REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.
Si bien los miembros
del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas han tenido a bien abstenerse de
imponer a los ex gobernantes del país en tiempos de guerra contra Gran Bretaña,
la sentencia infamante de la degradación (aunque, en el caso de dos de ellos, Anaya
y Galtieri, la destitución y consecuentemente baja equivale, en la práctica, a
un desconocimiento y por ende a una nulificación del grado), dichos altos
jueces militares hicieron algo mucho más grave: degradaron, moralmente, a la
Nación, le arrancaron, en forma figurada, sus charreteras, la hirieron
incurablemente en su honor, la pisotearon su orgullo y la fe en una de su más
dignas y nobles causas.
Eso hicieron en su
vana ceguera, en su incapacidad de ponerse a la altura de las circunstancias
históricas que el destino les tocó vivir, los aludidos jueces militares.
A partir del momento
de fallar sus sentencias, le otorgaron tardíamente y con efecto retroactivo un
galardón inmerecido a la expedición armada que lanzara contra la Argentina, en
1982, Margaret Thatcher, en connivencia con sus aliados norteamericanos,
europeos y de otras latitudes.
Al demostrar su
insanable estrechez de miras, insistiendo en negarse a ver que el juicio a los
ex gobernantes de facto era cualquier cosa menos un juicio de índole militar y que
ellos, los jueces militares, estaban haciendo de peones en el juego político
del gobierno, convirtieron en una verdadera victoria moral de los británicos,
lo que el 14 de junio de 1982 sólo había sido una batalla ganada por los
invasores y ganada a costas de grandes sacrificios y a riesgo, cercanísimo para
los vencedores de que esa batalla ganada hubiese sido desvirtuada por un
desastroso cambio en los altibajos de la fortuna bélica.
La gran batalla
Documentación que
ahora está saliendo, con creciente intensidad, a la luz, y que los propios
británicos ya no tienen el menor inconveniente de disimular, prueba hasta qué
punto es cierto lo que acabamos de señalar.
Pero se entiende que
todo eso ya no tiene la menor importancia. La gran batalla la ganaron Margaret
Thatcher y Raúl Alfonsín, con fuerzas políticamente mancomunadas, en el seno
del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Fue allí, no en Puerto Argentino,
no al ser hundido el “General Belgrano”, donde le fue quebrantado el espinazo a
la más noble y a la más unificadora (a la única genuinamente unificadora, ¿por
qué no llamar las cosas en forma clara y por su nombre?) de las causas
nacionales argentinas.
Los oficiales
superiores que, a impulso de su absoluta falta de visión, de su mezquindad, de
su soberbia, se prestaron a darle el empujón, precipicio abajo, a esa causa
nacional, tienen su lugar, su triste lugar en la historia del país y
específicamente, en la historia de nuestras Fuerzas Armadas.
Ese lugar
diametralmente opuesto a aquel donde brillan, desde 1982 y seguirán brillando
cualquiera que sea su sino personal y cualesquiera que sean las duras pruebas
que ese sino aún les reserva, los nombres de Galtieri, de Anaya y de Lami Dozo.
Sordera frente al
destino
Es una lastimosa
suerte que, por cierto, no les envidiamos a los miembros del Consejo Supremo.
Lo que los salva —si ésa es una manera de salvarse— es su insignificancia a
título individual.
Pero tampoco Galtierí,
Anaya y Lami Dozo eran, después de todo, y nunca pretendieron ser, “hombres del
destino”. Lo que les pasó es que el destino —el gran destino nacional— les
salió al cruce y no esquivaron el riesgo de toparse con él sino que, por el
contrario, se elevaron con ese destino y a su impulso.
A los jueces del
Consejo Supremo también les salió, en cierto modo, el destino al cruce. Pero
parece que no tomaron nota.
Los pusilánimes
disidentes
Ni siquiera quedan
excluidos, en ese orden de cosas, aquellos miembros del Consejo Supremo que
discreparon, en cuanto a su opinión, de la mayoría. El hecho, en sí, de la
disidencia y el hecho de manifestarla, como ya lo explicamos una vez, no
constituyen en general una hazaña: ponen a salvo en modesta medida la responsabilidad
personal, cuando de todos modos se sabe que el fallo mayoritario no podrá ser
alterado por la expresión de la discrepancia.
Lo correcto, lo
honorable —a nuestro juicio, y más cuando se trata de un asunto de semejante
envergadura histórica— es expresar la disidencia yéndose y, además, dando un
audible portazo al irse.
Aun así, y hecha esta
salvedad básica, no dejamos de reconocer que hay, al menos, la expresión de un
elemental individualismo en el acto de fallar en disidencia, aun cuando se
tenga conciencia del poco valor práctico que entraña la actitud.
En el caso que nos
ocupa ni siquiera hubo eso. Hubo discrepancia, pero la pusilanimidad fue mayor.
Las discrepancias, según sabemos de buena fuente, se manifestaron, pero fueron
consignadas en actas secretas, marginadas de las actuaciones generales del
juicio. Y es peor aún: por ahora y salvo que, en definitiva, se imponga un
criterio elementalmente compatible con la recta administración de la justicia,
no hay probabilidad de que la defensa, en una apelación que probablemente se
hará, tenga acceso a dichas actas secretas, de manera que a la defensa se la
privaría de argumentos favorables, esgrimidos por determinados miembros del
Consejo Supremo, aunque no en forma pública.
Lo que no se enseñó o fue olvidado
Aun así —y con ser
graves estos detalles—, son de una gravitación comparablemente menor a la de
aquello que constituye el núcleo por excelencia de los juicios a los tres
exgobernantes y de las sentencias falladas contra ellos.
Ese núcleo consiste en
haberse ignorado que —en cualquier guerra extranjera, pero particularmente en
una confrontación armada en torno a la más antigua y más entrañable causa
argentina. a saber la de los archipiélagos australes, sobre todo el de las
Malvinas— es más importante lo que la Nación, vista en conjunto, siente con
respecto a semejante guerra que el modo cómo se la condujo, con mayor o menor
éxito, pericia o buena fortuna.
La conciencia de la
importancia de ese sentimiento popular, que es al mismo tiempo sentimiento
nacional, comenzó a cobrarse en Europa después de la Revolución Francesa y de
las guerras napoleónicas.
Es importante recordar
al respecto lo que escribió, en 1806 (es decir en momentos de la gran derrota
alemana a manos de las fuerzas francesas), en un memorial dirigido al duque de
Brunsvig, el general Gerhard yon Scharnhorst, quien habría de ser el gran
reorganizador (más que nada en el orden de las fuerzas espirituales) militar de
Alemania. Expresa lo siguiente:
“...Se cree en general
que sólo gracias a la presencia de algún gran hombre, un pueblo puede ser
conducido a esfuerzos y a sacrificios bélicos. Tal vez sea así, si de una
guerra de conquista se trata. Pero cuando una nación se siente amenazada en
cuanto a su libertad e independencia o se defiende contra el sojuzgamiento o el
despojo por parte de extranjeros, entonces es la voluntad de todos la que ocupa
el lugar de aquella conducción...
“...Piénsese, si no.
en nuestros días, en la resistencia de los corsos contra los franceses: en la
de los americanos contra los ingleses; en la de los pobladores de la Vendée
contra la República en Francia: y, finalmente, en la de esa misma República
contra toda Europa. ¿Acaso no vencieron siempre, bajo cualquier clase de
líderes ...muchos de los cuales sólo pueden ser considerados como mediocres?
“...Una vez que la
necesidad de una guerra ha sido reconocida por el pueblo, ya no necesitará de
otra cosa para la realización de proezas inmortales que de la decisión del
jefe: vencer o morir. Esa decisión es la que marca la diferencia entre
someterse al yugo y conquistar la libertad. En nuestros tiempos se ha atribuido
demasiadas veces el resultado de las guerras al talento de los dirigentes
militares. Más importante es la fortaleza de los caracteres... Hemos comenzado
a adjudicar más importancia al arte de la guerra que a las virtudes
guerreras... es decir al coraje, al espíritu de sacrificio, al sereno espíritu
de resistencia. Estos son los pilares de la independencia de un pueblo. Si
nuestros corazones no laten al impulso de esas virtudes, estamos perdidos de
entrada aun cuando obtengamos grandes victorias.”
No sabemos si los
escritos de Scharnhorst existen en versiones idiomáticamente más accesibles: no
sabemos si, en caso de existir, se cultiva o se cultivaba su lectura en
nuestros institutos superiores de enseñanza militar. Si es así, evidentemente
los miembros del Consejo Supremo no recibieron la enseñanza que encierran o, de
haberla recibido, la olvidaron.
De lo contrario, se
habrían dado cuenta que pasajes como los que, fugazmente, acabamos de citar,
retratan de cuerpo entero la situación argentina de 1982.
Tuvimos la buena
fortuna de tener, en ese año, jefes que se decidieron a la acción, que nos convocaron
a vencer o a morir. Y tuvimos muchos, magníficos héroes que fueron a pelear, a
sabiendas de que se jugaban la vida (y que, en numerosos casos. la ofrendaron
al país), sin que hubiese importado cómo se los “condujo” militarmente.
Lo que importaba, lo
que les importaba, era que el sentimiento del pueblo estaba a su lado, que el
corazón del país latía al impulso de las virtudes guerreras.
Las sentencias contra
los jefes que nos convocaron en aquel glorioso momento, manchan el corazón del
pueblo y la memoria de esos héroes, porque condenan una decisión política que
ennobleció y dio alas a la solidez de muchos años previos de postración
argentina.
Eso es lo que lograron con sus tres sentencias los miembros del Consejo Supremo. Volvemos a decirlo: han degradado a la República Argentina.