jueves, 30 de junio de 2022

Mayoría - Rosas - Pulperías

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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Juan Manuel de Rosas
En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.

Con el diario Mayoría  del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857. 

En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.


Cafés y pulperías en tiempos de Rosas

por Jorge A. Bossio

 

Época de Rosas

El dilatado período del Gobierno de don Juan Manuel, tan exaltado y tan execrado al mismo tiempo, ha sido y es estudiado en sus manifestaciones políticas y militares, casi con exclusividad. Otros aspectos del quehacer humano del proceso que encarnó Rosas, vitales para comprender el periodo, no lograron de parte de los estudiosos, salvo honrosas excepciones, ser analizados profundamente. Los múltiples aspectos de la vida popular, las costumbres, los usos, los hábitos y modos de los eternos anónimos resultan hoy casi desconocidos. Algo parece de interés dejar establecido en estas consideraciones y es comprender los singulares aspectos del porqué de muchos hechos y acontecimientos ocurridos durante el presente vivo del tiempo federal. ¿No es la historia, acaso —como lo afirma Claudio Sánchez Albornoz— la ciencia del porqué? ¿Y dado qué misterio, nos preguntamos, la inquisición histórica no pudo legar a las costumbres populares? Quizás debamos sospechar que ello se debe al hecho de ser el pueblo fuente nutricia de muchas verdades.

El haber marcado el énfasis sobre los acontecimientos políticos y militares nos hizo perder la perspectiva integral de la historia argentina. Ello se debió, en parte, al espíritu pragmático que se le imprimió a nuestra ciencia historiográfica con el objeto de encontrar en el pasado una suerte de misticismo con el que justificar el presente. No va en ello pecado, por cierto, pero sí olvido,

Muchas veces nos preguntamos ¿cómo vivieron los hombres y mujeres que protagonizaron la época, cómo fue el clima hogareño de la familia porteña, cómo fueron sus casas y su vida interior? ¿Qué instituciones populares albergó el alma de los hombres de entonces? En fin, todo aquello que hace a la historia de los seres anónimos con los que se construyen las páginas más vibrantes de la humanidad. Dickens sostenía que no quería conocer las listas de los miembros del Parlamento británico, pero que sí deseaba saber cómo vivían los humildes. Por no querer caer en ese olvido es que buscamos incorporar a la historia las instituciones populares.

La ciudad constituyó en nuestra historia el escenario principal de la integración del país y en ello se desarrolla la escena de la emancipación, de la libertad y de la unificación. La cuadrícula de la diagramación primera de Buenos Aires no sufrió, hasta nuestro siglo, variantes fundamentales. Las casas, las casonas o quintas se alinearon en una suerte de pathos melancólico, de transculturación a las pautas heredadas de España, tanto desde el punto de vista de la practicidad de las cosas como de su eticidad, con las que se engalanaban los aspectos más diversos de la vida cotidiana.

El hombre vivía en el tiempo ético español, resultante del escolasticismo fundado por Santo Tomás y San Ambrosio, tras haber pasado por el cedazo del padre de Mariana y de Juan Luis Vives. La ciudad y sus hombres y mujeres vivían adheridos a las rancias ilusiones que los mantuvieron en la atmósfera henchida de belleza y de fe, de religiosidad. La vida familiar se desenvolvía, justamente, en ese clima, suave y sencillo a pesar de los acontecimientos políticos y militares; y ello ocurría en las casas más humildes como en las más encumbradas. Las imágenes religiosas ornaban las salas, las habitaciones, junto a un mobiliario, austero a veces pero traído de Europa, que completaban la atmósfera de sencillez.

Es indudable que en ese ámbito la vida debía rodearse de una tierna sensibilidad y hasta los hombres que encarnaban el paternalismo y el patriciado gozaban de la serena existencia familiar. Y aun aquellos que eran frecuentadores de cafés y a veces de pulperías, encontraban siempre en la calidez hogareña, el clima propicio para el sereno descanso.

Época de Rosas


A propósito de cafés, no eran muchos los que gozaban de distinción en la ciudad, pero los pocos, contaban con la preferencia y asiduidad de sus concurrentes.

Entre los más destacados, el de Marcó, conocido en tiempos de Rosas como café Argentino, mantuvo el prestigio adquirido cuando abrió sus puertas en 1804. Entonces por el esfuerzo de su propietario fundador don Pedro José Marcó fue el centro de atención de los varones más ilustres de la época. Y en 1843, La Gaceta Mercantil lo recuerda al anunciar el pedido de su propietario de un oficial para el obrador de la confitería y de un mozo para el mostrador de la botellía. Pero si desde su aparición en Buenos Aires en aquel lejano 1804, el café fue testigo de muchos e importantes acontecimientos políticos; en 1833, ya durante el segundo gobierno de Rosas, un hecho nuevo lo proyecta a la historia con caracteres líricos.

El acontecimiento, romántico, sensible a las emociones humanas, perfumado y colorido, señalaba a la posteridad los momentos felices que se vivían en la ciudad. Casi dulcemente se deslizaban aquellos días de 1836, cubiertos por el halo de un lento progreso y serenidad que no hacían presagiar los difíciles años de la década del 40. Hacia mayo de ese año se produce la reapertura de la Catedral por la finalización de las obras de reconstrucción. Hacia el final, en diciembre, el joven y animoso propietario del café Argentino, conocido como el café de Marcó o del Colegio, por encontrarse en la esquina del colegio de San Carlos —hoy Nacional Buenos Aires—(1), decidió expresar su amor a la ciudad y al llgar la Navidad organizó una serenata que recorrió los barrios, finalizando su periplo ante los balcones de la casa de Manuelita Rosas. Aquel joven se llamaba Francisco Munilla.

A las 12 de la noche del día 24 de diciembre, partió desde el local del café un piano de los llamados “perna de calzón”, montado sobre una carreta y acompañado de intérpretes de diversos instrumentos, entre los que se contaban clarinetes, pífanos, violines y guitarras, interpretados por casi 200 jóvenes. La recorrida se inició con la compañía de faroles que iluminaban los atriles en los que se posaban las piezas musicales. La improvisada orquesta terminó la serenata ofreciéndole un tierno final a Manuelita.

Una dulce esperanza llenó el corazón de las abuelas, las madres y las jóvenes que respiraron una noche aromada de felicidad y cariño. ¡Cuántas mujeres bendijeron la ternura que Francisco Munilla excitó en aquella noche!

El café de los Catalanes no fue de menor prestigio que el de Marcó en la ciudad puerto de Santa María. Durante varias décadas y hasta 1876 disputó, desde Catedral al Norte el privilegio de las visitas cotidianas de sus salones.

Tampoco podemos olvidar el café y confitería de Baldraco, que nos recuerda Alberdi en sus relatos de Figarillo. Había sido fundado por dos italianos, Víctor Furno y Gioconde Baldraco, en 1818. Está ubicado en la calle del Cabildo y ocupa uno de los cuartos del edificio tradicional. Pero su prestigio lo había adquirido, más que por la jerarquía de su salón, por la calidad de las confituras y licores que producían sus propietarios. Arsene Isabelle, viajero francés, en su relato Aspectos de Buenos Aires, recuerda que si bien los salones de las casas cafés eran espaciosos, los consideraba, en general, pasablemente malos. Opinión muy parcial, por cierto, pues otros europeos llegados al Río de la Plata tuvieron juicios ponderaticios para nuestros salones de cafés.

La población perteneciente a los estratos bajos de la sociedad, integrada, por lo general, por gauchos, artesanos, negros, carreteros, matarifes, frecuentaban las pulperías. Este negocio, tan antiguo como la ciudad misma —la primera de ellas aparece en los registros del Cabildo en 1600—, tanto servía para surtir a la población de productos alimenticios, para beber como para jugar. Era, en definitiva, el medio social de esparcimiento de los compadres de los arrabales de los gauchos o de los soldados. No siempre quedan nombres registrados de las pulperías, al modo de los cafés, y las que quedaron fueron testimonio literario, casi una ficción como la que nos dejó Héctor Pedro Blomberg en La pulpera de Santa Lucía. Pueden arrojarse, sin embargo, sobre el papel del recuerdo, algunos nombres; vaya si no, el nombre de La Paloma, la antigua y desaparecida pulpería del barrio de San Telmo, ubicada en la actual cortada Giufra y su intersección con Balcarce. A ella solía concurrir Echeverría en sus años mozos cuando sus travesuras juveniles lo convertían en payador conocido en los suburbios. A pesar de los pocos nombres que podemos aportar, la ciudad estaba poblada de pulperías y su crecido número servía como sustento a parte de la población. Buenos Aires era, al fin y al cabo, una ciudad comercial, orilleros y compadres que pululaban en los confines de la ciudad encontraban su esparcimiento en las pulperías; allí cantaban o escuchaban atentos coplas populares, como las que estudió Luis Soler Cañas (2), dedicadas, por lo general, al Restaurador.

No es engreído como algunos,

que apenas les dan un cargo

parecen unos marqueses

U eso que llaman fidalgo.

O esta otra, también exhumada por Soler Cañas, en la que se describe el diferente trato que ofrecía Rosas a los gauchos en relación con la de otros hombres:

Cuando un pobre les va a hablar

Le muestra una carusa,

Capaz de asustar al diablo

en figura de lechuza.

Los compadres y orilleros frecuentadores de las pulperías, en su mayoría trabajadores de los mataderos y saladeros de extramuros o habitantes de las quintas, merodeaban la ciudad encontrando en estos negocios el esparcimiento que la sociedad de entonces no les brindaba. Otra pulpería de cierto renombre fue la que tuvo el padre de Leandro N. Alem en la calle Federación (hoy avenida Rivadavia) a la altura de Pasco, pero cualquiera fuera, ya por el prestigio de su propietario o no, a ellas siempre concurrían hombres simples, fuertes y vigorosos. ¿Qué diferencia había entre estos mozos y los que participaron en la Revolución de Mayo? ¿No eran tan sencillos y guapos y provocadores como estos otros? Era un mismo temple y un mismo corazón. Sus cielitos y sus actitudes no eran diferentes a la de aquellos gauchos de las luchas de la Independencia, que cantaban coplas como ésta:

Allí va el cielo y más cielo

cielito de la alameda

si la Patria no me paga

me paso a la montonera.

El frecuentador de la pulpería era el hombre de sabiduría no libresca, intuitiva, que seguía los dictados del corazón. El hombre acostumbrado a la munificencia de la naturaleza en la grandiosidad de la pampa, ese gran misterio que lo acercaba, quizá sin saberlo él, hacia la idea de Dios. De ningún modo significa esto una manifestación de desprecio para lo científico; muy por el contrario, nos adscribimos a un permanente proceso de la ciencia y de la cultura; pero si ella no es apta para que el historiador comprenda los ínfimos resortes del alma, algo falla en el investigador. No puede silenciarse la experiencia inmediata de aquellos hombres que pasaron por la vida sin transitar los senderos de la educación o de la cultura.

Los cafés y, especialmente las pulperías, fueron las instituciones en las que aquellos seres realizaron una cultura natural, fueron las entidades donde los Fierro o los Vega, sintetizaron la sabiduría agreste pero llena de experiencias vitales no desdeñables por el historiador.

Entre las tantas pautas culturales que el criollo recibió del español, el pulsar el “changango”, guitarra más pequeña que la común —quizás herencia andaluza— sirvió para que cantara sus cuitas afectivas o sus reclamos de hombre no escuchado, y por qué no, también, su fervor patriótico exultante de pasión y de justicia. La reja de la pulpería fue un acercarse al vaso de “carlón” o a los naipes, para enjugar en el atardecer del desierto la magia y el misterio del azar.

Los hombres de simples costumbres, los orilleros, los compadres, los gauchos o los negros, integraron las huestes de los desconocidos para quienes debe haber una comprensión histórica y un recuerdo; probablemente esta nota nos ayude a desarrollar la imaginación y memorar con el juicio de Walt Whitman a “los infinitos héroes desconocidos, que valen tanto como los grandes héroes de la historia”, porque ellos también —agregamos nosotros— forjan junto a los próceres, con sangre y con sudor, la grandeza de los pueblos.

(1) Esquina noroeste de Alsina Bolívar.

(2) Soler Cañas, Luis. Negros, gauchos y compadres en el cancionero de la federación (1830-1848) en Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, N° 19, Año 1959, Bs. As.