REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
107
Con el diario Mayoría del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857.
En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.
Médicos, farmacéuticos y curanderos en la época de Rosas por Fermín Chávez
La tradición liberal argentina, mentalmente
colonizada por el iluminismo, cargó todas las cuentas que pudo sobre los
hombros de don Juan Manuel, quizá, y aun sin quizá, la más salada de esas
cuentas sea la concerniente a la cultura; cargo sin tope, que también pasó,
tiempo después, a Yrigoyen y a Perón, otros dos grandes infama dos del olimpo
político nacional.
Para esa tradición liberal,
oficializada todavía en textos y manuales didácticos por la escuela estatal,
Rosas es igual a barbarie, todo dicho en nombre del despotismo ilustrado. Y por
supuesto, en la barbarie no pueden existir ni el arte ni las letras ni la
Universidad, esa institución consagrada universalmente como sinónimo de
civilización. La novela tiene ribetes de ostensible ridiculez.
Un manual universitario que fue
tradicional (el de Eliseo Cantón) afirma que “en esos tiempos sombríos solo
podían residir en Buenos Aires los cerebros poco luminosos o los espíritus
resignados a vegetar en las penumbras”. Del período yrigoyenista se dijo poco
menos; se dudó de los estudios universitarios de don Hipólito; se escamoteó su
tiempo de profesor de filosofía, y todo fue olor y flecos de alpargata. Del
peronismo, todos sabemos el juicio histórico que se quiso imponer con aquello
del aluvión zoológico.
Las promociones médicas no
disminuyen en cantidad y calidad, sino que se acrecientan; y la medicina en
general registra progresos que sólo pudieron quedar ocultos en razón de haber
sido llevados al fondo de la caverna liberal. En vez de escapar, galenos
afamados vinieron al país, desde Europa y desde los Estados Unidos, y aquí
revalidaron sus títulos académicos ante el Tribunal de Medicina: mesa
examinadora en la que figuraban distinguidos maestros como Francisco de Paula
Almeyra, Matías Rivero, Juan José Fontana, Eugenio Pérez y Tomás Coquet, este
último como perito en odontología.
Uno de esos galenos afamados, el
norteamericano Jacobo M. Tewksbury (quien revalidó su título de profesor de
Medicina, Cirugía y Partos en 1844), aplicó por primera vez en nuestro país el
éter como anestésico general, a fines de agosto de 1847, es decir, a menos de
un año de que el doctor Warren, de Massachusetts, lo utilizara como tal en el
mundo (octubre de 1846).
Entre mediados de 1844 y fines de
1847, revalidaron sus títulos en la Universidad de Buenos Aires los profesores
de Medicina y Cirugía, Santiago Bottini, Gabriel Sonnet, Pedro Clarke, Mauricio
Hertz y Enrique G. Kennedy, aparte del nombrado Tewksbury; los doctores en
farmacia Carlos B. Coster, Enrique Godfrey y Carlos Malvigne, y los dentistas
Adolfo L. Alker, Carlos Franze, Carlos Krause y Andrés L de Cádiz.
Durante ese mismo período hubo un
buen número de promociones médicas, que los investigadores vamos paulatinamente
determinando con precisión, puesto que no existe una fuente documental única
para lograr tal cometido. Avanzando sobre el valioso trabajo realizado por
Dardo Corvalán Mendilaharsu, Marcial R. Candioti y Andrés Ivern (y sobre mis
propias búsquedas), voy a consignar en este artículo una nómina parcial de
médicos examinados y aprobados por el Tribunal de Medicina, a la que quiero
también calificar de provisional.
Año 1844. Guillermo Rawson, Benito
Bárcena, Estanislao Díaz, Manuel Arias y Vicente Arias, en Medicina y Cirugía.
Luis Gómez, Venancio Acosta, Miguel Rojas, Manuel Porcel de Peralta, Manuel Lainez,
Domingo Fernández, Justiniano Posse y Ramón Basavilbaso, en Medicina, Cirugía y
Partos.
Año 1845. Gervasio Baz y Domingo
Eugenio Navarro, en Medicina y Cirugía. Justo Meza y Robles, Juan B. Arengo,
Juan José Camelino, Francisco Baraja, Mariano Erézcano, Isidro Bergueyre,
Manuel Garayo y Mauricio Garrido, en Medicina, Cirugía y Partos.
Año 1846. Antonio Egea y Martínez,
en Medicina y Cirugía. Luis María Drago, Mariano J. González, Sinforoso Amoedo,
Ricardo Lowe, Pablo Santillán, José Quintana y Toribio Ayerza, en Medicina
(Cirugía y Partos).
Año 1847. José Gaffarot, Mateo J.
Luque, Germán Vega, Nicanor Molinas, Modestino Pizarro, José Lucena, Manuel
Cuestas, Claudio Mejía, José María Real y Manuel Pereda, en Medicina, Cirugía y
Partos, José Sánchez, Manuel Insiarte y Adolfo E. Peralta, en Medicina y
Cirugía. Una mujer, María P. Abadie, fue examinada y aprobada en Partos.
Como curiosidad, digamos que entre
mediados de 1844 y fines de 1847 fueron examinados y aprobados por el Tribunal
de Medicina como profesores de
Feblotomia, esto es, sangradores, Leandro Díaz, Hilario Diana, Juan
Medeiros, Joaquín Demetri, Gregorio Aravena, Narcizo Aravena, José María Ortiz,
Pedro Fraga, Andrés Devoto, Juan P. Cascaravilla, Juan Echepareborda, Luis
Viajor, Antonio Conti, Justo Pastor Muñoz y Pedro Perruquino. El flebotomista
Juan Echepareborda fue autorizado en 1846 a ejercer la profesión de dentista.
Las dentaduras de los porteños no
estuvieron desatendidas por falta de profesionales, en los tiempos del
Restaurador. Tomás Coquet, con consultorio en la calle 25 de Mayo 24; Guillermo
L. Tenker, cirujano dentista que atendió primero en 25 de Mayo 40 y después en
Cangallo 31; y Adolfo L. Alker, quien atendía en Representantes 15, ofrecían a
sus pacientes los últimos materiales recibidos del extranjero.
Agreguemos, ayudados por
Perogrullo, que no les faltaron enfermos a esos doctores, argentinos y
extranjeros, de que nos estamos ocupando. Y algunos de sus enfermos, los más
famosos, aparecen en la documentación de la época. Así, en mayo de 1847, al
excusarse ante el gobierno rosista por no haber podido asistir a las
celebraciones del 25 de Mayo, el coronel Ciriaco Cuitiño expresa que “su
enfermedad habitual con mucho sentimiento le imposibilita hacerlo”. Nicolás
Descalzi, el astrónomo y matemático, alegaba no haber concurrido “por la
fractura de una pierna que hace tiempo adolece”. Y el coronel Andrés Parra (una
de los “innombrables” para el liberalismo), se justificaba “en razón de
hallarse atacado de una enferme dad crónica e inveterada hace largo tiempo”.
En noviembre, con motivo de la
fiesta del patrono San Martín (el francés a quien Rosas no quería, según la
leyenda unitaria), nuevamente se registraron los justificativos por ausencia
obligada en las ceremonias oficiales. Martiniano Chilavert el mártir de
Caseros, decía esta “convaleciente de una enfermedad” y el teniente coronel
Francisco Crespo, héroe de la Vuelta de Obligado, alegaba andar “atacado de los
nervios”. ¡Tenía motivos, ciertamente para no estar cabal en su salud!
Una terminante expresión del genio
nativo alumbraba el campo médico de la Federación: el doctor Francisco Javier
Muñiz, descubridor de la vacuna en bovinos de Luján, y cuyo trabajo sobre la
escarlatina era difundido en folleto desde 1844.
Existe un episodio poco conocido,
a través del cual se pone de manifiesto, especialmente, la dimensión humana de
Muñiz, por la demás cirujano eminente.
En setiembre de 1844, apremiado
por don Juan Manuel, que en el problema de la viruela no le daba resuello, el administrador
de la vacuna, doctor Justo García Valdez, recurrió al médico de Luján, apurado,
por carecer del cow-pox necesario. El doctor Muñiz se vino desde el nombrado
pueblo bonaerense, con una hija de meses, Bernardina, “depositaria de una
excelente vacuna” —según nos documenta el Tribunal de Medicina—, la que fue
puesta a disposición del presidente García Valdez. “Y de mutuo acuerdo —dice el
documento— llevada el viernes 12 del corriente a la casa central de vacuna, en
donde se vacunaron veinte y tantas personas, cuyo resultado ha correspondido a
los sacrificios que ha hecho el doctor don Francisco Muñiz transportando parte
de su familia con el solo objeto de dar un paso más de beneficio y humanidad”.
¡Qué lejos estamos del curanderismo que Palcos pretende imponer como característico
de ese tiempo histórico!
Muy suelto de cuerpo afirma el
mentado escritor liberal: “en el propio órgano oficial, La Gaceta Mercantil,
permitirá la inserción de avisos que vulneran escandalosamente las cláusulas
sobre el ejercicio de la medicina”. He ahí otro camello que quiere hacer pasar
por el ojo de la aguja.
Hemos recorrido, con prolijidad,
las páginas de La Gaceta rosista y tan solo un aviso podría justificar,
parcialmente, una especie como la formulada por Palcos. Nos referimos al
inserto en la edición del 31 de julio de 1846, que dice: “Medicina doméstica, o
tratado completo de precaver y curar las enfermedades con el régimen y
medicinas simples, y un apéndice que contiene la Farmacopea necesaria para el
uso particular por D. Jorge Bucham: 1 tomo” Esta publicidad no abunda. Sí en
cambio la que difunde recomendaciones del Tribunal de Medicina; u ofrece libros
sobre medicina científica.
Por ejemplo, en edición del 9 de
abril de 1845, La Gaceta Mercantil publica un aviso de dicho Tribunal que era
una advertencia sobre el pretendido específico Mal de los 7 días, anunciado en
esos días por un farmacéutico de nuestra ciudad.
Se trata, dice, de un compuesto
cualquiera, e invita al público a denunciar los efectos del remedio a los
miembros del nombrado organismo oficial, doctores Almeyra, domiciliado en Cuyo
66; Rivero, en Perú 224; Fontana, en Potosí 323, y Pérez, en Potosí 207.
Meses antes, el 5 de marzo, la
misma Gaceta ofrecía en venta obras de medicina en español o francés, que
podían adquirirse en la botica sita en la esquina de Villarino. Entre esas
obras destacó especialmente Blessures par
armes de guerre en général, en dos tomos, del famoso Dupuytren.
Dije que la medicina registró
notables progresos entre 1840 y 1852, y podrían citarse varios hechos que
abonan tal afirmación. Me referiré solo a uno, por significativo y considerarlo
escasamente conocido. Entre 1845 y 1850, el eminente cirujano Teodoro Álvarez
extrajo a don Juan Manuel un gran cálculo vesical que los descendientes del
“Nelatón argentino” conservan, entre otros muchos, como recuerdo de las
operaciones quirúrgicas de su pariente.
Repito: nada de esto tiene que
ver con la pintura de tonos sombríos de la época de Rosas, o de la propia
persona del Restaurador, repetida sin pausa por los liberales. El Buenos Aires
de la Federación contó con todos los establecimientos de educación y de cultura
que podían desarrollarse de acuerdo con nuestras posibilidades del momento: la
Universidad, la Academia de Jurisprudencia Teórico-Práctica, teatros, academias
de baile, y además talleres de retratos y vistas que nos dejaron una vastísima
iconografía, conservada en museos públicos y colecciones privadas.
En 1844, para dar datos ciertos, J. Elliot hacía retratos al daguerrotipo, cuya unidad, con su cajita de tafilete, costaba 100 pesos. Al año siguiente, Juan A. Bennet, recién llegado de Nueva York, realizaba retratos al daguerrotipo en colores, asociado a su compatriota Tomás C. Helsby., En 1846 el artista suizo Juan Felipe Goulu y el italiano Jacobo Fiorini, socio de Albin Favier, ofrecían sus talleres de pintura a unitarios y federales. Se les sumó en 1847 J. J. Ostrander, retratista al óleo y en miniatura hacía poco llegado de los Estados Unidos. Es decir que el arte y la ciencia no desampararon en mingún momento al hombre de la Confederación Argentina.