REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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Con el diario Mayoría del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857.
En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.
Repudio y reivindicación de Rosas
por Salvador Ferla
Como tenía miedo se refugió en
una embajada. Esto, que algunos lo señalan estúpidamente como dato negativo, yo
lo menciono de exprofeso para reivindicar el derecho al miedo. Todos los
hombres, incluso los más valientes y los más geniales sienten miedo cuando
peligra su vida; la esperanza y el entusiasmo vital suelen reprimirlo, pero,
cuando se está fatigado por más de 20 años de esfuerzo titánico, cuando se deja
de creer en los hombres y se considera la causa que se defiende como
irremediablemente perdida, no hay razón para reprimir el miedo. Se refugia en
casa del embajador inglés porque es el único que puede garantizarle un viaje
seguro; por otra parte, él no es un chauvinista xenófobo y siente por
Inglaterra y los ingleses una cordial y “normal” admiración, sin
encandilamiento ni complejo de inferioridad. Una semana permanece Rosas en casa
del embajador, y en ese lapso suceden en su amada ciudad hechos de violencia
apocalíptica, cómo él nunca viera. Los días 2 y 3 Buenos Aires ha quedado
desguarnecida de fuerzas de seguridad porque hasta los vigilantes están en
Santos Lugares.
Elementos malvivientes, que nunca
faltan, y a quienes se unen algunos núcleos de dispersos del ejército federal
excitados y deprimidos por la derrota, se dedican al saqueo y pillaje. El día 4
llega el general Mansilla con una fuerza armada y comienza a reprimir y
castigar los delitos cometidos, con una severidad insólita. Son fusiladas 608
personas, “entre ellas muchos inocentes”, dice un testigo. Buenos Aires se
llena de sangre, que corre a torrente, ofreciendo un cuadro de violencia en
contraposición al cual el tiempo de Rosas resulta de una paz idílica. Llega
Urquiza, y para curarse del complejo de traición que lo atormenta, fusila a
diestro y siniestro. Todos son traidores, menos él. Y mientras se esfuerza por
mostrarse amable con todas las figuras de relieve, sean unitarias o federales,
ordena la ejecución “por traidor” del bravo coronel Chilavert, que se le
presenta como una encarnación de su propia conciencia. Uno de los dos había
traicionado a la patria. Para convencerse de que no es él, lo mata al otro, y
por la misma reacción anímica ordena el fusilamiento masivo de la División
Aquino, unidad militar que había incorporado por la fuerza a su ejército, y que
antes de comenzar la batalla se había pasado al bando que reconocía como suyo:
el de Rosas.
En pocos días se realizan alrededor
de un millar de fusilamientos batiéndose todos los récords habidos y por haber,
incluyendo la época colonial. El 9 de febrero Rosas se embarca en la fragata
británica “Centaur”, en compañía de sus hijos Manuela y Juan, del general
Pascual Echagüe y el coronel Jerónimo Costa. Se aleja de ese alucinante
festival sangriento, y con su alejamiento concluye una actuación que había
comenzado y terminado recibiendo el legado de dos espadas históricas: la de
Dorrego, que su viuda le ofrendó “al compañero y amigo que se presentó primero
a su lado para auxiliarlo a restablecer las instituciones y las leyes”, y la de
San Martín, por la firmeza con que defendiera la dignidad de la Nación frente a
las potencias extranjeras que trataban de humillarla.
Rosas se aleja y comienza a esfumarse el colorido folklórico de una época, las fiestas populares de carácter político, el cielito federal, el candombe negro, los vivas y mueras, esa coreografía popular que constantemente rodeó al dictador, y que disgustó tanto al general Paz, al punto de justificar en ella su autoexilio. Porque José María Paz era un antiperonista típico, que le tenía al candombe y al chiripá la misma alergia que los antiperonistas de hoy sienten por el bombo, la camiseta y la marchita.
Este buen sacerdote, enfermo de
ira y de daltonismo, que tenía a su vista mil cadáveres calientes producidos en
cuestión de días por los enemigos de Rosas, sin causarle emoción alguna,
inauguraba el repudio a Rosas y lo fijaba en los exactos términos en que había
de manifestarse y perdurar. No obstante, debemos decir que esta iracundia
post-caída no era una novedad absoluta. Alvear y Pueyrredón habían abandonado
sus respectivos gobiernos abucheados por un coro de diatribas, si no iguales,
parecidas. Los dos fueron llamados “tirano sangriento”. Alvear que cuando se
tambaleaba en el poder había dictado un bando amenazando con el fusilamiento a
quienes hablaran mal de su gobierno, había sido repudiado y anatemizado
unánimemente; se había nombrado comisiones especiales para investigar sus
crímenes, y San Martín, en Mendoza, había hecho celebrar un oficio religioso
para dar las gracias a Dios “por la caída de la tiranía”. Pero este repudio
virulento fue efímero y no tuvo trascendencia histórica. Diez años después,
quien había puesto el país en remate ofreciéndolo suplicante a Inglaterra,
quien había perdido perdón a la monarquía española manifestando que había
trabajado en la revolución americana como infiltrado, era un respetable
ciudadano al que se candidateaba para jefe del ejército o embajador en los
Estados Unidos. ¿Por qué el repudio a Rosas no revistió el mismo carácter
circunstancial producto de una ofuscación momentánea?... ¿Por qué hubo de ser histórico
e irreversible?... Lo veremos más adelante. Sobreviene la “revolución libertadora”
del 11 de setiembre de 1852 y Buenos Aires se segrega de la Confederación
Argentina. Y es en el marco de esa segregación que se adopta a Rivadavia como
prócer (realmente el prócer ideal para una Buenos Aires segregada) y se condena
a Rosas de manera inapelable en los términos fijados por el padre Avelino
Piñero. El 29 de julio de 1857, la Legislatura de la Buenos Aires escindida
(conviene tener presente este dato como marco condicionante del repudio de
Rosas) dicta una ley que dice así: “Artículo 1°: Se declara a Juan Manuel de
Rosas reo de lesa patria por la tiranía sangrienta que ejerció sobre el pueblo
argentino durante el período de su dictadura, violando hasta las leyes de la
naturaleza y haciendo traición en muchos casos a la independencia de su patria,
sacrificando su ambición, su libertad y sus glorias. Artículo 2°: Se declara la
competencia de los tribunales ordinarios para tomar conocimiento de sus
crímenes. Artículo 3°: Se autoriza al Poder Ejecutivo a enajenar todos los
bienes que le pertenecen. Obsérvese que se lo condena por el único delito que
ninguna mente normal podría adjudicarle jamás: traición a la Patria. Y esto tiene una explicación psicológica: Se
transfiere a Rosas el delito cometido por quienes lo derrocaron. Urquiza ordenó
fusilar a Chilavert “por traidor”, para convencerse a sí mismo y a los demás de
que el traidor no era él. Los unitarios porteños, que después de aliarse con
Francia y con el imperio del Brasil, han convertido a Buenos Aires en república
independiente, lo declaran traidor por idéntico motivo, en una actitud
semejante a la del criminal que deja adrede falsos elementos de juicio para
despistar a los investigadores.
El 17 de abril de 1861 el juez
Sixto Villegas lo condena a muerte en un fallo donde se le llama “asesino de
profesión” y “ladrón famoso”, (otro cargo arbitrario) “quien al frente de
hordas escogidas de la sociedad, armada del puñal de los degüellos se lanzaba sobre la vida y la bolsa de los
ciudadanos ricos y decentes”. Aquí quiero destacar dos cosas: la contemporaneidad de la batalla de
Pavón, en la que el viejo país indohispánico sufre su derrota definitiva, con
esta pena de muerte que se dicta contra Rosas. (El caudillo y el país son
sentenciados simultáneamente.) Y esa alusión a la “vida y la bolsa de los ricos
y decentes”, que nos aproxima a una de las motivaciones profundas del repudio solemne.
Dos pleitos fundamentales
estuvieron en juego en el escenario rioplatense desde 1810 hasta la caída del
caudillo: el antagonismo puerto-país (que él intentó resolver y no pudo) y el
ingreso incondicional o negociado al área del capitalismo europeo. Estos dos
pleitos se resuelven con la batalla de Pavón. Buenos Aires, que durante 50 años
le ha disputado el país... al país, queda dueña absoluta del escenario, y los
procónsules mitristas eliminan a sangre y fuego los últimos focos de
resistencia. Simultáneamente se consuma la rendición incondicional a la presión
del capitalismo europeo (fundamentalmente el inglés) y se articula esa entidad
que Ernesto Palacio llama “la república liberal y mercantil”. Se ha realizado
al fin el proyecto europeísta que data por lo menos de 1812. La Patria Vieja,
la Patria Grande, la patria de Murillo, de Artigas, de Rosas y Peñaloza, ha
sido asesinada. Se ha transferido el país de un colonialismo a otro y se ha
cortado de raíz nuestra conciencia nacional. Así como los judíos tuvieron
durante 2.000 años patria sin tierra, nosotros tendríamos tierra sin patria. La
antítesis de los dos proyectos, el eliminado y el triunfante, se puede ilustrar
con estos datos elocuentes: En 1832 Rosas decretó que para poseer y trabajar un
taller de imprenta era menester ser ciudadano argentino. Reverso: Siendo
presidente, Sarmiento firmó un decreto aprobando la radicación de colonos
suizos protestantes “a condición de que mantengan su religión e idioma” (sic).
Comienza un proceso de
modernización, que al no ser manejado con mente argentina y conciencia
nacional, resultó un plan de colonización imperialista que no era malo por liberal, sino por antinacional y antipopular. En su
desarrollo, el repudio a Rosas y a la patria vieja resultaba una necesidad, por
eso fue trascendente. Treinta años después de Caseros Mitre impugnaba la
candidatura presidencial del. Dr. Bernardo de Irigoyen por sus antecedentes
rosistas que la hacen “moralmente imposible —decía— por representar una
tradición condenada por el pueblo argentino”. En abril de 1877 llega a Buenos
Aires la noticia del fallecimiento de Rosas. Como es natural, un grupo de
parientes, amigos y simpatizantes programa un funeral en la iglesia de San
Ignacio. Al tomar conocimiento el gobierno de Buenos Aires dicta un decreto
prohibiendo el oficio religioso, Decía así “Artículo 1° Queda prohibida toda
demostración pública en favor de la memoria del tirano Juan Manuel de Rosas,
cualquiera sea su forma. Articulo 2°: Prohíbense en consecuencia, como
demostración pública, los funerales a que se ha invitado para el día martes en
el templo de San Ignacio”. Firmado: Carlos Casares, Vicente Gil Quesada,
Rodolfo Varela. Al día siguiente se ordena un funeral “en memoria de las
víctimas de la tiranía”, Obsérvese que el repudio a Rosas es una actitud
porteña, no nacional, lo cual
significa que la identificación cultural de Rosas con el Interior es más
trascendente que su defensa de los intereses bonaerenses por los menos para el
puerto, que es quien lo condena.
Alrededor de 1890, su sobrino
Lucio Mansilla publica un ensayo sobre su tío y titula uno de los capítulos. el
XII así: ¿Rosas era loco o cuerdo?... En 1907 José María Ramos Mejía en “Rosas
y su tiempo” trata de demostrar que se está en presencia de un caso clínico.
Rosas, su personalidad, su gobierno y su época eran una aberración, una especie
de psicopatía política, Cuando ya más cerca de nuestros días la Academia
Nacional de la Historia que presidía el Dr. Levene decide redactar y editar una
monumental Historia Argentina, resuelve omitir el período rosista, que
finalmente se añadió unos años después, cuando alguien advirtió tal vez que se
trataba de una colosal estupidez. Rosas era cosa juzgada. Era “tabú”. De allí
se originó aquel lugar común de nuestra historiografía que considera a la
historia como un tribunal que da fallos inapelables, y la condena a Rosas fue
un valor entendido al que durante un largo tiempo se subordinaron todos,
historiadores, políticos, maestros. Así alguien que contribuyó a rehabilitarlo,
Ernesto Quesada, y un historiador serio y capaz como Emilio Ravignani tienen
tanto temor reverencial hacia este dogma que al empezar sus estudios sobre
Rosas anticipan que no se proponen reivindicarlo. “Quiero aclarar —dice
Ravignani— que jamás pondré mis investigaciones en torno al período que va de
1829 a 1852 al servicio reivindicatorio del personaje más discutido de la
historia argentina, Juan Manuel de Rosas.” ¿Qué jueces extraños son éstos que
al comenzar a tratar el caso advierten solemnemente que bajo ningún concepto
absolverán al acusado?... ¿Por qué Rosas no habría de merecer el juicio
imparcial que se le garantiza a cualquier encausado?... Emilio Agrelo, fiscal
de la causa que le siguió la Legislatura provincial comenzó su requisitoria con
estas palabras: “Pocos criminales presenta la historia antigua y moderna como
Juan Manuel de Rosas!” Veamos en qué consistían los crímenes por los que la
Buenos Aires secesionista y la Argentina de Mitre —una misma entidad—
sancionaban a Rosas con la excepcional dureza del anatema y la proscripción
eterna... José Ingenieros nos da una pista: “los adversarios de Rosas, dice,
representan el porvenir argentino contra el pasado gaucho” O sea que gaucho
sería sinónimo de antiargentino, de lo cual se deduce que Rosas fue “traidor a
la patria” por gaucho. Traidor,
claro, a la patria ideal que el mitrismo tenía en mente y cuyas características
Ernesto Palacio describe con suma elocuencia: “No se trataba de ser
independientes sino civilizados. No se trataba de hacernos en cualquier forma
dueños de nuestro destino sino de seguir dócilmente las huellas de Europa. No
de imponernos sino de someternos. No de ser una gran nación sino una colonia
próspera. No de crear una cultura propia sino de copiar la ajena, No de poseer
nuestras industrias, nuestro comercio, nuestros navíos, sino de entregarlo todo
al extranjero y fundar en cambio escuelas primarias donde se enseñara que había
que recurrir a ese expediente para suplir nuestra propia capacidad”. Rosas
representaba en fin aquellos valores que el naciente mitrismo excluía de su
patrón cultural: la tierra, menospreciada por extensa, el pueblo desdeñado por
racialmente incapaz, el pasado repudiado por vergonzante, la soberanía
despreciada por constituir un obstáculo al libre comercio, el catolicismo,
desdeñado por intolerante, lo americano todo, rechazado por ser producto de la
simbiosis de lo español con lo indígena. Rosas simbolizaba la suma de todos
esos valores. Ese era su crimen.
La rueda de la historia siguió
rodando a pesar de todos los intentos que suelen hacerse para detenerla. A
fines del siglo pasado frente a la avalancha inmigratoria, que no se compone de
rubios y delicados nórdicos sino de groseros españoles e italianos, nuestra
oligarquía siente un tremendo disgusto estético, que la lleva a buscar
elementos culturales de diferenciación. Así es como consiente la reivindicación
folklórica del gaucho, al que le otorga una especie de indemnización literaria
postmortem. A través de difundidísimas obras gauchescas el gaucho obtiene un ascenso
póstumo: es ascendido a arquetipo, poseedor de las más nobles virtudes y
víctima de las más tremendas injusticias. En ese contexto Saldías y Quesada
ensayan los primeros intentos de revisionismo histórico. Los dos son liberales
y no se proponen objetivos políticos sino puramente académicos; por eso su
revisionismo es esencialmente heurístico en contraposición al que aparecerá
después, sustancialmente hermenéutico. El país vive en el apogeo de su
liberalismo, la euforia de un progreso cuyos límites precisos nadie sospecha.
Desde lejos. Lenin nos señala como modelo de país independiente “solo en
apariencias”.
El régimen “falaz y descreído”
desliza su existencia sin más problemas que los que le ocasiona un descendiente
de mazorqueros. Hipólito Yrigoyen, perfectamente superables. Y viene la famosa
depresión financiera mundial de 1929 y su repercusión en muestro país donde las
estructuras creadas después de Pavón entran en crisis. Cae Yrigoyen y le sucede
una dictadura en la que con bastante ingenuidad e inexperiencia muchos ponen
sus esperanzas de reparación y renovación nacional. Es “la hora de la espada”
profetizada por Lugones, un mito dañino cuyos efectos negativos aún estamos
padeciendo. No obstante estas ilusiones gratuitas, la dictadura sin pueblo tiene
una culminación lógica: la restauración conservadora que va a dedicarse durante
los años que un patriota apasionado, José Luis Torres denominó “década infame”
a perfeccionar nuestra atadura colonial. Se crea el dirigismo económico al
servicio de Inglaterra y la oligarquía: se centraliza la banca y se prohíben
los “colectivos” por decreto como antes se había prohibido el tráfico de
carretas en socorro de las empresas ferroviarias británicas. El régimen agudiza
sus contradicciones y se crea una coyuntura apta para descubrir muestro estado
de dependencia colonial Y así, mientras el vicepresidente Roca declara en
Londres que desde el punto de vista económico la Argentina forma parte del
imperio británico, una pléyade de intelectuales, la mayoría de ellos frustrados
por la experiencia Uriburu, comienzan a meditar si la “restauración
nacionalista” se haría con espadas, como pontificaba Lugones, o con algo más
sutil pero más determinante como la conciencia nacional. Y fundaron el
revisionismo histórico militante, con el propósito de buscar en el pasado la
raíz de los males presentes. Recordamos algunos nombres: Manuel Gálvez, Carlos
Ibarguren, Julio y Rudolfo Irazusta, Vicente Sierra, Ernesto Palacio, y alguien
que sin cultivar el arte de las letras es un pionero del revisionismo: Alberto
Contreras. A estos fundadores se le agregó pronto nuestro inolvidable patriota
y maestro Raúl Scalabrini Ortiz, quien resumió sus estudios sobre el pasado en
estos dos axiomas esclarecedores: “Somos un país sin realidad” (o sea sin
conciencia de su realidad) y “el capital británico invertido en la Argentina no
es más que el trabajo argentino contabilizado a favor de Inglaterra”. Este
revisionismo ya no es una posición académica como el de Saldías v Quesada, sino
un movimiento cultural que arranca del descubrimiento de nuestro estado de
dependencia colonial e intenta superarlo mediante la concientización masiva. Es
un instrumento auxiliar de la tarea de liberación nacional que en el plano
político proponen el nacionalismo, el yrigoyenismo y el peronismo.
En su reconstrucción del pasado
con lo primero que tropezó fue con un Rosas calumniado, tergiversado, incomprendido y se dedicó
principalmente a reivindicarlo y a promover una resurrección espiritual de la
patria vieja, de la cual Rosas parecía ser el rostro. Comprendió que allí estaba
la raíz de una conciencia nacional que se había perdido con la destrucción
deliberada del viejo país indohispánico de Rosas y los caudillos federales.
Porque en el concepto nación con que se construyó la nueva Argentina
presuntamente europea, se había excluido nada menos que el pasado, la raza, el
pueblo, la tierra y el concepto de soberanía. Así como la situación histórica
en el periodo de la escisión portuaria había condicionado el repudio a Rosas,
la nueva situación, que reclamaba una mayor conciencia nacional para liberarnos
del imperialismo, condicionaba su reivindicación. Le reivindicaba la
valorización de las masas populares que se operaba a nivel mundial, sin necesidad
de adjudicarle por eso un fantasioso “socialismo sin utopía” que nunca estuvo
en su ánimo ni en el sentido de sus actos. Le reivindicaba la valorización del
nacionalismo a la que todos los países del Tercer Mundo se ven obligados para
defenderse. Por otra parte, a los descendientes de aquellos criollos a quienes
Rosas había hecho iguales ante la ley, y que sus enemigos hicieron objeto de
planes de genocidio, ya no se les podía conformar con la indemnización
literaria de fines de siglo.
La “revolución libertadora” de
setiembre de 1955, echaría las bases, para que la reivindicación de Rosas se
difundiera velozmente a todos los niveles, cuando por rebajar a Perón lo
compararon con Rosas, y lograron el resultado inverso de agrandar a los dos.
Quienes no habían entendido de qué se trataba a través de los libros, los
folletos y las conferencias, lo entendieron de pronto por la comparación. Y la
reivindicación de Rosas, de tema para intelectuales, historiadores, profesores
y estudiantes universitarios pasó a ser una idea de pueblo.
Como Rosas durante mucho tiempo solo tuvo entre los historiadores detractores sistemáticos y no analistas, el revisionismo —por lo menos el revisionismo nacionalista— solo produjo apologistas, que en líneas generas les repiten el procerismo de la historiografía liberal cambiando de personajes. Falta el enfoque crítico, que sin ser agraviante para nadie es una necesidad imperativa en el estudio de la historia para que ésta se convierta realmente en una experiencia ordenada y razonada Hoy, ni la personalidad de Rosas puede proponerse como arquetipo, ni su estilo de gobierno autocrático, como modelo institucional. La continuación de Rosas a través de un sucesor o imitador sería un absurdo Rosas, que como cualquier personaje tuvo limitaciones, insuficiencias y fallas, es nada más y nada menos que el símbolo de nuestra soberanía de nuestro nacionalismo defensivo y su reivindicación tan trascendente como el repudio ofuscado de que fuera objeto, además de ser un estricto acto de justicia histórica marca la recuperación de nuestra conciencia nacional Por eso me asocio al júbilo revisionista por este triunfo obtenido con la disposición de la Legislatura nacional de proceder a la repatriación de sus restos y le doy la bienvenida en los términos con que lo hiciera al comenzar: ¡Bienvenido general Rosas! Gracias por los importantes y patrióticos servicios prestados…