REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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Construir sin destruir
Araceli Bellotta |
En 1874, una ley pretendía construir un parque y derribar la quinta del exiliado Rosas. Avellaneda dijo que se podía enfrentar al caudillo sin destruir sus cosas.
El 23 de junio de 1874 se discutió en el Senado de la Nación un proyecto de ley enviado por el Poder Ejecutivo para la construcción de un parque en los terrenos de Palermo, en el mismo sitio donde el ex gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, había levantado su quinta, abandonada luego de su derrocamiento. En esa sesión, el recientemente incorporado senador por Tucumán, Nicolás Avellaneda, demostró que era posible sostener la oposición a Rosas, entonces en el exilio, sin necesidad de destruir aquello que él había construido y que era digno de aprovechar.
Contra el monumento
El senador por San Juan, Guillermo Rawson, se opuso al
proyecto y entre sus argumentos esgrimió que Rosas escribía en Southampton dos
libros: uno sobre la historia del país y otro sobre medicina, y expresó su
temor de que en alguno de esos escritos el ex gobernador se refiriera al lugar
elegido para el Parque con la ironía de que “el pueblo que se titula civilizado
y libre ha adoptado aquel monumento del atraso”. A su turno, Avellaneda sostuvo
una conclusión opuesta: “El tirano es muy anciano ya y debemos apresurarnos; es
necesario que ese libro por él escrito no concluya diciéndonos: ‘¿Veis ese
Palermo de San Benito? ¡Hoy es el paseo de Buenos Aires después de 30 años! ¡Y
con qué diferencias! Han destruido los árboles, han dejado crecer la hierba en
los caminos, han desecado las aguas del lago hasta convertirlo en un pantano!’.
Es necesario apresurarse; es necesario que esa ironía sangrienta no se
encuentre escrita en la página final del libro de Rosas. Es necesario, por el
contrario, que le obliguemos a retractarla, mostrándole que el Palermo de San
Benito, aquel viejo Palermo, no es el paseo favorito de Buenos Aires, sino otro
Palermo mejorado, y embellecido por todos los maravillosos encantamientos de
las artes, de las ciencias, de la elegancia y del buen gusto”.
Respecto al consejo de Rawson de “no asociar nuestros paseos,
nuestras distracciones públicas al horrible recuerdo de la tiranía”, Avellaneda
respondió: “Es santo, es bueno, es noble, el horror a la tiranía; pero no basta
el horror a la tiranía; es necesario amar a la libertad. El horror a la tiranía
por sí mismo, sin ser vivificado por el amor a la libertad, puede convertirse
en un sentimiento de destrucción”.
El nuevo presidente
Un año después, Avellaneda fue consagrado presidente de la
República. En ese carácter le tocó inaugurar la primera parte del Parque que él
había defendido en el Senado y en ese discurso completó su idea: “Era mejor
convertir la mansión sombría del tirano cauteloso en jardines cultivados para
el uso del pueblo. ¿Dónde hay, a la verdad, otro espectáculo igualmente
democrático, demostrando mejor nivelados los rangos, y que cada hombre por fin
es siempre igual a otro hombre, como el que presenta cada día un paseo público?
El hijo del pobre y el hijo del rico mezclarán bajo estos árboles al grito
jubiloso de los pájaros sus juegos igualmente inocentes”.
El Presidente cerró su arenga con una idea que no estaría nada mal tomar para el presente: “Los paseos públicos, ejerciendo una atracción irresistible sobre la masa de los habitantes, sirven para mejorar, ennoblecer y elevar los sentimientos de las multitudes; y pueden contribuir a dar formas cultas y suaves a las luchas duras y severas que engendra la vida democrática”.