martes, 26 de abril de 2022

Rosas y su tiranía - Bartolomé Mitre

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.

En la "Sección ilustrada de los domingos" del diario La Prensa del 19 de marzo de 1972, en la columna "Páginas para releer" se publicó partes de la carta enviada por  Bartolomé Mitre, a su discípulo Adolfo Saldías, con motivo del envío por parte de éste de su obra "Historia de Rosas y su época"

Dicha obra tuvo su orígen en el pedido que Mitre le efectuara a su discípulo para que escribiera una biografía del gobernante porteño.

 Rosas y su tiranía

por Bartolomé Mitre


Los dos primeros volúmenes de su historia la han podido pasar bajo la bandera de parlamento, como el desarrollo de una tesis en que la vida nacional de una época con sus fenómenos espontáneos constituyese el argumento. Su tercer volumen es la glorificación de un hombre que fue un tirano, dominando un pueblo inerte, sin voluntad propia, movido por el terror o por un fanatismo cristalizado; es la justificación de la existencia de un partido, que triunfante sólo alcanzó a fundar el cacicazgo irresponsable, sin ley y sin misericordia, y lo que es más, la teorización de un conjunto de hechos brutales levantados a la categoría de principios de gobierno orgánico; y para acentuar esta glorificación, esta justificación y esta teoría, viene la condenación sin remisión de los adversarios de la tiranía en sus medios y sus fines, negándoles hasta el instinto patriótico y desconociendo su obra aún después del éxito. Antes de V. algunos se han propuesto la imposible tarea que se ha impuesto sin ir tan lejos en la acusación. Un historiador español pretendió rehabilitar la memoria aborrecida de Felipe I. Un historiador alemán ha procurado vestir a Lucrecia Borgia con la túnica inmaculada de la castidad. Últimamente el historiador inglés Froude se ha propuesto demostrar que Enrique VIII no fue un tirano ni un malvado, sino un gran rey y un hombre bueno. Estas tentativas para disfrazar la verdad o alterar el juicio histórico de la humanidad, en nada absolutamente lo han modificado, y las mismas pruebas aducidas han servido para confirmarlo definitivamente. Y eso que se trataba de tiranos y de seres corrompidos, que tenían su explicación morbosa, cuando el mundo era gobernado por tiranos en medio de la corrupción universal; cuando los tiranos eran una institución de hecho; cuando la moral pública era la del príncipe de Maquiavelo, y cuando no había términos de comparación entre los buenos y malos gobiernos, y por lo tanto, las tesis eran relativamente sostenibles en presencia de su tiempo, aunque no ante la conciencia de su pos- tidad. Con el libro de V. sucederá con más razón lo mismo, porque no sólo no responde a la verdad, relativa, sino que pugna con el espiritu universal que está en la atmósfera moral del planeta que habitamos.

Se ha propuesto V. la rehabilitación histórica, política y filosófica de una tiranía y de un tirano, en absoluto y en concreto, tratando de explicarla racionalmente por una ley anormal, dándole una gran significación nacional y orgánica y un carácter en cierto modo humano como potencia eficiente en la labor colectiva que constituye el patrimonio de un pueblo; y esto, en presencia del siglo XIX en que el mundo está gobernado por la libertad, por las instituciones, por la moral pública, que dan su razón de ser y su significación a los hombres que pasan a la historia marcando los más altos niveles en el gobierno de los pueblos libres.

Cree V. ser imparcial. No lo es, ni equitativo siquiera. Su punto de partida, que es la emancipación del odio a la caída de la tiranía de Rosas, lo retrotrae al pasado, por una reacción impulsiva, y lo hace desandar el camino que lo conduciría al punto de vista en que se colocará la posteridad, colocándose en un punto de vista falso y atrasado. De este modo, el espacio en que se dilatan sus ideas está encerrado dentro del círculo estrecho de acción a que subordina su teoría como derivada del hecho, que es su fórmula concreta, y es pura y netamente el campo de la acción federal de los sectarios de Rosas sin más horizontes que la perpetuidad de la tiranía. De aquí que por un fenómeno psicológico que se explica por la ilusión óptica y por la limitación de vistas amplias, aprisionado dentro de este círculo de hierro, su corazón y su cabeza —no obstante sus instintos generosos—, estén del lado de los verdugos triunfantes y no de las víctimas rendidas.

Cierto es que V. dispensa por excepción, justicia o caridad a los vencidos por la tiranía, aunque no les acompañe con sus simpatías en sus dolores; pero es justificando por razón del número o de los tiempos o de la fatalidad las victorias de la tiranía, y protestando más o menos explícitamente contra las victorias de sus adversarios en nombre de la lógica, y hasta rehaciendo por la estrategia uchrónica las batallas o campañas en que éstos triunfaron.

No es mi ánimo hacer el análisis de su libro al acusar recibo de él y de su atenta carta en que me califica de maestro; pero sin extenderme mucho en apreciaciones o rectificaciones que me llevarían muy lejos, me bastará apuntar algunas observaciones a fin de comprobar con el texto de su mismo libro mis aseveraciones.

Considera V. el gran sitio de Montevideo del lado de los sitiadores. Hace mofa de la Ilíada de la nueva Troya del Plata. Niega a sus defensores la representación de la libertad y la civilización, y a su defensa el carácter trascendental que los acontecimientos le han señalado en la historia. Pone por cuenta de la licencia práctica los degüellos de los sitiadores, de lo que como testigo puedo dar fe, asegurándole que fueron sin represalias por parte de la plaza. Por último, pone del lado de los sitiadores la razón del número por la razón del territorio dominado por sus armas. Es el criterio contemporáneo del campamento del Cerrito de Oribe. Según esto, Oribe era el derecho sostenido por la fuerza de la opinión del país —presidente legal vitalicio—, y debía lógicamente vencer, como representante de un principio superior que no encarnaban “los aventureros”, como los llama —aceptando implícitamente la calificación de Oribe—, que defendían dentro de las trincheras de Montevideo.

Hace V. el proceso biográfico, literario y político de Rivera Indarte, estigmatizándolo sin caridad desde su niñez y cargando las sombras sobre los accidentes de su inofensiva persona, a la par que se muestra benévolo con Mariño, a quien levanta sobre su contendiente y borra con la mano del redactor de la “Gaceta Mercantil” las “Tablas de Sangre” del redactor de “El Nacional”; de lo que resulta que las manchas de sangre de la tiranía desaparecen, y que Rosas no mató a nadie, como lo aseguró Mariño, o que mató bien y legalmente a los que mató. 

Presenta V. la mazorca como una asociación inocente “desempeñando el mero papel de comparsa en las festividades en honor a Rosas”, escudándola con los nombres expectables que figuraban en sus listas, y con esto la absuelve de las matanzas ejecutadas en abril de 1842, en las calles, por sus sicarios patentados, las que “se explican —me valgo de sus propias palabras (página 140)— como escenas de sangre que tuvieron lugar en Buenos Aires en abril de 1842, como venganzas personales, las más ejercidas en circunstancias anormales, en que el pueblo ineducado quería víctimas para alimentar sus rencores aguijoneados por un enemigo audaz, que inmolaba igualmente victimas en los altares de sus odios. Esas escenas (sigue usted hablando) eran obra de la propia intransigencia que la prensa de Montevideo contribuía a mantener, siendo cierto que Rosas puso un enérgico correctivo a esos atropellos incalificables, lo que no impidió que la prensa de Montevideo dijese que Rosas era el autor de esos degüellos por medio de la Sociedad Popular Restauradora, o sea la mazorca”. He ahí la teoría del furor popular, de la efervescencia popular de Rosas, explicada por excesos de enemigos, según usted, por los excesos de la palabra, contrarrestados por el puñal, por la ineducación del pueblo que se permitía matar a la luz del día, sin licencia y contra la voluntad del Restaurador de las leyes, ¡pregonando las cabezas de las víctimas como duraznos del mercado!

El asesinato de Florencio Varela es explicado por usted con los comentarios de sus asesinos, tomando el texto de un diario brasileño asalariado por Rosas, que ofrece a la posteridad “como ecos imparciales y levantados que dan pábulo a las conjeturas, pero que no descubren la verdad”. Según esos ecos, Varela fue asesinado por sus opositores domésticos dentro de Montevideo, es decir, por sus mismos correligionarios políticos disidentes. La conclusión a que llega por este camino es que “no es evidente que Oribe pusiera el puñal en manos de Cabrera y le ordenara que lo matase”, por cuanto el proceso se ha perdido, y porque, además, a estar al testimonio de personas que dice usted bien impuestas y que no nombra, de él resultaban los hechos no tal como el doctor Juan Carlos Gómez, que entendió en él, lo ha asegurado. Es, sin embargo, un hecho de solemne notoriedad que el proceso se perdió cuando Oribe pactaba con sus antiguos enemigos —o algunos de éstos con él—, y son públicas en Montevideo las declaraciones del asesino Cabrera, estando en la ciencia y conciencia de todos quién fue el asesino. 

Cuando el coronel Maza hace degollaciones en masa matando sin piedad ciudadanos inermes y prisioneros de guerra desarmados y capitulados, no es el sistema que representa y sirve la causa de estas bárbaras matanzas, sino el temperamento enfermizo o la monomanía sangrienta del ejecutor; lo que salva científicamente de toda responsabilidad a la colectividad política y militar a que pertenece, callando que la ley federal era no dar cuartel y matar prisioneros de guerra.

Llama V. traidores —y por varias veces— a los que combatieron y derribaron la tiranía de Rosas por medio de alianzas y coaliciones, buscando fuerzas concurrentes que al fin aceptaron los mismos federales que se alzaron contra Rosas. Olvida que el pueblo luchó cuarenta años contra su tirano salvando su honor con su resistencia; que Corrientes se levantó y cayó sola tres veces; que el sur de Buenos Aires, sin un solo soldado, se alzó como un solo hombre al grito de libertad; siendo estas dos revoluciones las más populares de que haya memoria en los fastos argentinos. Olvida que la revolución argentina la inició Lavalle con un puñado de hombres a pie, que recorrieron la República desde el Plata y sus afluentes hasta los Andes del oeste y del norte, atravesando el Chaco desierto, sin dejar de sublevar una sola provincia argentina cuando sus aliados los abandonaron, y regaron el territorio patrio con su sangre. Olvida hasta el martirio de los que prepararon el triunfo final, con su valerosa protesta cívica, olvidando la enseñanza de la parábola romana de que el primero que intentó doblegar la encina concurrió tanto o más a derribarla que el último pigmeo que lo consiguió merced a los esfuerzos de los que le precedieron en el empeño.

 

BARTOLOME MITRE (1821-1906), militar, periodista, escritor, estadista e historiador argentino, cuya personalidad y obra se vinculan, con títulos sobresalientes, a la vida nacional en sus aspectos más fundamentales. De una carta que enviara el 19 de octubre de 1887 al doctor Adolfo Saldías, acusando recibo de su libro “Historia de Rosas y de su época”, trascríbense los párrafos que se publican.