jueves, 30 de junio de 2022

Mayoría - Rosas - Francisco Hipólito Uzal

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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Juan Manuel de Rosas
En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.

Con el diario Mayoría  del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857. 

En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.


Nacionalidad desagravia

por Francisco Hipólito Uzal

Sí, es un derecho del prócer descansar por fin en el seno de la Patria, pero antes es un derecho de la Patria custodiar en su seno los despojos mortales del prócer

 

Mayoría
El 3 de febrero de 1852, por la increíble defección de Urquiza —el hombre fuerte de la Mesopotamia— se frustró de momento nuestro destino nacional de gran potencia. Destino que se nos señalaba con meridiana claridad desde la fundación del Virreynato del Río de la Plata. Destino contra el cual trabajó con tesón admirable el liberalismo internacional, al servicio de los imperios ultramarinos.

Es bueno aclarar, sin embargo, que nunca perturbó el espíritu del Restaurador ni del país, siquiera sea la sombra de una intención expansiva de conquista territorial. En la mente del gobernante todo se conjugó partiendo de la idea de la más absoluta legitimidad conceptual y de una rígida rectitud de conducta. Soñó con la grandeza nacional, pero en base a un casi místico respeto por el derecho de los demás, para merecer el respeto que siempre supo exigir para el propio derecho.

Alentó en sus vigilias fecundas la impronta de la Patria Grande, ambicionando reagrupar en un haz común a las provincias dispersas, que en sucesivos desmembramientos habían ido mutilando la originaria unión. Pero con intuición de estadista genial, comprendió que ello se haría “a su tiempo y armoniosamente”, sin violentar el ritmo de la historia, ya que se trataba de consagrar la restauración de la vieja heredad y aspiraba a lograrlo con el consenso de todos. Para ello, como imprescindible etapa previa, aplicóse primero a darle férrea cohesión a lo que había quedado, salvándolo de la anarquía.

Esa fue la trascendental obra de arte de su genio político, en un proceso de elaboración incesante en que, a través de veinte años de gobierno y de luchas sin tregua, ha legado a la posteridad una vigorosa conciencia nacional en millares de cartas y decretos; en su persuasivo intercambio de ideas con los caudillos del interior, donde la prudencia, el afecto y la energía se emplean alternativamente al servicio del alto propósito; en los admirables pactos, las alianzas, los tratados  interprovinciales, que tanto acercaron espiritualmente, que contribuyeron a estrechar vínculos, hasta transformar al peligroso desorden heredado a raíz del asesinato de Dorrego, en una nación homogénea y fuerte, respetada hasta por los poderosos de la Tierra.

Ese aspecto de la monumental obra de Rosas se salvó del naufragio, a pesar de los promotores de Caseros. Interprétese allí la frustración parcial del propósito de los “vencedores” que se traían en las alforjas un americano “reparto de Polonia”, en proyectos de virtual balcanización de nuestra dimensión territorial. Lo otro sí, el ensueño de la Patria Grande, hubo de aventarse quién sabe por cuánto tiempo, hasta que una rediviva toma de conciencia nos una nuevamente a los hijos de la vieja heredad originaria.

Juan Manuel de Rosas
Francisco Hipólito Uzal

Si don Juan Manuel de Rosas no hubiese existido, resulta fácil imaginar que desde 1830 hasta 1852, los que no trepidaron en abrirse paso a cañonazo limpio por nuestro Paraná, se hubieran dedicado prolijamente —aprovechando nuestros enfrentamientos— a la maquiavélica tarea de inventar decenas de “Estados soberanos” con otros tantos gobiernos títeres en lo que hoy es nuestro territorio. Por el contrario, si no se produce la defección de Urquiza —que desniveló la balanza a favor del enemigo— Rosas, fuerte y longevo, hubiera consagrado triunfalmente en el continente a la poderosa Confederación Argentina, concretando su grandioso ensueño reunificador. La fuerza incontrastable de esa unidad nos hubiera convertido hoy, por supuesto, en una potencia de relevancia mundial.

La unidad de lo que somos la debemos, fundamentalmente, a la obra tesonera del prócer de la soberanía. Nuestra temporaria frustración —hasta hoy— por la grandeza pergeñada por Rosas, debe imputarse al sacrilegio de quienes lo derrocaron en 1852.

La inteligente táctica de los usufructuarios de Caseros, desplegada sistemáticamente durante un siglo y medio desde la escuela pública, el periodismo, el libro, la conferencia, etc., en flagrante defraudación a la buena fe del país cometida en escala ciclópea, fue cargar sobre las anchas espaldas de Rosas el ludibrio, la infamia, la absoluta proscripción ante la posteridad, la muerte civil. No nos engañemos, sin embargo: no hay nadie capaz de tanto odio, desde los más inmediatos enemigos hasta los últimos focos de contumacia que todavía subsisten, a pesar de las pruebas. Este no ha sido ni es un problema de odios, sino de defensa propia, de desesperada defensa. Porque si Rosas hizo todo lo que hoy sabemos que hizo; si Rosas es todo lo que hoy se sabe que es, el interrogante lógico se impone: ¿qué hicieron y qué son los otros? La conclusión es obvia.

El Congreso de la Nación acaba de sancionar un proyecto que lo honra, relativo a la repatriación de los restos del prócer, sobre la base de un magnifico texto original del senador Cornejo Linares, ulteriormente mutilado por la presión del irredento liberalismo. Puntualicemos, con la significación trascendente del acontecimiento, una diferencia que para nosotros es fundamental: hemos leído y oído, en comentarios derivados de la aprobación de la ley, que es un derecho natural inherente a cualquier argentino, que sus restos mortales descansen en la tierra que lo vio nacer. Nadie discute eso. Pero ante todo, aquí no se trata de cualquier argentino, sino del prócer de la gloriosa epopeya del Paraná, del conductor que con energía y coraje dio un tremendo escarmiento, en nuestros ríos, a dos grandes potencias agresoras, demostrando con ello, como dijera entusiasmado el Libertador, “que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca”. Se trata del grande americano, que en su firme defensa de la soberanía nacional, vengó al continente entero de cien humillaciones sufridas en distintas latitudes, por obra de representantes armados de las potencias de Europa.

Pero —y a esto queríamos llegar— se trata de algo más importante que el argentino Juan Manuel de Rosas; de algo superior aun al prócer de la soberanía que es don Juan Manuel de Rosas, Rosas tiene derecho —nadie lo niega— a que sus huesos reposen, por fin, en la Patria de sus amores. Pero antes que todo eso, es la Nación argentina, la entidad suprema, la que tiene derecho, y lo reclama, a que el defensor porfiado de su soberanía descanse bajo su suelo. A integrarlo consigo. Es el derecho de la Patria agradecida, a custodiar por siempre los despojos mortales de uno de sus hijos dilectos.

Y como síntesis final, después de un siglo y medio de omisiones culpables, de falsedades y supercherías, es la nacionalidad, que se despierta desagraviada.