domingo, 1 de junio de 2014

Combate de Las Vizcacheras - Batalla de Puente de Márquez - Testigo presencial - Prudencio Arnold

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año VIII N° 31 - Junio 2014 - Pag. 6  a 9 

El relato de un testigo presencial

El coronel Prudencio Arnold (ver ER N° 12) fue testigo presencial de las acciones de las Vizcacheras y Puente de Márquez, en las que combatió siendo entonces un joven teniente de las fuerzas federales y que muchos años más tarde escribió sus memorias tituladas "Un soldado argentino" (editadas por EUDEBA) dejándonos el siguiente interesante relato sobre ambas acciones:


"... el general Lavalle abandonaba la campaña de Buenos Aires, pasando a la de Santa Fe, a batir al gobernador don Estanislao López, de esa provincia y al general Rosas, dejando en el Sur al comandante Estomba, con bastante fuerza para atender a nosotros, que éramos pocos, y de comandante general de campaña al coronel don Federico Rauch, que era el jefe del regimiento “Húsares del Plata” y también de otras fuerzas más, las suficientes para concluirnos con mejores disposiciones que las que ellos ejecutaron.

El coronel Rauch nos miró con desprecio por nuestra inferioridad numérica y también por la composición de nuestros elementos de guerra y porque el general Lavalle había recorrido en triunfo la campaña Sur, destrozando la división, que comandaba Meza en “La Colorada” y los restos que escaparon, fueron sorprendidos por las fuerzas del mismo Rauch en “Las Palmitas” y Arroyo del Medio, en el partido del Pergamino.

Cuando supo el contraste que habían sufrido los atrincherados de la Guardia del Monte, se puso en marcha precipitada hacia ese punto, donde creyó tomarnos por sorpresa durmiendo sobre nuestros laureles, lo que hubiera sido difícil, si la suerte de las armas no se hubiese interpuesto.

Después del triunfo que obtuvimos en la Guardia del Monte, los jefes no quisieron subordinarse a Miranda por justas razones y Miranda tuvo que conformarse con esa resolución de la mayoría, aunque de mala gana.

Se reunieron todos en “Las Perdices”, distante como a una legua del pueblo, para acordar sobre el que debía ser elegido y no pudiendo satisfacer las aspiraciones de los ambiciosos, la división se deshizo, tomando cada jefe con su fuerza para donde mejor le pareció.

Los comandantes Castro y Leandro Ibáñez se fueron para Chascomús, distante de allí 17 leguas. Eran los que estaban mejor armados, siendo a consecuencia de esta separación que no se encontraron en la batalla de “Las Vizcacheras”.

Los demás jefes se conservaban a poca distancia, y, volviendo a nueva reunión, se convinieron en obedecer al comandante don Juan Aguilera, como superior y a don Bernabé Sal, como segundo jefe, quedando así nuevamente organizada la dirección de las fuerzas.

Fui nombrado con una partida para hacer guardar el orden por las orillas del pueblo y encontrando a un hombre de campo, que me pareció no ser de los nuestros, lo interrogué sobre su procedencia y me contestó así:

“Me manda don Luis Dorrego a avisar a la primera partida de federales que encuentre, que Rauch viene a atacarlos. Anoche quedó en la laguna de ‘Colis’ y tal vez esté a la madrugada por aquí”.

Todo era verdad, lo que decía este hombre desconocido.

Los jefes, en conocimiento de esta noticia dudaron al principio de la veracidad del desconocido, pues suponían que éste fuese algún bombero del enemigo. Mas de todos modos era necesario ponernos en marcha, como efectivamente lo hicimos, pasadas las doce de la noche, ordenándole al desconocido y por vía de precaución, permaneciese en el pueblo, hasta después de salir el sol, bajo pena de la vida. Nos dirigimos hacia el Salado para pasarlo por el desplayado.

Después que aclaró el día, nos llegó la noticia de que las partidas del coronel Rauch habían entrado al pueblo, matando a los hombres que encontraron por las calles y algunos a la legua y media, donde fueron alcanzados; al mismo tiempo se nos avisaba que estaba acampado en la laguna de “Las Perdices”, distante de la Guardia del Monte una legua hacia el Sur.

El desconocido no nos había engañado, pues. Nosotros hicimos alto para comer, como a tres leguas del Salado.

Serían las cuatro o cinco de la tarde, cuando recibimos el parte en que se nos comunicaba que la fuerza enemiga venía en marcha hacia el mismo paso del Salado, dejando en “Las Perdices” siete hombres fusilados.

En vista de este aviso, marchó el comandante don Pedro Lorea, con su escuadrón a impedirle el pasaje, del modo que mejor pudiera.

El resto de las fuerzas marchamos en dirección a “Las Vizcacheras”, buscando la incorporación de los indios que venían del arroyo Azul, con el coronel Miñana dejando los fogones encendidos y como 30 hombres en movimiento en torno de ellos, para que el resplandor los hiciera aparecer ante el enemigo como un grueso ejército y al mismo tiempo, con el fin de formar ante él el concepto para sus bomberos. De esta manera le haríamos perder tiempo hasta la madrugada, mientras nosotros nos aprovechábamos.

Pero a Rauch no se engañaba con estos simulacros.

Los 30 hombres fueron a avisarnos que los enemigos nos seguían por el rastro.

Las fuerzas con que contaban era el regimiento Húsares, al inmediato mando del coronel Rauch; el de coraceros y número 2, comandados por el coronel don Anacleto Medina; el número 4, al mando del coronel Nicolás Medina; el regimiento Mingorena y milicias obedeciendo todas estas fuerzas al mando en jefe del coronel Rauch.

La nuestra era compuesta de los cuerpos siguientes: escuadrón Francisco Sosa, escuadrón Pedro Lorea, escuadrón José González, escuadrón Miguel Miranda, e indios mandados por el coronel Miñana obedeciendo todos a las órdenes del comandante don Juan Aguilera, como primer jefe, y don Bernabé Sal como segundo, como queda ya dicho. El número total de estas fuerzas era aproximadamente de 600 hombres, siendo las del enemigo más o menos de igual número aunque no lo éramos en armamentos, pues ellos estaban perfectamente armados y eran en su mayoría, soldados veteranos que venían de vencer al Imperio del Brasil.

Nosotros, por el contrario, contábamos con pocas armas de fuego, con chuzas de caña con clavos y tijeras rotas que servían de moharras. Además, la tropa no era bien disciplinada en el manejo de las armas, e iba entreverada; algunos soldados solo tenían como arma boleadoras.

Completaba nuestro escaso armamento un cañón de los tomados en la Guardia del Monte, el cual contaba por toda dotación un negro infante de los que aprisionamos también allí.

Marchamos toda la noche sabiendo que el enemigo nos seguía de cerca.

Multiplicábamos los chasques al comandante Miñana, para que apresurase la marcha con sus indios, hasta que al despuntar el día tuvimos aviso de que ese jefe se acercaba con las tribus capitaneadas por Mariano unos y por Nicasio Maciel otros, este último valiente cacique que murió después en Caseros.

Entonces redoblamos la marcha para incorporarnos cuanto antes con ellos. Rauch hacía otro tanto para alcanzarnos.

Por fin llegamos a la laguna de “Las Vizcacheras” casi a un mismo tiempo nosotros y los indios, entregándole nuestra caballada en seguida para que mudasen caballos de refresco inmediatamente.

En tales circunstancias el enemigo se avistó. Sin tiempo que perder, formamos nuestra línea de combate de la manera siguiente: los escuadrones Sosa y Lorca formaron nuestra ala derecha, llevando de flanqueadores a los indios de Nicasio; los escuadrones Miranda y Blandengues el ala izquierda y como flanqueadores a los indios de Mariano; el escuadrón González y milicianos de la Guardia del Monte al centro, donde yo formé.

Rectificada la formación, avanzamos sobre el enemigo, que venía apresuradamente a encontrarnos, dejando el inservible cañón y a su dotación que, como queda dicho, era compuesta del negro prisionero.

Como a 20 cuadras de nuestro punto de partida y en un campo cubierto de pajas y cortaderales altos y tupidos, chocamos con el enemigo, que venía dividido en tres columnas de ataque. 

Rauch, que venía al centro, nos arrolló acuchillándonos hacia el Este, y en dirección a la laguna “Las Vizcacheras”, sin atender a sus dos costados, que eran derrotados y perseguidos hacia el Oeste.

Rauch perdió tiempo conversando con una mujer y el negro prisionero, suponiéndose ya completamente vencedor, cuando oyó a nuestro trompa que tocaba a reunión en el campo del combate.

Rauch lo tomó por el suyo y dijo a la mujer y al prisionero: “me llaman; voy a traer mi gente, pues aquí está bueno para acampar; no se muevan de aquí, ya vengo!” y diciendo esto partió.

Cuando estuvo dentro de nosotros, reconoció que eran sus enemigos apercibiéndose recién del peligro que lo rodeaba. Trató de escapar defendiéndose con bizarría; pero los perseguidores le salieron al encuentro, cada vez en mayor número, deslizándose por los pajonales, hasta que el cabo de Blandengues, Manuel Andrada le boleó el caballo y el indio Nicasio lo ultimó.

Así acabó su existencia el coronel Rauch, víctima de su propia torpeza militar.

Este combate fue reñido y sangriento. A más de Rauch, murió el coronel Medina y el coronel Mingorena, contándose también entre los heridos muchos jefes y oficiales subalternos.

Por nuestra parte tuvimos también muchas bajas, empezando por nuestro segundo jefe que fue muerto por el enemigo o por los mismos indios, a causa del distintivo que llevaba, o bien por la mala fe de los indios.

El distintivo consistía en una cintilla del largo que ocupaban los caracteres de imprenta siguientes: “Viva la federación”, que llevábamos en el sombrero y como no alcanzasen a rodear todo el sombrero, no podían verse del lado opuesto al frente y mucho menos si el sombrero por cualquier incidente se caía.

De esto se aprovecharon los indios para matar a sus mismos compañeros, según se supo por los partes pasados por oficiales heridos por aquéllos.

Dos días después de este combate, se elevó al rango de alférez al cabo Manuel Andrada (se ha dicho antes teniente por equivocación), haciéndolo así saber a las fuerzas. Cuando se rompió filas dije a Andrada: “ya es usted oficial” y contestó:

“En ocasión un tiro de bolas vale un galón”.

Este ascenso era en premio de haber boleado el caballo al jefe de los enemigos, a quien se le cortó la cabeza y llevó hasta la Guardia del Monte, ocho leguas de distancia del lugar donde los derrotamos y tirándola de improviso por la puerta a los pies de mi señora madre y asustando la familia, le dijeron: "aquí está señora la cabeza del que iba a azotar a usted y quemarla en la plaza con su familia".

Esta amenaza la hizo el coronel Rauch en el campamento donde recibía burlas de sus compañeros, por no haber ejecutado sus primeras amenazas habiendo sido burlado por mi señora madre y que eran azotarla por el solo motivo de ser yo su contrario y ella muy estimada por los vencedores y la población a donde el día de su llegada entró matando todo el hombre que encontraba a su paso, hasta llegar a casa de mi madre donde, en vía de su intención, observóle que su casa estaba llena de heridos compañeros de él, donde el comandante Romero al morir valientemente, dejara tendidos en las calles de donde recogiólos y en los cuales se encontraba el trompa de órdenes del mismo, herido de un balazo en la mano y el vientre, producido en momentos que tocaba la corneta y quien, ya instruido por mi madre para contestar y no revelar al coronel Rauch que eran federales los que allí había, salvó sus compañeros de alojamiento, de un fusilamiento seguro y de los vejámenes a mi madre, diciendo al coronel Rauch: "estos todos son nuestros compañeros encontrándose muchos de ellos moribundos y que esta señora (indicando a mi madre) nos ha hecho el favor de recogernos de la calle para curarnos en su casa a donde casi ni cabemos, atendiéndonos como hijos, frustrando de este modo las negras intenciones del coronel Rauch, que prometió nuevamente ejecutarla; con más crueldad".

Después de este triunfo, no quedó enemigo nuestro en toda la campaña, y marchamos hasta el arroyo de "Las Conchas", próximo a Buenos Aires, con el fin de atacar la ciudad, lo que no se efectuó por mayoría de los jefes en junta de guerra y allí se dio el mando en jefe de todas las fuerzas al coronel don Prudencio O. Rosas.

Del general Rosas, ninguna orden habíamos recibido después de la derrota de Navarro. Sólo sabíamos que se hallaba en la provincia de Santa Fe, y que un chasque de él había sido tomado por los húsares en las fronteras, tomándole las comunicaciones bajo cubiertas por una trenza puesta como cabo de un "rebenque viejo".

Por simpatías a él todo lo hacíamos de nuestra cuenta y por considerarlo también autoridad legal que secundaba al gobernador fusilado. Así es que, para nosotros, en aquel tiempo nada había, faltando Rosas, ni poder humano que nos detuviera en nuestra marcha en su busca.

Juan Galo Lavalle
Juan Galo Lavalle - Litografía de Charles Decaux


Cuando el general Lavalle supo la derrota en "Las Vizcacheras" y nuestra aproximación a Buenos Aires, dejó de perseguir al gobernador López y al general Rosas, que iban en retirada hacia el Norte de Santa Fe. Contramarchó para venir en protección de la ciudad de Buenos Aires y entonces los generales perseguidos también volvieron, picándole la retaguardia. 

Nosotros nos hallábamos, como he dicho, próximos a Buenos Aires y nada de esto sabíamos en aquellos días.

Una noche, como a las ocho o nueve, recibimos orden de formar círculo a caballo. Cuando estuvo cumplida, penetró el coronel don Prudencio Rosas con un papel en la mano y nos dirigió las palabras siguientes: "El comandante general don Juan Manuel de Rosas acaba de llegar a "La Turbia" (partido de Navarro) y me ordena marchemos a incorporarnos en ese punto". Cuando llegó aquí, toda la fuerza prorrumpió en gritos de ¡viva Rosas, viva Rosas! ¡Marchemos, marchemos!... El jefe ordenaba guardar silencio; pero sus voces eran ahogadas por aquellos vivas a Rosas. Con los vivas, pronto empezaron los tiros de carabina, que nadie pudo contener hasta la media noche en que, casi concluida la pólvora que teníamos, se nos ordenó marchar, ejecutándolo hasta el arroyo de "La Choza", donde paramos antes de amanecer.

El general Lavalle, en su vuelta de Santa Fe, se había ya aproximado a nosotros aunque lo ignorábamos.

Al venir aclarando el día, Jueves Santo, sentimos al enemigo, arroyo de por medio y sobrevino una niebla tan densa que no nos alcanzábamos a ver en distancia de media cuadra. Las guerrillas empezaron a operar asimismo...

Debido a todo ello, creo que pudimos continuar en orden la marcha hasta "La Turbia".

Allí estaba el comandante general de campaña don Juan Manuel de Rosas, el hombre de nuestra predilección que con tanto gusto y sacrificio veníamos buscando desde la derrota de Navarro.

Cuando se acercó a nosotros, nuestro inmediato jefe tomó la palabra en alta voz y dijo: ¡Viva la patria, etc.!, fue contestado con entusiasmo vulgar; pero cuando llegó al viva Rosas, fue un trueno que salió del corazón de aquella muchedumbre, que hacía estremecer la tierra, demostrando claramente el entusiasmo que traíamos en el alma por aquel hombre y con el mismo brío fuimos hasta el puente de Márquez, a estrellarnos contra un ejército de las tres armas, aguerrido, valiente y considerado como el mejor, que tenía nuestra patria entonces, por la composición y antecedentes de sus jefes y tropa, reconocidos en la guerra de nuestra independencia y del Brasil, encabezado por el valiente entre los valientes de primera línea, general argentino don Juan Lavalle, y que a pesar de ser nosotros caballería y mal armada, la victoria se pronunció en nuestro favor.

Era el 26 de abril de 1829.

En la noche anterior había hecho el general Lavalle con su ejército una marcha forzada, montando sus infanterías con la intención de sorprender el campamento del general Rosas: maniobra importante para el triunfo que venía buscando aquel arrojado jefe.

Contrariado por la fortuna, lo llevó a dar equivocadamente el golpe en la vanguardia, santafecina, al mando del general don Pascual Echagüe, causándole bastantes bajas.

Aclaró el día y a poco más empezó el combate, que fue sangriento.

El general Lavalle perdió casi todas sus caballerías y cabalIadas, viéndose obligado a formar cuadro de infantería, concentrando en él la poca caballada que le había quedado.

En este estado la batalla, largaron los santafecinos un gran trozo de caballos, con cueros a la cola unos y otros atados al pescuezo, en derechura al cuadro. El enemigo se vio obligado a variarles de rumbo a cañonazos, con mal resultado, porque con este motivo salió del cuadro casi toda la caballada ensillada, siendo la más, con monturas nuevas de tropa que dijeron ser las que habían montado los infantes en la noche anterior, para llegar a tiempo a la sorpresa. 

Otros santafecinos empezaron a destruir el puente. Pero faltándoles las herramientas, no pudieron realizar su intento.

El enemigo en cuadro, se dirigió a dicho puente y así que lo pasó, hizo alto.

En este estado fui mandado a ver al señor general Rosas; lo encontré en la costa del río, cerca del puente, montado en su caballo colorado pampa, con una pierna encima del pescuezo del corcel, mirando las infanterías enemigas que empezaban a desfilar por la banda opuesta del río tiroteando a las caballerías que se aproximaban.

Me despachó, dejándolo en la misma posición. En la noche marchó el ejército vencido hasta los tapiales, quinta de Ramos Mejía, en el bañado y allí se encerró.

El señor gobernador don Estanislao López se retiró con sus tropas a Santa Fe.

El señor comandante general don Juan Manuel de Rosas, con los porteños, siguió la guerra.

El señor general don Juan Lavalle se vio obligado a salir por la noche al malón para llevar mantención para su ejército como lo hacían los indios. Tomaba en la noche lo que podía, hasta los animales caseros y contramarchaba en cuadro a volverse a encerrar en la quinta. Cuando aclaraba el día marchaba, rodeado por nosotros, con guerrillas insignificantes, llegando al bañado donde se engrosaban más durante el tiempo preciso para entrar las haciendas por el portón. Concluida esta operación, se cerraba la puerta y sólo alcanzábamos a ver algunos hombres que nos observaban desde el altillo de la casa quinta y así permanecíamos hasta la noche, hora en que nos retirábamos.

En una de estas salidas se trajo las haciendas "Del Pino", propiedad del señor general Rosas, calculadas en 8 mil vacas. Cuando el general Rosas lo supo, dijo: "Déjenlas que las lleve para que coma tanto pobre que hay en la ciudad"...

Con estas medidas de oportunidad y con la de no presentar combate decisivo en las salidas del general Lavalle, ganaba mucho Rosas, que conocía la táctica a que debía sujetar sus operaciones. No así el general Lavalle, que estaba acostumbrado a operar con ejércitos regulares, donde impera la rígida disciplina del soldado; la misma que seguía en sus salidas y regresos, sin comprender que su enemigo le iba quebrando las armas con la guerra de recursos que él no entendía, haciendo de manera que se quebrantara el espíritu de sus veteranos y más en cada salida en que verificaba en clase de malones, que no estaban en conformidad con la moral que debe hacerse observar al veterano.