 1830). Dibujo de la casa Ch. Decaux 


IV - LOS CARGOS CONTRA ROSAS DEL DOCTOR LAVALLE COBO

En su artículo de “La Nación”, el doctor Lavalle Cobo le formula a Rosas varios cargos graves, que, según los expresa, se concretan así:

-    Fue enemigo de la Revolución de Mayo.

-    No colaboró en la guerra con el Brasil.

-    Mantuvo comunicaciones con el comodoro Venancourt.

-  Solicitó a las fuerzas navales extranjeras y al gobierno uruguayo el apresamiento de la Sarandí.

-    Procedió como si la Patagonia no fuera nuestra.

-    Ofreció en pago de la deuda nacional las islas Malvinas.

El examen de estos cargos nos permitirá establecer su exactitud o su importancia.

 

Rosas y la Revolución de Mayo

Como prueba de que “Rosas fue enemigo de la Revolución de Mayo”, el doctor Lavalle Cobo cita una frase del prócer en que sostiene precisamente lo contrario. Llama a esto confesión, “pálida defensa”, quizá porque en la frase incidental que transcribe, deslizada en una carta intrascendente, no puso Rosas el énfasis de las canciones patrióticas o de los documentos solemnes.

La frase podrá ser “pálida”, pero su sentido es claro. Rosas no fue enemigo de la Revolución de Mayo, sino uno de sus colaboradores eficaces, allí donde le tocó actuar. No salió a campaña en los ejércitos libertadores, como no salieron tampoco Azcuénaga, Rivadavia, Paso, Juan Cruz Varela, del Carril, Agüero, etc., etc., etc. En mayo del año 10 tenía 17 años y no era militar. Pero, en cambio, había luchado a los 14, contra los ingleses, y durante las campañas libertadoras se inició en la vida de las milicias, improvisándose guerrero en la lucha contra los indios, de los que defendió la ciudad y las campañas, a las órdenes del gobierno de Buenos Aires: lucha tan dura y tan necesaria como cualquier otra y, si no tan lucida, no menos eficaz. Las tribus salvajes fueron contenidas por el círculo de hierro con que Rosas, Comandante Militar de Campaña al mando de tropas reclutadas e instruidas por él mismo, estableció las primeras fronteras firmes de defensa. En esta misma empresa, cuya importancia se ha pretendido disminuir otras veces para restarle méritos a sus esfuerzos, colaboró más tarde con un jefe de tanto prestigio militar como el entonces coronel Lavalle.

De su culto por la Revolución, considerada como movimiento emancipador del país, no como expresión del partido jacobino que la dirigió y la desvirtuó más de una vez, son manifestaciones claras y perdurables los decretos de su primer gobierno con que rehabilitó figuras revolucionarias que habían sido olvidadas, cuando no combatidas con injusticia por sus enemigos enconados y vengativos.

El caso de Cornelio Saavedra es el más elocuente, y bueno es recordarlo ahora. Había sufrido las persecuciones de aquel partido jacobino, cuyos herederos ideológicos lo desconocen, aun hoy, como primera figura de la Revolución; y murió una noche del año 29, durante el tiempo que Lavalle sublevado usurpó el poder en el recinto de la ciudad. El diario que sostenía la dictadura de esas horas sombrías y sangrientas, publicaba esta “impresionante” noticia de su muerte:

 “Ayer, a las ocho de la noche, murió repentinamente en casa de su hermana, el Sr. Don Cornelio Saavedra. Este Sr. fue presidente de la primera junta gubernativa de Buenos Aires en 1811” (sic). Ni una palabra más.

Llegado meses después al gobierno, Rosas dio el siguiente decreto de honores póstumos al “prócer desconocido”:

 “Buenos Aires, diciembre 16 de 1829. – El primer comandante de patricios, el primer presidente de un gobierno patrio, pudo sólo quedar olvidado en su fallecimiento por las circunstancias calamitosas en que el país se hallaba. Después que ellas han terminado, sería una ingratitud negar a un ciudadano tan eminente el tributo de honor rendido a su mérito, y a una vida ilustrada con tantas virtudes, que supo consagrar entera al servicio de su patria. El gobierno, para cumplir un deber tan sagrado, acuerda y decreta:

            “Art. 1°. – En el cementerio del Norte se levantará, por cuenta del gobierno, un monumento en que se depositarán los restos del Brigadier General D. Cornelio Saavedra. Art. 2°. Se archivará en la Biblioteca pública un manuscrito autógrafo del mismo Brigadier General, con arreglo a lo que previene el decreto de 6 de octubre de 1821. Art. 3°. Comuníquese y publíquese. – Rosas. – Tomás Guido.”

Ese fue el homenaje de Rosas al jefe de la Revolución de Mayo en uno de los decretos iniciales de su primer gobierno.

Poco después moría en Buenos Aires Don Feliciano Chiclana, y el gobierno del “enemigo de la revolución de Mayo” lanzó en su homenaje este otro decreto, que también nos habla claro de su adhesión al movimiento emancipador:

“Buenos Aires, enero 16 de 1930. – Aunque los nombres de los primeros ciudadanos no tuvieron la gloria de ser los autores de la independencia de la Patria, pertenecen a la historia, encargado de transmitirlos a la posteridad; el gobierno reconoce como un deber sagrado perpetuar su memoria, tributando un justo homenaje de gratitud a aquellos varones esforzados que supieron encontrar recursos en sólo su genio para arrancar la patria de manos de sus opresores. Entre estos beneméritos patriotas, ocupa, sin duda, un distinguido lugar el Dr. D. Feliciano A. Chiclana, cuyas virtudes cívicas lo hicieron sobreponerse a las circunstancias azarosas de los memorables días de Mayo de 1810, contribuyendo muy particularmente al grande acontecimiento que trastornó la faz política de un mundo entero. Estos justos motivos han impulsado al gobierno a decretar lo siguiente: Art. 1°. En el cementerio del Norte se levantará, por cuenta del Gobierno, un monumento en que se depositarán los restos del Dr. D. Feliciano A. Chiclana. Art. 2°.Se depositará en la Biblioteca pública un manuscrito autógrafo del mismo Dr. Chiclana, con arreglo a lo que previene el decreto del 6 de octubre de 1921. Art. 3°. Comuníquese y publíquese. – Rosas – Tomás Guido”.


Rosas y la guerra con el Brasil

El doctor Lavalle Cobo supone que la actuación de Rosas durante la guerra con el Brasil fue nula u hostil al gobierno de que dependía como Comandante Militar de Campaña. Es un error más del doctor Lavalle Cobo. Rosas sabía, sin embargo, que seríamos separados de la Banda Oriental, cualquiera fuese el resultado de las batallas. Este propósito del gobierno de Rivadavia era notorio entonces para los que conocían las miras de Inglaterra y la subordinación en que con respecto a ella, obraban los políticos del partido oficial. Es probable también que Rosas viese con antipatía natural en un patriota la iniciación de una guerra que parecía perdida de antemano. Los hechos probaron después que la victoria brillante de Ituzaingó no bastó para detener en su marcha a la diplomacia inglesa.

Pero no es verdad que hostilizara al gobierno, como luego lo harían los unitarios en circunstancias más difíciles para el país por la importancia mayor del enemigo. El gobierno de Las Heras le había encomendado la organización de la defensa militar de la costa sur, hacia Bahía Blanca y Patagones, puntos ya amenazados por los barcos imperiales. Cuatro oficiales brasileños habían desembarcado en una corbeta con el conocido designio de sublevar a los indios.

Rosas cumplió su misión con extraordinaria rapidez, comprometiendo a los caciques a mantenerse en paz con el gobierno nacional y fijando con ellos una nueva línea de fronteras. Destruída con esto toda posibilidad de un acuerdo militar con los indios, la empresa naval brasileña sufrió un recio descalabro en la costa de Bahía Blanca, al desembarcar sus tropas. Atacados con piquetes de voluntarios y blandengues que mandaba el capitán Molina –a cuyas órdenes había puesto Rosas 200 hombres, después de reforzar con cañones la batería de la costa– los invasores fueron derrotados y destruídos, reembarcándose poco después y abandonando la empresa. (Saldías, “Historia de la Confederación Argentina”).

 

Rosas y Venancourt

1829. Los unitarios asaltan el poder en Buenos Aires y fusilan a su gobernador, pero no llegan a ejercer el gobierno en la provincia, reducidos, poco después del golpe de mano, a la defensa de la ciudad, que sitia Rosas, al mando de las fuerzas nacionales. En los propios suburbios de Buenos Aires el llamado gobierno de Lavalle es resistido a tal punto que sus tropas escasean y se ve forzado a exigir el servicio militar de los extranjeros, que nunca han intervenido antes en nuestras luchas civiles. Se aplican así, torcidamente las leyes de 1821 y 1823, y se aplican a los franceses, quienes las resisten. El cónsul francés, señor Mendeville, sin representación diplomática para reclamar en una cuestión de esa índole, se dirige a los sediciosos –que también carecen de facultades para aplicar las leyes– y opone su veto al alistamiento en el batallón de “Los Amigos del Orden”. Díaz Vélez rechaza la reclamación del cónsul porque, como Rivadavia, antes, y Rosas, después, no reconoce en un funcionario de su especie el carácter público exigido por el derecho de gentes para tratar cuestiones de Estado. Es un conflicto entre usurpadores. Las dos partes en litigio actúan fuera de su órbita. Pero los franceses son más fuertes y, prevalidos de su poder, asaltan los barcos argentinos y se quedan con ellos, a la espera de que se atiendan sus reclamaciones. El doctor Lavalle Cobo, que supone a Rosas en “complicidad” con el comodoro Venancourt se indigna ante esto, olvidándose de que en el mismo artículo aplaude la complicidad de Lavalle con el almirante Leblanc. Considera distintos los casos. Y, en efecto, lo son.

Es evidente que en 1829 el comodoro Venancourt, conforme a su pensamiento de que los desórdenes americanos debían ser resueltos algún día por los europeos, aprovecha la oportunidad brillante que le brinda la anarquía unitaria para iniciar una política que satisfagan las ambiciones francesas en el Río de la Plata. Su propósito es claro, en el conflicto. Busca la alianza de una de las facciones contra la otra, como la buscará más tarde Leblanc, con éxito no discutible. Se trata de las mismas aspiraciones imperialistas cuya existencia niega rotundamente en su artículo el doctor Lavalle Cobo. Pero sin el apoyo de un partido argentino, que disimule sus propósitos, el comodoro está perdido. Ese apoyo lo busca en Rosas. Lo busca y no lo encuentra.

Rosas no es un caudillo de ambiciones vulgares que pacte alianzas desdorosas con el extranjero, para resolver pleitos partidarios. De serlo nada le hubiera impedido llegar a un acuerdo concreto con Venancourt, como los unitarios de 1838. La comunicación al comodoro que el doctor Lavalle Cobo reproduce triunfalmente es su mejor defensa contra los cargos que se le han venido formulando desde hace años con motivo de este episodio. Si el doctor Lavalle Cobo hubiese leído bien el documento, no lo habría publicado. Por su contenido y su tono, por la representación que invoca y las exigencias que, en definitiva, formula, ese documento no sólo no abre una negociación de carácter político, sino que también la hace absolutamente imposible, reduciendo al comodoro a la situación de un auxiliar de las autoridades nacionales que han sido desconocidas por una montonera militar sublevada. Es de su deber dirigirse al Almirante, como delegado de la Autoridad nacional, y lo hace conforme a su carácter de tal. Hubiera sido inadmisible que permaneciera silencioso.

Rosas habla en su nota en nombre de “la Nación Argentina”, no como jefe de una facción. Es, en efecto, el Comandante General de Campaña que ha sido delegado por Estanislao López, al frente del ejército nacional para restablecer el orden y la autoridad provinciales. Estanislao López es el Jefe del Ejército en campaña, designado por la Convención Nacional de Santa Fe, y esta convención es la única autoridad constituida en el país en representación de las soberanías provinciales. Y ha desconocido al “gobierno” de Lavalle y ordenado su allanamiento en nombre de la voluntad nacional.

Delegado de esta autoridad legítima, Rosas se dirige oficialmente al Comodoro Venancourt y en tono de gobernante, pero bajo las formas más amables y corteses del estilo protocolar, le reclama la entrega de los barcos argentinos, dilatando el momento en que esta entrega habrá de realizarse, porque naturalmente carece de los medios materiales para hacerse cargo de los barcos. Está tierra adentro y en campaña.

“Encontrándose –dice– suficientemente autorizado por el poder soberano de la Nación para arreglar y disponer lo que considerase necesario al restablecimiento de las leyes y de las autoridades legítimas”, de la provincia, “requiere de nuevo al Comandante a quien se dirige”, entre otras cosas, “que la escuadra nacional tomada a los insurrectos no sea devuelta, pero sí guardada y en seguridad”.

Le da instrucciones, en suma, y “le agradece” en nombre “de la Nación” que representa, su cooperación al restablecimiento de la autoridad, cosa que interpreta como prueba de que “la Nación francesa ha sabido reconocer al gobierno legítimo de la República Argentina y tomar en conformidad las relaciones de estrecha amistad que la República Argentina conservaba hasta el 1° de diciembre con la Nación Francesa”.

Yo pregunto a los que muestran estas palabras como reveladoras de una alianza política entre Rosas y Venancourt en que podía consistir esa alianza, después de la comunicación que conocemos, excluyente de cualquiera otra solución que no fuese el reconocimiento por el comodoro francés del gobierno legítimo y el acatamiento de su autoridad, con la devolución de los barcos. Pero el comodoro comprendió que con el Comandante de Campaña no había posibilidad alguna de acuerdo, si no rectificaba su conducta y deshacía lo hecho. Prefirió, pues, presionar más enérgicamente sobre el titulado gobierno de Lavalle, como lo hizo, hasta imponerle la humillación contenida en la convención firmada por Juan Andrés Gelly como delegado de los sediciosos.

En materia de comunicaciones a los almirantes franceses, cabe, entretanto, reproducir la del general Lavalle a Leblanc, en diciembre de 1839, donde puede leerse lo que sigue:

“Yo encuentro que los auxilios que se han prestado hasta ahora (por el gobierno de Francia) no son suficientemente eficaces y en consecuencia exijo: un millón de francos para los gastos de guerra, la destrucción de la batería de Rosario y la ocupación del Paraná”.

Como se ve, los casos son distintos.


Rosas y la sublevación de Rosales

En 1830, el general Rosas gobernaba en la provincia de Buenos Aires, “con la regularidad –dice Sarmiento en “Facundo”– que hubiera podido hacerlo otro cualquiera”. Pero los unitarios conspiraban ya, no obstante la normalidad del gobierno, y esto prueba que si, antes del conflicto internacional, fue Rosas enérgico alguna vez, obró también por reacción contra los anarquistas y en defensa del orden.

El general Lavalle organizaba ya la invasión de Entre Ríos con un ejército reclutado en la Banda Oriental, y su propósito era otra vez, indudablemente, derrocar al gobierno de Buenos Aires y fusilar “por su orden” al gobernador. En el mes de septiembre, el comandante del bergantín Sarandí, Leonardo Rosales, se subleva con su barco y zarpa hacia el Uruguay para unirse a las fuerzas del general Lavalle, es decir para combatir al gobierno de su país con sus propias armas. Rosas da orden de atraparlo y, en el mismo sentido, solicita la colaboración de las fuerzas navales extranjeras que están en balizas. De aquí se ha deducido más de una vez que comprometió el principio de la soberanía nacional “al dar intervención al extranjero en nuestras luchas políticas”. Esta parece ser, también, la opinión del doctor Lavalle Cobo. Pero no hay tal.

Rosales, al abandonar la organización militar argentina y huir hacia el extranjero con un barco ajeno, cometía, además de una defección, un delito común que sólo en su pensamiento o en sus propósitos podía estar vinculado a la política del país. En el momento de huir era sólo un delincuente y solicitar su detención por aquellas fuerzas navales no significaba sino eso: la detención de un delincuente que huye con un barco robado. En sumo, se solicitaba la cooperación en una función de policía marítima.

Podría acusarse a Rosas de imprudencia, si la captura del barco pirata por los extranjeros hubiera representado un peligro de hecho para el país, pero es evidente que ese peligro no existía. Cuando años más tarde los unitarios se aliaron a los marinos extranjeros que capturaron para sí la escuadra argentina y utilizaban sus barcos en la guerra contra nosotros mismos –el “San Martín”, con este mismo nombre, libró combates contra los argentinos – el peligro del avasallamiento del país por las fuerzas navales extranjeras era visible e inminente. La captura en cambio, de la “Sarandí”, reintegraba a la armada nacional el barco sustraído. Nada más. Con eso no intervenían los extranjeros en las luchas domésticas. El mismo sentido y el mismo alcance, de colaboración con las autoridades argentinas, hubiera tenido la toma por Venancourt de los barcos sublevados en el Paraná, que también había intentado Rosas. Si Venancourt no prestó esa colaboración fue porque sus intenciones eran otras: de pescador en río revuelto. Pero fue Rosas quien lo puso en su sitio.

Fue Rosas también, ya gobernador de Buenos Aires, quien sin comprometer ninguno de sus derechos soberanos, obtuvo la reintegración de la “Sarandí” a la armada, al requerir su entrega del gobierno de Montevideo. Los uruguayos lo mandaron de vuelta, conforme a los mismos principios internacionales que aplicó hace poco el gobierno argentino, devolviendo a España el vapor “Cabo San Antonio”, que había venido sublevado a nuestro puerto.

 

Rosas y los derechos argentinos a la Patagonia

En este punto el doctor Lavalle Cobo le formula a Rosas un cargo que, de ser valedero, le correspondería al gobierno de Juan Ramón Balcarce. Consiste en decir que “Rosas no procedía como si la soberanía de estos territorios (del Sur) nos perteneciera”, en virtud de que “el gobierno (de Balcarce) dirigía al ministro de Relaciones Exteriores de Chile la siguiente nota que revela (¿en Balcarce?) inseguridad en lo que respecta a la Patagonia…”

El doctor Lavalle Cobo reproduce parte de la nota en que nuestro ministro comunica a su colega trasandino “de orden del gobierno de Buenos Aires” (de Balcarce)  que “sería convenientísimo al más favorable y breve éxito (de la campaña al desierto) que Chile anticipase al mes de diciembre su cooperación lo más posible que el tiempo diese, internando sus fuerzas hasta los ríos Neuquén y Negro, que para ese tiempo deben obrar por ellos los de esta República”.

El doctor Lavalle Cobo es injusto con el general Balcarce y su ministro Maza. En aquellos años, las aspiraciones chilenas a la Patagonia no existían o no se habían manifestado de ningún modo. Quien las promovió con su conocida campaña periodística en “El Progreso”, de Santiago, fue Sarmiento –a quien el doctor Lavalle Cobo defiende de soslayo– en circunstancias en que la República Argentina se hallaba en guerra con Inglaterra y Francia. Mal puede decirse que Rosas revelaba inseguridad sobre nuestros derechos a la Patagonia cuando fue precisamente su gobierno quien los afirmó antes que ningún otro, con motivo del avance de los chilenos que gestionó Sarmiento. En vano se pretenderá trocar los papeles. “El gobierno del infranscrito –decía su Ministro de Relaciones Exteriores, Arana, en nota al gobierno chileno de 15 de diciembre de 1847– está animado a creer que el Excmo. Gobierno de la República de Chile, no abrigará la menor duda sobre los indisputables derechos del Gobierno Argentino al Estrecho de Magallanes y tierras que lo circundan”. (Nota publicada en la “Memoria de R.E. Argentina de 1877”, III,p.51). Y se manifestaba dispuesto a exhibir los títulos. ¡Nada de inseguridad, pues! Rosas produjo otros muchos documentos terminantes en este sentido, hasta su caída. El doctor Teodoro Becú acaba de publicar este documento notable de Rosas en que da instrucciones a De Angelis sobre la cuestión patagónica.

“Marzo 27 de 1848:

“Después que usted, en la memoria que está escribiendo, haya presentado los títulos de soberanía de la Confederación Argentina sobre toda la parte austral del continente americano hasta el Cabo de Hornos, debe ocuparse de tratar la cuestión de derecho, sobre la prescripción de esos títulos o derechos que pueda alegar el gobierno de Chile, por la actual no ocupación de parte de esta República, y hacerlo con toda la extensión que demanda su importancia, aun cuando en ella se ocupe un tiempo mayor y haga salir una obra abultada. De este modo el trabajo será completo y mirará la cuestión bajo todas sus faces. Esto es absolutamente necesario, como usted en su antecedente carpeta reconoce su importancia, haciéndome notar las diferentes opiniones de los publicistas sobre este particular”.

“Tanto más importante es esto cuanto que, si se admitiese como cierta la doctrina del señor Bello y otros publicistas, se abrirá margen a los poderes europeos para ocupar los territorios no ocupados en América por su falta de población, y para sostener tal usurpación. Desde este punto de vista debe usted esmerarse en que su trabajo sea completo; defendiendo la posesión y justo título que todos los gobiernos de América tienen a sus territorios, aun cuando no estén poblados hoy, y muy especialmente el de esta República, a todas las tierras de la Patagonia hasta el Cabo de Hornos.”

En 1864, Chile reducía sus pretensiones a Punta Arenas y al Estrecho y para defenderlas designó a Lastarria Ministro Plenipotenciario en Buenos Aires. En los años corridos desde la reclamación de Arana, los chilenos habían elucubrado nuevos proyectos de colonización, pero circunscriptos siempre al Estrecho y revelaban tanta inseguridad en esto mismo que no habían avanzado un solo paso en 17 años ni atrevídose a iniciar aspiración alguna fuera del territorio que ocuparon por instigación de Sarmiento. No pretendían ni siquiera la totalidad del Estrecho y en 1865, Lastarria propuso “como transacción, la división del Estrecho de Magallanes en la bahía Gregorio…” Y como un diario de su país le atribuyese intenciones sobre la Patagonia lo desautorizó enérgicamente en estos términos de su nota al Ministro de Relaciones Exteriores, doctor Rufino de Elizalde: "Que aquella acusación (sic) era completamente falsa. Que no debía autorizarla con su silencio. Que el punto relativo al dominio de la Patagonia no había figurado en las discusiones, y por último, que ni en la discusión verbal ni en las proposiciones escritas se hizo por su parte cuestión, ni siquiera mención de los territorios de la Patagonia dominados por la República Argentina”. (“Memorias de Relaciones Exteriores”. 1869, p. 64).

Hasta 1872, la cuestión de límites se redujo al Estrecho. Pero Domingo Faustino Sarmiento, Presidente de la República desde el 68 era más chileno que Lastarria y menos argentino que Varela. No estaba satisfecho con su campaña del 1842. Fue Sarmiento también quien acreditó al señor Frías, Ministro Plenipotenciario en Chile, para renovar el tratado de comercio del 56 y proseguir la discusión de límites, es decir la de la desocupación de Punta Arenas. Pero entonces ocurrió algo extraordinario, que las nuevas generaciones ignoran porque la gloria oficial de Sarmiento no ha permitido que se difunda en el país. Al tiempo que el gobierno de Chile, por órgano de su canciller Ibáñez, insistía en reconocer la jurisdicción argentina en las costas del Atlántico (nota del gabinete de Santiago a la legación argentina) el plenipotenciario de Sarmiento proponía, por iniciativa de nuestro gobierno, esta monstruosidad al canciller chileno: “Tomar como punto de partida de la línea divisoria en el Estrecho de Magallanes, la bahía Pechett, desde la cual correría en dirección al Oeste hasta tocar con la Cordillera de los Andes”.

“De esta manera Chile tendría la prosperidad de toda la península de Brunswick, en que está situada la colonia de Punta Arenas, y en la que hallaría todos los elementos necesarios para su desenvolvimiento”.

“Fijando V.E. la vista en la costa del Estrecho –continuaba el señor Frías– observará que Chile posee ya más de la mitad del territorio que lo forma; avanzando hasta el istmo de la península se extendería aún más hacia el Oriente, quiero decir hacia la boca del Atlántico. Quedaría esta República (Chile) en posesión de las dos terceras partes del terreno disputado”. (Nota del señor Frías al Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, de 1° de octubre de 1872, publicada en el Apéndice a la Memoria de Relaciones Exteriores Argentina de 1873, pág. 4).

Es decir que, enviado a tratar la grave cuestión del territorio invadido, el Plenipotenciario de Sarmiento concedía otros territorios, en gestión oficial. Así nacieron oficialmente las aspiraciones de Chile a nuestros dominios. Ante la debilidad notoria del enemigo se ampliaron y concretaron sus exigencias. En la respuesta a Frías, el ministro Ibáñez propuso “dividir por mitad todo el territorio de la Patagonia”.

Pero en 1833, época de Balcarce y de la campaña de Rosas contra los indios del Desierto, ningún gobierno chileno había pensado siquiera en la posibilidad de arrebatarnos tierra a través de los Andes. Condenar a Balcarce en 1833, porque no previó los caprichos de la fantasía chilena, y absolver, a la vez, a Sarmiento que hostigó esa fantasía en 1843 y le dio nuevas alas en 1872, desde la Presidencia de la República, es una verdadera extravagancia del doctor Lavalle Cobo. Y derivar, luego, de todo esto un cargo contra el nacionalismo de Rosas es jugar a las charadas y proponernos un rompecabezas sin solución posible.

Rosas, por otra parte, estaba en campaña cuando la comunicación de Maza a su colega trasandino. Salió de Monte en marzo; la comunicación es de abril. Por último, ¿qué peligro podía significar la presencia del ejército chileno por resolución nuestra sobre los ríos Negro y Neuquén si en la misma, la primavera del año 33, como dice Maza en su nota, el ejército argentino estaría en la misma región?


Rosas y las islas Malvinas

Los que, en nombre del espíritu nacional –la inmensa mayoría de los argentinos– reclamamos la reivindicación de nuestros derechos a las Malvinas, no nos hemos detenido nunca a considerar las ventajas positivas que nos aportaría su reintegración al país. Esas tierras tienen para nosotros un valor ante todo sentimental, es decir principalmente vinculado al sentimiento de la dignidad argentina, ofendida por los piratas ingleses con un acto inicuo de despojo por la fuerza. Es en el despojo donde reside el agravio, y es el agravio lo que subleva el sentimiento nacional y lo ha movido, tantas veces, a exigir una reparación, desgraciadamente imposible, por ahora.

Así pues, los argentinos hemos hecho de las Malvinas una cuestión, no de conveniencia, sino de honor. No hicimos la misma cuestión, aunque también se lastimasen nuestros sentimientos, cuando al adoptar la política del arbitraje admitieron nuestros gobiernos ceder otros territorios, en virtud de laudos adversos, a los vecinos que los habían puesto en litigio. Hemos sido dañados, sin duda, por esa política de debilidad y de transacción, pero no ofendidos. Es una política desventurada, no deshonrosa, que acatamos por voluntad propia, no por imposición extraña.

Si la Gran Bretaña desagraviase a la dignidad nacional, y, reconociendo los derechos argentinos a las Malvinas y la sinrazón de su atropello, buscara deshacer el entuerto, podríamos honorablemente aceptar negociaciones para llegar a un acuerdo de voluntades. Tal vez hoy, convertidas las Malvinas, por una tradición de 100 años, en el símbolo de la nacionalidad humillada por el extranjero, ningún acuerdo posible sería aceptable. Pero si la cesión de las Malvinas a Inglaterra significase mañana la liberación del país de la tenaza inglesa, que ha subordinado nuestros gobiernos a sus capitales por medio de la política conquistadora de los empréstitos en Londres, no creo que ningún argentino, ya lavada la ofensa, mantuviese una postura sentimental que nadie, por otra parte, adoptó hace un año cuando fue entregada Yacuiba a los yanquis de Bolivia.

Esa era, en tanto, la situación del país, en 1842 y 43, cuando vino a Buenos Aires el señor Falconet, a exigirnos el pago de la deuda con Inglaterra, garantizada por todo el territorio nacional.

Así habíamos sido hipotecados por Rivadavia.

El doctor Lavalle Cobo acusa a Rosas. Pero ¿de qué lo acusa? ¿De haber renunciado a los derechos argentinos sobre las islas? ¡No! Ni podría acusarlo de ese crimen sin caer en contradicción con su propio informante, el doctor Pedro Agote, cuyas noticias son las únicas que invoca en su relato. En el artículo del doctor Lavalle Cobo nada hay que no esté consignado en el Informe sobre el Crédito Público del doctor Agote; pero en el informe del doctor Agote hay mucho más de lo que el doctor Lavalle Cobo consigna en su artículo.

Las notas de Insiarte, ministro de Rosas, proclaman, precisamente, como lo dice Agote, el reconocimiento de los derechos argentinos a las Malvinas por el gobierno inglés, como cuestión previa a cualquier otra. El doctor Lavalle Cobo omite este “detalle”, tal vez porque no le ha atribuido importancia. Pero la omisión no interesa. El hecho es ese, y lo que importa es el hecho, no la forma literaria como haya sido presentado. Tampoco interesa que en el artículo se cite mal al doctor Agote y se sustituya, por error, al transcribir sus palabras, la expresión “pago de la deuda” con la de “pago de los servicios adeudados”. Es fundamentalmente distinto, desde luego, pero este error también es subsanable, pues cabe siempre la rectificación en los términos para poner las cosas en su sitio.

El doctor Lavalle Cobo también ignora en su artículo cuál era la garantía del empréstito y no resulta entonces de su relato que el ofrecimiento de las Malvinas en “pago de la deuda” –no de los servicios adeudados– significaba levantar la hipoteca hecha por los rivadavianos, sobre todo el territorio nacional, instituido en garantía de la deuda. El relato del doctor Lavalle Cobo es, pues, incompleto. Quien no conozca, en sus distintos aspectos, la historia del empréstito y las condiciones atroces en que fue contratado por los unitarios, no entenderá nunca la actitud de Don Juan Manuel en 1843 y 44.

Hay que completar ese relato, con ayuda de Agote, Garrigós, Agustín de Vedia – los tres unitarios– y algunos documentos de la época.

 

Cómo se contrató el empréstito

La ley que autorizó el empréstito inglés de 1.000.000 de libras (5.000.000 de pesos fuertes) es de la Provincia de Buenos Aires (noviembre 28 de 1822) y fue inspirada por Rivadavia para realizar sus planes de loco visionario. El empréstito se formalizó en Londres el 1° de julio de 1824 por intermedio de los banqueros Baring Brothers y Cía. La primera entrega se hizo en julio 12 y del producto neto de la operación, de 700.000 libras (3.500.000 pesos fuertes) la firma emisora retiró, de acuerdo con el contrato, la suma de 130.000 libras para atender el servicio de interés y amortizaciones durante los dos primeros años. Los pagos quedaron así asegurados hasta el 12 de enero de 1827, fecha en que al Gobierno de la Provincia habría correspondido hacer frente al servicio del quinto semestre, si la ley del 28 de enero de 1826 no hubiese creado el Banco Nacional incorporando al capital de la nueva institución los tres millones de pesos fuertes que provenían del empréstito inglés y que estaban destinados a otros fines. Días después, el 7 de febrero, asumía la Presidencia de la República el señor Rivadavia. Al responsabilizarse de la operación, el P.E.N. afianzó las seguridades de su cumplimiento en forma que Don Pedro Agote (no citado aquí por el doctor Lavalle Cobo) expresa en los siguientes términos: “La Nación, que para formar el Banco Nacional en 1826, dispuso de los $ fr. 3.000.000 pertenecientes al empréstito inglés, aceptó como consecuencia de este hecho su responsabilidad y el ministro de Hacienda Nacional (que era Don Salvador María del Carril) en nota de abril de 1826, comunicó a los señores Baring Brothers y Cía. que tomaba medidas para asegurar el servicio, haciéndoles notar que el empréstito estaba ahora garantido por todo el territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata”.

Y agrega el doctor Agote: La Nación no pudo, sin embargo, llenar esta obligación y el servicio de la deuda se interrumpió, lo mismo que las relaciones con los señores Baring Brothers y Cía.”

Así quedaba hipotecado al pago de la deuda todo el territorio nacional.

 

La compra de las onzas de oro

Al aproximarse el 12 de enero de 1827 –fecha del vencimiento del 5° semestre– el Gobierno de Rivadavia descubre que ha contraído un compromiso terrible. Sus financistas han fracasado y sus dificultades son enormes. Se convino entonces en comprar onzas de oro que valían 19 pesos. “Era preciso guardar secreto –dice Agote– para que no se advirtiese que había en alguna parte necesidad urgente de ese oro y subiese su valor en plaza".

Pero no se guardó secreto. El Ministro de Hacienda aseguraba ante el Congreso “que el 12 de enero de 1827 serían pagados puntualmente en Inglaterra 30.000 libras (intereses) y algo más (amortización ½ %)…” El Ministro de Gobierno (que era Don Julián Segundo de Agüero) agregó: “Aun cuando por una fatalidad fuese forzoso comprar las onzas a 50 pesos, a ese precio deben comprarse para salvar el crédito argentino”. Y así se hizo, en efecto, en esa ocasión. (Agustín de Vedia. “El Banco Nacional”, pág.110).

Los rivadavianos seguían haciendo de las suyas. El país salvó su crédito, pero debió comprar las onzas con un papal depreciado en casi un 300% y esa depreciación fabulosa benefició a los felices vendedores. ¿Quiénes eran ellos? Tal vez algunos de los adinerados ciudadanos que el 6 de agosto de 1827, encabezados por Rivadavia, se obligaron a garantizar el pago de los intereses y amortización, hasta un año después de terminada la guerra con el Brasil.

Esta garantía, naturalmente, jamás se hizo efectiva.

 

Lo que entró al país del empréstito inglés

El servicio de la deuda se suspendió en el sexto semestre (Vedia, ob. cit.) y en fecha 9 de septiembre de 1827 (Agote, pág. 17) el gobierno de la Provincia reasumió la responsabilidad del empréstito. Era gobernador el coronel Manuel Dorrego, que acaso ya entonces estaba condenado a muerte, aunque, sin duda, Lavalle lo ignoraba todavía. La guerra con el Brasil había servido de pretexto a los mayores abusos y desaciertos durante la Presidencia de Rivadavia. Añadiré, para decir estrictamente la verdad, que del empréstito inglés lo que realmente entró al país, si algo entró de Inglaterra, fue una suma irrisoria, como que la operación real consistió principalmente en emitir documentos de crédito sobre los comerciantes ingleses de la plaza: ingleses de nacionalidad, pero con capitales formados o acrecidos en el país. Los ingleses, pues, nos prestaron lo nuestro y después nos lo cobraron con intereses como si fuera de ellos.

 

La verdadera causa del fusilamiento de Dorrego

Oigamos lo que, relativamente a las angustias que estos desaciertos crearon al gobierno del Coronel Dorrego, dice el doctor Garrigós, en el informe que elevó al Directorio del Banco de la Provincia, en 1873 (p. 18):

“El Presidente de la República (Rivadavia) no tenía otra fuente de recursos inmediatos que el oro y los billetes del Banco, cuya emisión fue autorizada hasta nueve millones y medio, sin que interviniera la ley, no obstante que había pasado el primer año en que competía reglarla al Ejecutivo”.

“El Gobierno de la Presidencia había desaparecido y entró a subrogarle el de la Provincia de Buenos Aires, a quien se encargó la dirección de la guerra”.

“Encontraba el Tesoro exhausto, sin poder echar mano del crédito por los arbitrios de empréstitos exteriores o en la plaza, arbitrios que ya se habían empleado y que de seguro ante la situación política que el país cruzaba no prometían buen éxito y menos realización inmediata…”

Para hacer frente a esta situación de ruina, agravada  por la necesidad de pagar los dividendos del empréstito hasta el 12 de enero de 1828, Dorrego se vio forzado a autorizar la venta en Londres de las fragatas “Asia” y “Congreso”.

Pero fue lapidario con quienes habían engendrado ese estado de cosas y no dejaron de conocerse en el país los pormenores del arreglo que, para crear el Banco Nacional, se había hecho con los “propietarios” del Banco de la Provincia, seres privilegiados a quienes, por ser extranjeros y en su mayoría ingleses radicados en Inglaterra, se les admitió sus acciones depreciadas con una prima del 40%. ¡Por cada acción de $ 1.000  se le reconocieron $ 1.400!

Dorrego denunció también, en su primer mensaje a la Legislatura, el desquicio en la administración de los fondos aplicados al ejército de operaciones durante la guerra con el Brasil. “La contabilidad estaba en desorden. Los depósitos tomados del enemigo no existen” Y con relación a la misteriosa Compañía de Minas creada por Rivadavia, de la que éste fue “presidente” y que motivó luego páginas tan sabrosas de Don Vicente Fidel  López en su “Historia Argentina”, el héroe de Tucumán y de Salta pronunciaba estas palabras  imprudentes con las que probablemente confirmó la terrible sentencia que había de fulminarlo después:

“Pero el gobierno se encuentra con un recurso de la expresada compañía, recibido por el último paquete, en que reclama a la provincia la cantidad de 52.520 libras esterlinas (262.600 pesos fuertes) por los gastos de aquella empresa. El engaño de aquellos extranjeros y la conducta escandalosa de un hombre público del país que prepara esta especulación, se enrola en ella, y es tildado de dividir su precio, nos causa un amargo pesar”.

Cuando en diciembre del año 28, vuelve del Brasil Lavalle con su división, los unitarios, entre ellos algunos de los hacendados de las onzas, ya habían acordado en secreto la eliminación de Dorrego. Pero los argumentos con que persuadieron a Lavalle fueron de índole más elevada y hasta filosófica. Hay cartas que lo prueban.

Muchos años más tarde, Don Juan María Gutiérrez, también unitario, pero no hombre de negocios, descubría y confesaba que Dorrego fue un patriota y que su sangre había manchado para siempre la historia de su partido.

 

El empréstito y el motín de diciembre

El motín de Lavalle, instrumento ciego en manos ocultas, fue costeado con los dineros del Banco Nacional. De su tesoro salieron también los 275.000 pesos con que, bajo el gobierno sedicioso de diciembre, se gratificó a los coroneles del ejército sublevado “teniendo  en vista –dice el decreto que lo ordena– la necesidad de ponerlos a cubierto de los sucesos venideros” (Registro Ofic. De 1829. Decreto citado por Groussac, “Estudios de Historia Argentina”, pág. 205).

 

Cómo ofreció Rosas las Malvinas

Rosas llega por segunda vez al gobierno en 1835. Las islas Malvinas nos han sido tomadas por Inglaterra años atrás. Los unitarios, enceguecidos por su odio de facciosos, se convierten en los auxiliares de las ambiciones extranjeras. Desde 1838 en adelante, la guerra, el bloqueo francés de dos años y la desconfianza en un país así anarquizado, arruinan la economía, el comercio, las finanzas nacionales y nuestro crédito exterior. Cuando la guerra va a concluir, Inglaterra y Francia la prolongan, como hemos visto, con sus agresiones, que luego sus gobiernos reconocen injustas. A las intimaciones de Mandeville, y los atropellos estudiados de Purvis, se suma la oposición de Falconet  en Buenos Aires.  Los acreedores ingleses, Baring Brothers y Cía. acuden embozadamente al cobro compulsivo de la deuda, cuya garantía es todo el territorio nacional. Ellos insinúan, según Saldías, la entrega, en pago, de las islas Malvinas, que son parte de ese territorio, criminalmente comprometido por los financistas unitarios.

Rosas hace frente a la situación y desbarata la maniobra. Su ministro Insiarte, en nota de febrero 17 de 1843, comunica a Falconet, que ha asumido oficialmente la iniciativa por medio de su ministro en Londres. ¿En qué consiste ella? Reconozca el gobierno inglés los derechos argentinos a las Malvinas y podrá entonces el gobierno responder con esa parte de nuestro territorio a los compromisos contraídos insensatamente por Rivadavia y del Carril. Es el doctor Pedro Agote quien así lo establece en términos claros: “Esta nota (la primera de Insiarte a Falconet ) abunda en consideraciones acerca de los derechos de la República a aquellas islas, y la confianza que tiene de que ellas sean reconocidas por el gobierno británico (pág. 18). La respuesta inglesa es dada indirectamente por el almirante Purvis. El 13 de abril “arresta” a la escuadra argentina y la extorsión prosigue escandalosamente a lo largo del año 43. 

“El ministro doctor Insiarte –dice luego el doctor Agote (pág. 18)– en nota de 20 de marzo de 1844 reitera el ofrecimiento de las islas Malvinas e insiste en la legitimidad de los derechos de la República al territorio de dichas islas, cuya cesión a los prestamistas ingleses era el medio más pronto y eficaz para cubrir la deuda”.

Pero, ¿podría Lord Aberdeen reconocer la usurpación de Inglaterra? Evidentemente, no. La condición previa impuesta por Rosas significaba en el orden de los principios una afirmación rotunda de los derechos argentinos y en la práctica era de realización imposible, porque proponía lo que los ingleses no podían aceptar. Ganó tiempo, entre tanto; paralizó los apremio de Falconet y le quitó al enemigo uno de los pretextos que utilizaba  para crearnos el conflicto deseado. Inglaterra no aceptó, desde luego, la proposición del ministro Insiarte, hecha por órgano de Moreno, y algún tiempo después, en alianza con los franceses y como supremo recurso de intimidación, cometieron sus marinos lo que se ha llamado “el robo de la escuadra argentina”; bloquearon nuestras costas, invadieron el país por el río Paraná e intentaron reducirnos por la fuerza.

Pero las Malvinas no fueron cedidas en derecho a los ingleses.

Entre tanto, Varela  y sus amigos de Montevideo gestionaban la desmembración de Entre Ríos y Corrientes y Sarmiento incitaba a los chilenos a que ocuparan el Estrecho de Magallanes con la doctrina de que “un territorio limítrofe pertenecerá a aquel de dos estados a quien su ocupación aproveche sin dañar ni menoscabar los intereses de otro”. Así, “en odio a Rosas, que era un accidente de la política argentina, se atacaba la integridad de la Nación…” (Pelliza, “La Dictadura de Rosas”). Hacia los mismos años, los emigrados en Santiago trabajaban por la incorporación  a Chile de las provincias de Cuyo.

Estos eran los patriotas, los nacionalistas auténticos…


V - CONCLUSION

Rosas, figura patricia, “de rasgos imperiales, clásicos en toda forma”, “recio, gubernamental, inclemente” en su “lucha abierta y ruidosa con nacionales y extranjeros para consolidar su poder en el centro de una gran capital histórica”  (Vicente F. López), “fue lo que el país quiso que fuese” (Zinny). Campeón del “honor nacional” (San Martín), resistió “gloriosamente a las pretensiones de una potencia europea” (Sarmiento), cuyas agresiones fueron “la más escandalosa violación del derecho de gentes” (Lamartine). “Sin arredrarse del poder de nuestros enemigos” (Necochea) , desde un gobierno  que “ fuere lo que fuere, es nacional” en “presencia de la Francia” (Lavalle), infringió al gobierno de esa Francia una “derrota diplomática” como “jamás hubo más completa en todos los puntos” (Thiers).

“Proclamó altamente su programa político, la reconstrucción del virreynato de Buenos Aires” (Salvador María del Carril), en cuya ejecución sus adversarios le combatieron, concitando contra él “todas las antipatías que el mismo objeto”  despertaba en su facción, aliada, “por un indigno espíritu de partido” (San Martín), “con todo elemento  europeo  que venga a prestarle su apoyo” (Sarmiento).

“Reincorporó la Nación” (Sarmiento) y creó en ella “el respeto a la autoridad” que antes de él no existía, “enseñando a obedecer a sus enemigos y a sus amigos” (Alberdi). “Grande y poderoso instrumento que realiza todo lo que el porvenir de la patria necesita” (Sarmiento), bajo su gobierno vivió Buenos Aires “en un pie de prosperidad admirable” (Herrera y Obes). Administrador pulcro de los dineros fiscales (Ramos Mejía), su “honradez administrativa” le ganó la confianza del “Comercio y el extranjero” (Terry) y la gratitud de los acreedores del país “por las seguridades de pago ofrecidas por el gobierno argentino” (Baring Brothers). Y “cumplió esta promesa (o seguridad) espontáneamente” (Pedro Agote).

“El temple de su voluntad, la firmeza de su genio, la energía de su inteligencia no son rasgos suyos, sino del pueblo que él refleja en su persona” (Alberdi), pueblo que lo acompañó siempre en sus empresas, oponiéndose activa o pasivamente a sus enemigos, cuyo ejército, ya en 1829 sintió el vacío a su alrededor y llegó, desde Buenos Aires, “a la ciudad de Córdoba, sin que una sola persona se hubiese puesto en inteligencia” con sus jefes (Paz). “Nunca hubo gobierno más popular, más deseado ni más sostenido por la opinión” (Sarmiento) que el suyo de 1835. La campaña “libertadora” de 1840 sólo encontró adictos a Rosas en el camino, “hordas de esclavos” (¡), “muy contentos con sus cadenas” (Lavalle).  En las vísperas de Caseros, los nuevos “libertadores” de la provincia de Buenos Aires, ante la “absoluta concurrencia de todos los habitantes de la campaña a las filas del tirano” (César Díaz), se quejaban “de que no habían encontrado en ella la menor cooperación, la más leve simpatía” (Urquiza), confesando “que el prestigio de su poder en 1852 era tan grande o mayor tal vez de lo que había sido diez años antes y que la sumisión y aun la confianza del pueblo en la superioridad de su genio no le habían abandonado jamás” (César Díaz).

Y este “perfecto hombre de Estado” (Brossard), que “conocía los secretos de los gabinetes europeos” hasta el punto de que “no había gobierno en Europa tan bien informado como el de Rosas ni tan ilustrado por sus agentes” (Thiers); este defensor de América, cuya energía probó “que la Europa es demasiado débil para conquistar a un estado americano que quiere sostener sus derechos” (Sarmiento) y a quien “debe la República Argentina en estos últimos años haber llenado de su nombre, de sus luchas y de la discusión de sus intereses, el mundo civilizado, y puéstola más en contacto con la Europa” (Sarmiento); este “hombre notable” que dio “a su país un nombre y un lugar tan permanente como no conseguirá pronto ninguna otra nación sudamericana” (The New York Sun); este “Formidable caudillo” (Martiniano Leguizamón), que “defendió a su país como pocos lo habían defendido” (Octavio Amadeo), “sosteniendo el honor y la integridad de su territorio” (Martiniano Leguizamón) y “los derechos de la Nación contra las miras extrañas”  (Ferre), “miras siniestras de los enviados de Francia y de Inglaterra” (Vicente López y Planes); este gobernante extraordinario, en fin, que “era la encarnación de la voluntad del pueblo” (Sarmiento) y que prestó al país “servicios muy altos”, “servicios cuya gloria nadie podrá arrebatarle” (Urquiza), fue, sin embargo, calumniado “a designio” (Sarmiento) por los enemigos que le reconocían cuanto he transcripto en estas páginas, y murió en la miseria, desterrado entre los ingleses, después de haberle sido confiscados sus bienes por una resolución de sus enemigos que “era un atentado” (Mitre) y en cuya virtud –se dijo en un decreto de 1853– “han sido disipados en parte, y aun quizá convertidos en provecho de los que ningún derecho han podido alegar a ellos” (Urquiza).

Hasta hoy las calumnias y las imposturas “a designio” han triunfado en la historia oficial, embaucando a las generaciones y volviendo contra la verdad aun a los hombres de buena fe, como el doctor Lavalle Cobo.  Por lealtad a maestros que no fueron leales con sus discípulos, las leyendas engañosas se siguen propalando a todos los vientos.  Nadie está exento de culpa, sin embargo, entre los que pregonan el error, porque las pruebas de la verdad aparecen a la vista y se conocen los documentos que demuestran cómo la historia ha sido falsificada deliberadamente. Dejemos a un lado a Sarmiento, que confesó más de una vez, con cinismo “genial”, sus propias supercherías y desfachateces, y a Alberdi, que mintió siempre, y se contradijo, por principio dialéctico. El criterio de la mistificación histórica erigida en sistema fue  definido por Salvador María del Carril, en carta a Lavalle, con más claridad y brillo literario que cualquiera de los otros conspiradores. Esa carta es una página que explica toda la historia escrita por los unitarios y sus discípulos. Hay que releerla siempre. Yo aconsejo su lectura al doctor Lavalle Cobo. Ella dice:

“Incrédulo como soy de la imparcialidad que se atribuye a la posteridad; persuadido como estoy de que esta gratuita atribución no es más que un consuelo engañoso de la inocencia, o una lisonja que se hace nuestro amor propio o nuestro miedo; cierto como estoy, por último, por el testimonio que me da la historia, de que la posteridad consagra y recibe las disposiciones del fuerte o del impostor que venció, sedujo y sobrevivió, y que enfoca los reclamos y protestas del débil que sucumbió y del hombre sincero que no fue creído, juro y protesto que no dejaría de hacer nada de útil por tan vanos temores. Si para llegar es necesario envolver la impostura  con los pasaportes de la verdad, se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad, se miente y se engaña a los vivos y a los muertos, según dice Maquiavelo. Los hombres son generalmente gobernados por ilusiones, como las llamas de los indios por hilos colorados”.

He aquí el espíritu con que ha sido escrita la historia del país por los impostores que vencieron, sedujeron y sobrevivieron para mentir y embrollar, engañando a los vivos y a los muertos. Son muchos todavía los hombres de buena fe que se dejan gobernar, en sus juicios y opiniones, como las llamas de los indios, por arabescos retóricos. Pero no somos pocos los que, reaccionando contra el escepticismo corrosivo que destilan las palabras transcriptas, mantenemos viva nuestra fe en la virtud soberana de la verdad y en su triunfo final sobre las supercherías de una literatura cada día menos afortunada en sus tentativas maliciosas. Creemos también en la eficacia de nuestros esfuerzos y no tememos la contradicción que tenga del lado de los adversarios, a quienes quisiéramos ver más activos en la defensa de sus historias.

“Día llegará –pensamos como Don Juan Manuel en el destierro– en que, desapareciendo las sombras, solo queden las verdades, que no dejarán de conocerse, por más que quieran ocultarse entre el torrente oscuro de las injusticias”.

          Abril de 1939.