REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
109
Con el diario Mayoría del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857.
En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.
La Mazorca y la Sociedad popular Restauradora
por Ramón Doll
La idea de la mazorca aparece en aquella cabeza obtusa, cubil de la venganza que fuera Rivera Indarte. Pero el cobarde y malhechor no ideó la mazorca como representación simbólica de la unión nacional y de anhelo de solidaridad ante el peligro. Como algunos símbolos religiosos, el origen, la primera intención de usar el marlo de maíz relacionándolo con la política, tuvo en el filtro envenenado de Rivera Indarte una intención nefanda y deprimente para los unitarios.
El asqueroso panfletario redactó un día una décima que puso al pie de un marlo en una fiesta que se celebraba, allá por el año 1835, en honor a Rosas. El anfitrión era don Fernando Cordero, y en su casa, hoy calle Corrientes, se expuso el diseño y se inscribió la décima, que empezaba:
¡VIVA LA MAZORCA!
al unitario que se detenga a
mirarla
Aqueste marlo que miras de rubia
chala vestido,
en los infiernos ha hundido a la
unitaria fracción...
Y luego terminaba aludiendo a la
finalidad monstruosa que aquel degenerado le asignaba: símbolo criollo cargado
de volición social.
El pueblo advirtió en seguida, en
la espiga de maíz, de apiñados granos, bien apretados al tallo de común origen,
que aquel hallazgo contenía un simbolismo de energía y rápida percepción, y
que, como todos los símbolos, explicaba sin palabras unos cuantos anhelos de la
colectividad.
El país vivía rodeado de
enemigos, traidores adentro, emboscados algunos al lado mismo del Restaurador.
La patria se disolvía bajo la
acción anárquica de intelectuales doctrinarios, como Varela y Alsina, que
tramaban la disolución argentina. Una comunidad no está dispuesta nunca a
perecer, y siempre encuentra elementos cohesivos para sostenerse y triunfar de
la hidra de la anarquía.
La mazorca era una imagen que
compendiaba los anhelos profundos de los mejores patriotas, de las clases
burguesas y de las capas populares. En lo sucesivo, la mazorca, al dar la idea
de apiñamiento, de cohesión y de adhesión, fue utilizada como la mejor amenaza
contra los lívidos unitarios, plebe de levita, que andaban por las cancillerías
europeas mendigando los treinta dineros por los que luego enajenaron la
nacionalidad.
La propaganda unitaria:
Mazorqueros se llamaban de uno y
otro lado los elementos sociales que rodearon a don Juan Manuel para delatar y
castigar la infidencia en tratos con la escuadra francesa, el soborno de los
doctores que habían aprendido en las universidades el arte de la intriga más
abyecta y mercenaria, con la que pudieron vender la patria.
Los federales se titulaban
mazorqueros porque sentían la honra de custodiar el acervo patrimonial que habían
heredado de sus padres. Mazorqueros los llamaban despectivamente los unitarios,
porque temían, porque les espantaba la sugestión vigorosa y brillante del
símbolo.
Por influjo del mismo miserable
que hallara la imagen pervertida, luego los unitarios comenzaron a llamar
mazorqueros, especialmente, a los miembros de la Sociedad Popular Restauradora,
organismo creado por el año 1834 o 35, destinado a colaborar con la policía
rosista en el mantenimiento del orden. Se quiso enlodar el nombre de las
familias más respetables de Buenos Aires, vinculándolas a la imagen asociativa
de la mazorca, para que la visión sangrienta que ellos mismos desplegaban en su
propaganda, salpicara el honor de los caballeros componentes de la Sociedad
Popular Restauradora.
Veamos qué objeto tenía esta
institución.
La Sociedad Popular Restauradora:
Hacia 1833 se consideró necesario
en el seno de lo más representativo de la sociedad porteña crear un organismo
que sirviera de estimulante político y de tejido conjuntivo entre todos los
sectores de la ciudad. Era su jefe el comandante Julián González Salomón y sus
funciones están explicadas por todas las organizaciones parecidas que surgen
espontáneamente en lo más profundo de las comunidades, cada vez que el peligro
de la conspiración amenaza sus cimientos.
Los enemigos, que generalmente
afilan puñales en la sombra, tachan a esas organizaciones con los motes de
adulonería, servilismo, obsecuencia y cobardía. Pero cuando se leen las listas
de los hombres que componían la Sociedad Popular, no puede uno menos que
reírse, al saber, por ejemplo, que Alberdi, el hombre más flojo física y
moralmente que ha tenido el país, pudiera tacharlo de cobarde, pongamos por
caso, a Manuel Corvalán.
Apellidos que luego, y hoy mismo,
figuran en el libro de oro de la mejor burguesía argentina, la que a través de
solicitaciones sin cuento que la prosperidad trajo al país se mantuvo, sin
embargo, en la más sencilla austeridad.
Ahí están los Mansilla, los
Alegre, los Rolón, los Obarrio, los Madariaga, los Moreno. ¿Cómo pueden haber
sido pintados con los puñales tintos en sangre, cual forajidos y asaltantes, en
las novelas y en las historias falsarias de los proscriptos unitarios? Porque
ya en aquellos tiempos los unitarios maquinaban desde el destierro un programa
siniestro de humillación nacional, de degradación de todos los valores
argentinos, para deprimir el país y postrarlo en un terrible complejo de
inferioridad.
Porque los unitarios vinieron del
destierro destilando odio de resentidos y pasión de esclavos contra quienes los
vencieron siempre cara a cara en los campos de batalla, y juraron vengarse
contra aquella decisión argentina que duró veinticinco años para resistirse a
vivir sometidos a la dominación extranjera, negociada por los letrados del
unitarismo.
La posteridad
Hace pocos días, el 4 de octubre (el artículo
apareció en 1939), se cumplió el centenario de una de las manifestaciones más
grandiosas que haya recibido gobernante alguno de su pueblo. La parroquia de la
Merced, donde se hallaban radicadas las familias más conspicuas de Buenos
Aires, realizó una función “con motivo de haberse salvado milagrosamente la
importante vida del benemérito ciudadano, Ilustre Restaurador de las Leyes, del
alevoso puñal de los pérfidos unitarios, de acuerdo con los inmundos
franceses”. Se refería la declaración a la tentativa de Maza, frustrada unos
meses antes y que había sido resultado de un complot en el que participaban los
unitarios de Montevideo en combinación con los estancieros del sur, fomentado
por el dinero de la escuadra bloqueadora francesa, y cuyo brazo ejecutor debía
ser el coronel Maza, del servicio del mismo Restaurador. Leamos algunas firmas
del manifiesto. Simón Pereyra, Felipe Lavallol, Luis Dorrego, Tomás Manuel y
Nicolás de Anchorena, Patricio Lynch, Bonifacio Huergo, Juan Bautista Udaondo,
José Antonio Demaria. No necesitamos seguir adelante. Esos apellidos aparecen
en la pluma de los diaristas unitarios y de los libelistas a sueldo como Rivera
Indarte, vinculados a la Sociedad Popular y, por lo tanto, englobados todos
bajo el rótulo infamante de mazorqueros.
¿Por qué esos mismos o sus
descendientes no han considerado nunca prudente organizarse en una acción de cualquier
naturaleza para vindicar la memoria de los caballeros cien veces difamados con
un mote calumnioso que todavía persiste en su sentido más peyorativo? ¿Qué pasó
en la sociedad argentina aquel día de Caseros para que el rosismo desapareciera
tan bruscamente, no sólo de la escena política, sino de la memoria, visible y
manifiesta de los que públicamente habían expresado adhesiones tan fervientes
al Restaurador. Esta es una de las cosas que deben ser investigadas a fondo por
los que realicen un día lo que podría llamarse historia psicológica del pueblo
argentino. Hemos leído apellidos de la clases sociales más elevadas, apellidos
que aun hoy aparecen como lo más granado de las “elites”. Sin embargo la vil
patraña de que sus ascendientes formaban una pandilla de asesinos persiste en
los textos de historia, parece que los señores del presente se limitaran a
silenciar discretamente un error o un vicio del abuelo cuando se les pregunta
si descienden de mazorqueros. A Leandro N. Alem le amargaron la juventud en la
universidad; lo llamaban el hijo del mazorquero; posiblemente muchos
descendientes de mazorqueros habrían hecho con disimulo una especie de limpieza
de sangre y habrán escamoteado las partidas de las que resultaría una vinculación
desdorosa con un mazorquero.
Sin embargo, el camino debió ser
el opuesto. Los llamados mazorqueros eran todos caballeros de la mejor sociedad
porteña, y sus nietos en lugar de confirmar la afrenta, disimulando flojamente
su linaje, habrían debido demostrar públicamente la naturaleza de aquella
Sociedad Popular y honrarse de los servicios que el abuelo había prestado al
Restaurador y con él a la patria.
¡Eronías sangrientas de las cosas! Fue el pueblo, la masa ignorada y despreciada, el que mantuvo en sus canciones y en su tradición oral el verdadero significado de la palabra mazorca; cantó y canta todavía al mazorquero como leal, como hombre bravío y cumplidor con su deber. Se han exhumado últimamente algunos bailes de la época en que se celebran las patriadas de los sargentos mazorqueros, y el pueblo ha captado con instinto advinatorio la realidad histórica de un símbolo y un mote que fueron expresión de necesidades sociales que acaso golpean todavía hoy con más fuerza que el año cuarenta en la nacionalidad. Orden, cohesión, unidad, como contrafigura de descomposición, dispersión y disolución; quién sabe si la imagen de la mazorca, del marlo de maíz, no trabaja en las mentes actualmente, no aparece, desaparece y reaparece como una visión de sueño, todavía sumergida en lo irracional, pero que quiere indicar o responder alguna cosa frente a un complejo de interrogantes de la hora. ¡Quién sabe!