jueves, 30 de junio de 2022

Mayoría - Rosas - Alberdi

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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Juan Manuel de Rosas
En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.

Con el diario Mayoría  del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857. 

En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.


Alberdi , el primer revisionista

por Luis Alberto Murray 


Alberdi
Fuera del ámbito de la literatura “rosista” propiamente dicha, rara vez se mencionan las relaciones mantenidas por Alberdi con Juan Manuel de Rosas en Inglaterra, y la copiosa correspondencia que ellas suscitaron. Vale la pena destacarlas, porque el tucumano fue, en rigor, el primer revisionista (1).

Hallándose en Chile, se entera en los primeros días de marzo de 1852 de la caída de Rosas. Caseros es un hecho. Pero ¿de qué naturaleza? Atilio García Mellid, en servicial resumen, nos dice: “Hay primero de todos, el Caseros de los brasileños, ese Caseros con que una potencia extranjera ejecuta un plan perfectamente elaborado en beneficio exclusivo de su propia política nacional. Ese Caseros es una derrota argentina; es la venganza de Ituzaingó. Hay el Caseros del general Urquiza, que es el de la Confederación Argentina y el de las provincias lanzadas a una política de constitución orgánica y federal. Y hay el Caseros porteño, el de los emigrados revanchistas, el de los unitarios y liberales dispuestos a no desperdiciar la oportunidad de someter al país a los intereses mercantiles e ideológicos de la oligarquía portuaria y entregadora”. (2)

El segundo de los Caseros distinguidos por García Mellid es, por supuesto, el de Alberdi. Las “Cartas Quillotanas” lo demuestran rotundamente. Con referencia al simultáneo Caseros brasileño, no está de más, recordar que el 4 de abril de 1856 Alberdi escribe a Urquiza contándole, entre otras cosas, lo siguiente: “En París acaba de ver la luz un libro inspirado por la Legación del Brasil, en el cual se atribuye a ese imperio toda la gloria de la caída de Rosas, y se le desconoce enteramente”.

En pocos días redacta sus Bases. Presiente en ellas la semilla de la futura Constitución. En efecto, el Congreso de Santa Fe, reunido al año siguiente, hará suyos 107 artículos del proyecto alberdiano.

“Sueña —dice Horacio Zorraquín Becú— con la Argentina organizada, con el desierto populoso, con la pampa cruzada por ferrocarriles, con la industria, la cultura, el comercio, la libre navegación, el progreso. Y ve en Urquiza al realizador y en Sarmiento, cuya capacidad demoledora no desconoce, al enemigo en potencia del nuevo rumbo político” (3).

Pero la polémica con el enfurecido sanjuanino resultaría secundaria ante lo que iba a ocurrir muy poco después: el desconocimiento por Buenos Aires, del pacto de San Nicolás; el soberbio alzamiento de la oligarquía portuaria encarnada, desde entonces, en Mitre.

Por aquellos días había señalado a Sarmiento: “Antes se halagaba a las provincias para precipitarlas contra Rosas, situado en Buenos Aires; hoy se halaga a Buenos Aires para precipitarlo contra Urquiza, apoyado en las provincias”.

En la primera Carta Quillotana (enero de 1853) manifiesta con lógica inexorable: “Se hizo un crimen en otro tiempo a Rosas de que postergase la organización para después de acabar con los unitarios; ahora sus enemigos imitan su ejemplo, postergando el arreglo constitucional del país hasta la conclusión de los caudillos”.

En la segunda, se ve obligado a recordar a su antagonista el cabal sentido de la divisa punzó (que por cierto ostentara Sarmiento en su breve “luna de miel” con Urquiza): “Un color —dice— es cuestión de vida o muerte cuando es signo de un sistema, cuando significa tiranía o libertad. No sucedía tal en Buenos Aires con el color punzó. Este color representaba el sistema federal”.

Años atrás, en el “Fragmento preliminar al estudio del Derecho” —su tesis doctoral— había escrito: “El señor Rosas, considerado filosóficamente, no es un déspota que duerme sobre bayonetas mercenarias. Es un representante que descansa sobre la buena fe y sobre el corazón del pueblo”. También antes de caer don Juan Manuel había escrito Alberdi: “No es un simple tirano. Si en su mano hay una vara sangrienta de hierro, también veo en su cabeza la escarapela de Belgrano. No me ciega tanto el amor de partido para no conocer lo que es Rosas bajo ciertos aspectos. Si se perdiesen los títulos de Rosas a la nacionalidad argentina, yo contribuiría con un sacrificio al logro de su rescate. Rosas y la República Argentina se suponen mutuamente: el temple de su voluntad, la firmeza de su genio, la energía de su inteligencia no son rasgos suyos, sino del pueblo que él refleja en su persona”.

En “Organización política y económica” (Besancon. 1856) dijo refiriéndose a las disposiciones de Rosas sobre el servicio militar de los extranjeros: “La energía con que Rosas sostuvo el derecho de su gobierno no era el resultado de un capricho del dictador, sino la afirmación de los principios persistentemente sentados desde la Revolución de Mayo... Se ventilaba un grave problema de derecho internacional privado al pretender Francia imponer sus propias leyes”.

Mucho había cambiado en Alberdi en relación con el apátrida declarado que en 1838 se instalara en Montevideo, para desde allí combatir a Rosas con riveristas y franceses. Todavía iba a cambiar mucho más en ese sentido. Las desilusiones sufridas ante la marcha zigzagueante y contradictoria de la organización nacional posterior a Caseros, le abrirían los ojos antes voluntariamente cerrados a ciertas cosas.

El 17 de octubre de 1857 el cónsul de la Confederación en Inglaterra, Dickson, da una reunión en su casa e invita a don Juan Manuel. El desterrado se encuentra allí con Alberdi, ministro de la diplomacia urquicista. Conversan amigablemente. El tucumano relatará la entrevista en su “Autobiografía”

“Al ver su figura toda —dice— le hallé menos culpable a él que a Buenos Aires por su dominación. Habla inglés mal pero sin detenerse, con facilidad. Es jovial y atento en sociedad. Después de la mesa, cuando se alejaron las señoras habló mucho de política (...). Acaba de leer todo lo que trajo el vapor de anteayer sobre su proceso. No por eso estaba menos jovial y alegre (...). Niega a Buenos Aires el derecho de juzgarlo. Repite como de memoria las palabras de su protesta. Dice que el único gobierno de autoridad soberana es el de la Confederación, no el de Buenos Aires. Habló con moderación y respeto de todos los adversarios, incluso de Alsina”

Pasarían, sin embargo, varios años antes de que Alberdi de vuelta de muchos de sus planteamientos antinacionales, estableciera íntima amistad con don Juan Manuel. Esto no interesaría mayormente, desde el punto de vista de los hechos, si el antiguo emigrado voluntario no hubiese reivindicado totalmente a Rosas. Lo hizo hasta el punto de planear una defensa apologética del gobierno rosista.

La explicación no es difícil. Urquiza, asesinado el 11 de abril de 1870, había empezado a morir políticamente mucho antes, al retirarse en Pavón. Terminaría del todo declarando su apoyo a Mitre y movilizando contra el Paraguay su famosa caballería entrerriana, que se dispersa en Basualdo y Toledo en franco repudio de la inicua guerra brasileña y porteña.

En cuarto a Alberdi, su síntesis del significado de Pavón fue la siguiente: “Ganó Urquiza la batalla y le regaló a Buenos Aires la victoria, yéndose a su casa y dejando el campo en manos de los vencidos”.

 En tales circunstancias, el tucumano llegó a pensar seriamente en la posibilidad y conveniencia de un regreso de Rosas al poder. Como es sabido, ya en 1858 amigos de don Juan Manuel iniciaron la organización de un movimiento en su favor. Según Saldías, Lorenzo Torres, luego de escribir a Rosas, se puso de acuerdo con Lahitte, García, Terrero y otras figuras, reuniendo elementos en el sur bonaerense. Hasta se asegura, entonces, que Urquiza ha ofrecido ayuda, reconociendo su error de 1852, pues ambos —es vox populi— podrían haber realizado juntos la organización nacional.

“El plan —dice Gálvez— consiste en que Rosas se embarque en un buque de vela, simulando dirigirse al Pacífico. Desembarcaría cerca del cabo Polonio, en el Uruguay, departamento de Rocha, no lejos de Montevideo. Otro barco lo transportaría a la capital uruguaya para dejarlo luego en Lobería, lugar próximo a la actual ciudad de Mar del Plata. Allí estaría todo listo para recibirlo y marchar con él hacia Buenos Aires. En aquellos momentos de desorden en la provincia y de descontento unánime contra los gobernantes unitarios, el triunfo hubiera sido seguro. Pero hay un gran obstáculo, que lo echa todo a perder: la voluntad adversa de Rosas. El hombre de orden que es él, no puede complicarse en semejante revuelta. Contesta a sus amigos...” (4).

La idolatría —por así llamarla— de Alberdi, no era personal; era la organización del país. Si Urquiza fracasaba, si Buenos Aires ensoberbecida malograba lo que a su juicio había justificado a Caseros, Rosas mismo podía ser el hombre destinado a cumplir la misión. En carta del 12 de octubre de 1863, escribe al yerno de don Juan Manuel, Máximo Terrero: “¡Qué justificación solemne recibe con todo esto el general Rosas! Las faltas que han podido imputarse a su política se referían a las personas y a los intereses personales. Pero nunca introdujo en las instituciones fundamentales que conciernen a la integridad de la Nación y a su soberanía interior y exterior, ninguna de esas innovaciones sacrílegas con que estos demagogos fatuos en su saber tenebroso, están despedazando los fundamentos de nuestra pobre República”.

El 19 de julio de 1864, al mismo destinatario: “Vea usted La Tribuna del 11 de junio, y se asombrará de que en el lugar mismo en que debiera tributarse elogio y respeto al general Rosas, que tuvo tan alto el estandarte de San Martín, en pos de la Europa, lo ultrajen del modo más cobarde e ingrato”. Es entonces cuando proyecta la defensa de Rosas, y al respecto dice el 8 de agosto desde Caen: “Yo creo que una corta memoria, bien acompañada de una masa de documentos, sería más eficaz que un grueso libro. No tanto la publicación anunciada de la causa, cuanto la cuestión general de América, agitada en estos momentos, darían un grande propósito a la palabra autorizada del general Rosas”.

El 20 de setiembre del mismo año se dirige a don Juan Manuel para decirle: “El ejemplo de moderación y dignidad que usted está dando a nuestra América despedazada por la anarquía, es para mí una prenda segura de que le esperan días más felices que los actuales”. A propósito de la dignidad de Rosas, ya el 8 de noviembre de 1858 Alberdi le contaba a Urquiza; “Él arrienda una de las más hermosas casas de Southampton, y además acaba de arrendar por veintiún años una posesión de campo. Sé que para comprarla como él deseaba, tropezó con el requisito de las leyes inglesas, que exigen naturalización en el propietario extranjero, y que renunció al deseo de ser propietario en Inglaterra por no abandonar su nacionalidad argentina, Esto no lo he sabido por él”.

Todavía hay algo más respecto del comportamiento de Rosas en Inglaterra: “Es el único general americano que no ha explotado en las cortes de Europa su grande espectabilidad de hombre público, prefiriendo el retiro honorable en que gana su vida, dado a los trabajos de la agricultura. Es el único que no ha conspirado para recuperar el poder, que perdió en campo de batalla, ante una doble intervención extranjera, sin que le defeccionara uno solo de los treinta mil porteños que le defendieron en Caseros” (5).

El 30 de abril, en misiva excepcionalmente larga, envía a Terrero el plan de la Memoria. Propone cuarenta o cincuenta páginas de alegato y los documentos indispensables. “Cifras y solo cifras para cosas de este orden: cuánto valía el papel moneda (o las onzas, como allá dicen) bajo el gobierno de Rosas; cuánto valen hoy. A cuánto subía la deuda entonces, a cuánto sube hoy. Documentos y solo documentos de este orden: la ley que dio todo el poder al general Rosas y todo lo que a ella se refiere. Sus renuncias reiteradas. Las aprobaciones legislativas de sus actos. Los votos en su honor. Sus títulos y honores recibidos. Tratados internacionales que pusieron fin a las cuestiones (...). No hay que olvidar el testamento de San Martin (...). Todo esto no es ocuparse de la persona de Rosas, sino del país del que fue expresión; de la sociedad de que es miembro a pesar del destierro. Hasta por patriotismo argentino, el general Rosas debe defender el decoro de su país, defendiendo o explicando su conducta política”.

El 12 de febrero de 1865, en otra carta a Terrero, Alberdi expone la situación argentina y manifiesta: “Cuando yo veo a la Nación sin gobierno y a su frente una mentira ridícula de gobierno, yo le preguntaría al general Urquiza: ¿Para qué volteó usted al general Rosas? ¿No dijo usted que era para organizar y constituir un gobierno nacional regular? ¿Está conseguido ese objeto? ¿Lo que hoy existe es gobierno regular? Dice el Standard que la frontera es indefendible por extensa. Pobre sofisma: más extensa era bajo el general Rosas y nunca estuvo mejor defendida”.

En plena Guerra de la Triple Alianza, como “La Nación Argentina” se ha hecho eco —por supuesto que despectivamente— de las simpatías de don Juan Manuel por el pueblo hermano del Paraguay, escribe Alberdi: “¡Qué dicha la nuestra de estar a tres mil leguas de esa crema de vergüenza! Que el general Rosas se felicite de los ataques por sus nobles simpatías al Paraguay. Yo no tengo más interés que usted (Terrero) en esta lucha, pero no le niego mis simpatías (aunque pasivas) en favor de la causa que defiende el Paraguay contra el Brasil y sus pobres aliados e instrumentos”.

El 13 de marzo de 1866, preocupado por la salud de Rosas, contesta a Terrero: “Hoy es necesaria su vida, no solo para ustedes y muchos amigos, sino para la Historia y tal vez para el porvenir inmediato de nuestro país”.

Por último, días después de tener noticia del fallecimiento del Restaurador, el tucumano expresa públicamente su opinión con esta síntesis suprema: “Yo combatí su gobierno. Lo recuerdo con disgusto”. No está de más agregar un testimonio de Lucio V. Mansilla. Cuando éste, en Londres, visitó a su prima Manuelita, años después de morir Rosas, se expresó ante ella con cierta presuntuosidad juvenil acerca de su tío, “Se puso pálida —cuenta el heredero de la banda de general de don Juan Manuel— y arrasándose sus ojos en lágrimas filiales, que daban pena, me dijo: ‘¡Pobre Tatita, y él que te quería tanto! ¡Ah, cuando hables con el señor Alberdi, él, que conocía a tu tío, te explicará muchas cosas!’”.

Este Alberdi que aquí mostramos no es, desde luego, el de los valsecitos de “La Moda” y las declaraciones abominablemente cipayas de Montevideo. No es el mismo. Pero también es Alberdi. El “otro Alberdi”, como lo definiera Doll. El que, en más de un sentido, contribuyera a repatriar a Rosas y la vera historia nacional, con la singularidad de que comenzó a hacerlo antes que nadie. Y mejor que muchos.

(1) Todas las cartas de Alberdi a Rosas y Máximo Terrero que aquí se citan, y muchas otras más, entre ellas algunas dirigidas a Manuelita, fueron publicadas por Estanislao S. Zeballos en su gloriosa revista de Derecho, Historia y Letras. Son de más fácil acceso en “Rosas y la política exterior” y “Rosas en la evolución política argentina”, obras de Enrique Arana (h). Instituto Pamamericano de Cultura, Buenos Aires, 1954.

(2) “Proceso al liberalismo argentino”, Ediciones Theoria, Buenos Aires, 1957.

(3) “Estudio preliminar a las cartas Quillotanas”, Ediciones Estrada, Buenos Aires, 1954.

(4) “Vida de don Juan Manuel de Rosas”, Editorial Tor, Buenos Aires, 1943.

 (5) “Escritos Póstumos”, de J.B.A., tomo IX, página 366.