REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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Con el diario Mayoría del miércoles 20 de noviembre de 1974, se publicó un suplemento de 80 págs. con motivo de la proclamación oficial del "Día de la Soberanía", de la sanción de la ley nacional 20768/74 disponiendo la repatriación de los restos de Juan Manuel de Rosas y de la ley sancionada por la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, derogando la ley 139 del 28 de julio de 1857.
En dicho suplemento se han publicado artículos de diversos escritores e historiadores, que incluímos en este Blog.
Juan Manuel de Rosas. 1829. Arthur Onslow |
Rosas y los doctores del cuadernito
por Leónidas C. Lamborghini
SUSTANCIALMENTE, la política de Rosas pone en marcha la realización de un proyecto nacional que mantiene hoy plena vigencia, como lo fue la tentativa de superar la incidencia de fuerzas anárquicas que venían operando desde nuestros orígenes como factores de desmembramiento. Este, al menos, fue uno de sus aspectos centrales. Lo que estaba en Juego, entonces, era el logro de un orden constitucional duradero.
Con base en su profunda identificación
con el país y las masas gauchas marginadas de la campaña y el interior, Rosas
toma la conducción del Proyecto en momentos en que ese proceso siempre latente
ha hecho crisis otra vez. Su antítesis es el partido Unitario y, en la fase más
decisiva, dentro de éste, los doctores del cuadernito. Así llamaba Rosas a los
representantes de la joven intelectualidad de esa facción. Para ellos la sola
redacción de una Constitución (el cuadernito) habría de garantizar mágicamente
el orden y la organización ansiadas, aunque esa Constitución estuviera
desenganchada y aun a contrapelo de la realidad. Alberdi, Juan María Gutiérrez,
Echeverría, entre otros, pertenecieron a esa pléyade.
Los doctores del cuadernito
partían de la ideología, para peor, de una ideología que habían pedido prestada
a las metrópolis dominantes (“la Francia”, “la Inglaterra”) y a través de la
cual —claro está— veían deformada la realidad del país.
Rosas partía, en cambio, de esa realidad, aceptando sus condicionamientos y aun trabajando con éstos (“tener que formarnos de la nada”, decía) para ir rompiendo esos límites y, paulatinamente, lograr la unificación del país y de los argentinos. “En ese lastimoso estado —reflexionaba— es preciso crearlo todo de nuevo, trabajando primero en pequeño y por fracciones, para entablar después un sistema que lo abarque todo”.
La concertación de pactos
provinciales, como pasos necesariamente previos, fue una de las formas de
“trabajar primero en pequeño y en fracciones” buscando el punto de ajuste de
las distintas partes, de los distintos estados a constituir, sin forzamientos.
Rosas tendía a concretar un modelo de organización nacional que no fuera la
resultante de la aplicación de un esquema a priori trasladado mecánicamente a
nuestra realidad, sino antes bien, la expresión política de aquel punto de
ajuste buscado.
Constituidos verdaderamente los
distintos estados como tales y sometido el funcionamiento del conjunto a la
prueba de la experiencia podría hablarse de un Congreso Constituyente que
redactara la Constitución Nacional; ésta, entonces, no sería un mero cuadernito.
“Tenemos que existir antes de organizarnos” entendía Rosas. Pero esto era
demasiado para los doctores del cuadernito que estaban muy apresurados. Y,
además, la sensatez no era, precisamente, su fuerte. En suma, Rosas quería una
Constitución en la realidad; sus antagonistas, una Constitución en los papeles.
Invirtiendo sistemáticamente los
términos de la realidad política en la que pretendían moverse, a causa de lo ya
señalado, estos “hombres de luces" empujaron más y más al país hacia las
tinieblas de la anarquía desatada. En el trasfondo, la explicación de su caso
es un fenómeno de des-identificación con el país y sus hombres (esa mayoría
marginada) asimilados a una “elite, la de los tenderos de Buenos Aires, la de
los “vecinos decentes” con mentalidad de factoría extranjera. “A mi parecer
todos cometen un error grande: se conducen muy bien con las clases ilustradas,
pero desprecian al hombre de clase baja”, observaba Rosas. Y esta observación
no estaba dictada, sin embargo, desde una actitud piadosa, humanitarista. Se
conectaba, más bien, con su convicción de que allí, en esa “clase baja”,
alentaba desde siempre un instinto político superior en el que latía
indestructible el espíritu nacional. Tanto, que el desiderátum de nuestro drama
político para Rosas se expresaba así: “La espera es por la clase ilustrada que
debe comprender al país”.
En esa espera las fuerzas
anárquicas fueron prevaleciendo tenaz y cada vez más aceleradamente. Los doctores
del cuadernito asumieron de todo su papel de “semillas de la intriga”, según la
expresión del propio Rosas y, ganándose el lado de varios de los caudillos
provinciales (desgastados éstos por la lucha de ambiciones y rivalidades
puramente locales) se dieron a la tarea de “ideologilizarlos” haciéndoles ver
como posible el proyecto de un Partido Federal sin Rosas, dando impulso a los
pujos separatistas y de anexión al extranjero y, por supuesto, persistiendo en
la temática de la Constitución aunque la situación interna que ellos mismos
contribuían a desquiciar convirtiera a la sola enunciación de la iniciativa en
un absurdo.
Contribuyeron así a agrandar la
brecha de las divisiones en el federalismo permitiendo que por ahí se colara el
enemigo: el imperialismo de “le Francia”, de “la Inglaterra” y el imperialismo
de Brasil, pieza maestra del juego de esas potencias en el Plata. Se llega
entonces a Caseros en que van a chocar dos jefes federales pero donde el único
que sale verdaderamente ganancioso es el imperialismo, al que los doctores del
cuadernito, por lo demás, no vacilaron en llamar y tener como aliado.
Los doctores del cuadernito
proclamaron ser voceros de la Civilización contra la Barbarie pero su sistema
de gobierno el que pusieron en práctica durante sus correrías por el interior,
fue el del exterminio, aunque eso sí, con el cuadernito siempre en la mano. Sus
“luces” no les permitían ver más allá de Buenos Aires, en Rosas encontramos la
mira de un “sistema americano”. Rosas, que según ellos era “un bravo”, “rústico”,
un “monstruo” tuvo el refinamiento de querer para esa “chusma” lo mejor.
Preconizaba, en efecto un modelo de gobierno “con federales a toda prueba, hombres
de respeto, moderados, circunspectos y de mucha prudencia y saber en los ramos
de la administración pública, que conozcan bien a fondo el Estado y la
circunstancia de nuestro país, considerándolo en su situación interior bajo
todos sus aspectos y en la relativa a los demás Estados vecinos y a los de Europa
con quienes esta en comercio; porque hay grandes intereses y muy complicados
que tratar y conciliar”.
De lo contrario “Todo se volverá un desorden como ha sucedido siempre, esto si no se convierte en una tanda de pillos que viéndose colocados en esta posición y sin poder hacer cosa alguna de provecho para el país, traten de sacrificarlo todo a su beneficio particular”.
Los hombres de luces lucharon por
el librecambismo que posibilitó el arrasamiento de las industrias locales; la
“clase baja” por el proteccionismo adoptado por Rosas en 1535. Esto era
también, para aquéllos, la Barbarie porque significaba oponerse a la
penetración civilizadora de “la Francia” y de “la Inglaterra” ¿Cómo no iban a
estar entonces, durante el bloqueo del lado de los invasores?
¿Cómo no habrían de justificarlo sirviéndose incluso de él para derrocar al “”tirano” que osaba desafiar a esas potencias bienhechoras? San Martín, sin embargo, no lo entendía así, lo entendía como Rosas, y Rosas entendía ese desafío como el ejercicio de la soberanía nacional, soberanía que desde su óptica emanaba del pueblo, nacía del propio seno de éste. No se trataba de un capricho, de una cuestión de coraje o tozudez personal. Rosas se lo explicó clara, firmemente, al representante inglés cuando éste le pregunto el porqué de su persistencia: “Yo no estoy haciendo en esto otra cosa que lo que el pueblo quiere” le respondió.