Epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires (1)
Por Norberto Jorge Chiviló
La
fiebre amarilla es una enfermedad producida por un virus que se transmite por
la picadura del mosquito Aedes aegypti que previamente picó a una persona ya
infectada. Se la llama fiebre amarilla, porque a muchos de los infectados la
piel se le pone de ese color. La enfermedad aparece con los síntomas de una
fiebre y en la mayoría de los casos, pasa después de un breve tiempo de días,
pero en otros recrudece con sangrados, vómitos sanguinolentos –llamado vómito
negro–, entre otras manifestaciones y en muchos de estos casos se convierte en
mortal.
Es
una enfermedad de zonas tropicales, calurosas y cercanas al mar, que tuvo su
origen en el África occidental, donde por el tráfico de esclavos, pasó al
Caribe y las Antillas y de allí a otras partes de América.
En
nuestro país, la enfermedad se manifestaba en el litoral y no pasaba al
interior.
Hace
150 años atrás, entre los meses de enero a junio de 1871, se produjo en la
ciudad de Buenos Aires una epidemia de esa enfermedad, que quedó registrada en
la historia de la ciudad.
Hacía
muy poco que había finalizado la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay
y las tropas aliadas ocupaban la ciudad de Asunción, entre ellas las brasileras
provenientes de Río de Janeiro, quienes, según algunos historiadores, habrían traído la enfermedad que en diciembre
de 1870 produjo un brote de fiebre amarilla en la capital paraguaya. La enfermedad
pasó a Corrientes, donde prendió en la ciudad capital con el primer caso que se
produjo a mediados de ese mes y se extendió también a otros pueblos de la
provincia como Bella Vista, San Luis y San Roque. La epidemia produjo allí
2.500 víctimas, viviéndose todos los dramas y consecuencias que se verán en la
ciudad de Buenos Aires meses más tarde. Según unos autores la enfermedad fue
traída a nuestro país, por los soldados que regresaban del Paraguay, pero otros
afirman que ello ocurrió por un barco que partió de Asunción en navegación río
abajo por el Paraná que fue esparciendo la enfermedad por todo el litoral,
hasta llegar a la ciudad de Buenos Aires, mientras que para otros, provino directamente
del Brasil.
Domingo Faustino Sarmiento |
En momentos en que la epidemia hacía estragos en Asunción, y las muertes crecían en Corrientes, la enfermedad pasó a Rosario y después a Buenos Aires, donde el 27 de enero se produjeron tres casos en la zona sur, más precisamente en la parroquia de San Pedro Telmo, donde existían muchos conventillos e inquilinatos, donde los habitantes vivían hacinados y con deficiencias habitacionales, falta de higiene y abarrotados de inmigrantes. Ese día, es considerado oficialmente como el del inicio de la epidemia. El Riachuelo era un foco infeccioso, con sus aguas contaminadas por las aguas servidas y los desperdicios que eran arrojados por saladeros, graserías y mataderos, producto de la matanza de miles y miles de animales por año, lo que producía la contaminación de las napas acuíferas, el río de la Plata también estaba contaminado, ya sea por el agua recibida del Riachuelo y otros arroyos que cruzaban la ciudad, como así también porque las lavanderas realizaban su trabajo en la orilla, lavando incluso de ropa de personas enfermas. Muchos de los habitantes se surtían con el agua de lluvia que guardaban en sus cisternas, o la obtenían de sus pozos –con las napas contaminadas– o la compraban a los aguateros quienes la recogían en el río. Era una costumbre muy arraigada por los porteños que para combatir y mitigar el calor, se bañaban en las aguas del Plata. Ello dio a pensar que la falta de higiene en las viviendas, especialmente en gente de clase pobre, habitantes de los conventillos, y aquel foco contaminante que era el Riachuelo, que bañaba los barrios porteños del sur, más afectados por la enfermedad, eran los causantes del morbo que se abatía sobre los porteños, que si bien y por lo que se descubrirá diez años después no era en realidad así.
Mariano A. Pelliza, escribió: “Desde los primeros días de 1871, se empezó a
notar en la ciudad algunos casos de fiebre amarilla, enfermedad exótica,
importada generalmente de las costas del Brasil, donde es endémica y pestífera.
Hallándose la población en las condiciones higiénicas más deplorables, la
intensidad del mal se hizo sentir muy pronto con características alarmantes. Llegada
la noche, los faroles se encendían mal y una bruma constante, los envolvía, De
trecho en trecho, la luz incierta de una casa se proyectaba en las aceras,
denunciando la existencia de una botica, únicos establecimientos que se
mantenían abiertos. Después, el silencio conmovedor de las necrópolis se
acentuaba en este recinto de la muerte, Los ya escasos moradores despertaban un
día y otro, viendo la guadaña de la parca suspendida sobre las cabezas; y esta población
se aterraba cada día más, leyendo en los diarios las listas de los muertos,
cuyos nombres se renovaban por cientos en aquellas sombrías páginas”.
En
ese entonces el desarrollo urbano de la ciudad había crecido, ocupaba 600
manzanas desde la ribera del río (actual Av. Paseo Colón) hasta Plaza Miserere.
Había teatros, escuelas, hoteles, clubs, cafés, diversos edificios públicos,
entre otros, con mayoría de calles de tierra y solo algunas adoquinadas;
contaba con tres líneas de ferrocarriles, tranvías tirados a caballo, pero no
existían los desagües para el agua de lluvia ni tampoco había cloacas, por lo
que las aguas servidas eran echadas a la vía pública. El estado de higiene de
la ciudad era deficiente. No había una infraestructura sanitaria y de servicios
adecuada a una ciudad que quería parecerse a las europeas, es decir que la
salubridad pública era nula y era imposible en esas circunstancias poder hacer
frente con éxito a una epidemia de esas características.
Por
aquellos días de enero, febrero y marzo, se vivían días sofocantes de humedad y calor, con temperaturas de 34°, copiosas
lluvias especialmente en febrero y marzo, que hacían intransitables sus calles;
la basura y el agua estancada produjeron una reproducción inusitada de
mosquitos, que hacían la vida insoportable a los porteños y que eran en
realidad los transmisores de la terrible enfermedad, circunstancia ésta todavía
no conocida por la ciencia.
Al
principio las autoridades silenciaron la existencia de estos primeros casos,
para no alarmar a la población y los facultativos no se ponían de acuerdo si se
trataba de la temida fiebre amarilla. Durante el primer tiempo los casos
diarios fueron muy pocos, la vida cotidiana transcurría más o menos con
normalidad por lo que las fiestas de Carnaval, organizadas por las autoridades,
que se desarrollaron en el mes de febrero, fueron disfrutadas por el pueblo, muy
afecto a las mismas, sin advertir el peligro que se avecinaba. Mientras la gente
se divertía en bailes, corsos y fiestas de disfraces, los médicos atendían a un
número cada vez mayor de enfermos. Casi al final de las fiestas carnavalescas,
la enfermedad pasó fue corriéndose a otros barrios del sur, como los del
Socorro –donde se dio la mayor virulencia–, Monserrat, Balvanera, San Miguel,
Catedral al Sud, La Boca, donde la población, sin distingos de razas, edad, ni
condición social, se vió diezmada y ya la gente empezó a entrar en pánico, porque
los casos crecieron, se prohibieron los bailes, pero una vez que los mismos ya
habían pasado. Las escuelas y la Universidad cerraron sus puertas.
Las
defunciones pasaron a ser el doble de la época normal. Los más adinerados
abandonaron la ciudad, algunos pasando de la zona sur a la zona norte –más
deshabitada–, otros yéndose a las quintas de los barrios periféricos, a pueblos
o ciudades un poco más alejadas del foco de la epidemia, como Belgrano, Flores,
Merlo, Moreno, San Martín, San Isidro…. Incluso las autoridades ofrecieron
vagones del ferrocarril como viviendas en San Martín, Moreno, Merlo entre otras
localidades. Muchos inmigrantes, especialmente italianos que vivían hacinados
en los conventillos y que eran maltratados creyéndoselos como causantes de la epidemia,
emigraron, asimismo se solicitaron cinco mil pedidos de repatriación en el
Consulado italiano.
A
principios de marzo, la situación ya había estallado, la cantidad de muertos
diarios alcanzaba el centenar, la portada de los diarios tenían títulos
catastróficos. Los alquileres de los lugares alejados de la ciudad se
incrementaron, las muertes aumentaban día a día. Los hospitales se llenaban de
enfermos y no daban abasto, se crearon y organizaron nuevos centros de atención
y toda la ciudad era un hospital. Se paralizó el puerto, y fue puesto en
cuarentena y las provincias limítrofes, pusieron restricciones al ingreso de
viajeros y mercaderías provenientes de Buenos Aires. Los sepultureros se vieron
excedidos en su triste trabajo.
La
ciudad era un caos y en medio de toda esa desgracia, las autoridades tanto
nacionales como provinciales, legisladores, jueces y aún médicos, la abandonaban,
dejando a sus habitantes a la buena de Dios.
Pero también existieron personas abnegadas y con un alto espíritu solidario y humano que se organizaron para mitigar tanto dolor y desesperanza. La población culpaba a las autoridades nacionales y provinciales de lo sucedido y por tanto caos y desmanejo de la situación. De un total aproximado de 160 médicos que residían en la ciudad, antes de la epidemia, solo un tercio de ellos, se quedaron en forma permanente, haciendo honor a su juramento hipocrático, atendiendo a los enfermos, cada vez en mayor número, sin cobrar honorarios, sin miramientos de horarios ni de peligros y muchos de ellos murieron por contagio. Ventura Bosch, el médico unitario que había atendido años atrás a Juan Manuel de Rosas, y que por estos días también había atendido a los enfermos de enero, falleció el día 6 de febrero, siendo la primera víctima entre los facultativos. Dos semanas después falleció el sacerdote católico irlandés, R.P. Anthony Dominic Fahy, capellán de la comunidad irlandesa. Según algunos biógrafos, Fahy había contraído la enfermedad por confesar a una italiana, atacada de fiebre. Cuando Fahy recibió el llamado para atender a esta señora, un amigo le reprochó diciéndole que él era capellán de los irlandeses y quien debía atender a esa persona, era su propio pastor, por lo cual él no tenía por qué exponer su vida. El ya anciano Fahy le contestó con esta frase: “la caridad no conoce patria” y se dirigió a atender a la enferma. Según otros historiadores, el capellán irlandés habría fallecido a causa de una dolencia cardíaca que lo aquejaba desde hacía tiempo, pero no obstante, la anécdota nos muestra la humanidad y el desinterés por la propia seguridad –en este caso del sacerdote– con la que actuaron muchísimas personas en aquellas trágicas circunstancias.
El anticlericanismo de entonces intentó ocultar el trabajo abnegado de los religiosos y sacerdotes que ejercieron su ministerio asistiendo espiritualmente a enfermos y consolándolos en sus últimos momentos y muchas religiosas dedicadas a la educación como las “Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul”, llamadas comúnmente como “Hermanitas de la Caridad”, cerraron los establecimientos de enseñanza, para dedicarse a atender a los enfermos en el Hospital General de Hombres y en el Hospital Francés, como también colaboraron otras congregaciones religiosas y laicos comprometidos. Por ejemplo Monseñor Aneiros, se enfermó, pero pudo curarse, no así su madre y su hermana que se habían quedado en la ciudad con él y fallecieron por la tremenda enfermedad. Años después el médico higienista, Dr. Guillermo Rawson en una discusión en la Convención Constituyente de Buenos Aires, reconociendo la tarea de estos religiosos, manifestó: “Pero he visto también,…en altas horas de la noche, en medio de aquella pavorosa soledad, a un hombre vestido de negro, caminando por aquellas desiertas calles. Era el sacerdote, que iba a llevar la última palabra de consuelo al moribundo. Sesenta y siete sacerdotes cayeron en aquella terrible lucha; y declaro que ese es un alto honor para el clero católico de Buenos Aires…”.
Comisión Popular |
En esos momentos arreció la enfermedad y el número de víctimas trepó a los 150 fallecimientos diarios.
El 19 de marzo el presidente Sarmiento, quien por su investidura debía dar el ejemplo y ponerse al frente de la situación, como un general que comanda a sus tropas para la batalla final, no lo hizo y por el contrario huyó. Con ostentación y una comitiva de 70 funcionarios o “zánganos que causan gastos enormes a la Nación”, como los llamó el diario “La Nación”, y a bordo de un tren especial se alejó de la ciudad para establecerse en la localidad de Mercedes a 100 kms. de distancia. Ello fue muy criticado por los diarios y “La Prensa”, en el editorial del 21 de marzo que tituló “El presidente huyendo”, decía: “Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos”. “¿Es posible que haya tanto desprecio por este pueblo noble e ilustrado? Que lo veamos huir repantigando y lleno de comodidades en un tren oficial, en vez de subir a un carruaje para recorrer el hogar del dolor, a visitar los hospitales y lazaretos, dando ejemplo de un valor cívico que estimularía y levantaría el espíritu público”. El diario gubernista “La Tribuna”, no ahorró tampoco sus críticas y publicó unas palabras de Héctor Varela el amigo del presidente, criticando su actitud: “La conducta del presidente solo merece el silencio del desprecio”. Se lo criticó también al Presidente “que no tome siquiera mil pesos de su sueldo y lo mande a alguna de esas listas de suscripción que en tantas partes levanta el pueblo”.
Por el contrario el expresidente Mitre y sus hijos se quedaron en la ciudad para aportar su ayuda, contrajeron la enfermedad pero lograron salvarse.
José C. Paz, director del diario “La Prensa”, fue otra personalidad importante que se quedó en la ciudad, teniendo gestos de humanidad: organizó una comisión formada por enfermeros y ayudantes que prestaban auxilio a las víctimas, trasladándolas a los hospitales y proveyéndolas de medicamentos, más adelante con el aumento de víctimas esta comisión proveía gratuitamente los féretros y se encargada de su traslado a los cementerios y también del enterramiento. Ante el contagio de la enfermedad por uno de los periodistas del diario, Paz lo arropó y lo cargó en sus hombros y lo llevó a su propia casa para atenderlo.
Ante la falta de una guía gubernamental, las instituciones que se encargaron de luchar contra la peste, trataron de organizar a la población, designando comisionados o médicos por manzana, emitiendo instrucciones sanitarias, como la de proceder a la higiene de letrinas, el blanqueo de las paredes con cal, la quema de los objetos que hubieren estado en contacto con el enfermo, tales como camas y ropas, la recolección de la basura y la limpieza de las calles y de los terrenos baldíos, como también quemar alquitrán en las esquinas para producir humo, creyéndose que de esa forma se podía purificar el aire de bacterias malsanas, además de aconsejar el hervir la leche y agua antes de su consumo. También los integrantes de estas Comisiones se dedicaban a recorrer las calles para constatar la higiene de las casas particulares, inquilinatos y conventillos, donde muchas veces no solo no eran bien recibidos, sino que eran objeto de todo tipo de amenazas y agresiones; como también para prestar ayuda a quien la necesitaba, proveer con distintas medidas al mejoramiento higiénico del barrio, el barrido de calles, el empedrado de muchas calles, la colocación de faroles a gas para evitar hechos delictuosos, entre otras muchas acciones.
Debido a la cantidad creciente de víctimas, surgieron muchísimos problemas. Por la falta de carpinteros, ya que muchos se habían ido, comenzaron a escasear los ataúdes y sus precios subieron, por lo cual muchos no podían adquirirlos, razón por la cual muchas veces los cadáveres eran llevados envueltos en sábanas, lonas y trapos o simplemente dejados en las calles. Tampoco los sepultureros en los cementerios daban abasto con su tarea –muchos también habían fallecido– ; lo mismo pasaba con los 40 coches fúnebres que había en la ciudad, que si bien eran más que suficientes en épocas normales, no lo eran ahora en estas circunstancias, por lo que la gente recurrió a los mateos para llevar el féretro con los restos de sus seres queridos, pero los cocheros de estos típicos carruajes también, también vieron su agosto y elevaron el precio a sumas considerables para la época, que no eran accesibles a todos los bolsillos. Así los ataúdes y cadáveres eran dejados y apilados en las calles, por lo que se recurrió a los carros destinados a recoger la basura, para que los cargaran y los llevaran al cementerio. Eran escenas que parecían de pesadilla y a las cuales estaban expuestos los habitantes que permanecían en la ciudad.
Pelliza contó “En el período álgido de la epidemia, era lúgubre y aterrante el aspecto de la ciudad y en los barrios donde se hacían sentir, caían familias enteras al soplo de aquel veneno exterminador. Los ataúdes se sacaban a las puertas de calle y se apilaban de tres en tres para esperar los carros conductores a los cementerios. Desde las cuatro de la tarde las casas de familia y de negocio empezaban a cerrarse y, los vecinos ya no transitaban por las calles, dándose así a la población el verdadero aspecto de una ciudad infestada. Sentíase solo el rodar de los carros fúnebres y el grito, desapacible y tétrico de los conductores”.
Se vivió y se vió de todo en ese Buenos Aires: falta de humanidad, ruptura de vínculos familiares y de amistad. El Dr. Rawson testimoniaba haber visto “...al hijo abandonado por el padre; he visto a la esposa abandonada por el esposo; he visto al hermano moribundo abandonado por el hermano...”. Familiares que con tal de salvarse no reparaban en nada.
La
policía también estaba desbordada por la situación, lo que fue aprovechado por
los delincuentes que ante la existencia de centenares de casas y residencias abandonadas,
muchas de ellas de personas adineradas, que por su premura en huir, ni siquiera
pusieron llave a las puertas, se dedicaron al robo y saqueo, empleando incluso
carros para mudanzas para llevarse los objetos robados. Los asaltos, robos y
asesinatos en la vía pública también estaban a la orden del día.
El
abastecimiento de mercaderías de todo tipo, también se vio afectado y
comenzaron a escasear los alimentos de primera necesidad, pues muchos de los
abastecedores, por temor, dejaron de entrar en la ciudad.
Las
distintas comisiones creadas por vecinos, las autoridades provinciales y
municipales y la Iglesia –a través de las parroquias– se dedicaron a comprar los
medicamentos que también por aquellas circunstancias escaseaban, para distribuirlos
entre gente de escasos recursos.
Los
diarios daban cuenta de casos de personas “resucitadas”, aquellos que por error
eran llevados considerándoselos muertos –no había quien certificara el óbito–
cuando no lo estaban y en el traslado hacia el cementerio, “resucitaban”. En el
diario “La Prensa” del día 15 de abril, apareció la noticia de un enfermero que
después de muchos días de continuo e intenso trabajo, se tomó un tiempo de
descanso y camino a su casa se emborrachó y quedó dormido en la calle. Grande
fue su sorpresa cuando al despertar se vió entre cadáveres en una fosa común, a
la cual ya le estaban echando paladas de tierra. ¿Cuántas personas vivas habrán
sido enterradas, considerándoselas muertas…?.
Durante
el mes de marzo el número de víctimas crecía día a día: 204 personas el día 18,
219 el 25, 231 el 26, 310 el 27, 337 el 28….., la epidemia se extendía como
mancha de aceite y no había suficientes médicos para atender a todos los
enfermos, incluso, muchos de ellos también se contagiaban.
A
fines de marzo se prohibieron las reuniones públicas en lugares cerrados para
evitar los contagios y la propagación de la enfermedad, así también el obispo
Aneiros a pedido de la Comisión Popular, suspendió las celebraciones religiosas
de la Semana Santa.
Desde
el Domingo de Ramos –2 de abril– en el que fallecieron 318 personas, día a día
el número fue creciendo, así el lunes 3 fueron 345 las víctimas, al día
siguiente llegaron a 400, el Viernes Santos fueron 380. El Sábado de Gloria,
día 8, hubo un aumento ya que el número fue de 430 y ese mismo día el Dr.
Francisco Javier Muñiz, gloria de la medicina argentina, que contaba por
entonces con 76 años, quien se quedó en la ciudad para ayudar y servir a sus
habitantes, fue otra de las víctimas. El domingo de Pascua, el número de
muertos ascendió a 501 y el día lunes siguiente las defunciones treparon a 563 casos.
Además del incremento de las víctimas, aparecieron casos fulminantes de
personas que fallecían a las 24 o 48 horas de haber contraído la enfermedad.
Estos fueron los días más terribles para la población.
Esa
situación extrema impulsó a la Comisión Popular aconsejar a la población a “que
se alejen de ella (la Ciudad) lo más pronto posible…” Era la orden del “sálvese quien pueda”, que daba
el “capitán del barco” ante la inminencia del hundimiento de la nave. Pero es
justo decirlo, que los miembros de la Comisión y de otras instituciones no iban
a abandonar la ciudad, sino que serían “el capitán” que se inmola sin abandonar
su nave.
Por
esos días y debido al colapso del cementerio del Sur, ya que no había lugar
para tumbas individuales, se procedió a abrir grandes fosas comunes, donde se
enterraban cientos de cadáveres, pero el cementerio colapsó. Debido a esa
situación las autoridades compraron 7 hectáreas en la Chacarita de los
Colegiales –que era un campo de recreo para los alumnos del Colegio Nacional
Buenos Aires, llamado “Chacrita” de los Colegiales- , para proseguir con los
entierros, pero como el lugar se encontraba alejado de la ciudad, se venía
terminando el tendido de rieles del Ferrocarril Oeste, que finalizaba justo en
la proximidad de estas nuevas tierras adquiridas –que sería el cementerio del
Oeste– y hasta allí fueron extendidas las vías. El día 14 de abril, fue habilitado
el ramal con una locomotora –se utilizó “La Porteña” – y dos vagones que fueron
adaptados para el traslado de los féretros, un verdadero tren fúnebre, realizándose
dos viajes por día, llamado por la población como el “tren de la muerte”. En la
estación inicial, denominada “Estación
Fúnebre”, cercana a la actual avenida Corrientes y Ecuador, se habilitó un
depósito donde se recibían los féretros. Había dos estaciones intermedias:
Medrano y Ministro inglés Canning –hoy Scalabrini Ortiz– donde también se
cargaban los féretros.
Ante la cantidad de muertes del día 9 y 10 de abril, las autoridades decidieron decretar feriado hasta fin de mes.
Parte diario de la Polícía Sección 6a. del 20 de abril de 1870 (2) |
Otro
drama fue el de los niños que quedaron huérfanos por el fallecimiento de sus
padres; para darles contención y asilo el cura párroco de la Iglesia de San
Nicolás de Bari fundó el Asilo de Huérfanos.
Las
consecuencias económicas fueron también tremendas, muchísimos comerciantes
quebraron, lo que llevó a muchos de ellos al suicidio. Algunos diarios dejaron
de aparecer y otros redujeron sus hojas o salieron esporádicamente.
Pero
después de ese pico de fallecimientos en Semana Santa, con la llegada de días
más frescos y fríos, los casos comenzaron a menguar. El 19 de abril las
víctimas fueron 171, días después, el 23 bajaron a 89, lo que motivó el regreso
de muchos habitantes, pero a la semana siguiente los casos volvieron a crecer,
para después, ya definitivamente y a partir del día 30 comenzaron paulatinamente
a bajar. El descenso de la temperatura ayudó a que no hubiera mosquitos
transmisores de la enfermedad.
En
mayo disminuyeron mucho las víctimas y ya el 2 de junio no se registró ningún
fallecimiento por la enfermedad.
Los
que se habían ido, regresaron a la ciudad y esta fue retomando su habitual
ritmo.
Habían
fallecido 117 propietarios sin dejar herederos, por lo que aparecieron
testamentos de dudosa legitimidad, con firmas supuestamente falsificadas y de
imposible o difícil verificación en aquellos días por no existir medios
científicos que acreditaran su autenticidad, dando lugar a innumerables
pleitos, entre distintos “beneficiarios”.
Fueron
aproximadamente 60 los religiosos que ofrendaron su vida en cumplimiento de su
misión de brindar ayuda espiritual y también de atención hospitalaria a los
enfermos, sobre un total aproximado de 300 sacerdotes radicados en la ciudad.
Los médicos muertos fueron 12, a los que se sumaron 2 practicantes y 5
farmacéuticos, todos ellos en cumplimiento del deber. La Comisión Popular tuvo
4 muertos entre sus miembros y las bajas en la Comisión de Higiene fueron 22.
Fueron
14.000 la cantidad aproximada de víctimas, que dejó la gran epidemia de 1871.
Muchos años después, el Dr. Eduardo Wilde, recordó su experiencia en aquellas jornadas: ¨La fiebre amarilla brotó en Buenos Aires traída de no sé dónde. Se discutía mucho acerca de si se trataba del vomito negro yo escribí un artículo demostrando que la enfermedad era fiebre amarilla y de la mejor calidad. La gente empezó a emigrar y hasta muchos médicos, yo me quedé en ella y cumplí con mi deber asistiendo gratuitamente a todo el mundo. Mi trabajo fue de noche y día, los caballos de mi coche, cojos y estropeados, reclamaron la ayuda de otra yunta con la que continué hasta enfermarme. Yo vivía en la calle Belgrano al lado de una botica y pegada a ella un conventillo, en que la familia de un vasco ocupaba varios cuartos, esta familia era formada por el marido, la esposa, cuatro o cinco hijos y varios parientes. Solían sentarse en la puerta del conventillo y cuando yo pasaba los saludaba al ver la cara de simpatía que me ponían; la madre era una vasca hermosa, blanca, rosada, fornida y sus hijos gozaban de una salud y una belleza rustica incomparable. Llega la fiebre amarilla, hay enfermos en la familia vasca, me llaman, voy y apenas me presento, la hermosa vasca me dice: por fin lo vemos a usted en esta casa. A los ocho días los más de los enfermos fallecieron, no obstante mis asiduos cuidados, fue inútil todo esfuerzo contra el mal. Entre tanto otras gentes menos meritorias se salvaron, a pesar de mi asistencia¨.
No faltó tampoco en estas circunstancias un “incidente” diplomático, con
ribetes cómicos. En un informe de la Memoria de la Comisión de Salubridad de la
Parroquia del Socorro daba cuenta que a raíz de la inspección que
realizaran el vicepresidente de la Comisión de Higiene, el vecino Juan Sagasta,
acompañado por el inspector Seguí. “De vez en cuando practicaban ambos visitas
domiciliarias, teniendo más de una ocasión, que hacer uso de toda la energía
posible, para obligar a propietarios a inquilinos a limpiar el interior de sus
establecimientos. En una de estas visitas el Sr Vice-Presidente y el Inspector
acertaron a pasar por la casa del señor Ministro Brasilero, situado en la calle
de ... núm ...”12. “Salía a la sazón, por el albañal colocado al nivel de la
vereda una cantidad regular de agua sucia, que exhalaba un olor nauseabundo. El
agua descendía desde la piedra de la vereda, a la calle, formando en
consecuencia una corriente rápida, cuyo curso marcaba ya una extensión
longitudinal de veinte a treinta varas”. “Como era natural, el señor Vice-
Presidente, acompañado como anteriormente se dice, del Inspector D. Alberto
Seguí, se acercó a la puerta; llamó respetuosamente, y después de un momento se
presentó el dueño de casa. Djjosele. Que era necesario impedir el derrame de
aquellas aguas en la vía pública; que se infringía una Ordenanza vigente, y que
bien podía hacerse aquello en pro de la higiene pública. Estas palabras,
pronunciadas con la más grande urbanidad, irritaron al Sr. Ministro. Contestó
con términos groseros, indignos de un hombre educado. Dijo que nadie podía
obligarlo a hacer semejante cosa. Que el que a tal se atrevía era un insolente,
que él era un ministro y que daría cuenta al Presidente de la República de lo
que acababa de suceder, para que castigase al que llegaba hasta sus puertas a
faltarle; agregando, por último, que hasta en esto descubría la tendencia
antagónica que desde mucho tiempo atrás animaba a los argentinos respecto de él
y de sus compatriotas”.
“Se comprende perfectamente, que el Sr. Ministro, podía haberse expresado –aún haciendo uso de exagerada susceptibilidad– en éste tono, si se tratase de una imposición tendente a variar las condiciones higiénicas del interior de su casa, considerado por un principio de derecho internacional, como territorio extranjero. Pero tratándose de la calle, de la vía pública, destinada por el Sr. Ministro para depósito de agua sucia, sus palabras acentuadamente descomedidas no venían a revelar otra cosa, que una refinada petulancia, y una marcada subversión del buen sentido”.
“El
Sr. Vice-Presidente de la Comisión, que ni siquiera por cortesía había sido
invitado a pasar adelante, contestó con altura haciendo comprender al señor
Ministro el cargo que representaba. El representante del gobierno brasilero, se
quejó efectivamente a los pocos días al gobierno Nacional. ¿Pero cómo lo hizo?
Desfigurando completamente los hechos, falseando la verdad del episodio, y
yendo temerariamente hasta decir, que el señor Vice-Presidente había ido armado
de un revólver! Falsedad monstruosa, que no tardó mucho en ser destruida con el
informe que pidió la Municipalidad en esa época, informe que debe hallarse en
el archivo de la Corporación”.
“Probablemente,
el alto funcionario diplomático llamó insolente al Vice-Presidente de la
Comisión, por el hecho de ir fumando un habano, y tomó a éste por el arma que
tanto le preocupó…”
Diez años después de la epidemia de fiebre amarilla que azotó a la
ciudad de Buenos Aires, el médico cubano Carlos Juan Finlay, descubrió que la
transmisión de la enfermedad lo era a través de una agente intermediario: el
mosquito. También descubrió que la persona picada una vez por el insecto
infectado, quedaba inmunizado contra la enfermedad y de ahí nació el suero
contra la fiebre amarilla. También con medidas de prevención e higiene
evitándose la propagación de mosquitos, la enfermedad podía también ser
controlada.
La terrible epidemia tuvo también efectos “positivos”, ya que permitió
ampliar la ciudad. La gente pudiente, se mudó de la zona sur a nuevos barrios
que se crearon en la zona norte como Recoleta, Palermo, Barrio Norte. Asimismo
la ciudad encaró nuevas obras de infraestructura como el agua corriente para
provisión del vital líquido a sus habitantes, como así también obras de saneamiento.
(1)
El presente artículo tiene su origen en el de mi autoría titulado “Epidemias
que afectaron a Argentina en los últimos siglos”, publicado en Estilo Caja Digital N° 63, de enero de
2021, Revista de la Caja de la Abogacía de la Provincia de Buenos Aires. En ese
artículo me referí a la viruela y la fiebre amarilla. En el presente, solo
trato la epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires, texto ampliado con más
aportes respecto de aquél.
(2) Transcripción del Parte diario de la Policía de la Sección 6a., Buenos Aires, 20 de Abril de 1870. Documentos escritos. Sala X 32-6-7. Archivo General de la Nación.
Auxilios prestados por la Comisaría de la
Sección 6ta durante el día de ayer:
Carro y cajón para el cadáver de Luis Suarez. A
pedido de su familia.
Carro y cajón para el cadáver de Salvador
Pichela. A pedido del que le asistía.
Carro y cajón para el cadáver de Juana Bival. A
pedido de un vecino.
Carro y cajón para el cadáver de Carlos
Rusconi. A pedido del que le asistía.
Carro y cajón para el cadáver de María Bironi.
A pedido de su familia.
Carros para traer ropas infestadas y conducir
muebles de familias pobres a la Estación Central del Ferrocarril del Oeste.
Dos vales de 50 pesos por trabajos de peones
ocupados en extraer ropas infestadas y cajones de cadáveres.
Resultan: tres vales de 150 importe del
alquiler de 3 carros en extraer cadáveres, ropas, y conducir muebles, dos vales
de 50 importe del trabajo de dos peones ocupados en extraer ropas infestadas y
encajar cadáveres y cinco cajones al precio de 90 cada uno.
Buenos Aires abril 20 de 1870