REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
114
Con el diario Mayoría del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857.
En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.
por Jorge A. Bossio
El dilatado período del Gobierno
de don Juan Manuel, tan exaltado y tan execrado al mismo tiempo, ha sido y es
estudiado en sus manifestaciones políticas y militares, casi con exclusividad.
Otros aspectos del quehacer humano del proceso que encarnó Rosas, vitales para
comprender el periodo, no lograron de parte de los estudiosos, salvo honrosas
excepciones, ser analizados profundamente. Los múltiples aspectos de la vida
popular, las costumbres, los usos, los hábitos y modos de los eternos anónimos
resultan hoy casi desconocidos. Algo parece de interés dejar establecido en
estas consideraciones y es comprender los singulares aspectos del porqué de
muchos hechos y acontecimientos ocurridos durante el presente vivo del tiempo federal.
¿No es la historia, acaso —como lo afirma Claudio Sánchez Albornoz— la ciencia
del porqué? ¿Y dado qué misterio, nos preguntamos, la inquisición histórica no
pudo legar a las costumbres populares? Quizás debamos sospechar que ello se
debe al hecho de ser el pueblo fuente nutricia de muchas verdades.
El haber marcado el énfasis sobre
los acontecimientos políticos y militares nos hizo perder la perspectiva
integral de la historia argentina. Ello se debió, en parte, al espíritu
pragmático que se le imprimió a nuestra ciencia historiográfica con el objeto
de encontrar en el pasado una suerte de misticismo con el que justificar el
presente. No va en ello pecado, por cierto, pero sí olvido,
Muchas veces nos preguntamos
¿cómo vivieron los hombres y mujeres que protagonizaron la época, cómo fue el
clima hogareño de la familia porteña, cómo fueron sus casas y su vida interior?
¿Qué instituciones populares albergó el alma de los hombres de entonces? En
fin, todo aquello que hace a la historia de los seres anónimos con los que se
construyen las páginas más vibrantes de la humanidad. Dickens sostenía que no
quería conocer las listas de los miembros del Parlamento británico, pero que sí
deseaba saber cómo vivían los humildes. Por no querer caer en ese olvido es que
buscamos incorporar a la historia las instituciones populares.
La ciudad constituyó en nuestra
historia el escenario principal de la integración del país y en ello se
desarrolla la escena de la emancipación, de la libertad y de la unificación. La
cuadrícula de la diagramación primera de Buenos Aires no sufrió, hasta nuestro
siglo, variantes fundamentales. Las casas, las casonas o quintas se alinearon
en una suerte de pathos melancólico,
de transculturación a las pautas heredadas de España, tanto desde el punto de
vista de la practicidad de las cosas como de su eticidad, con las que se
engalanaban los aspectos más diversos de la vida cotidiana.
El hombre vivía en el tiempo
ético español, resultante del escolasticismo fundado por Santo Tomás y San
Ambrosio, tras haber pasado por el cedazo del padre de Mariana y de Juan Luis
Vives. La ciudad y sus hombres y mujeres vivían adheridos a las rancias
ilusiones que los mantuvieron en la atmósfera henchida de belleza y de fe, de
religiosidad. La vida familiar se desenvolvía, justamente, en ese clima, suave
y sencillo a pesar de los acontecimientos políticos y militares; y ello ocurría
en las casas más humildes como en las más encumbradas. Las imágenes religiosas
ornaban las salas, las habitaciones, junto a un mobiliario, austero a veces
pero traído de Europa, que completaban la atmósfera de sencillez.
Es indudable que en ese ámbito la
vida debía rodearse de una tierna sensibilidad y hasta los hombres que encarnaban
el paternalismo y el patriciado gozaban de la serena existencia familiar. Y aun
aquellos que eran frecuentadores de cafés y a veces de pulperías, encontraban
siempre en la calidez hogareña, el clima propicio para el sereno descanso.
A propósito de cafés, no eran
muchos los que gozaban de distinción en la ciudad, pero los pocos, contaban con
la preferencia y asiduidad de sus concurrentes.
Entre los más destacados, el de Marcó, conocido en tiempos de Rosas
como café Argentino, mantuvo el prestigio adquirido cuando abrió sus puertas en
1804. Entonces por el esfuerzo de su propietario fundador don Pedro José Marcó
fue el centro de atención de los varones más ilustres de la época. Y en 1843,
La Gaceta Mercantil lo recuerda al
anunciar el pedido de su propietario de un oficial para el obrador de la
confitería y de un mozo para el mostrador de la botellía. Pero si desde su
aparición en Buenos Aires en aquel lejano 1804, el café fue testigo de muchos e
importantes acontecimientos políticos; en 1833, ya durante el segundo gobierno
de Rosas, un hecho nuevo lo proyecta a la historia con caracteres líricos.
El acontecimiento, romántico,
sensible a las emociones humanas, perfumado y colorido, señalaba a la
posteridad los momentos felices que se vivían en la ciudad. Casi dulcemente se
deslizaban aquellos días de 1836, cubiertos por el halo de un lento progreso y serenidad
que no hacían presagiar los difíciles años de la década del 40. Hacia mayo de
ese año se produce la reapertura de la Catedral por la finalización de las
obras de reconstrucción. Hacia el final, en diciembre, el joven y animoso
propietario del café Argentino, conocido como el café de Marcó o del Colegio,
por encontrarse en la esquina del colegio de San Carlos —hoy Nacional Buenos
Aires—(1), decidió expresar su amor a la ciudad y al llgar la Navidad organizó
una serenata que recorrió los barrios, finalizando su periplo ante los balcones
de la casa de Manuelita Rosas. Aquel joven se llamaba Francisco Munilla.
A las 12 de la noche del día 24
de diciembre, partió desde el local del café un piano de los llamados “perna de calzón”, montado sobre una
carreta y acompañado de intérpretes de diversos instrumentos, entre los que se
contaban clarinetes, pífanos, violines y guitarras, interpretados por casi 200
jóvenes. La recorrida se inició con la compañía de faroles que iluminaban los
atriles en los que se posaban las piezas musicales. La improvisada orquesta
terminó la serenata ofreciéndole un tierno final a Manuelita.
Una dulce esperanza llenó el
corazón de las abuelas, las madres y las jóvenes que respiraron una noche
aromada de felicidad y cariño. ¡Cuántas mujeres bendijeron la ternura que
Francisco Munilla excitó en aquella noche!
El café de los Catalanes no fue
de menor prestigio que el de Marcó en la ciudad puerto de Santa María. Durante
varias décadas y hasta 1876 disputó, desde Catedral al Norte el privilegio de
las visitas cotidianas de sus salones.
Tampoco podemos olvidar el café y
confitería de Baldraco, que nos recuerda Alberdi en sus relatos de Figarillo. Había sido fundado por dos
italianos, Víctor Furno y Gioconde Baldraco, en 1818. Está ubicado en la calle
del Cabildo y ocupa uno de los cuartos del edificio tradicional. Pero su
prestigio lo había adquirido, más que por la jerarquía de su salón, por la
calidad de las confituras y licores que producían sus propietarios. Arsene
Isabelle, viajero francés, en su relato Aspectos
de Buenos Aires, recuerda que si bien los salones de las casas cafés eran
espaciosos, los consideraba, en general, pasablemente malos. Opinión muy
parcial, por cierto, pues otros europeos llegados al Río de la Plata tuvieron
juicios ponderaticios para nuestros salones de cafés.
La población perteneciente a los
estratos bajos de la sociedad, integrada, por lo general, por gauchos,
artesanos, negros, carreteros, matarifes, frecuentaban las pulperías. Este
negocio, tan antiguo como la ciudad misma —la primera de ellas aparece en los
registros del Cabildo en 1600—, tanto servía para surtir a la población de
productos alimenticios, para beber como para jugar. Era, en definitiva, el medio
social de esparcimiento de los compadres de los arrabales de los gauchos o de
los soldados. No siempre quedan nombres registrados de las pulperías, al modo
de los cafés, y las que quedaron fueron testimonio literario, casi una ficción
como la que nos dejó Héctor Pedro Blomberg en La pulpera de Santa Lucía. Pueden arrojarse, sin embargo, sobre el
papel del recuerdo, algunos nombres; vaya si no, el nombre de La Paloma, la
antigua y desaparecida pulpería del barrio de San Telmo, ubicada en la actual
cortada Giufra y su intersección con Balcarce. A ella solía concurrir
Echeverría en sus años mozos cuando sus travesuras juveniles lo convertían en
payador conocido en los suburbios. A pesar de los pocos nombres que podemos
aportar, la ciudad estaba poblada de pulperías y su crecido número servía como
sustento a parte de la población. Buenos Aires era, al fin y al cabo, una
ciudad comercial, orilleros y compadres que pululaban en los confines de la
ciudad encontraban su esparcimiento en las pulperías; allí cantaban o
escuchaban atentos coplas populares, como las que estudió Luis Soler Cañas (2),
dedicadas, por lo general, al Restaurador.
No es engreído como algunos,
que apenas les dan un cargo
parecen unos marqueses
U eso que llaman fidalgo.
O esta otra, también exhumada por
Soler Cañas, en la que se describe el diferente trato que ofrecía Rosas a los
gauchos en relación con la de otros hombres:
Cuando un pobre les va a hablar
Le muestra una carusa,
Capaz de asustar al diablo
en figura de lechuza.
Los compadres y orilleros
frecuentadores de las pulperías, en su mayoría trabajadores de los mataderos y
saladeros de extramuros o habitantes de las quintas, merodeaban la ciudad
encontrando en estos negocios el esparcimiento que la sociedad de entonces no
les brindaba. Otra pulpería de cierto renombre fue la que tuvo el padre de
Leandro N. Alem en la calle Federación (hoy avenida Rivadavia) a la altura de
Pasco, pero cualquiera fuera, ya por el prestigio de su propietario o no, a ellas
siempre concurrían hombres simples, fuertes y vigorosos. ¿Qué diferencia había
entre estos mozos y los que participaron en la Revolución de Mayo? ¿No eran tan
sencillos y guapos y provocadores como estos otros? Era un mismo temple y un
mismo corazón. Sus cielitos y sus actitudes no eran diferentes a la de aquellos
gauchos de las luchas de la Independencia, que cantaban coplas como ésta:
Allí va el cielo y más cielo
cielito de la alameda
si la Patria no me paga
me paso a la montonera.
El frecuentador de la pulpería
era el hombre de sabiduría no libresca, intuitiva, que seguía los dictados del
corazón. El hombre acostumbrado a la munificencia de la naturaleza en la
grandiosidad de la pampa, ese gran misterio que lo acercaba, quizá sin saberlo
él, hacia la idea de Dios. De ningún modo significa esto una manifestación de
desprecio para lo científico; muy por el contrario, nos adscribimos a un
permanente proceso de la ciencia y de la cultura; pero si ella no es apta para
que el historiador comprenda los ínfimos resortes del alma, algo falla en el investigador.
No puede silenciarse la experiencia inmediata de aquellos hombres que pasaron
por la vida sin transitar los senderos de la educación o de la cultura.
Los cafés y, especialmente las
pulperías, fueron las instituciones en las que aquellos seres realizaron una
cultura natural, fueron las entidades donde los Fierro o los Vega, sintetizaron
la sabiduría agreste pero llena de experiencias vitales no desdeñables por el
historiador.
Entre las tantas pautas
culturales que el criollo recibió del español, el pulsar el “changango”,
guitarra más pequeña que la común —quizás herencia andaluza— sirvió para que
cantara sus cuitas afectivas o sus reclamos de hombre no escuchado, y por qué
no, también, su fervor patriótico exultante de pasión y de justicia. La reja de
la pulpería fue un acercarse al vaso de “carlón” o a los naipes, para enjugar
en el atardecer del desierto la magia y el misterio del azar.
Los hombres de simples
costumbres, los orilleros, los compadres, los gauchos o los negros, integraron
las huestes de los desconocidos para quienes debe haber una comprensión
histórica y un recuerdo; probablemente esta nota nos ayude a desarrollar la
imaginación y memorar con el juicio de Walt Whitman a “los infinitos héroes desconocidos, que valen tanto como los grandes
héroes de la historia”, porque ellos también —agregamos nosotros— forjan
junto a los próceres, con sangre y con sudor, la grandeza de los pueblos.
(1) Esquina noroeste de Alsina
Bolívar.
(2) Soler Cañas, Luis. Negros, gauchos y compadres en el cancionero de la federación (1830-1848) en Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, N° 19, Año 1959, Bs. As.