REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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En el diario La Prensa del día 1° de abril de 1986, fue publicado un artículo sobre el desempeño de nuestro país en la guerra por Malvinas.
Un testimonio imparcial
El desempeño de nuestro país en la guerra de 1982
por Manfred Schönfeld
A medida que se acerca otro aniversario de la jornada del 2 de abril de 1982 y de los episodios bélicos que le siguieron —y a medida, asimismo, en que se aproxima el veredicto que, sobre el desempeño de los conductores de esa guerra, dará el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas— estamos cobrando una conciencia cada vez más fuerte de lo veraz que es la afirmación que hemos venido haciendo desde los días mismos de aquella guerra.
A saber, de que nuestro desempeño fue, visto en conjunto, mucho mejor que lo que habría cabido esperar de las fuerzas armadas de un país inexperimentado en materia bélica desde hacía más de un siglo y que se hallaba colocado frente a un enemigo tan poderoso como el Reino Unido; potencia esta última que, sin embargo, hubo de recurrir a la ayuda sistemática (tanto en el terreno diplomático y político, como en el específico del suministro de pertrechos bélicos altamente sofisticados) de la superpotencia norteamericana y, asimismo, al apoyo que le entrañó las sanciones unánimemente decretadas contra la Argentina por la poderosa Comunidad Europea, para lograr por fin doblegarnos.
En un comentario que escribimos hace relativamente poco sobre este tema, hicimos alusión fugaz al juicio de un experto norteamericano en materia de logística, Bruce P. Schoch, que describía con cierto lujo de detalles de que modo tanto los argentinos como los británicos tuvieron que superar —y lo lograron en la mayoría de los casos— las graves dificultades que, justamente en materia de logística, entrañó la guerra.
Si bien es cierto que los expertos en una especialidad determinada tienden, de modo poco menos que natural, a atribuir una particular importancia a todo lo que concierne a esa su especialidad, las razones expuestas por el mencionado miembro de la Escuela de Trasportes del Ejército de los Estados Unidos son sumamente convincentes y dan realce a lo que, por otra parte, salta a la vista aun para el simple lego.
Esto es, que dada la ubicación geográfica del teatro de guerra y dadas, además, ciertas características de su topografía, la solución de problemas logísticos, igualmente graves para nuestras fuerzas armadas como para las de los invasores, haya sido tal vez lo más duro de toda la tarea emprendida por ambos bandos.
“La guerra improvisada”
Como señalamos en el comentario previamente publicado, las opiniones del señor Schoch fueron expuestas en la columna de “cartas de lectores” de la revista “Military Logistics Forum”, que se publica en los Estados Unidos. Hacían referencia a un extenso artículo que, sobre el mismo tema, había sido publicado en dicha revista, escrito por Jeff Ethell, y cuyo título y subtítulo son lo suficientemente expresivos como para no requerir de un ulterior comentario.
En efecto, dicho artículo se titula “La guerra improvisada” y se subtitula “Tanto los expertos en logística británicos como los argentinos se desempeñaron a menudo de modo notable durante la guerra de las Falklands, empleando su sagacidad y su coraje para superar un sinnúmero de obstáculos”.
Diremos, antes de glosar algunos de los pasajes del extenso trabajo, que el concepto de “guerra improvisada” demuestra, en sí, que los hechos que condujeron a la guerra fueron precipitados. Hay pruebas suficientes de que los prolegómenos —es decir, los momentos en que en Londres no se creía en que un operativo de la naturaleza y de los alcances del 2 de abril de 1982 sería lanzado por la Argentina— fueron manipulados y no sólo manipulados, sino precipitados, ex profeso por el gobierno británico.
Estas pruebas se desprenden del informe Franks, según el cual en el mismo día en que, en el seno del gobierno argentino y en un ámbito de la mayor confidencialidad, se había tomado la determinación de lanzar una campaña diplomática preparatoria en todo el mundo a fin de presionar a Gran Bretaña y de abonar el terreno para lanzar un operativo armado en la primavera de 1982, en caso de que esa presión no hubiese surtido ningún efecto positivo, que ese mismo día, decimos, ya había noticia de semejante intención argentina y que, para abortarla, Londres provocó el episodio en Georgias del Sur, decidió el envío del “Endurance” y colocó a nuestro país ante la elección de aguantarse la humillación o de lanzarse (lo que los británicos no creían que haríamos) a una “guerra improvisada”.
Una vez echados a rodar sobre el tapete los dados de hierro, también para Gran Bretaña comenzó un período de precipitada preparación, que se intentó prolongar lo más que hubiese sido posible a través de las negociaciones conducidas por el general Haig en Buenos Aires.
Pero si nuestra guerra fue “improvisada” —porque nuestra mano fue forzada y se nos obligó a lanzarnos a esa guerra en las condiciones que estuviésemos o a aceptar el deshonor de un manoseo intolerable, a la vista del mundo entero—, no fue menor la “improvisación” británica.
Ambas, la nuestra y la de ellos, no solamente debido a naturales dificultades en materia de logística, como veremos más adelante, sino simplemente a falta de tiempo.
Si, en el caso argentino, se ha hablado mucho de las bombas y de los torpedos que dieron en sus blancos pero que no explotaron (porque habían estado en los arsenales de guerra desde hacía demasiado tiempo, sin haberse tenido oportunidad ni de poner a prueba su estado funcional ni de renovar su “stock”, en el caso de los británicos es ya hoy un secreto a voces que varias de sus principales pérdidas en cuanto a unidades navales que les hundimos, se debieron —al margen de la pericia y del inaudito coraje de nuestros aviadores— a que las computadoras en los buques de la Royal Navy no habían sido “reprogramadas” para interpretar el acercamiento de un misil “Exocet” como un signo hostil (siendo así que los “Exocet” son franceses, o sea pertrechos de un aliado de Gran Bretaña), de manera que no ponían en marcha el mecanismo defensivo o de intercepción que habrían empleado en caso de haber captado la proximidad de un misil soviético.
La “improvisación” se dio, pues, por ambas partes, como señalamos, pero por distinta causa: la argentina, porque los excelentes servicios de inteligencia británicos permitieron a Londres forzarnos a una acción que habíamos proyectado emprender con mayor demora y mejor preparación en todos los órdenes; la británica, en cambio, porque Londres daba por descontado que, una vez más como en tantas oportunidades previas y a lo largo de muchos años, habría de aguantar lo que ya se vuelto intolerable e incompatible con elementales nociones del honor nacional.
Las proezas logísticas
El comentario de Jeff Ethell sobre las proezas logísticas que se realizaron durante la guerra de 1982, otorgan a cada bando sus respectivos honores. Si en el presente comentario no citamos sino pasajes referentes a la actuación argentina, ello no se debe a que deseemos aminorar los méritos de los militares británicos ni mucho menos a que nos estemos valiendo del espurio método de citar fuera de contexto.
No; al margen de naturales razones de falta de espacio, nuestro motivo —creemos— es fácilmente comprensible. Se trata, para nosotros, de que el lector se entere, a través del juicio objetivo de un observador experto y desapasionado, del concepto que a éste le mereció el desempeño de nuestros guerreros, para imponerse a las enormes dificultades que tuvieron que vencer.
De la opinión que a ese mismo experto le merecieron los guerreros británicos, nos bastará decir que es excelente y que destaca de modo sumamente elogioso cómo supieron ingeniárselas para superar, por su parte, dificultades similares que se alzaban como otras tantas vallas ante su paso. Mas, opinamos, no es necesario, a efectos de un comentario periodístico publicado en la Argentina y para lectores argentinos, que se sepa y que se cite.
A los ex combatientes británicos nadie les ha negado, en su patria, el reconocimiento por sus méritos. En todo caso, habrá habido un análisis de alto nivel especializado de su desempeño, con el fin de aprender de los errores que pudieron haber cometido, o de alguna concepción más amplia que, en lo referente a este tipo de guerra en un teatro de operaciones poco común y muy lejano pudo haber sido equivocada.
Pero, fuera de estos estudios, a los oficiales, jefes y soldados británicos en su país nadie los ha denigrado por su actuación en el Atlántico sur. Allí son héroes y, entiéndase eso bien, no porque hayan obtenido la victoria en la batalla por Puerto Argentino, sino porque, así no la hubiesen obtenido, pelearon y lo hicieron bien.
En nuestra deprimente atmósfera nacional, en cambio, nuestros héroes son —si tienen suerte— objeto del olvido, cuando no de ser denostados. A los hombres que, por su decisión política de gobernantes, pusieron a la Argentina y a las Malvinas argentinas en el “mapa mundi” de la conciencia internacional, se los juzga por ello como a delincuentes. De ahí que sea necesario recurrir a un testimonio extranjero para leer por ejemplo lo siguiente:
Eficiencia argentina
“Una vez que estaba claro —escribe Jeff Ethell— que el gobierno británico estaba desplazando una fuerza de tareas hacia las Falklands, la Fuerza Aérea argentina, así como la Marina y la aviación civil, montaron un sistema de trasporte en gran escala de tropas y de pertrechos hacia Port Stanley, a fin de defender las islas. Ese sistema sólo fue interrumpido una sola vez, el 1° de mayo, debido al bombardeo de la pista de aterrizaje por aviones Vulcan de la Real Fuerza Aérea. Una bomba dio en el blanco y cortó en dos mitades el ancho de 150 pies de la pista. El largo, de 4.100 pies quedó intacto, de modo que las operaciones fueron reanudadas rápidamente. Durante toda la guerra, aviones de trasporte argentinos lograron un promedio de dos salidas de la aeropista. Al principio cada avión llegó a despegar cinco veces por día
“Los aviones Fokker F-27 y F-28, y Lockheed L-188 Electra, de la fuerza aeronaval y de la Fuerza Aérea argentinas, así como los C-130 de la Fuerza Aérea (en total 30 máquinas, sumando las de ambas fuerzas) llegaban a Port Stanley de noche, frecuentemente en condiciones meteorológicas muy presas Les C-120 eran ideales para este tipo de misión, no así los otros aviones que, básicamente, eran de líneas aéreas. Todos los aparatos, más que nada los C-130, llevaban el máximo de su capacidad de carga y a menudo con una capacidad reducida en cuanto a carga de combustible.
“Los aviones de estos trasportes volaban frecuentemente a alturas extremadamente bajas sobre el nivel del mar, siendo de noche. Los altímetros del radar eran puestos a cincuenta pies, después de lo cual se ponía en marcha el autopiloto para ayudar a los pilotos a mantener su altura.
“La señal de advertencia de altitud se borroneaba permanentemente debido al mal tiempo. Había momentos en que el autopiloto dejaba de funcionar. Finalmente los pilotos optaban por volar sin esa ayuda. Una vez llegados a las islas, se empleaban métodos de disfraz de terreno para no ser detectados por el radar británico, lo cual durante la noche es una tarea extremadamente riesgosa, siendo así que hay muy pocas referencias visuales... Sin luces en Stanley que los guiaran, los pilotos incluso volaban de noche en los niveles más bajos...”
La Marina
En otro pasaje dice el mismo autor:
“El Comando en Jefe argentino intentó hacer llegar suministros a las Malvinas (aquí emplea con toda naturalidad nuestra toponimia geográfica y nos preguntamos si él o un experto como él, redactando en inglés un trabajo sobre un tema técnico, hubiese hecho eso antes del 2 de abril de 1982) por barco, pero la amenaza de los submarinos británicos que patrullaban aguas afuera del más importante puerto naval, Puerto Belgrano, mantuvieron mayormente inmóvil a la flota argentina. Aun así, dos barcos de carga llegaron, sin ser detectados, a Port Stanley, lo cual constituyó una hazaña extraordinaria”.
El autor llega a la conclusión de que, por agotamiento de las posibilidades del tren logístico adecuado, sobre todo debido a la destrucción de diez de los helicópteros del Ejército, los suministros terminaron por volverse imposibles y que esto, unido a un bajón de la moral de combate de los conscriptos argentinos, mal alimentados e insuficientemente equipados, redundó en el súbito colapso de las fuerzas de nuestro país.
Lo cual no obsta a que, en la carta citada que Bruce P. Schoch enviara a la misma publicación especializada, se dejara constancia de que, por su parte, los británicos estaban a punto de quedarse desprovistos no sólo de suministros y de toda clase de pertrechos, sino incluso de municiones.
“En los últimos días del combate —dice Schoch— cinco batallones habían disparado 24.000 cargas durante el sitio de Port Stanley. Por entonces ya había baterías que no tenían más que media docena de cargas por tubo. Un ataque aéreo argentino en San Carlos había destruido el arsenal de misiles antitanque de la V Brigada Británica”.
Conclusión: cuando el general Jeremy Moore solicitó parlamentar con el general Menéndez fue como quien va a jugar al póker con una mano pobre de naipes. Fue a sabiendas de que también la nuestra era pobre, pero supo disimular su propia posición, no mucho mejor: resultado de una mayor veteranía, a título personal y en lo que se refiere a su nación en general, si se la compara a ese efecto con la nuestra, en el arte de la guerra y en el de cómo situarse ante momentos peligrosamente cercanos a un empate.
Ganó el mayor aplomo. Y, entretanto, hacían en Buenos Aires su propia política y sus propios tejemanejes quienes querían que, a toda costa, el episodio terminase rápidamente y se pasase, política e institucionalmente, a “otra cosa”, indignamente olvidados de una gran causa nacional.
Pero que nadie diga ahora que fue irresponsabilidad ir a esa guerra y que la Argentina no se portó en ella con una bravura digna de admiración por parte de los tiempos presentes y futuros.