REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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Con el diario Mayoría del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857.
En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.
por Tabaré De Paula
Aunque la llamada Cruzada de los
Treinta y Tres tuvo lugar hacia 1825, el Uruguay oficial no creyó indispensable
celebrar esa jornada sino más de cien años después. La famosa Cruzada, empero,
exhibía un mérito doble. Fue la respuesta caliente de los orientales contra un
poder extranjero que se cría sacrosanto y todopoderoso. Y también fue la
expresión de un firme, altivo sentimiento de independencia, acelerado por la
misma invasión y dominación brasileña. En efecto, desde 1817 la Banda Oriental
sobrevivía como mera sucursal del imperio lusitano.
La bandera de los 33 orientales |
El resultado de una acción
semejante conoce en agosto 25 su hora culminante y cuando en la Asamblea de La
Florida asoma la Declaración de Independencia que restablece “derechos,
libertades y prerrogativas” de la Provincia Oriental. Los victoriosos combates
de Rincón y Sarandí ratifican luego con las armas dicho pronunciamiento. Sin
embargo, ni la proclamación de la independencia ni los gloriosos episodios que
engarzan con la Cruzada Libertadora conmovieron demasiado al Uruguay oficial en
el momento de dictar fechas conmemorativas.
En 1834 fue aprobada la primera
ley de efemérides de ese país, pero la tabla resultante ignora alevosamente los
históricos días de 1825. No se vacilaba en exaltar el 25 de Mayo de 1810, pero
se resignaba a la penumbra o al olvido el 19 de abril o el 25 de agosto. En
1860 surgió otra ley de efemérides que, aparentemente, corregía esas penurias.
Por fin figuraba el reconocimiento de la Asamblea de La Florida. Con todo, la
rehabilitación abrazaba el capricho, ya que obligaba a festejos cuatrienales.
Incluso, funcionó una disposición posterior de 1862, que relegó tales festejos
hasta 1864.
Estos calculados desdenes hacia
la gesta de Lavalleja alcanzaron su expresión más alta por 1925, Una iniciativa
parlamentaria encaminada a la celebración ruidosa del centenario de la
Declaración de la Independencia fracasó asimismo ruidosamente. Es cierto que
unos años antes, en 1919, había sido reconocido el 25 de agosto. Pero se
trataba de un nuevo homenaje formal, fijado con escaso entusiasmo y cumplido de
mala gana, sin ningún apoyo que garantizara una valoración profunda de la
fecha. Era solo un feriado anual más entre los muchos que se decretaron
entonces y que incluían conmemoraciones verdaderamente exóticas, usurpadas a la
historia de España o de Italia. Se hizo necesario así esperar hasta 1930 para
que Lavalleja no continuara siendo una sombra.
Semejantes escamoteos no se
debían desde luego, a ningún azar y obedecían a muy concretas razones políticas
e históricas. El nombre de Lavalleja enlazaba notoriamente con los orígenes del
Partido Blanco o Nacional, de manera que no parecía posible incensarlo en un
Uruguay cuya respiración oficial estaba subordinada al Partido Colorado. De
aquí que se rindieran incensantes honores a Fructuoso Rivera, vinculado al
surgimiento del coloradismo y varias veces adversario de Lavalleja. Aunque
Rivera participó de la gesta libertadora de 1825, su adhesión no fue del todo
espontánea: se hallaba al servicio de Brasil cuando es apresado por los
libertadores; en esas circunstancias, optó por secundar a los insurrectos,
despidiéndose del pomposo título de Barón
de Taenarimbó con que el imperio lusitano lo había halagado después de
haber traicionado a Artigas y contribuir militarmente a su derrota,
Estos datos no mortificaban
mayormente la historiografía colorada, que divisó siempre a Rivera como un
correligionario. De obvia inspiración mitrista y heredera de los folletines
escritos por los unitarios que consolaban en Montevideo su antirrosismo
profesional, esa historiografía no podía permitirse el lujo de reverenciar a un
héroe que —como Lavalleja— ponía en aprietos su dorado repertorio de lustrosos
bronces y laureles. No obstante, el Uruguay oficial se acostumbró después de
1930 a festejar el 25 de agosto y a tolerar que Lavalleja recibiera palmas
escolares. Pero conviene no engañarse con respecto a la índole de estos
panegíricos. En el mejor de los casos, era bella retórica que ocultaba la
entraña viva de los hechos. Y hasta los hechos mismos.
Un ejemplo. No hay memoria de que en alguna escuela uruguaya se haya enseñado a los alumnos el nombre de uno de los invisibles forjadores de la famosa Cruzada de los Treinta y Tres. Tampoco hay memoria de que se haya señalado hasta qué extremos esa gesta tuvo en Juan Manuel de Rosas a un protagonista secreto y decisivo. Para el Uruguay oficial, Rosas no exploró las colinas orientales, no recorrió ranchos y gentes, no alentó los fuegos insurreccionales. Para el Uruguay oficial, las armas enarboladas por los patriotas, el dinero obtenido para sostener las faenas revolucionarias, no procedieron de Rosas. Tanta amnesia no es casual. La historiografía colorada pretende que Rosas era un déspota y así lo han creído generaciones enteras de uruguayos. Indicar su contribución a la causa de los libertadores de 1825, hubiera resultado por lo menos incómodo. Por otra parte, esa historiografía suele glorificar a aliados diversos del imperio lusitano, desde Rivera hasta Flores (éste último autor de la masacre de Paysandú). Los escamoteos y los olvidos prefabricados rinden, además, otros apreciables frutos. Es que la fragmentación política, económica y social de América requiere que esta fragmentación comience en el relato de su misma historia y para mayor brillo de viejos o nuevos intereses imperiales. En nombre de menores o minúsculos nacionalismos, se fractura la visión de un destino común para los pueblos. Así, se aíslan nombres y epopeyas, se dividen esfuerzos conjuntos, se mutilan compartidos heroísmos. Hay quienes han querido confinar a Artigas a la historia uruguaya, un exilio no menos ominoso que el que sufrió en vida en tierra paraguaya. Hay quienes han procurado igualmente confinar a Rosas a la historia argentina y punto. Sin embargo, es el sueño de una única gran patria rioplatense la que reivindica la Asamblea de La Florida cuando establece el abrazo fraterno entre la Provincia Oriental y las Provincias Unidas. Esa fraternidad no arranca de ninguna vocación hegemónica sino de duras luchas que miran hacia un solo horizonte, como lo demuestra la intervención de Rosas en favor de Lavalleja. Pese a esta evidencia, todavía son muy pocos los uruguayos capaces de sospechar que Rosas también les pertenece.