martes, 26 de abril de 2022

Enjuiciamiento de Rosas - Félix Frías

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.

En la "Sección ilustrada de los domingos" del diario La Prensa cuya fecha no podemos precisar (c. primera mitad de la década del '70), en la columna "Páginas para releer" se publicó este artículo de Félix Frías.

 

Enjuiciamiento de Rosas

por Félix Frías

SEÑOR presidente: Rara vez se habrá encontrado la asamblea de un pueblo libre encargada de una deliberación más solemne que la que se abre hoy en este recinto. Vamos a discutir un proyecto de ley en el que se nos propone fulminemos una sentencia contra el tirano, hoy vencido y proscripto, que por tan largos años humilló a este país y fue el escándalo de América. Se nos pide demos al anatema de la conciencia pública la sanción de la ley, a fin de que la pena aplicada a la pasada tiranía nos preserve de nuevos tiranos, y a fin de acordar a la libertad victoriosa y a los esforzados sacrificios hechos para conquistarla, la satisfacción que les es debida...

A nosotros estaba reservada la triste suerte, señores, de desmentir la esperanza de los que creían agotada en el siglo XIX la raza de los Nerones y Robespierres. Cuando nuestros padres rompieron heroicamente los lazos que nos unían con la nación española, no pudieron prever, sin duda, que llegaría un día en que un hombre haría de este país su propiedad y de sus hijos sus esclavos, y que cometiera él solo, en veinte años, más crímenes que cuantos se habían cometido en tres siglos de nuestra vida colonial. Para ellos un tirano era una cosa antidiluviana, como uno de esos seres animales cuyas razas se extinguen y cuyos restos se hallan en nuestras llanuras de la Pampa.

Ese hombre vino, sin embargo; vino como vienen los tiranos, precedidos por la anarquía; por la anarquía que no es jamás infecunda, que tiene siempre un heredero forzoso: ese hombre fue Rosas.

¿Os recordaré sus crímenes, señores? ¿Quién los ignora en esta tierra? ¿Os pintaré la religión abatida, los templos profanados, los ministros del altar llevando al pecho palabras de muerte, las asambleas mudas y serviles, su presidente asesinado ahí, en esta misma casa; la prensa encadenada, las damas arrastrando el carro que conducía el retrato de aquel hombre, las propiedades confiscadas, los ciudadanos indefensos arrancados de sus hogares y degollados en los cuarteles y en las plazas, los cohetes que atronaban el aire y la música recorriendo las calles para anunciar a la población aterrada que la sangre argentina corría a torrentes? Y el sereno interrumpiendo el sueño de los habitantes de esta ciudad en las calladas horas de la noche con el grito de “Mueran los salvajes unitarios”. ¡Maldición a la anarquía, señores, maldición a la anarquía que engendra tales monstruos!

¡El nombre de Rosas irá estigmatizado hasta las más remotas generaciones de este país; y el sol de Mayo tiene que brillar muchas veces en el cielo de la patria antes de que se seque la sangre que aún humea en las ciudades y los campos!

Para nadie es un problema si fue o no Rosas un tirano. Las madres y las esposas argentinas que agotaron las lágrimas de sus ojos en los largos días y en las noches más largas aún de la época del terror, os dirán que el problema está resuelto y el fallo pronunciado. Ellas os dirán que es tarde ya y que es inútil acusar a un hombre que no puede ser defendido. 

Se me contestará, tal vez, que pronunciado el fallo por la conciencia pública, es menester aplicar la pena al criminal .¿La pena? ¿Creéis que, aunque recorráis todos los códigos del mundo, hallaréis una pena proporcionada al crimen de la tiranía? La pena existe y voy a deciros cuál es, pero no está escrita en ningún código.

La pena consiste, no en matar a los tiranos sino en dejarlos con vida. Rosas condenado a sobrevivir a su caída en el seno de la civilización europea, ¿hacia dónde dirigirá sus pasos, en qué objeto fijará su vista que no le recuerden sus enormes atentados, su guerra brutal contra la prosperidad y la civilización de su país? Verá en Inglaterra, cuya hospitalidad ha puesto en tan dura prueba, que hasta para las bestias hay garantías en sus leyes, que él negaba a sus paisanos, pues no se puede azotar allí impunemente a un animal. En Inglaterra, señores, no hay más que un esclavo: es Rosas, que no puede sacudir el yugo del remordimiento.

Rosas ha desaparecido últimamente de la casa que ocupaba en Southampton, y busca no sé en qué orgías inmundas el olvido de sí mismo. Al huir de su casa ha creído huir de su conciencia; su conciencia le sigue y el remordimiento ha escrito en ella con caracteres indelebles la pena. ¿Sabéis lo que es el remordimiento para los tiranos? Es el grito incesante, la maldición de la víctima en la conciencia del verdugo. No se mata impunemente, señores, a una madre que lleva en su seno a una criatura de Dios. El remordimiento ha grabado en la conciencia de Rosas el retrato de Camila O'Gorman. ¡Esa es la pena!

El único asilo donde pudiera hallar la paz para su alma atormentada por los recuerdos, es un templo católico y allí no la busca. Si ahí la buscara, los venerables sacerdotes inmolados a su furor invocarían en el cielo en su favor la misericordia divina. ¡Sólo Dios puede perdonar a los tiranos!

La sentencia está dada, señores, y la pena aplicada; y no veo que tengamos nada que agregar ni a la sentencia ni al castigo. Además, ¿somos nosotros, acaso, un tribunal competente? Es menester que una cámara argentina juzgue y condene a Rosas? Yo no lo creo, pero si vosotros lo creyereis, os diría que para eso somos pocos los miembros de esta Cámara. Rosas no fue el tirano de Buenos Aires únicamente; fue el tirano de catorce pueblos argentinos. Yo no veo aquí a los diputados de Tucumán que pudieran contarnos cómo murió Avellaneda, cuando al sentir cortada lentamente su cabeza por la mano del verdugo, que probaba su coraje, la levantó con sublime indignación y exclamó:

“Acabe usted, pues”. No veo aquí a los diputados de Catamarca que nos dirían cuánta fue la sangre que enturbió el agua de los ríos que bañan sus hermosos valles, No veo aquí, señores, a los diputados de esos bravos correntinos que después de haber visto talados sus campos e incendiados sus hogares, dejaron rastro de su generosa sangre en todas las provincias de la República y acompañaron con indomable constancia a su general durante dos años de combates, hasta que, vencidos al fin, pero no cansados de pelear por la libertad argentina, regresaron por el Chaco al suelo en que nacieran. La visita fue corta, pues sabéis que volvieron con nuevo ardimiento a la lucha.

El testimonio de los representantes de esas provincias y de todas las otras, son piezas inseparables del proceso, ¡Y quiera el cielo que el odio de la tiranía nos moviera a reunir cuanto antes el Congreso argentino que ha de condenarla! Podríamos entonces contemplar sin rubor la memoria de nuestros padres y confiar en la grandeza del porvenir de nuestros hijos.

Os he dicho que Rosas estaba condenado por la conciencia pública y por su propia conciencia. Lo estará además por la de la humanidad y la sentencia de la humanidad es la historia que la pronuncia. El día que ella se escriba, el tirano quedará castigado por la execración de las edades venideras. Mi memoria es muy escasa y soy poco instruido en la historia: ignoro si Nerón fue castigado por alguna asamblea romana. Lo que yo sé, y lo sabe todo el mundo, es que Nerón fue un abominable bandido y que los Tácitos reemplazan muy bien a los Senados y vengan victoriosamente a la humanidad ultra- jada, desde que dejan de los tiranos una pintura parecida al original. 

En vano los falsificadores de la historia procuran dorar la guillotina y disculpar con el sofisma a esos genios perversos para vejar la dignidad del hombre: la conciencia de la humanidad es invencible y sus fallos inapelables.

FELIX FRÍAS (1816-1881). Secretario de Lavalle en su última cruzada libertadora, vivió los días más crueles de la persecución “federal”; legislador, periodista, diplomático, desempeñó en la presidencia de Sarmiento la representación del país cn Chile, El discurso trascripto fue pronunciado en la Cámara de Diputados del Estado de Buenos Aires, durante el enjuiciamiento del tirano, en la sesión del 1° de julio de 1857.