lunes, 11 de enero de 2021

El nacionalismo de Rosas

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

Encontramos este artículo de Roberto de Laferrère publicado en la "Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas de Investigaciones Históricas" N° 2 y 3 de agosto de 1939, quien refuta un trabajo del Sr. Jorge Lavalle Cobo, publicado en el diario "La Nación" en enero de aquél año. Ese artículo Laferrère lo transcribe al final de su obra. Como por su extensión no podemos publicar in totum el trabajo de Laferrère, lo hemos dividido en varias partes. La primera parte que incluye el trabajo de Lavalle Cobo, lo publicamos en "Revolviendo la Biblioteca 12", con el primer capítulo, en "Revolviendo la Biblioteca 13", el segundo capítulo y en el presente el tercer capítulo



EL NACIONALISMO DE ROZAS (3)

Por Roberto de Laferrère


III - LAS AMBICIONES DE FRANCIA EN AMERICA

Por su valor económico, el real y el posible, o imaginario, en todas las épocas América atrajo el interés y despertó la codicia del mundo. Desde su descubrimiento fue una pieza fundamental del equilibrio europeo, cuyo dominio concedía preponderancia o compensaba desventajas. Nunca, pues, su consideración dejó de influir en las situaciones y los acontecimientos de Europa, ya fuesen ellos pactos o conflictos. Porque se le negaba la libertad de comercio en Sud América, rechazó Inglaterra en 1667 una alianza con España. Ni a ingleses ni a españoles ocultábase que el verdadero dominio de América consistía en el dominio de su comercio, a la zaga del cual vendría, para quien lo ejerciese, el imperio político sobre sus tierras y sus pueblos. Después veremos cómo la conducta de Thiers y su partido con relación al Río de la Plata, desde 1838 a 1850, estuvo regida por el mismo concepto.

                 

En los tiempos de Carlos IX  y Enrique IV

Era antiguo, por lo demás, en Francia, y ya en tiempos de Carlos Nono, hacia 1555, esa conquista comercial de América era la finalidad con que se prestigiaba la célebre expedición de Villegagnon, organizada por el almirante Coligny, después de la noche de San Bartolomé. Cualquiera fuese la secreta inspiración, religiosa o no, que animase al jefe hugonote en su empresa, lo cierto es que entonces “se decía abiertamente –afirma de Thou, en su “Historie Universelle”, II, 381– que ese (la expedición) era el medio de extender la gloria del nombre francés y debilitar las fuerzas de los enemigos que obtenían en esas regiones poderosos recursos para hacer la guerra: Que el ejemplo de los franceses de mucho serviría para abrir a las naciones extranjeras el camino en esa parte del mundo: de suerte que dando la libertad a los americanos se establecería con ellos un comercio público y común a todas las naciones, comercio del cual los españoles, por el yugo insoportable que habían impuesto a esos pueblos, obtenían todo el provecho”.  Enrique IV promovió, hacia 1611, otra expedición tan desgraciada como la anterior. Estos fracasos, en los que el clima y las fiebres influyeron tanto como las luchas religiosas suscitadas entre los expedicionarios, orientaron los esfuerzos colonizadores hacia el Norte de América, cuyo éxito parece innecesario destacar, por su notoriedad. Allá arriba, en conquistas brillantes, quedaron consagradas en América las viejas virtudes guerreras del gran pueblo francés.


Las maquinaciones napoleónicas

A fines del siglo XVIII y a principios del XIX, las actividades de sus agentes secretos conmovieron más de una vez la apacible vida colonial de Buenos Aires. Carlos Roberts, en su interesante y documentado libro sobre “Las Invasiones Inglesas del Río de la Plata” nos da un cuadro de esas actividades más o menos ocultas. Aquel conde Santiago Luis Enrique de Liniers, hermano del que fue héroe de la Reconquista, era, según todos los indicios, un conspirador militante que tramó conjuraciones y asonadas.  En 1795 fue acusado con otros franceses y el milanés  Antonini de preparar una revolución cuyo plan habría descubierto Alzaga, alcalde de primer voto; y, en 1803 presentó una memoria a Napoleón, entonces Primer Cónsul, en la que sugería “que Francia hiciera de Montevideo una colonia francesa”, lo mismo que Thiers creyó haber logrado bajo el gobierno de Rosas.

En cuanto a las intenciones de Napoleón, parecen definitivamente aclaradas, en el sentido de que preparó un golpe de mano en el Plata, tentativa que Inglaterra, siempre alerta aquí a los movimientos franceses, desbarató, anticipándole el golpe propio de 1806, repetido el año siguiente. Más que España  interesábanle a Napoleón sus colonias o los tesoros de éstas, que ya le habían costeado sus luchas contra Inglaterra en virtud de un acuerdo secreto con España.


Proyectos de Inglaterra y los emigrados franceses

Por los mismos años, se suceden los proyectos de crear monarquías de casas reales europeas en tierras americanas. Dos son especialmente dignos de mención por el papel que en ellos asume ese Luis Felipe el Pacífico, con cuya bonhomía argumenta el doctor Lavalle Cobo para concluir que Francia no pudo abrigar bajo su reinado intenciones imperialistas en estas lejanas latitudes. El primero de estos proyectos, fechado el 26 de diciembre de 1805, fue escrito, según Roberts, por el Conde de Monferrand, francés emigrado en Inglaterra. Consistía en coronar por el gobierno inglés en Méjico a un príncipe de la casa Borbón, que era Luis Felipe, precisamente. El otro es del propio Luis Felipe, quien en una larga memoria  elevada al mismo gobierno, “propone se formen varias monarquías independientes, a lo que estarían conforme sus habitantes. Como excepción, debe Inglaterra, para su comercio, apoderarse de Cuba y de Puerto Rico. Considera que se debe empezar por Méjico…”  ¡Y ofrece su servicio a la empresa.


La política de la santa alianza

La política de coronar príncipes europeos en los países americanos es retomada, a la caída de Napoleón, y en los años que siguen, por los países de la Santa Alianza, que proclaman el principio de la “legitimidad” como fundamento del derecho público. De allí nace su apoyo al Brasil, constituído en Imperio, y la hostilidad que manifiestan por las Repúblicas hispano-americanas, “sin ilustración y sin verdadero patriotismo, aquejadas de incesantes convulsiones”, según el conde de Nesselrode. Canning mismo “favorecía el establecimiento de reinos americanos, con el fin de combatir los males de la democracia universal y de impedir que se estableciese una línea de separación entre ambos mundos, en detrimento de Europa, cosa que él mucho temía (Oliveira Lima, “Formación histórica de la Nacionalidad Brasileña”). Y Metternich, canciller de Austria y jefe de la coalición de los tronos, definía en estos términos la política contrarrevolucionaria de la Santa Alianza, en una memoria que se envió a todas las cancillerías de Europa: “Los soberanos europeos tienen dos grandes intereses en los asuntos americanos, y deben examinar dos grandes cuestiones. La primera de éstas es la de la conservación de los derechos legítimos de las familias reinantes; la segunda la del mantenimiento del principio monárquico contra los progresos de la democracia universal, en tanto que esto pueda lograrse. Lo demás nos interesa muy poco. Siempre que la soberanía legítima  no quede aniquilada o desalojada, puede sernos indiferentes que las provincias de ultramar se llamen colonias o reinos, es decir que las gobiernen las autoridades, las cortes y los tribunales de Madrid o de Lisboa, o bien que gocen de una legislación particular y de una administración independiente de sus antiguas metrópolis. Y llegamos a un punto esencial. Ninguno de esos intereses supremos, atacados y heridos de muerte en la insurrección de las colonias españolas, ha sido comprometido directamente con la emancipación del Brasil y con la proclamación del Imperio”.

Entre nosotros, la política de la Santa Alianza y, sobre todo, la influencia directa de Inglaterra, ya había provocado las veleidades monárquicas de los directoriales  y su inteligencia secreta con los portugueses cuando la entrega de la Banda Oriental al general Lecor. Los hombres del partido “europeísta”, o “civilizado”, los unitarios de todas las épocas, fueron los auxiliares de la Santa Alianza en el país y luego, aisladamente, de dos de los países que la habían integrado o apoyado: Francia e Inglaterra.

Los propósitos de dominación europea en América, por razones políticas y comerciales, “intereses supremos”, pueden encontrarse, pues, no en las instrucciones expresas del almirante Leblanc, pero sí en la política general de los países europeos cuyos fines están consignados por escrito en un millón de libros que andan por el mundo.


Bajo Carlos X de Borbón


Carlos X
El Brasil apoyaba esas miras europeas en Sud América. Un  escritor argentino, José Tomás Guido, hijo del prócer de su apellido, que fue uno de los hombres mejor informados de su época y de tan claro talento político, escribía en 1851 que no “se habían borrado de la memoria los designios y los vínculos que ya se había intentado estrechar entre la Corte Imperial y la de Francia bajo Carlos X. La independencia americana no había sido reconocida  después de la restauración de los Borbones; y no faltaron profundas y ardientes intrigas para monarquizar el continente, presididas por el gobierno francés, aplaudidas por el imperio brasilero y acogidas por la Santa Alianza” (“Escritos”, artículo “Un príncipe de Orleans en la Guayana Francesa”). Y en 1864, cuando el gobierno desaparecido de Rosas no podía influir de ningún modo en su espíritu, añadía en otro artículo titulado “Un Protectorado”: “No es nuestro ánimo  narrar las maquinaciones urdidas en distintas épocas contra la independencia americana, desde el tiempo en que la balanza política estuvo en manos de la Santa Alianza. Los trastornos de Europa (“las inquietudes europeas” de que habla el doctor Lavalle Cobo) absorbiendo el pensamiento de las principales potencias dispersaron los hilos de una combinación liberticida apoyada por el Ministerio de Carlos X. La revolución del año 30 despojó al anciano Borbón de su corona y de las ilusiones inspiradas por estadistas que, como Chateaubriand, buscaban en el Nuevo Mundo la reconstrucción de la sociedad derrumbada por el siglo XVIII”.

Y en cuanto a la actitud y conducta del Brasil, agregaba en el mismo artículo: “Aquel príncipe (“El Emperador Don Pedro I”), esperando apoyo en las viejas dinastías de que era vástago o amigo, encomendó al Marqués de Santo Amaro una negociación sombría, a fin de abrir campo a la participación del Imperio en todo acuerdo de los grandes poderes para plantar  la forma monárquica  en los Estados sudamericanos.”


Impedimentos y vacilaciones de Luis Felipe

La caída de Carlos X, destronado por Luis Felipe con la Revolución de Julio, cortó los devaríos del Borbón y, durante algún tiempo, “las variadas peripecias que se sucedieron entonces en otras naciones como en un drama trágico, absorbieron la inquieta atención de los primeros gabinetes, harto embarazados de la difícil conservación del equilibrio en Europa”. (Guido, “Un Protectorado”)

Entra entonces a actuar el pacifismo de Luis Felipe. Es cierto que “el principio representado por la rama de Orleans era irreconciliable con una política agresiva contra los pueblos libres”. Sin embargo, Guido anota en su artículo del 51, que “la prosperidad creciente de su país, aunque turbada por infortunios domésticos, precipitó a Luis Felipe en sus últimos años en una senda erizada  de escollos. Dominado por los recuerdos del esplendor de sus mayores, y encerrado en el fondo de su alma algunos de los gustos y de las propensiones de los Médicis, inauguró fatalmente esa política de familia, que le hizo perder la inteligencia cordial con la Inglaterra, la confianza de otros Estados que le consideraban como el árbitro de sus discordias, y últimamente las simpatías de la mayoría del pueblo francés.  Parece indudable que cruzaron más de una vez por la mente de aquel príncipe  las tentaciones de fundar en América un patrimonio para uno de sus hijos, bajo el protectorado de la Francia, o bien como un dominio independiente. Los anales mismos del Río de la Plata ofrecerían indicios vehementes de aquella concepción; pero la tumba ha venido a sellar el secreto, y no seremos nosotros quienes anticipemos el fallo severo de la historia”. (“Un Príncipe de Orleans en la Guayana Francesa”) (17)

Y agrega en 1864, refiriéndose a Luis Felipe: “El enlace de uno de ellos (de sus herederos) con la infanta española, y el de otro con una princesa brasilera, llenaron de júbilo la vejez del monarca, que creía haber radicado el prestigio  de la Nación y el de su estirpe en ambos hemisferios. Hay vehemente presunción de que la conexión formada con el Brasil despertase entonces una fantasía dorada en un círculo más o menos influyente respecto de la Banda Oriental…”   “Se creyó en tal conflicto que la Corte del Janeiro no era ajena a sus proyectos que prometía en el territorio limítrofe la paz y un aliado íntimo que indemnizase con las ventajas de una sólida afinidad la marchita tradición de un imperio desde el Amazonas hasta el Uruguay. Todos estos amaños necesitaban de un auxiliar que frecuentemente frustra los cálculos  más perspicaces: el tiempo, que en ocasión propicia faltó para el desenlace del drama. La República francesa de 1848 imprimió a sus relaciones exteriores otro rumbo, y envolvió en una repentina proscripción a los protagonistas. Disipado este episodio cuya relación transpiró apenas, consta por publicaciones que nadie ha impugnado, que el Conde de Aquila, hermano del Rey de Nápoles, fue invitado a aceptar la corona del Estado Oriental”.


Las aventuras marítimas de Francia

Consideremos ahora, en el mismo terreno de los hechos, los elementos de prueba argüidos por el doctor Lavalle Cobo contra la atribución  de propósitos  imperialistas  a la Francia de Luis Felipe y de Thiers. “…Subrayemos –dice– que las inquietudes europeas no permitían a dicho país aventuras de ninguna índole”. Estas “inquietudes” son las que corresponden a “las variadas peripecias” y a “los infortunios domésticos” que, según José Tomás Guido, no impidieron a Luis Felipe soñar con “el esplendor  de sus mayores”. Pero, sea de esto lo que fuere, lo cierto es que tales preocupaciones le permitieron todo género de aventuras: las mismas aventuras que el doctor Lavalle Cobo nos menciona en su artículo, y otras no mencionadas por él.

La conquista de Argel, iniciada apenas por Carlos X, pero llevada adelante, a pesar de las inquietudes  europeas,  por la Francia de Luis Felipe.

El bombardeo de San Juan de Ulloa, en la famosa “guerra de los pasteles”, movida con injusticia contra Méjico, para exigirle una indemnización de 150.000 francos como precio de los hojaldres que le habían sido arrebatados en un tumulto a un panadero francés. El gobierno de Luis Felipe se solidarizó con el panadero, a pesar de las inquietudes europeas, persiguiendo en esto las viejas aspiraciones de Francia sobre las tierras mejicanas de las que fue animador en 1805 y que luego satisfizo momentáneamente a Napoleón III con el imperio inventado para Maximiliano.

La agresión al Ecuador, de cuyo gobierno exigió Luis Felipe la anulación de leyes contrarias a los intereses de Francia, y así se lo impuso, por la fuerza de los cañones, olvidando una vez más la situación europea.

No lo inquietaron tampoco en Europa sus peripecias e infortunios domésticos, cuando aplicando siempre su táctica predilecta para crear conflictos, que consistía en entablar reclamaciones por órgano de un cónsul sin representación diplomática, exigió del Rey Don Miguel de Portugal una reparación, por el procesamiento de un estudiante francés que se desacató en un Viernes Santo. Don Miguel rechazó al cónsul por las mismas razones de Rosas, y el clásico almirante de los atropellos, se apareció frente a Lisboa, tomó la fortaleza o palacio de las Necesidades  y, después de una intimación no escuchada, se entró por el río y se apoderó de todos los buques que quiso, entre ellos ¡oh, coincidencia! esa misma fragata Minerva en cuyo puente de mando vino al Río de la Plata el almirante Leblanc.


Luis Felipe y sus ministros

El doctor Lavalle Cobo afirma, no obstante, que Luis Felipe el Pacífico, “roi bonhomme”, “antítesis de las ambiciones napoleónicas”, “había cortado  las alas a todas las águilas”. Sea. No conozco la intimidad de Luis Felipe. Pero es grave error atribuir importancia decisiva al carácter personal del Rey, en una monarquía como la de Julio, la primera en Francia de carácter constitucional y representativo, según el modelo inglés, cuyos poderes le venían del Parlamento, al cual estaba subordinada como al órgano  de la soberanía popular y que funcionaba bajo el principio de que “el rey reina, pero no gobierna”.

Gobernaban sus ministros responsables, con quienes no siempre estuvo de acuerdo Luis Felipe y, a veces, en conflicto violento que ocasionó más de una crisis política grave para Francia. La vida accidentada de sus gabinetes –en eso consistían sus disturbios domésticos– nos muestran la lucha áspera de tendencias contrapuestas que, al conquistar o perder el instrumento del gobierno, imprimieron a su reinado rumbos distintos y contradictorios, según las épocas y las circunstancias. Esa lucha, con sus alternativas, es lo que debemos estudiar nosotros, no el temperamento linfático o bilioso del monarca, tanto más débil para su sello a la política cuanto más pacífico y apacible de carácter fuera. 

Jacques Bainville, un maestro auténtico, nos ilustra acerca de esas luchas, en brevísimas páginas de su maravillosa “Historia de Francia”. Dos partidos surgieron, bajo Luis Felipe, después de la Revolución de Julio: el del “movimiento” y el de la “resistencia”. Constituían el primero los elementos liberales, tan distintos de los liberales de hoy. Belicoso, “intervencionistas”, agitados por los sueños de la gloria –“el esplendor de los mayores”– que habían heredado de la República y del Imperio, se oponían a la política pacifista  y se negaron siempre a cortarle  “las alas a las águilas”. Su principal figura fue, desde el principio, Thiers, el amigo de Varela y de los unitarios: el enemigo de Rosas y de nuestro país.

El otro partido era, el de la “resistencia” opuesta al “movimiento”  y proclamó los principios conservadores  del orden, de la moderación, de la prudencia y de la amistad –l’entente cordial”– con Inglaterra: sobre todo esto último, raíz esencial de todos los otros aspectos de su política cautelosa y patriótica ante el peligro nacional.

Por estos conservadores se pronunció Luis Felipe, más por temor a los conflictos exteriores, que por vocación íntima u olvido del “esplendor de sus mayores”. Pero su poder era débil, no sólo porque le había sido concedido, sino porque sus electores mantenían exigencias opuestas entre sí. Y esta contradicción de dentro se proyectaba hacia fuera. Había que contemporizar con el “partido ardiente”, que, como tal, era más activo y apremiante, y contaba con la mayoría parlamentaria. Sin su apoyo, el poder mismo peligraba, y el orden con él. Había que conceder, conciliar, transigir. Las exigencias del orden interno estaban en pugna con las condiciones de la paz exterior, que eran, a su vez, exigencias de la Nación también.  Y de este modo, no obstante sus deseos de paz, Luis Felipe inició su gobierno designando primer ministro al banquero Laffitte, que pertenecía al partido guerrero. Thiers era el subsecretario de Laffitte, además de ser diputado. A éste le sucedió Casimire Perier, conservador moderado. Así buscaba el Rey, tanteando en la obscuridad, el equilibrio indispensable al mantenimiento de un régimen no consolidado y que, por razones tan claras como vemos, no podía adoptar una sola política firme y decidida, según parece creer el  doctor Lavalle Cobo.


Thiers

Su nombre no se menciona una sola vez en el artículo que comentamos, de cuyo autor se diría que ignora la actuación principalísima que tuvo en el conflicto de Francia con la Argentina  o que, no ignorándola, la desdeña. Pero el sentido de esta personalidad extraordinaria de la política francesa, la de más larga actuación en el siglo XIX, nos interesa excepcionalmente a los argentinos que procuramos indagar con precisión los designios políticos que animaban las intervenciones francesas en el Río de la Plata. Porque el aliado de Varela y los unitarios, era Thiers, no Luis Felipe, ni Molé, ni Soult, hechuras del Rey en los gabinetes. Y el conocimiento de la política de Thiers, en sus proyecciones sobre América, es lo que nos da el criterio justo para juzgar a sus aliados argentinos en la lucha contra Rosas.

Después de Guizot, de Broglie, en la sucesión  de los gabinetes, Thiers es llamado por el Rey, en 1836, y provoca su primer conflicto exterior, con el canciller de Austria, al sostener el principio de intervención en las luchas internas de España, para apoyar a los carlistas. Cae, pero –la tenacidad  es una de sus características más notorias– se convierte en el alma de la coalición contra Molé, su sucesor, la que organiza con los demás jefes de partido en el Parlamento: Guizot, Odilon Barrot, de Broglie. Vencido Molé, pacifista que se torna belicoso al caer,  para incorporarse al partido guerrero. Thiers dirige también la oposición a Soult, otro moderado. Cuenta con el apoyo de los legitimistas y de los republicanos y mueve con ellos una guerra que no es ya contra el gabinete, sino contra la corona misma. Por lo que se refiere a nosotros, ya es el principal promotor de la política agresiva  en el Río de la Plata.

En 1840 el pacifismo de Luis Felipe está en derrota. El Parlamento impone su voluntad al Rey y Thiers vuelve al gobierno. Su “espíritu de aventura” –expresión de Bainville– prepara ya una crisis grave. “Quería –agrega el ilustre historiador– ilustrarse por una política exterior activa, cualesquiera fuesen los peligros de un conflicto en Europa. Como Chateaubriand bajo Luis XVIII, impulsaba a la monarquía a rivalizar en gloria con Napoleón. Thiers propuso inmediatamente traer de Santa Elena los restos del Emperador  y encomendó esta misión al príncipe de Joinville, como para asociar a la propia familia real a la rehabilitación y a la exaltación  del Imperio” (ob. cit. Pág. 466) “Esta política tan temeraria, tan peligrosa que por ella ha podido llamarse al de Thiers el partido de la fanfarronada, contaba, sin embargo, con el fervor de la opinión pública” (p. 467).

Si, pues, Luis Felipe era la antítesis de Napoleón, Thiers era la antítesis de Luis Felipe. Pero la visión del peligro que la política de las fanfarronadas le habían creado a Francia en el exterior, le dieron al Rey la energía necesaria para desprenderse una vez más  de Thiers. “Casi solo, –dice Bainville– y a despecho de su ministro, de la oposición y hasta de su “entourage”, se mantuvo firme por la paz, porque no ignoraba que Inglaterra no le permitiría reanudar la política de conquistas, como no lo había permitido a la República ni a Napoleón 1°. Desafiando la impopularidad, se interpuso, desaprobó el lenguaje belicoso de Thiers y en el mes de octubre lo obligó a dimitir”. Guizot y otros líderes arrepentidos de su conducta anterior, rodearon al Rey abandonado y sin defensa ante las furias de una oposición “de un encarnizamiento y mala fe que hoy nos confunden”. Durante muchos años, el Rey no contó con más de 100 votos en la Cámara, donde Thiers “que sigue trabajando para sí mismo”, hace esfuerzos redoblados por romper “l’entente cordial” con Inglaterra.


El “movimiento” en el Río de la Plata

Ya en abril de 1840, en nombre del gobierno, había Thiers planteado en la Cámara, con un discurso resonante –cuyos conceptos rigen todavía para un sector del pensamiento argentino– su política agresiva en el Río de la Plata. Después de tergiversar con una mala fe que hoy nos confunde las causas del conflicto con Rosas, confesó entonces que el almirante Leblanc, necesitado del “punto de apoyo” de un puerto donde anclar y proveerse de víveres, había buscado la alianza del gobierno de Oribe en Montevideo, pero que este lo rechazó, haciendo tirotear más tarde una balandra francesa. Era el “agravio” necesario para seguir adelante. Y el almirante movilizó entonces a Rivera, como Venancourt había intentado movilizar a Rosas, para derrocar a las autoridades de su país. “Y éste  (Rivera) lo consiguió  –decía Thiers – y en la provincia de Montevideo tenemos ahora un gobierno en lugar del enemigo que teníamos”. Estaba dado el primer paso de la conquista, como en Argel, y había que consolidarla mediante compromisos escritos. “Se ha suscrito  –agregaba – un tratado conveniente para ambos países y hemos obtenido del gobierno de Montevideo el tratamiento de la nación más favorecida, y derechos de más extensión que los de ninguna otra de las Repúblicas de América”.

Quiere decir, pues, que para llevar adelante la agresión a los argentinos, violando escandalosamente el derecho de gentes, el gobierno de Luis Felipe hizo derrocar al de Montevideo por la fuerza y obtuvo, junto con el “punto de apoyo” de su puerto, ventajas de orden excepcional, que de este modo resultaban también una imposición de la violencia armada. Violencia y soborno. Porque después del golpe de mano, Rivera salió a campaña y fue derrotado, exigiendo entonces el precio de su complicidad con los franceses. “Ribeira –explicaba Thiers a la Cámara– fue vencido. Vencido tuvo necesidad de algunos socorros y fue preciso dárselos”. “Se había previsto un gasto de trescientos o cuatrocientos mil francos, yo presumía uno de quinientos a seiscientos mil y mi cálculo se vió justificado  por los acontecimientos, pues los gastos pueden elevarse de un millón y medio a un millón ochocientos mil francos”. “Veo yo ahora el asombro de algunos por haber autorizado gastos de esta naturaleza”.

Y Thiers concluía su discurso  con estas palabras:

“Yo no podía explicarme más sobre todos los medios que el gobierno debe emplear, sin salirme de la reserva que me ha sido impuesta; pero quiero que se sepa del otro lado de los mares que el gobierno francés no está fatigado y que no abandonará este asunto de guerra. Jamás el gobierno se cansará de la guerra, siempre que se trate de los intereses y del honor del país (¡Muy  bien!   ¡Muy bien!)”.

¿Era o no era la guerra lo que Thiers proclamaba en nombre del gobierno de Luis Felipe, el 27 de abril de 1840?


Una cita de Molé

El doctor Lavalle Cobo cita un párrafo  de la nota enviada un año antes –en 6 de marzo de 1839– por el ministro Molé al cónsul Martigny. Lo transcripto por el doctor Lavalle Cobo dice: “El único fin de Francia al adoptar las medidas rigurosas que ella emplea contra ciertos gobiernos de América (que eran el bloqueo a Buenos Aires, el derrocamiento del Presidente Oribe, la toma de Martín García), no puede, no debe ser sino hacerse justicia a sí mismo; obtener la satisfacción que le es debida, la reparación  por sus justas quejas. No debe mezclarse sino en sus propios asuntos y no en los de los otros”.

El doctor Lavalle Cobo cita estas palabras como prueba de las intenciones pacifistas de Molé. Pero esas palabras significaban precisamente una censura a Martigny y al almirante Leblanc, porque, en los hechos, en la realidad, la intervención francesa había sido lo contrario de lo que debía ser. En la nota a que pertenece el párrafo transcripto, Molé lo dice clara, rotundamente; y en tono irritado. El doctor Lavalle Cobo no ha visto esto, y es lástima, porque la cita se vuelve ahora contra él, después de haberle dado él jerarquía de documento que prueba la verdad y concluye la cuestión.

“El gobierno del Rey –dice Molé en esa misma nota– sin desaprobar la expedición de Martín García, desde el momento que la ocupación de ese punto se hacía un complemento necesario del bloqueo, ha deplorado vivamente que dicha expedición no hubiese conservado un carácter puramente francés y que un destacamento de las tropas de Fructuoso Rivera haya cooperado a ella. Esta asociación de empresas  militares contra Buenos Aires entre el comandante de nuestras fuerzas navales y un general que no era todavía sino un jefe de insurgentes, constituía un hecho de naturaleza muy grave en sí misma, y podía acarrear las consecuencias más serias. Importaba, en efecto, en una operación del género de la que empleamos  en este momento contra el gobierno argentino, que medidas puramente coercitivas no asumieses ese carácter agresivo, hostil que apenas permite distinguirlas del estado de guerra abierta. No importaba menos evitar toda ingerencia positiva en los negocios interiores de las Repúblicas de Montevideo y de Buenos Aires, como en las querellas que pudieren tener entre sí. El único objeto de Francia…” y sigue como el doctor Lavalle Cobo dice.

Molé reconocía, pues, como hecho, y censuraba, como intención, lo que el doctor Lavalle Cobo niega como intención y aplaude como hecho. Molé reconocía que la escuadra francesa nos hacía una guerra real fuera del derecho; el doctor Lavalle Cobo sostiene que no hubo guerra de hecho y que el derecho apoyaba a la agresión francesa.

Pero queda aprobado el pacifismo de Molé contra la política belicosa de Thiers. Sólo que Thiers volteó a Molé y pasó a ocupar su puesto en el gabinete para proclamar la guerra a Rosas, justificar la alianza con Rivera, el derrocamiento de Oribe y la intromisión en las luchas de las dos Repúblicas, distanciadas merced a sus esfuerzos. Esto es lo que establece su discurso de abril de 1840, antes citado: “Quiero que se sepa del otro lado de los mares que el gobierno francés no está fatigado y que no abandonará este asunto de guerra”.  Su caída de poco después, por las causas que hemos visto, permitió al almirante Mackau, que con el tiempo se convertiría en uno de los adversarios más decididos de la política guerrera en el Plata, acordar, sin ser desautorizado, la paz de octubre del 40 con el ministro Arana. Pero al frente de la oposición parlamentaria, con sus magníficas dotes de orador y su tenacidad inquebrantable, siguió Thiers atizando el fuego contra nosotros y ganando a cada paso batallas contra el Rey, de cuyo pacifismo, como queda probado, era la antítesis viviente.

Los unitarios, insistimos, eran, entre tanto los aliados de Thiers el Belicoso, no de Luis Felipe el Pacífico.


Montevideo, “colonia francesa”

La política de Thiers sería la que triunfase en adelante, hasta su derrota por Rosas. La intervención del 45 fue uno de sus éxitos. El año anterior, el ex primer ministro había pronunciado otro de sus grandes discursos en la Cámara, sosteniendo que el tratado Mackau-Arana era violado por Rosas y que Francia debía acudir de nuevo con las armas para hacerlo respetar. Se lo acusaba entonces de obrar “bajo la seducción de M. Varela”, cargo de que él se hizo eco en el recinto, rechazándolo, naturalmente. Pero es fácil advertir en sus palabras y argumentos el sello de la propaganda unitaria de Montevideo  y, a veces, en algunas expresiones, hasta el estilo de sus panfletistas más virulentos. Leyendo a Thiers, nos acordamos de Rivera Indarte, a quien repite.

Un año después de iniciado el segundo bloqueo de Buenos Aires, se gloriaba en su banca de esta victoria suya y de sus amigos. “Desde que el gobierno  –decía en la sesión del 31 de mayo de 1846– bajo las vivas instancias que nosotros le hemos dirigido, intervino en el Plata para socorrer a los franceses, he pensado que debía darle tiempo de actuar y desplegar sus medios de acción…” “…Pero ahora me parece  que es necesario, indispensable, atraer la atención de la Cámara, y despertar, si así puedo expresarme, el celo del gobierno por este grande y desgraciado asunto”. Censura al gabinete que haya preferido “la intervención indirecta” y agrega: “siempre he exigido, y vosotros también lo habéis pensado, que debía reclamarse la evacuación del territorio de Montevideo, es decir que los aliados que se habían comprometido por nosotros y que son no solamente montevideanos, sino también franceses (pues es preciso que sepáis que,  sobre una población de 40.000 almas, hay cerca de 20.000 franceses), vosotros, digo, habéis pensado que el territorio montevideano, que es casi francés, debía ser evacuado”.   

(Textual: “J’ai toujours demandé, et vous avez vousmêmes pensé qu’il fallait demander que le territoire de Montevideo fût evacué, c’est-à-dire que les allies qui s’etaient compromis pour nous, et qui sont non seulement des Montévidéens mais encore Français  (car il faut que vous sachiez que, sur une population  de 40.000 âmes, il a près de 20.000 Français), vous avez, dis-je, pensé qu’il fallait que le territoire montevidéen, qui est presque français, fût évacué”).

Todos, pues, habían pensado, contra la política de Molé, en intervenir en la lucha de Buenos Aires con Montevideo, apoyando a Montevideo, considerada ya como ciudad francesa. “La guerra con Rosas existe de hecho”, insistía Thiers, y no había que engañarse acerca de esto. Y luego pronunciaba estas otras palabras más categóricas todavía. 

“Y cuando nos ocupamos de nuestras colonias, de nuestras posesiones lejanas, no prestar asistencia a una verdadera colonia francesa, aunque aparezca bajo la nacionalidad española (“une veri table colonie française, quoiqu’elle soit sous la nacionalité espagnole”) es olvidar los intereses más graves y los más evidentes, los más incontestables”.

Destaquemos todavía el pensamiento de Thiers y sus amigos, que eran también los amigos, los aliados de los unitarios que, con los uruguayos, se habían comprometido por Francia, por sus intereses en el Plata: Montevideo era “un territorio casi francés”, “una verdadera colonia francesa”.

Y el orador remataba su argumentación, entre las “vivas adhesiones de la izquierda y del centro izquierda”, con esta imploración que fue escuchada por la Cámara al votar los 57.000 francos para los gastos de la misión de M. Deffaudis, misión de guerra, como se sabe:

“Yo suplico también al Ministro de Relaciones Exteriores que se muestre sensible a la noble y generosa conducta que esta legión extranjera (los franceses de Montevideo) ha mantenido; esta legión a la que hoy se llama extranjera, que está compuesta de franceses despojados de sus colores; esta legión que, al principio, tomó las armas porque fue impulsada a ello por las autoridades francesas. Yo suplico que se le devuelvan los colores franceses, ya que es una causa francesa la que sostiene. Creo que no hay en esto peligro alguno. No les devolváis esos colores si no queréis; pero, yo os lo suplico, sacadle de la miseria en que está sumergida, sacadle de la miseria, no solamente a ella, sino también a los 20.000 franceses que forman una de las mejores colonias que tenemos”.


El dominio de los ríos argentinos: verdadero objetivo de Thiers

Pero Montevideo no interesaba a Francia, sino como posición estratégica de dominio. Era la llave del Río de la Plata. La independencia del Uruguay, lograda por los esfuerzos coaligados de los extranjeros –ingleses, franceses, brasileños– en confabulación con un partido argentino, entregaba, con las bocas del Plata y los ríos interiores, las riquezas del país a la voracidad colonizadora de Europa. El dominio de Montevideo significaba para Francia una posición de privilegio con respecto  a sus rivales en la distribución de esas riquezas.

Rosas representaba la resistencia nacional a las tentativas de usurpación y de despojo. Había que destruir el poder de Rosas: el militar en primer término, sostenido por las rentas de los ríos nacionales, y con el que se le quitaba “el medio de hacerse respetar” (Thiers); el político después, como consecuencia natural, impidiéndole que impusiese normas en el territorio argentino. Pero el poder de Rosas era el poder de la Nación. Con la independencia del Uruguay, era, pues, la dependencia de la Argentina –y del Uruguay, desde luego– lo que se obtenía: con Rosas, en su época; sin Rosas, después, y para siempre.

Ese era el plan imperialista cuya ejecución se disputaban aquí Francia e Inglaterra, en dichosa rivalidad que provocó en parte –¡y sólo en parte, desgraciadamente!– el fracaso de los invasores. Nadie expuso mejor que Thiers ese plan siniestro, en 1850, cuando, ya firmada la paz con Rosas por el almirante Le Predour, intentó en la Cámara destruir el tratado en un esfuerzo colosal de su oratoria. Escúchenlo los que buscan en las expresiones escritas las pruebas del imperialismo francés en el Río de la Plata:

“¿Es que la presencia de franceses en Montevideo –decía, arrojando la máscara– es el único motivo que os ha hecho intervenir en la cuestión? ¿Es que no ha habido otra razón para firmar la independencia del Uruguay? ¿Y no es ella todopoderosa? ¿Y cuál es? Vosotros tenéis un interés invariable, un interés que todas las circunstancias no podrán cambiar: un interés invariable en que Montevideo sea independiente de Rosas”. 

Thiers
“¿Por qué, señores, en las guerras anteriores, habéis comprometido a Montevideo (yo os probaré siempre que vosotros la habéis comprometido, vosotros que hoy la abandonáis)? ¿Qué es lo que hizo que os sirviérais de Montevideo, eso por lo que hoy está ella reducida a una situación desgraciada que tanto debe interesarnos? Es que no podéis entrar en el Plata, si Montevideo no es vuestro; no podéis obtener justicia (¡!) de Rosas, del Entre Ríos, de Corrientes semiindependiente, del Paraguay independiente del todo, si las bocas del Plata no están abiertas para vosotros. Ellos quedarán cerrados para siempre si el poder que está en Buenos Aires es el mismo que esté en Montevideo. He aquí por qué los ingleses mismos han querido la independencia del Uruguay; he ahí por qué vosotros la habéis establecido en un tratado. ¿Puede desplazarse ese interés? ¿No consistirá eternamente (¿con o sin Rosas?) en que las bocas del Plata queden abiertas para que podáis entrar por ellas siempre y, sobre todo, para que no haya en ellas un tirano de esos ríos que son la gran riqueza del país? (¡He ahí por qué Rosas era tirano!)

“Se os ha hablado de la perforación del istmo de Panamá. Es algo muy lejano. Aquí las riquezas de aquellos ríos son algo actual, no librado a las eventualidades de las empresas de las compañías americanas. Vuestros barcos, vuestros vapores, suben por el interior de esos ríos hasta la Asunción, 450 leguas tierra adentro. Es como si un barco entrase por las aguas de Holanda y llegase por ellas hasta Viena. Y bien, esos ríos, la riqueza del país, que están bordeados por ricas tierras –razón por la cual los colonos se trasladan a ellas en masa– deben estar abiertos. Si no lo están, veréis a Rosas (¿a Rosas y al poder nacional de todas las épocas?) apoderarse pronto de todos los peajes, establecer derechos en ellos, dominar en todas partes y no permitiros comerciar sino bajo su voluntad. No solamente no podríais entrar por los ríos para haceros respetar (¡!), sino que tampoco podríais comerciar en ellos sin pagar un peaje.  Y bien, yo os digo que esto es una cosa importante, que es de un interés inmenso. ¿Sabéis qué es lo que hace el poder de Rosas? ¿Sabéis qué es todo lo que ha hecho Rosas?  El se ha mostrado hábil, muy hábil. Como militar es la irrisión de América, pero como político es un hombre de una gran habilidad. Es como uno de esos pequeños tiranos de Italia en la Edad Media. Por su habilidad, por su destreza, ha sabido apoderarse de todos los puntos importantes para establecer peajes. Rosas es un hombre cruel, es un hombre bravío y salvaje (¡!), pero lleno de habilidad. Toda su conducta lo prueba, es muy hábil. He aquí como ha establecido su poder.”

Y después de explicar la “bella operación” que –insiste– con su “habilidad” (¿militar?) había realizado Rosas, convirtiendo su caballería en una infantería “excelente” –Rosas creó la moderna infantería montada– la cual –dice– lo ha ayudado a aumentar su poder, a sofocar las revueltas, a dominar y a hacerse dueño del país” (¡una irrisión de militar!), preguntaba Thiers a sus colegas:

“Y bien: ¿sabéis con qué dinero paga él esa infantería? La paga con los peajes de los ríos. Cuando le hayáis hecho dueño (¿) de esos ríos, le habréis dado el verdadero poder (¿a Rosas y al país?); cuando le hayáis dado (¿) las bocas de esos ríos, le habréis dado el medio de hacerse respetar (¿a Rosas y al país?) y habréis perdido los medios de comerciar sólidamente y le habréis entregado todo el comercio  del país.” (¿A Rosas y a los argentinos?)

La independencia del Uruguay es, pues, de un interés inmenso, un interés sin el cual vuestra situación en la América del Sur será siempre precaria. No podréis presentaros en ella. Y bien, ¿ha cambiado ese interés?  ¿No tenéis ahora el mismo interés de antes en que Montevideo y Buenos Aires no estén en la misma mano? Yo pregunto si ese interés ha sido desplazado.”

Con estos antecedentes, tan poco conocidos entre nosotros, nadie podrá sostener ahora que ese “interés inmenso” no existía y que los franceses  intervinieron  en 1838 sólo para sacar de la cárcel al talentoso litógrafo Bacle y al habilidoso almacenero Lavié. No en vano era Thiers un gran historiador y este fragmento de su discurso del año 50, magnífico capítulo de la historia argentina, pesará más que cualquier otro alegato en el espíritu de las nuevas generaciones, como prueba de cuáles fueron, en realidad, los propósitos de la intervención francesa en el Río de la Plata.


La conquista por la violencia

En cuanto al método de la conquista, Francia temía aplicar el de la violencia, por las complicaciones que podía acarrearle con Inglaterra y sólo lo había aplicado en alianza con ésta, pero Thiers no lo consideraba definitivamente excluido y ensayaba prestigiarlo ante sus compatriotas del Parlamento. Es bueno que conozcamos sus puntos de vista y su argumentación en ese sentido. En el mismo discurso de 1850, citaba a M. Eugène Guillemot, antiguo ministro francés en el Brasil, cuando había dicho:

“Una lucha flagrante se traba actualmente en el Plata entre dos principios: uno que es favorable a la agregación europea; otro que le es contrario. Si triunfa el último, veremos caer infaliblemente nuestro tratado con el Brasil y surgir, en su lugar, quizá una guerra, consecuencia de la ruptura de ese tratado, guerra que sería indispensable a nuestro honor y a nuestros intereses, pero que comprometerá todos nuestros establecimientos”.

Thiers identificaba, como vemos, el honor de Francia con sus intereses comerciales y preveía como inevitable para la defensa de estos últimos, no sólo la guerra con los países del Plata, sino también con el Brasil, su aliado a la sazón.

“Así señores –proseguía–, yo afirmo que la situación es siempre ésta: Cualquiera sea la conducta que adoptéis, vuestro poder se debilita en toda América del Sud, donde tenéis grandes, inmensos intereses comerciales, todos vuestros intereses del porvenir, del porvenir marítimo. Una colonia que era enteramente francesa, que permanece francesa, algunos de cuyos miembros, apremiados por la miseria, se han desplazado momentáneamente, pero que volverán a Montevideo, porque allí están los intereses que los llaman; una colonia que os es indispensable para navegar en el Plata; una colonia cuya caída expone al Brasil a peligros muy grandes: he ahí intereses ciertos. (Rumores)”.   

Y en otra parte:

“Sí, lo repito; el interés francés subsiste en Montevideo. No es solamente del interés individual de nuestros nacionales, sino del interés de vuestro poder que Montevideo no caiga bajo la mano de Rosas; es también un interés francés el interés del Brasil, porque si el Brasil es amenazado de conmociones próximas y sucumbe, vuestro comercio en él se perderá y durante mucho tiempo. He ahí intereses incontestables”.

Y luego, todavía:

“He ahí, pues, a la vez, el interés permanente de vuestro comercio en el Plata, vuestro interés político  y los deberes de la lealtad. ¡Cómo!  Cuando hayáis sacrificado todo a un mismo tiempo, ¿creéis que podréis presentaros en esos mares en condiciones de haceros respetar? Esto es imposible de creer y de suponer. Y el tratado que se ha osado confesar aquí, señores (el tratado de Arana con Lepredour), ese tratado, lo declaro, es la realización de toda la política de Rosas contra nosotros en todo sentido”.

Analizaba luego el tratado demostrando que significaba un triunfo absoluto de Rosas sobre Francia y al proclamar la necesidad de reconquistar por la fuerza lo perdido diplomáticamente, añadía:

“Digo, pues, que me siento confundido por mi país, que en presencia de tales hechos, de tales intereses tan evidentes, levanta estas montañas de fábulas sobre las dificultades de la expedición. ¡Qué!  ¡Se pretende  que es un asunto como el de Argelia, otra Argelia! Oigo decir: Sí, la expedición es posible; bien se sabe que algunos miles de bravos franceses concluirían con las tropas que rodean a Montevideo. Pero, se agrega: ¿y después?

Lo que detenía, pues, a los franceses que se oponían a la política de Thiers no era el sentimiento de la justicia o del derecho, sino al temor a las consecuencias de una guerra con Rosas en el territorio argentino. La famosa carta de San Martín había despertado naturales recelos sobre la eficacia de los franceses frente a los que habían deshecho a los británicos en 1807. Pero Thiers no alimentaba esos temores. Su belicosidad era más fuerte que todo. Consideraba fácil la conquista de Buenos Aires y lo decía sin eufemismos desde su banca:

“¡Cómo! Hace algunos días, bajo nuestros ojos, los americanos del Norte, con tropas cuyo número no excedía de 5.000 hombres, han dado cuenta de Méjico y han hecho la más bella conquista; los ingleses, con 4.000 hombres de tropa y 3.000 marineros, han dominado el imperio chino. (Exclamaciones en la derecha).

“En la izquierda. - ¡Sí!   ¡Sí!

“M. Thiers. – Señores, no puedo responder a todos los interruptores que quieren discutir con sus vecinos mis aserciones. Pero, ¿es cierto, sí o no, que, bajo nuestros ojos, América acaba de conquistar a Méjico?

“¿Es cierto que Inglaterra, con 4.000 hombres de tropas europeas y 3.000 marinos ha concluido con el imperio de China, lo ha obligado a entregarse y a aceptar el opio, el opio? (Risas de aprobación).

“M. Barré. - ¡El opio y el comunismo!

“M. Thiers. - ¡Que vengan, pues, a decirnos que esto será una verdadera dificultad para Francia!

“Una voz a la derecha. - ¡No! ¡No!”

Y por último:

“Y bien, estoy humillado, lo confieso. Tengo tontos prejuicios, es cierto. Se me concede algunas veces un poco de buen sentido; pero tengo tontos prejuicios que me vienen del  pasado. Soy muy sensible a la dignidad de mi país; no exagero mis fuerzas. Sí, estoy humillado, cuando veo lo que ha pasado recientemente, sea en América, sea en China y en varias partes del mundo y se viene a decirme que es una dificultad seria para nosotros concluir con Rosas. Pero el último gobierno, que tanto ha sido acusado de debilidad, era heroico con relación a vosotros, permitidme que os lo diga!  (Risas de aprobación en la izquierda)”.

En fin; la conquista del país argentino era una cuestión de dignidad nacional para Francia; renunciar a ella significaba una humillación, porque sólo traducía el miedo a la conquista. Ese es el pensamiento de Thiers y las izquierdas, los aliados de los unitarios.


La entrega final

Vencido Rosas en Caseros, los ríos nacionales fueron entregados al dominio internacional. Esa es la gran traición que consigna la historia argentina. El país ha vivido desde entonces bajo una dictadura económica extranjera de la que queremos substraerlo los que hoy nos llamamos nacionalistas, sin alusión a ideologías o divisas (18). En cuanto a los hombres del pasado que nos legaron esta desgracia, deseamos creer que no todos previeron las consecuencias de su conducta. Hasta por orgullo patriótico, preferimos ver en ellos, no traidores conscientes de sus pasos, sino espíritus falsos, saltimbanquis de las ideas, que se volvían contra su país por culto al perifollo y al oropel: bárbaros, en el sentido europeo de la palabra. Así debió de verlos Thiers, que hablaba claramente y en voz alta, tal vez convencido de que no lo entenderían sus aliados. Pero si hubo entre éstos, quienes leyeron sus discursos, vieron su alcance y, no obstante verlo, siguieron adelante, podemos de ellos decir que eran unos miserables. “viles traidores”, según la expresión de Juan Lavalle.


(17) Las ya mencionadas palabras del Vizconde Venancourt en 1829 sobre la necesidad de que Europa interviniera para concluir con los desórdenes de las democracias americanas prueban que este pensamiento no era un secreto de las cancillerías, sino que lo conocían y lo razonaban con relación a las realidades concretas de éste a aquel país americanos hasta los agentes  subalternos de los gobiernos europeos.

Rosas no lo ignoró nunca, porque no podía esto escapar  ni a su clara perspicacia ni a su información precisa de la política europea, que conocía casi tanto como sus propios directores, según la confesión  de Thiers en el Parlamento de Francia. En su conversación con Wiliam Mc Cann, que éste ha relatado en “Two thousand miles’ride Argentine Provincies”, (Londres,1853) le dijo claramente a su interlocutor, según la traducción reciente de Busaniche en sus páginas de “Historia Argentina”: Al referirse  a la misión de Mr. Hood –cuenta el viajero inglés– advirtió (Rosas) que el gabinete de Londres decía, “no abrigar ningún interés ni propósito egoísta”, no obstante lo cual los franceses habían omitido la palabra “egoísta” y él consideraba esto muy significativo porque Francia tenía designios ulteriores a favor de ciertos miembros de su real familia, con relación a estos países.”

Y con respecto a los ingleses: “Todo lo que estas repúblicas necesitan –prosiguió– es intercambio comercial con alguna nación fuerte y poderosa, como Gran Bretaña, la cual, en recompensa de los beneficios comerciales, podría beneficiarlos con su influencia moral. Esto era lo que querían, y nada más. No querían nada que oliera a protectorado ni afectara en su más mínimo su libertad e independencia nacional, de las que eran muy celosas y no renunciarían ni un solo átomo. Este sentimiento lo exteriorizó vigorosamente en su lenguaje y ademanes. Al terminar la frase apretó el dedo pulgar de la mano derecha contra el dedo índice, como si tomara un pelo entre las uñas, y como diciendo: “No, ni tanto como esto”.

(18) En la convención del 53, Don Facundo Zuviría combatió en un discurso emocionante a los ignominiosos tratados internacionales en cuya virtud desapareció la soberanía argentina sobre nuestros ríos interiores. En la sesión del 8 de Septiembre de aquel año dijo que “ellos (los tratados en discusión) importaban un protectorado extranjero en nuestro territorio con todas las consecuencias inherentes a este título” y que “sin vergüenza y humillación”  no podríamos confesar que necesitáramos ese protectorado en garantía de un principio –el de la libre navegación– que estaba en el interés de toda la República y que consagraban sus leyes. “Que no ultrajaremos, pues, de este modo nuestra Constitución y nacionalidad…”

Alberdi veía también el Protectorado, pero lo aplaudía. En el tomo XII sus “Escritos Póstumos” dice que si América pretendiera recobrar su derecho al aislamiento (¿durante una guerra, por ejemplo?), “la Europa le obligaría a coñonazos a reasumir su independencia (!) y las libertades de su tráfico por el mundo (!!), que bajo ciertos aspectos no son sino las libertades de Europa en América” (!!!)   ¿Fundados en qué?  En los tratados que se aprobaron. “Esos hechos están, por esos tratados, bajo el Protectorado de la Civilización, y la Civilización estará siempre   pronta a defenderse (!!) contra los ataques de que fuere objeto, sean que vengan de Europa o que provengan de América” (!!!).