jueves, 30 de junio de 2022

Mayoría - Rosas y el Uruguay - Los 33 orientales

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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Juan Manuel de Rosas
En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.

Con el diario Mayoría  del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857. 

En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.


El protagonista secreto de la cruzada de los Treinta y Tres -
Rosas y el Uruguay

por Tabaré De Paula   


Aunque la llamada Cruzada de los Treinta y Tres tuvo lugar hacia 1825, el Uruguay oficial no creyó indispensable celebrar esa jornada sino más de cien años después. La famosa Cruzada, empero, exhibía un mérito doble. Fue la respuesta caliente de los orientales contra un poder extranjero que se cría sacrosanto y todopoderoso. Y también fue la expresión de un firme, altivo sentimiento de independencia, acelerado por la misma invasión y dominación brasileña. En efecto, desde 1817 la Banda Oriental sobrevivía como mera sucursal del imperio lusitano.

Rosas y los 33 orientales
La bandera de los 33 orientales

La gesta emprendida por Juan Antonio Lavalleja en 1825 amortajó para siempre esas pretensiones imperiales.  Su éxito no podría comprenderse sin el sostenido eco popular que suscita. Los fuegos que enciende reconocen una ligera u oblicua deuda con las cenizas todavía ardientes de la causa artiguista. En abril 19, Lavalleja desembarca con sus hombres en la soledad de la playa de la Agraciada. Una bandera tricolor, donde se lee la llameante consigna de Libertad o Muerte, flamea entonces sobre el heroísmo de un reducido grupo de patriotas. Pronto se suman otras voluntades, otros brazos. Los revolucionarios rozan así los trescientos, los quinientos, los mil.

El resultado de una acción semejante conoce en agosto 25 su hora culminante y cuando en la Asamblea de La Florida asoma la Declaración de Independencia que restablece “derechos, libertades y prerrogativas” de la Provincia Oriental. Los victoriosos combates de Rincón y Sarandí ratifican luego con las armas dicho pronunciamiento. Sin embargo, ni la proclamación de la independencia ni los gloriosos episodios que engarzan con la Cruzada Libertadora conmovieron demasiado al Uruguay oficial en el momento de dictar fechas conmemorativas.

En 1834 fue aprobada la primera ley de efemérides de ese país, pero la tabla resultante ignora alevosamente los históricos días de 1825. No se vacilaba en exaltar el 25 de Mayo de 1810, pero se resignaba a la penumbra o al olvido el 19 de abril o el 25 de agosto. En 1860 surgió otra ley de efemérides que, aparentemente, corregía esas penurias. Por fin figuraba el reconocimiento de la Asamblea de La Florida. Con todo, la rehabilitación abrazaba el capricho, ya que obligaba a festejos cuatrienales. Incluso, funcionó una disposición posterior de 1862, que relegó tales festejos hasta 1864.

Estos calculados desdenes hacia la gesta de Lavalleja alcanzaron su expresión más alta por 1925, Una iniciativa parlamentaria encaminada a la celebración ruidosa del centenario de la Declaración de la Independencia fracasó asimismo ruidosamente. Es cierto que unos años antes, en 1919, había sido reconocido el 25 de agosto. Pero se trataba de un nuevo homenaje formal, fijado con escaso entusiasmo y cumplido de mala gana, sin ningún apoyo que garantizara una valoración profunda de la fecha. Era solo un feriado anual más entre los muchos que se decretaron entonces y que incluían conmemoraciones verdaderamente exóticas, usurpadas a la historia de España o de Italia. Se hizo necesario así esperar hasta 1930 para que Lavalleja no continuara siendo una sombra.

Semejantes escamoteos no se debían desde luego, a ningún azar y obedecían a muy concretas razones políticas e históricas. El nombre de Lavalleja enlazaba notoriamente con los orígenes del Partido Blanco o Nacional, de manera que no parecía posible incensarlo en un Uruguay cuya respiración oficial estaba subordinada al Partido Colorado. De aquí que se rindieran incensantes honores a Fructuoso Rivera, vinculado al surgimiento del coloradismo y varias veces adversario de Lavalleja. Aunque Rivera participó de la gesta libertadora de 1825, su adhesión no fue del todo espontánea: se hallaba al servicio de Brasil cuando es apresado por los libertadores; en esas circunstancias, optó por secundar a los insurrectos, despidiéndose del pomposo título de Barón de Taenarimbó con que el imperio lusitano lo había halagado después de haber traicionado a Artigas y contribuir militarmente a su derrota,

Estos datos no mortificaban mayormente la historiografía colorada, que divisó siempre a Rivera como un correligionario. De obvia inspiración mitrista y heredera de los folletines escritos por los unitarios que consolaban en Montevideo su antirrosismo profesional, esa historiografía no podía permitirse el lujo de reverenciar a un héroe que —como Lavalleja— ponía en aprietos su dorado repertorio de lustrosos bronces y laureles. No obstante, el Uruguay oficial se acostumbró después de 1930 a festejar el 25 de agosto y a tolerar que Lavalleja recibiera palmas escolares. Pero conviene no engañarse con respecto a la índole de estos panegíricos. En el mejor de los casos, era bella retórica que ocultaba la entraña viva de los hechos. Y hasta los hechos mismos.

Un ejemplo. No hay memoria de que en alguna escuela uruguaya se haya enseñado a los alumnos el nombre de uno de los invisibles forjadores de la famosa Cruzada de los Treinta y Tres. Tampoco hay memoria de que se haya señalado hasta qué extremos esa gesta tuvo en Juan Manuel de Rosas a un protagonista secreto y decisivo. Para el Uruguay oficial, Rosas no exploró las colinas orientales, no recorrió ranchos y gentes, no alentó los fuegos insurreccionales. Para el Uruguay oficial, las armas enarboladas por los patriotas, el dinero obtenido para sostener las faenas revolucionarias, no procedieron de Rosas. Tanta amnesia no es casual. La historiografía colorada pretende que Rosas era un déspota y así lo han creído generaciones enteras de uruguayos. Indicar su contribución a la causa de los libertadores de 1825, hubiera resultado por lo menos incómodo. Por otra parte, esa historiografía suele glorificar a aliados diversos del imperio lusitano, desde Rivera hasta Flores (éste último autor de la masacre de Paysandú). Los escamoteos y los olvidos prefabricados rinden, además, otros apreciables frutos. Es que la fragmentación política, económica y social de América requiere que esta fragmentación comience en el relato de su misma historia y para mayor brillo de viejos o nuevos intereses imperiales. En nombre de menores o minúsculos nacionalismos, se fractura la visión de un destino común para los pueblos. Así, se aíslan nombres y epopeyas, se dividen esfuerzos conjuntos, se mutilan compartidos heroísmos. Hay quienes han querido confinar a Artigas a la historia uruguaya, un exilio no menos ominoso que el que sufrió en vida en tierra paraguaya. Hay quienes han procurado igualmente confinar a Rosas a la historia argentina y punto. Sin embargo, es el sueño de una única gran patria rioplatense la que reivindica la Asamblea de La Florida cuando establece el abrazo fraterno entre la Provincia Oriental y las Provincias Unidas. Esa fraternidad no arranca de ninguna vocación hegemónica sino de duras luchas que miran hacia un solo horizonte, como lo demuestra la intervención de Rosas en favor de Lavalleja. Pese a esta evidencia, todavía son muy pocos los uruguayos capaces de sospechar que Rosas también les pertenece.