miércoles, 9 de agosto de 2023

Las sentencias del Consejo Supremo de las FFAA contra los miembros de la Junta Militar

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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  En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

El artículo que publicamos a continuación, salió en el diario La Prensa el 19 de mayo de 1986, sobre la sentencia dsel Consejo Supremo de las FFAA, a los integrantes de la Junta militar.

LAS SENTENCIAS DEL CONSEJO SUPREMO
EL PAÍS HA SIDO DEGRADADO
por Manfred Schönfeld
Manifestación por la recupareación de Malvinas

Si bien los miembros del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas han tenido a bien abstenerse de imponer a los ex gobernantes del país en tiempos de guerra contra Gran Bretaña, la sentencia infamante de la degradación (aunque, en el caso de dos de ellos, Anaya y Galtieri, la destitución y consecuentemente baja equivale, en la práctica, a un desconocimiento y por ende a una nulificación del grado), dichos altos jueces militares hicieron algo mucho más grave: degradaron, moralmente, a la Nación, le arrancaron, en forma figurada, sus charreteras, la hirieron incurablemente en su honor, la pisotearon su orgullo y la fe en una de su más dignas y nobles causas.

Eso hicieron en su vana ceguera, en su incapacidad de ponerse a la altura de las circunstancias históricas que el destino les tocó vivir, los aludidos jueces militares.

A partir del momento de fallar sus sentencias, le otorgaron tardíamente y con efecto retroactivo un galardón inmerecido a la expedición armada que lanzara contra la Argentina, en 1982, Margaret Thatcher, en connivencia con sus aliados norteamericanos, europeos y de otras latitudes.

Al demostrar su insanable estrechez de miras, insistiendo en negarse a ver que el juicio a los ex gobernantes de facto era cualquier cosa menos un juicio de índole militar y que ellos, los jueces militares, estaban haciendo de peones en el juego político del gobierno, convirtieron en una verdadera victoria moral de los británicos, lo que el 14 de junio de 1982 sólo había sido una batalla ganada por los invasores y ganada a costas de grandes sacrificios y a riesgo, cercanísimo para los vencedores de que esa batalla ganada hubiese sido desvirtuada por un desastroso cambio en los altibajos de la fortuna bélica.

La gran batalla

Documentación que ahora está saliendo, con creciente intensidad, a la luz, y que los propios británicos ya no tienen el menor inconveniente de disimular, prueba hasta qué punto es cierto lo que acabamos de señalar.

Pero se entiende que todo eso ya no tiene la menor importancia. La gran batalla la ganaron Margaret Thatcher y Raúl Alfonsín, con fuerzas políticamente mancomunadas, en el seno del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Fue allí, no en Puerto Argentino, no al ser hundido el “General Belgrano”, donde le fue quebrantado el espinazo a la más noble y a la más unificadora (a la única genuinamente unificadora, ¿por qué no llamar las cosas en forma clara y por su nombre?) de las causas nacionales argentinas.

Los oficiales superiores que, a impulso de su absoluta falta de visión, de su mezquindad, de su soberbia, se prestaron a darle el empujón, precipicio abajo, a esa causa nacional, tienen su lugar, su triste lugar en la historia del país y específicamente, en la historia de nuestras Fuerzas Armadas.

Ese lugar diametralmente opuesto a aquel donde brillan, desde 1982 y seguirán brillando cualquiera que sea su sino personal y cualesquiera que sean las duras pruebas que ese sino aún les reserva, los nombres de Galtieri, de Anaya y de Lami Dozo.

Sordera frente al destino

Es una lastimosa suerte que, por cierto, no les envidiamos a los miembros del Consejo Supremo. Lo que los salva —si ésa es una manera de salvarse— es su insignificancia a título individual.

Pero tampoco Galtierí, Anaya y Lami Dozo eran, después de todo, y nunca pretendieron ser, “hombres del destino”. Lo que les pasó es que el destino —el gran destino nacional— les salió al cruce y no esquivaron el riesgo de toparse con él sino que, por el contrario, se elevaron con ese destino y a su impulso.

A los jueces del Consejo Supremo también les salió, en cierto modo, el destino al cruce. Pero parece que no tomaron nota.

Los pusilánimes disidentes

Ni siquiera quedan excluidos, en ese orden de cosas, aquellos miembros del Consejo Supremo que discreparon, en cuanto a su opinión, de la mayoría. El hecho, en sí, de la disidencia y el hecho de manifestarla, como ya lo explicamos una vez, no constituyen en general una hazaña: ponen a salvo en modesta medida la responsabilidad personal, cuando de todos modos se sabe que el fallo mayoritario no podrá ser alterado por la expresión de la discrepancia.

Lo correcto, lo honorable —a nuestro juicio, y más cuando se trata de un asunto de semejante envergadura histórica— es expresar la disidencia yéndose y, además, dando un audible portazo al irse.

Aun así, y hecha esta salvedad básica, no dejamos de reconocer que hay, al menos, la expresión de un elemental individualismo en el acto de fallar en disidencia, aun cuando se tenga conciencia del poco valor práctico que entraña la actitud.

En el caso que nos ocupa ni siquiera hubo eso. Hubo discrepancia, pero la pusilanimidad fue mayor. Las discrepancias, según sabemos de buena fuente, se manifestaron, pero fueron consignadas en actas secretas, marginadas de las actuaciones generales del juicio. Y es peor aún: por ahora y salvo que, en definitiva, se imponga un criterio elementalmente compatible con la recta administración de la justicia, no hay probabilidad de que la defensa, en una apelación que probablemente se hará, tenga acceso a dichas actas secretas, de manera que a la defensa se la privaría de argumentos favorables, esgrimidos por determinados miembros del Consejo Supremo, aunque no en forma pública.

Lo que no se enseñó o fue olvidado

Aun así —y con ser graves estos detalles—, son de una gravitación comparablemente menor a la de aquello que constituye el núcleo por excelencia de los juicios a los tres exgobernantes y de las sentencias falladas contra ellos.

Ese núcleo consiste en haberse ignorado que —en cualquier guerra extranjera, pero particularmente en una confrontación armada en torno a la más antigua y más entrañable causa argentina. a saber la de los archipiélagos australes, sobre todo el de las Malvinas— es más importante lo que la Nación, vista en conjunto, siente con respecto a semejante guerra que el modo cómo se la condujo, con mayor o menor éxito, pericia o buena fortuna.

La conciencia de la importancia de ese sentimiento popular, que es al mismo tiempo sentimiento nacional, comenzó a cobrarse en Europa después de la Revolución Francesa y de las guerras napoleónicas.

Es importante recordar al respecto lo que escribió, en 1806 (es decir en momentos de la gran derrota alemana a manos de las fuerzas francesas), en un memorial dirigido al duque de Brunsvig, el general Gerhard yon Scharnhorst, quien habría de ser el gran reorganizador (más que nada en el orden de las fuerzas espirituales) militar de Alemania. Expresa lo siguiente:

“...Se cree en general que sólo gracias a la presencia de algún gran hombre, un pueblo puede ser conducido a esfuerzos y a sacrificios bélicos. Tal vez sea así, si de una guerra de conquista se trata. Pero cuando una nación se siente amenazada en cuanto a su libertad e independencia o se defiende contra el sojuzgamiento o el despojo por parte de extranjeros, entonces es la voluntad de todos la que ocupa el lugar de aquella conducción...

“...Piénsese, si no. en nuestros días, en la resistencia de los corsos contra los franceses: en la de los americanos contra los ingleses; en la de los pobladores de la Vendée contra la República en Francia: y, finalmente, en la de esa misma República contra toda Europa. ¿Acaso no vencieron siempre, bajo cualquier clase de líderes ...muchos de los cuales sólo pueden ser considerados como mediocres?

“...Una vez que la necesidad de una guerra ha sido reconocida por el pueblo, ya no necesitará de otra cosa para la realización de proezas inmortales que de la decisión del jefe: vencer o morir. Esa decisión es la que marca la diferencia entre someterse al yugo y conquistar la libertad. En nuestros tiempos se ha atribuido demasiadas veces el resultado de las guerras al talento de los dirigentes militares. Más importante es la fortaleza de los caracteres... Hemos comenzado a adjudicar más importancia al arte de la guerra que a las virtudes guerreras... es decir al coraje, al espíritu de sacrificio, al sereno espíritu de resistencia. Estos son los pilares de la independencia de un pueblo. Si nuestros corazones no laten al impulso de esas virtudes, estamos perdidos de entrada aun cuando obtengamos grandes victorias.”

No sabemos si los escritos de Scharnhorst existen en versiones idiomáticamente más accesibles: no sabemos si, en caso de existir, se cultiva o se cultivaba su lectura en nuestros institutos superiores de enseñanza militar. Si es así, evidentemente los miembros del Consejo Supremo no recibieron la enseñanza que encierran o, de haberla recibido, la olvidaron.

De lo contrario, se habrían dado cuenta que pasajes como los que, fugazmente, acabamos de citar, retratan de cuerpo entero la situación argentina de 1982.

Tuvimos la buena fortuna de tener, en ese año, jefes que se decidieron a la acción, que nos convocaron a vencer o a morir. Y tuvimos muchos, magníficos héroes que fueron a pelear, a sabiendas de que se jugaban la vida (y que, en numerosos casos. la ofrendaron al país), sin que hubiese importado cómo se los “condujo” militarmente.

Lo que importaba, lo que les importaba, era que el sentimiento del pueblo estaba a su lado, que el corazón del país latía al impulso de las virtudes guerreras.

Las sentencias contra los jefes que nos convocaron en aquel glorioso momento, manchan el corazón del pueblo y la memoria de esos héroes, porque condenan una decisión política que ennobleció y dio alas a la solidez de muchos años previos de postración argentina.

Eso es lo que lograron con sus tres sentencias los miembros del Consejo Supremo. Volvemos a decirlo: han degradado a la República Argentina.