REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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Con el diario Mayoría del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857.
En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.
El 20 de noviembre de 1845, el día bien llamado de la soberanía
por Julio Irazusta
Muchas veces comenté, en libros y periódicos, el carácter incomparable de la epopeya emancipadora, sin paralelo en los anales de la humanidad. Porque como lo dijo Adeodato de Gondra el 9 de julio de 1844, fue caso único de colonias que cortaron sus lazos con su metrópoli, sin ayuda de nadie. Pero en realidad esa lucha agotadora, que duró catorce años, no fue sino una guerra civil en que criollos y peninsulares pelearon en los dos bandos, habiendo entre los primeros muchos partidarios del rey, y entre los segundos muchos partidarios del gobierno propio para las secciones de la América Hispana. En suma, que el poderío del virreinato rioplatense, como el de las otras grandes jurisdicciones políticas fundadas entre nosotros por los españoles, no se pueden apreciar como elementos de poder para la afirmación de una soberanía nueva en el concierto de las naciones, pues dichas fuerzas se desgarraron entre sí, en lamentable guerra intestina de muerte, que había de gravitar desastrosamente en nuestro destino. No tanto por el desgaste provocado por la lucha en sí, como por el extravío siempre reparable por un gran pueblo, como por el extravío que los errores de todos causaron en la conducción nacional.
La vocación militar, descubierta
en las invasiones inglesas, y que había de constituir a muestro país en libertador
de pueblos hermanos, tuvo nueva ocasión de manifestarse en la guerra con el
Brasil. Guerra impuesta por la opinión a gobiernos renuentes, en cuanto se supo
el resultado de Ayacucho, fue como dijo Alvear en una de sus proclamas de esa
campaña, la primera guerra extranjera que peleaba la flamante República
Argentina. Pero de todos modos, como no se trataba de uno de los grandes poderes
mundiales, la demostración de fuerza hecha en la ocasión, disminuida por la
derrota diplomática experimentada al firmarse la paz, no tenía significación
decisiva respecto del problema que nos ocupa en este momento: a saber, si la
nueva nación tenía suficiente fuerza para afirmar su poderío en el concierto
del mundo.
Ahora bien, el combate de Obligado, como los que se siguieron en la resistencia a la intervención anglofrancesa, constituyen la prueba definitiva de la capacidad nacional para afirmar nuestra soberanía frente a los mayores poderes del universo. Hay que tener bien presente que la alianza anglofrancesa de mediados del siglo XIX no fue resistida en ninguna otra región del mundo. Ella impuso a China el régimen de las capitulaciones, la obliga consumir opio pese a las prohibiciones de los gobiernos indígenas, abrió el África para repartírsela y creó los dos mayores imperios coloniales conocidos desde el fin del Imperio Romano; y abrió a cañonazos todos los mercados ultramarinos que se negaban a admitir sin condiciones la competencia de las manufacturas europeas que habían empezado a inundar el mundo, para ruina de las artesanías locales anticuadas. Donde quiera que se presentaran las escuadras inglesa y francesa, las primeras salvas de artillería de sus buques bastaban para desalentar a los defensores de las plazas fuertes navales mejor preparadas. En el Plata, ni la imponente expedición que combatió en Obligado, ni los barcos a vapor que revolucionaron la guerra naval, ni las atrocidades cometidas por ingleses y franceses contra puertos rioplatenses indefensos durante tres años, lograron intimidar a Rosas. Y esa aceptación del mayor desafío sufrido por la soberanía nacional, y su rechazo feliz constituyó la prueba concluyente de que la Argentina disponía de la fuerza necesaria para figurar como poder soberano entre las primeras naciones del mundo.
Esa fuerza surgía de los orígenes
del Estado fundado en el Plata por los españoles, con el virreinato creado en
1777; integración geopolítica magnífica, que solo son capaces de fundar
comunidades llamadas a grandeza política. Pero como en política, las cosas no
se hacen solas hay que saberlas manejar para que rindan sus posibles frutos.
Rosas fue el único gobernante argentino que comprendió el sentido de la
creación del virreinato, como antemural del Imperio en el Atlántico sur, especialmente
contra las ambiciones británicas, y la constante presión de su satélite
Portugal. Y si los resultados positivos de su diplomacia se hubiesen conservado
por sus sucesores (en vez de dispersarlos a los cuatro vientos), la gran
república en germen bajo la colonia pudo emular, sin anticiparse a la del Norte
de América.
La Providencia dispuso otra cosa. Pero al menos Rosas supo probar en la Vuelta de Obligado, en el día de la soberanía que nuestro país tenía condiciones para afirmar su existencia en el concierto del mundo. Y sobre esa base la voluntad esclarecida puede ambicionar la repetición de la hazaña que estará siempre al alcance de nuestra capacidad política el día que ella se muestre al frente del Estado.