REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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Con el diario Mayoría del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857.
En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.
Rosas por Carlos Enrique Pellegrini |
Que difícil nos resultó a los que hoy andamos entre los cuarenta y los cuarenta y cinco años, primeo entender la trascendencia popular de Juan Manuel de Rosas, y luego hacerle comprender al resto que su defensa no implicaba necesariamente simpatías hacia el nazi-fascismo, ni nada tenía que ver con ese trasnochado antisemitismo de opereta que de tanto en tanto reverdecen ciertos grupos homeopáticos. Sectarios y ruidosos como todos los que de un extremo al otro de la ideología han pretendido calcar en la Argentina modelos extranjeros. Solo que en este caso la confusión resulta justificable porque en cierto momento buena parte de los escritores pioneros del revisionismo mantuvieron una actitud aristocratizante y porque su lógico fervor antibritánico llevó a varios autores a manifestar sus simpatías por el Tercer Reich, durante la segunda Guerra Mundial.
Las generaciones anteriores no tuvieron esos conflictos.
Para nuestros abuelos —tal como lo habían aprendido en la escuela y podían
leerlo en editoriales y artículos del los grandes diarios— Rosas era una
especie de monstruo sanguinario. Un psicópata que inexplicablemente, por esas
cosas de la barbarie “felizmente extirpada después de Caseros , había gobernado
en forma tiránica este país tan civilizado y europeo como el que más.
Recuerdo haber escuchado de muy chico de boca de mi abuela
un relato terrorífico aprendido durante su infancia. Años después lo encontré
casi textual en las Tablas de Sangre de de Rivera Indarte: “La más-horca y los empleados de Rosas, en bandas, recorren
día y noche las calles de Buenos Aires degollando a los dividuos cuyos nombres
Rosas les ha dado. Cuando habían degollado 10 ó 20 disparaban un cohete
volador, señal a la policía para que mandase carros que llevasen al cementerio
los cadáveres; tras de ellos iban los asesinos tocando una música de farsa y
gritando ¿quién compra duraznos? Las cabezas de las víctimas eran expuestas en
el mercado público adornadas con cintas celestes. Los degüellos se hacían a
cuchillo; pero si los pacientes eran distinguidos por el odio a Rosas, eran
degollados con sierras de carpintero desafiladas. Los proscriptos eran sacados
de sus casas o tomados en las calles y horriblemente maniatados. No hay
habitante de Buenos Aires que no haya oído el aterrante grito que lanzaban los
degollados”.
Rivera Indarte, difamador a sueldo que antes había cantado
loas al Restaurador, fue también el responsable de la repugnante leyenda del incesto
de Rosas con Manuelita y otras aberraciones estrafalarias como la supuesta
costumbre de organizar en la residencia de Palermo orgías descomunales en las
que la castración era el juego preferido del dueño de casa.
Transcribí el párrafo de Rivera Indarte porque a pesar de no
haber sido lectura obligatoria, varias generaciones de argentinos, a sabiendas o
no, repitieron sus vilezas, y la historia oficial adoptó sus falsedades como
testimonios indubitables. Esas generaciones se acostumbraron también a repetir
en las fiestas escolares aquellos deplorables versos de José Mármol “¡Sí Rosas
te maldigo! Jamás dentro de mis venas/ la hiel de la venganza mis horas agitó/
como hombre te perdono mi cárcel y cadenas/ pero como argentino las de mi
patria NO”. Estrofas que —como se sabe— concluían con un anatema que durante
décadas se creyó profético: “Ni el polvo
de tus huesos la América tendrá”.
Como dato ilustrativo se puede agregar que libro habitual de
lectura de sexto grado fue durante lustros Nuestra
Patria, de Carlos Octavio Bunge, editado en 1907 o que para reseñar la
época de Rosas había elegido un fragmento de José Ramos Mexía, referido a las
tendencias megalómanas del gobernante.
Era cosa fácil: cada personaje tenía su casillero, y Rosas
ocupaba el infierno que correspondía a sus pervertidores. Por eso no llama la
atención que Jorge Luis Borges, en su primer libro, Fervor de Buenos Aires, de
1923, aclarara en el poema Rosas: “Famosamente infame / su nombre fue
desolación en las calles, / amor idolátrico en el gauchaje / y horror de
puñaladas en la historia”.
La cultura oficial ya había calificado a Rosas en forma
irreversible. Voces aisladas como las de Adolfo Saldías, Ernesto Quesada, Dardo
Corvalán Mendilaharzu, eran excentricidades sometidas al silencio. Alguna
notoriedad liberal como Alberto Palcos, por ejemplo, escribía hacia 1930: “Sin
Rosas el país lo mismo, muy probablemente habría encallado en la tiranía
durante parte, a lo menos, del largo período que llena la suya, pero una
tiranía que pudo ser menos feroz y menos depresiva de la dignidad humana”.
Pero también por esos años, comenzaron a brotar
investigadores que recurrían a documentos no fragmentados por la censura
oficial para iluminar la realidad de una historia deliberadamente
distorsionada. Distorsión que Arturo Jauretche explicaría con lucidez: “Se creó
una política de la historia con el objeto de impedir una política de la
Nación”.
El conflicto para el hombre común (ese que había estudiado
Grosso chico y tras plebiscitar a Hipólito Yrigoyen, ahora lo veía calumniado y
difamado) estaba dado en el hecho de que quienes glorificaban a Rosas,
mantenían por lo general una actitud aristocratizante, oligárquica y rescataban
en el Restaurador aquellos aspectos menos importantes de su vida, no su hondo
sentido popular y el apoyo del pueblo que lo seguía con fervor fanático porque
se había encargado de reivindicarlo
frente a la posición elitista de los doctores unitarios. Les gustaba más el
estanciero que el estadista, el propietario de los saladeros que el defensor de
la soberanía, el dictador que el caudillo. Y todavía hoy por esa inercia
nefasta que rige los planteos culturales —para amplios sectores en especial de
clase media— la confusión continúa.
El azar que rige ciertos vaivenes de la historia quiso que
le tocara a mi generación poder comprender que el significado de Rosas excedía
en mucho las virtudes de un mero señor feudal. Entender que era un constructor
del verdadero país. La descolonización mental fue difícil —insisto— porque a
nosotros también se nos inculcó desde la escuela primaria que Rosas fue un
tirano, un demente al estilo de Heliogábalo o Calígula, y que los caudillos
populares no fueron otra cosa que “mandones analfabetos que explotaban las
bajas pasiones de los desarrapados que los seguían.”
Nos enseñaron —Grosso mediante (texto que según mi
experiencia se recomendaba en el Colegio Nacional de Buenos Aires en la década
del cincuenta)— que los unitarios eran “ciudadanos respetables”, y que en
cambio los federales eran “un grupo de forajidos puestos al servicio del
tirano”. Como factor negativo Grosso apuntaba: “Rosas buscó siempre la adhesión
de la gente humilde, y le eran particularmente adictos los negros”. Después
comprenderíamos que esa característica era la mayor virtud del Restaurador.
Cuando volvíamos a nuestras casas podíamos leer volúmenes
aparentemente inocentes como El tesoro de la juventud donde nos enterábamos:
“El dictador Rosas ha dejado en la historia argentina ejemplos tristísimos de
inhumanidad dignos de perdurable execración” (Tomo X, página 3242).
Pero un hecho habría de permitirnos entender el fenómeno: el
golpe de setiembre de 1955. Los que por esa época teníamos entre 15 y 25 años
pudimos enterarnos que al día siguiente a la caída de Perón ya se hablada de
Segunda tiranía. Y por simple identificación pudimos entrever que Rosas había
sido tan tirano como Perón. Y a poco que indagábamos en la historia nos
encontrábamos con que los mismos argumentos que mencionaban los enemigos del
gobierno derrocado habían sido esgrimidos cien años antes por los exiliados
—también por coincidencia en Montevideo—, próceres que se vendieron al
imperialismo británico y francés para atacar a su patria.
Vimos que mientras
los diarios en grandes titulares execraban al aluvión zoológico, y subrayaban
la “barbarie peronista”, se ordenaba masacrar a compatriotas indefensos en
junio de 1956. En todas partes nos enterábamos de algún nuevo militante
torturado por su ideología o por pertenecer al comando de un sindicato, algunos
nos acostumbramos a recibir a la policía en nuestras casas. Y así mientras se
hablaba de la noche negra de la tiranía y se alababa una supuesta línea
Mayo-Caseros, por otro lado sus mismos mentores sentenciaban: “Se acabó la
leche de clemencia” para justificar los fusilamientos.
Toda esa historia triste ha quedado atrás —es cierto— y en
1973 el pueblo pudo manifestar su voluntad con más rapidez que tras la derrota
nacional de Caseros, porque los engranajes de la historia se mueven cada vez a
más velocidad, y la liberación de los países coloniales ya no puede esperar
mucho tiempo en ningún rincón del planeta.
Tal vez sin sospecharlo, aquellos que en 1955 y 1956
vituperaban a Rosas en nombre de la misma ideología que los impulsó a
despreciar a las masas, nos permitieron comprender la realidad de nuestra
historia y muchos de nosotros, aún los que tenían intereses ajenos al estudio
del pasado nacional, se sumergieron en los textos revisionistas, en un intento
de tratar de entender a este país caótico (bárbaro para la intelligentzia)
donde latía un fermento popular que había sido capaz de generar el 17 de octubre.
Y así nos hicimos deudores de hombres con los que muchas
veces no coincidíamos en el plano ideológico contemporáneo, pero que sin
embargo habían sido capaces de mostrarnos una historia argentina sin
deformaciones, ajena por completo a aquello que nos habían inculcado en las
aulas y reiteraban en soporíficos discursos las maestras de nuestra infancia.
Podíamos estudiar cualquier carrera universitaria, o ser
sencillamente obreros de una fábrica, tener vocación literaria, artística o
trabajar metódicamente en un comercio o en una oficina pública, pero estábamos
aunados en esta búsqueda de la patria esencial, esa que nos negaban en forma
cotidiana. Así devoramos los libros de José María Rosa, Fermín Chávez,
Hernández Arregui, Raúl Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche, Atilio García
Mellid y un centenar más de autores nacionales. Y así, medio a los empujones,
nos fuimos fabricando nuestra propia imagen del país. Era como si le pasáramos
un trapo a un espejo empañado desde tiempo atrás y comenzábamos a reflejarnos
tal como éramos en realidad.
Ya no iba a ser tan fácil engañarnos porque comprendimos que
los mismos intereses que habían combatido a Rosas, eran los mismos que impedían
que el pueblo pudiera elegir libremente sus gobernantes.
Mi generación tiene —claro— una ventaja con respecto a la de
los investigadores que la precedió. Ellos debieron poner al descubierto las
patrañas de la historiografía oficial. Los que vinimos detrás como nos
encontramos con la picada abierta y hasta nos podemos dar el lujo de pensar que
la antinomia Rosas-Sarmiento se parece demasiado a la puerilidad y que insistir
con los errores del adversario hoy no sirve para mirar hacia adelante.
Fue difícil, pero los argentinos hemos alcanzado la
suficiente madurez como para comprender de una vez por todas que los que
arrojan bombas de alquitrán a la estatua del sanjuanino en Palermo se han
quedado detenidos en el tiempo, hipnotizados. Y que Juan Manuel de Rosas retoma
al país para sellar la unidad. Quienes no lo entiendan y se obstinen en esgrimir
slogans grotescos como Mazorca, mazorca
/ judíos a la horca, tratando de convertir a Rosas en líder del antisemitismo,
son tan ridículos como los que desde las tribunas liberales se desgarran las
vestiduras por el regreso del tirano. Ambos grupos pertenecen —por suerte— a un
país definitivamente muerto, Rosas —como explicó Salvador Ferla con claridad—
pertenece a todos los argentinos, descendientes de españoles, italianos,
polacos, alemanes, ingleses y también judíos por supuesto.
Lo que ocurre es que los integrantes de estos grupúsculos —lo mismo que sus ideólogos— no han advertido que ellos también han pasado a la historia, solo que contrariamente a San Martin, Rosas, Sarmiento, Roca, Yrigoyen o Perón, que conviven en el territorio amplio y soleado de la historia grande, allí donde también el pueblo anónimo se mueve a sus anchas, ellos han ingresado ya en el lote pequeño, en el triste baldío que Dios seguramente reserva a los mezquinos, a esos que cada día al levantarse se colocan prolijamente sus orejeras.