sábado, 29 de abril de 2023

Repatriación de los restos de Rosas - Debate

  REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

Antes de la realización de los comicios que consagraron al Dr. Carlos Saúl Menem como Presidente de la Nación, este había manifestado su intención, en el caso de resultar elegido, de promover la repatriación de los restos mortales del Brigadier Juan Manuel de Rosas.
Estas manifestaciones generaron polémicas en los distintos medios periodísticos, acerca de la conveniencia de concretar tal iniciativa, las que continuaron una vez que Menem, ya como Presidente, concretó su iniciativa.
Publicamos a continuación, varios artículos que aparecieron en el matutino La Prensa, durante los años 1988 y 1989, cuyos autores fueron los escritores Alfredo M. Agote Robertson y Juan Luis Gallardo (desde su columna Otrosi digo), generándose una interesante polémica.


 Publicado en el diario La Prensa el 6 de setiembre de 1988 

Un poco de historia
La repatriación de los restos de Rosas
Por Alfredo M. Agote Robertson


El doctor Carlos Menem ha resuelto, si accede a la Presidencia de la Nación, repatriar los restos del Restaurador. En un acto público realizado en La Rioja, afirmó que todavía le debemos una reparación, por lo que los restos del “padre de la soberanía nacional tendrán que venir... como corresponde a un hombre de bien, a uno de los grandes de la historia”, y para asesorarlo en la concreción de la iniciativa, designó al doctor José María Rosa a quien, en una nota publicada en “La Prensa” de agosto del '87, calificamos de ilustre iconoclasta, dado que en su afán de defender a Juan Manuel de Rosas, denigró sistemáticamente la figura de la mayoría de los próceres que los argentinos veneran, desde Moreno a Rivadavia y desde Sarmiento a Alberdi, tildando por último, de chapuceros, a muchos de los redactores de nuestra Constitución.
Con tal imparcial asesoramiento, es muy dudoso que el doctor Menem llegue a conocer los documentos, que sucintamente más abajo trascribimos, con los que se demuestra que Rosas carece totalmente de títulos, para ser tenido por un defensor de la soberanía patria, y esta nota tiene por objeto suplir a esa eventual omisión.

El ataque a la Escuadra nacional
El cónsul francés Washington de Mendeville, luego que los barcos de guerra de su país destruyeran la Escuadra Argentina, fondeada frente a Buenos Aires, escribe a París: “Rosas se empeñó ante el comandante de la estación (el almirante vizconde de Venancourt, de del apostadero galo en el río de la Plata, con asiento en las cercanías de Montevideo), para que se apoderase de los buques de la Escuadra Nacional, (que obedecían al gobierno del general Lavalle), y es sabido que en la triste noche del 29 de mayo de 1829, en plena paz con la Confederación Argentina, Venancourt asalta sus barcos, aprovechando que sus tripulaciones estaban descansando; incendia la “Argentina”, saquea la “General Belgrano”, libera los parciales de Rosas detenidos en el pontón “Cacique” y se lleva los restantes buques a su apostadero.
Rosas negó su intervención en el infame atentado, pero 20 años después, en la Asamblea Nacional Francesa, el diputado La Rochejaquelin, exhibió una carta que Rosas le había cursado a Venancourt, felicitándole por el éxito de su criminal acción (diciembre de 1859), y sugiriéndole hiciera lo mismo con la flotilla fondeada en el rio Paraná y “que se hagan al gobierno de Buenos Aires toda clase de hostilidades, poniendo, a la vez, a disposición del almirante, toda la carne fresca que necesiten sus tripulaciones”.

Pedidos de intervención extranjera
El ministro de Rosas, Manuel V. Maza, cursa el 6-6-1831 una nota al gobierno chileno, haciéndole saber: “que dada la situación del Ejército Argentino sería favorable para el mejor éxito de la campaña (contra el indio), que Chile anticipara al mes de diciembre su cooperación, internando sus fuerzas hasta los ríos Negro y Neuquén”, y tan imprudente invitación que importaba meter un ejército extranjero hasta el corazón de la Patagonia, no fue providencialmente escuchada por el presidente Bulnes, acosado por eventos políticos internos.
El 19-8-1830 Rosas cursa sendas notas a los jefes de los apostadero británico y francés requiriéndoles persigan la goleta “Sarandí” que, al mando del coronel Rosales, ha levado anclas para reunirse con Lavalle y solicita que cumplido el encargo se le entreguen barco y prisioneros. Refiere Isidoro Ruiz Moreno que los europeos tra
taron infructuosamente de satisfacer su pedido.

Consecuencias del bloqueo francés
En octubre de 1840 el ministro de Rosas, Arana, firma a bordo de la nave capitana francesa (a la que ignominiosamente tuvo que trasladarse en chalupa), con el almirante Mackau, el tratado de paz que pone fin a las hostilidades iniciadas a raíz del bloqueo de Buenos Aires en 1838 por el almirante Leblanc, y por él se accede a todas las exigencias del francés que, en aquella oportunidad fueron rechazados por el Restaurador: la supresión del servicio de milicias y el pago de una indemnización a los herederos de Bacle. Fuera de lo grotesco que resultan ser, por simple tozudez de Rosas, las causas de un incidente que se prolongó por más de dos años, más grotesco resulta aún su allanamiento tardío, dado que en el artículo referente al modo de fijar la indemnización a los familiares del tipógrafo Hipólito Bacle, fallecido en una mazmorra en Santos Lugares, se estableció que se designaría un árbitro por cada parte y en caso de disensión, un tercero que también sería designado por el gobierno francés.
Intento de vender las Malvinas 
Rosas cursa el 25-8-1838 una nota a Manuel Moreno, su ministro en Londres, en la que le encarga que, cuando la ocasión sea propicia, ofrezca a Gran Bretaña en venta las islas Malvinas, “haciendo una transacción pecuniaria que sería para cancelar el empréstito argentino”. (El de Baring Brothers, cuyos servicios estaban impagos), oferta que oportunamente calificamos de Trueque Pampa.
El 20-3-1844, es decir seis años después, ante la falta de respuesta de los británicos, Rosas le reitera al nuevo ministro Insiarte, haga otra tentativa. lo que evidencia el predicamento y la seriedad que daba a su iniciativa.
El concepto de soberanía
Esta enumeración pone de manifiesto que el concepto de soberanía no cabía en la mente del Restaurador. Nunca tuvo empacho en solicitar la ayuda extranjera, para resolver problemas vernáculos y le tenía sin cuidado, como hemos visto en los dos párrafos anteriores, la integridad del suelo patrio. Por esa razón, cuando el imperio del Brasil resuelve desmembrar el territorio de las Provincias Unidas ocupando el territorio Oriental y declarándole simultáneamente la guerra, Rosas, que era el único caudillo nacional que disponía de fuerzas militares organizadas, no solamente se desentendió del conflicto, sino que saboteó el alistamiento de los contingentes que desesperadamente el gobierno de Rivadavia trataba de realizar en la provincia de Buenos Aires, fomentando la deserción de los soldados y dándoles en caso de fuga asilo en sus estancias.
Probable explicación de la actitud de San Martín
San Martín, que residía en Boulogne Sur Mer, lejos de París, no conoció con seguridad la nota que Rosas cursó al almirante Venancourt que hemos mencionado, dado que falleció a los pocos meses que el diputado La Rochejaquelin la presentara en el recinto de la Cámara de la Asamblea Francesa. Asimismo, como tampoco pudo conocer su cobarde actitud en Caseros, donde se alejó del campo de batalla al primer amago de la derrota, dejando librada a su suerte su ejército y la ciudad que custodiaba —actitud que según el doctor Raúl de Labougle, estaba penada por los reglamentos militares vigentes, con la pena infamante de fusilamiento por la espalda—, para refugiarse en un barco inglés, es muy dudoso, de ser así que le hubiera dejado en legado su sable, como premio a la supuesta altivez, con que supo enfrentar las injustas pretensiones de las potencias europeas.

  Publicado en el diario La Prensa el 1° de setiembre de 1989 

Otrosi digo
El polvo de sus huesos
Por Juan Luis Gallardo


Muchos se precian de no adherir a ningún “ismo”. Por el contrario, en mi caso, he de confesar que soy adicto al nacionalismo, al franquismo y al rosismo. Confesión ésta que ya no ha de sorprender a mis lectores, si bien la primera vez que expresé mis simpatías por la figura de don Juan Manuel recibí de ellos unas cuantas cartas recriminatorias. Y aclaro esto de entrada nomás porque soy partidario de actuar por derecha, estando convencido de que así la gente puede llegar a entenderse, aunque mantenga posturas decididamente antagónicas, siempre que las mismas sean sostenidas honradamente. 
Sin pretender reiniciar la interminable polémica histórica entablada entre rosistas y antirrosistas, declaro que me cuento entre aquéllos por ver en Rozas a un patricio que supo ganarse el afecto del paisanaje, que impuso el orden en un país devorado por la anarquía, que con su largo gobierno cumplió una etapa indispensable para dar paso a la consolidación nacional, que se plantó con dignidad a las dos potencias más fuertes del globo, que extendió hasta las lejanas márgenes del río Colorado las fronteras de la patria, que presidió una administración cuya honestidad no pusieron en tela de juicio ni sus más tenaces enemigos, que mereció, en fin, recibir como legado el sable del Libertador, siendo derrocado por un ejército donde revistaban tropas extranjeras. Y a quien, como cargo más relevante, se le imputa haber transgredido lo que hoy llamaríamos derechos humanos, tema respecto al cual abrigo mis reparos, dada cierta experiencia que hemos adquirido en la materia y considerando los usos vigentes en aquella época,

SOLDAR ANTIGUAS FRACTURAS
Pues bien, si tal es mi opinión sobre Rosas, resulta natural que celebre la decisión de repatriar sus restos, contrariando la implacable profecía formulada por Mármol al respecto. Y se me hace que aun los antirrosistas recalcitrantes no deberían discrepar con esa decisión, pues por encima del juicio que nos merezca el personaje, es evidente que este fue un argentino destacado, cuya influencia marcó un período fundamental de nuestra historia, resultando al fin de cuentas una actitud más vale mezquina dilatar el ostracismo impuesto a sus despojos. Los grandes países han sabido asimilar los nombres de quienes, aún habiendo sido enconados adversarios entre sí o representando líneas de pensamiento absolutamente opuestas, ocuparon lugares preeminentes en el pasado compartido. Y cabe suponer que esa característica de los grandes países es una de las que les permitieron llegar a ser grandes.
Por otra parte, estimo adecuado el momento elegido para devolver a su tierra los restos del viejo caudillo.  Porque es que ello ocurrirá dentro de un marco de pacificación nacional, de convergencia entre sectores de la sociedad que se estuvieron mostrando los dientes durante décadas. De manera que, en vez de aparecer la repatriación como una revancha, como un desafío irritativo, configura otro gesto encaminado a soldar antiguas fracturas, a reconciliar bandos enfrentados.
Luego de asentar cuanto hasta aquí he expuesto, a fin de definir mi posición en forma inequívoca, me permitiré ahora terciar en una controversia que, según me dicen, divide opiniones en el seno de la comisión encargada de ejecutar la decisión de  traer desde Inglaterra los huesos de don Juan Manuel. Y, lo reitero, se trata la mía de la postura de un rosista, aunque alguno pudiere pensar lo contrario, a poco que avance en la lectura de esta nota.

EL DESTINO FINAL DE LOS RESTOS
Dicha controversia se referiría al lugar donde han de reposar esos huesos ilustres. Se inclinarían unos por la catedral metropolitana y otros por la tumba familiar en la Recoleta. Personalmente me sumo a los últimos y aportaré seguidamente las razone que fundan mi opción.
En la catedral se encuentra el mausoleo del general San Martín. Y afirmo que ningún otro debe haber allí. Hay consenso al considerar a San Martín el Padre de la Patria, colocándolo en un plano levantado, más allá de las polémicas y objeciones. El reconocimiento respecto al Libertador es unánime y a nadie se le ocurriría siquiera imaginar en la Argentina un debate entre sanmartinianos y antisanmartinianos.
Si Rosas fuera llevado a la catedral, compartiendo así dicho ámbito con San Martín, protestarán enseguida los antirrosistas, reclamando que, para restablecer el equilibrio, sean trasladados al mismo lugar le restos de Urquiza, o de Lavalle, o de Florencio Varela. Y una vez iniciada esta competencia póstuma, alguno sugerirá que en el sagrado recinto, no podrán faltar las cenizas de Saavedra –presidente de la Primera Junta-, generándose así la necesidad de balancear la cosa mudando el cadáver de Moreno. Luego serán Mitre y Peñaloza, Wilde y Estrada, Irigoyen y Uriburu. Hasta desembocar en un reclamo respecto a los restos de Perón, que dará lugar a otro referido a los de Lonardi o Aramburu. Con lo cual la iniciativa de depositar junto a San Martín los huesos de Rosas será el inicio de multiplicadas disensiones y airados enfrentamientos a menos que se admita trasformar el templo en uns necrópolis multitudinaria. 
Me congratulo, entonces, por la repatriación de los restos de Rosas. Pero entiendo que éstos no deben colocarse en la Catedral, sino en la Recoleta, según deseaba Manuelita.
Otrosí digo: Si fueran motivos de seguridad los tenidos en cuenta para optar por la catedral, pues los cementerios públicos han sido pródigos en profanaciones, el problema se solucionaría apostando dos soldados frente a la tumba familiar. Dos soldados de ánimo entero; que no crean en fantasmas ni aparecidos.


  Publicado en el diario La Prensa el 16 de setiembre de 1989 

Anverso y reverso
El polvo de tus huesos
Por Alfredo M. Agote Robertson

Con idéntico título, Juan Luis Gallardo, en una nota en “la Prensa” del 31/8/89 (en realidad el 1/9/89), se declara admirador de Rosas y funda su posición en los siguientes argumentos:

I La adhesión del “paisanaje” de la Provincia a su régimen.

II La imposición de la paz y el orden, en la Confederación.

III La altivez de su conducta, frente a las potencias europeas.

IV Su campaña contra los indios.

V El legado del sable de San Martín.

VI Su correcto manejo de los dineros públicos.

VII No obstante, tiene reparos al tratar los derechos humanos de analizarlos allí, ya que abriga dudas respecto “...a los usos vigentes en aquella época”.

Punto I — Adhesión del “Paisanaje”. Le sugiero a Gallardo, lea la obra “Rosas”, del historiador inglés John Lynch, (EMECE 85), en la que el autor, utilizando documentación de los archivos de su país dedica un largo capítulo para determinar cuál era la condición política y social del habitante de la pampa bonaerense, llegando a la conclusión de que era semejante a la de un siervo del período medieval. Estaba pegado al lugar de su nacimiento y su subsistencia dependía del señor feudal de su hábitat. No podía moverse sin una “Boleta de Conchavo”, y si lo hacía era aprehendido como “Vago” por el comisario o juez del lugar, quienes podían, después de una azotaina, enrolarlo o destinarlo al servicio de fronteras. Como Rosas era enemigo de la instrucción elemental que conduce a “... la vagancia o el crimen”, se le mantuvo en la más absoluta ignorancia. Pese a que la tierra se vendía en leguas, jamás se le ocurrió asentarlo en la parcela donde levantaba su mísero rancho. Como consecuencia del sistema, el gaucho era mantenido en la miseria y con escasas posibilidades de poder constituir una unidad familiar estable.

“Orden y paz”

Punto II — El orden y la paz de la Confederación. De hecho, y salvo el breve período que corre desde el momento que entra a gobernar el país con mano férrea en abril de 1835, hasta marzo del ’38, la Confederación estuvo en guerra hasta las vísperas de Caseros. El modesto bloqueo del almirante Leblanc, de Buenos Aires, en esta última fecha, traería imprevistas y graves consecuencias. El galo exigía la supresión del servicio de milicias que sorpresiva e inexplicablemente había resuelto Rosas, imponer a los residentes franceses (en momentos en que habían cesado las luchas civiles y que no había amenazas de invasiones de indios), y una indemnización para los familiares del tipógrafo Bacle que había fallecido, a raíz de los maltratos recibidos en una mazmorra en Santos Lugares. Rosas, rechazó ambas exigencias (aunque dos años más tarde las aceptaría agravadas), y entonces el francés buscó un aliado en el río de la Plata y lo encontró en el caudillo oriental Fructuoso Rivera que quería desalojar de la presidencia de su patria, al general Manuel Oribe, dilecto amigo del Restaurador. Los unitarios y expatriados, ayudaron a Rivera, a derrocar a Oribe, quien se refugió al lado de Rosas, y él lo tituló presidente perpetuo del Uruguay.

Luego consiguieron la ayuda económica y naval de los franceses, para llevar a suelo porteño una intervención armada y el 5/10/40 Lavalle desembarca en San Pedro, sus 2.800 legionarios.

Sincronizadamente con la tentativa de Lavalle, se sublevan los hacendados del Sur de la provincia, en Dolores y al poco tiempo, las provincias norteñas de Tucumán, Salta, Catamarca y La Rioja; tentativas todas, fueron ahogadas en sangre, por los tenientes de Rosas y las cabezas o restos de Avellaneda, Vilela, Casteli, Cubas y Acha, lucen en las plazas o a la vera de los caminos. Pero Rosas vencedor, no quiere la paz. Ahora tiene que ayudar a su amigo Manuel Oribe, a quitarle el sillón presidencial a Rivera. Y a ese efecto le “presta” las tropas nacionales que ascienden a más de 12.000 plazas y con su ayuda el general extranjero que las manda, derrota a Rivera, en diciembre del '42, en Arroyo Grande y luego de masacrar todos los prisioneros cruza el río Uruguay y pone sitio a Montevideo que está defendida por los pocos emigrados argentinos que se salvaron de las hecatombes y los dispersos de los enfrentamientos militares. Y allá estará soterrada frente a sus muros, por casi una década el “paisanaje” que, según Gallardo, tanto amor le tenía a Rosas, carne de cañón, para que dos caudillos orientales, diriman sus diferencias. Pero, las consecuencias de aquel modesto bloqueo inicial de Leblanc, no quedaron ahí.

Los anglofranceses, que tienen negocios con Rivera, resuelven defenderlo y desconocen el bloqueo que Rosas le ordena al almirante Brown haga a Montevideo. Resultado, captura ignominiosa y sorpresiva de la Escuadra Nacional, que tiene su artillería desarmada, por orden del propio Rosas; posterior forzamiento de Obligado; paz victoriosa con las potencias, pero sin por ello dejar de combatir en el Uruguay.

Y a este relato le llama Gallardo, “el orden de Rosas”. Y por razones de brevedad, no hemos mencionado las masacres federales de las batallas de Pago Largo y Vences, ni el triunfo de Paz, en Caá Guazú, ni para broche de oro, la lamentable guerra que Rosas —por inspiración del presidente Portales de Chile, que veía con inquietud el agrandamiento territorial de Perú—, le declaró a Bolivia y que coneluyó con la derrota de las armas argentinas, a pocos kilómetros de La Quiaca.

Punto III — Ya he mencionado en párrafos anteriores, la hostilidad de las potencias a Rosas y el infame apresamiento de la escuadra, por sus marinerías, al estar descargada su artillería, por orden del propio Rosas, hecho que le hacía verter amargas lágrimas al ilustre almirante Brown, que en una célebre carta se lamentaba que sus tripulaciones “siendo valientes por los hechos de la historia, se encontraran rendidos, sin haber combatido!”

Destino de las rentas

Punto IV — Rosas rendía cuenta, hasta el último centavo, de las rentas que recaudaba. Pero, ¿en qué las gastaba? No sólo nunca gastó un centavo en la creación de una entidad de bien público, sino que destruyó todos los institutos, universidades, colegios y escuelas heredadas de Mayo y Rivadavia, suspendiendo sus estipendios a profesores y maestros, en tanto que sostenía un formidable ejército de cerca de 20.000 plazas, la mitad del cual estaba en el Uruguay y cuyo sostenimiento, tal como se indicó, costó a Buenos Aires ingentes sumas de dinero, por una década, a la par que despoblaba la campaña, con el envío de nuevas levas. ¡Y esta sangría, se mantuvo hasta la víspera de Caseros!

Punto V — La campaña contra el indio. Efectivamente cabe destacar ese hecho, que ensanchó las fronteras de Buenos Aires, dado que Rosas llegó hasta las orillas del río Negro. Los sucesivos acontecimientos políticos, que se sucedieron después de 1835, hicieron que se perdieran los beneficios obtenidos y fue a Roca a quien le cupo dar un corte definitivo al problema indígena.

El sable de San Martín

Punto VI — El legado del sable de San Martín. El Libertador le legó su corvo, en premio a la altivez con que había defendido la Soberanía Nacional, pero cabe preguntarse si habría mantenido igual actitud, en el caso de haber conocido los dos siguientes hechos:

1°) Su invitación al almirante francés vizconde de Venancourt, jefe del Apostadero Naval, en el río de la Plata, con estación en Montevideo, de destruir la Escuadra Nacional, fondeada frente a Buenos Aires y que obedecía a Lavalle, lo que aquél hizo en plena paz y sorpresivamente, en la triste noche del 21 de mayo de 1829, destruyendo sus dos barcos de mayor porte, liberando los parciales de Rosas, detenidos en el pontón Cacique y llevándose las restantes unidades a Montevideo. Rosas aplaudió esa vergonzosa acción, en una célebre carta que recién cobró estado público 20 años después, en el recinto de la Cámara de Diputados francesa, por boca de La Rochejaquelin. En ella, el Restaurador lo felicita pos su infame acción; le sugiere haga lo mismo con la escuadrilla del río Paraná; le pide que acose a los barcos de la República y le ofrece carne fresca para sus tripulaciones.

2°) Su oferta a Gran Bretaña, de cederle en propiedad las islas Malvinas, a cambio de la cancelación del empréstito de Baring Brothers, cuyos servicios estaban impagos. La primera oferta se hizo el 11/11/38 y la segunda el 1/3/42, pero la vergonzosa intentona, sólo cobró estado público en 1888, cuando la dio a conocer Pedro Agote, presidente del Crédito Público Nacional.

San Martín debió seguramente ignorar la carta de Rosas, dado que ella fue dada a conocer en diciembre de 1849, pocos meses antes de su fallecimiento, cuando vivía alejado de París, en Boulogne Sur Mer. Por obvio tampoco supo del asunto Malvinas. Además dudo que hubiera aplaudido su cobarde actitud en Caseros.

Singular aplicación de los derechos humanos

Punto VII — Derechos Humanos. Ante todo, cabe hacer una mención de suma importancia. En tanto que los jefes federales, sin excepción, degollaron sus pares opositores y masacraron todos los prisioneros en Faimailá, San Calá, Catamarca, Arroyo Grande, Pago Largo y Vences, tanto Paz en La Tablada, Oncativo y Caa Guazú, como Lavalle, pese a sus bravuconadas, en El Yeruá y la captura de Santa Fe, nunca fueron imputados de semejante crimen. Más aún, cabe recordar que Lavalle, después de la última acción, liberó al general Eugenio Garzón, defensor de la plaza y con un ayudante se lo envió a su adversario, el generan Manuel Oribe, que retribuyó la atención, haciendo lancear al mandatario.

Para concluir, le sugiero a Gallardo, lea el capítulo sobre el Terror, de John Lynch, que es un analista imparcial de los hechos que relata. Pese a algunas omisiones, como el asesinato de los ancianos sacerdotes Manuel y Felipe Frías, que habían sido previamente torturados en Santos Lugares, y del padre Francisco Solano Cabrera, su lectura le resultará ilustrativa. Asimismo le rogaría me hiciera llegar, para mi archivo, con los nombres de una decena de víctimas federales, las circunstancias de sus muertes, con la exclusión, por obvio, de Dorrego y de Quiroga, cuya muerte, para muchos historiadores, debe imputarse a Rosas.

 Publicado en el diario La Prensa el 22 de setiembre de 1989 


Otrosi digo
De tales polvos tales lodos
Por Juan Luis Gallardo


El 31 de agosto (en realidad el 1° de setiembre) publiqué aquí una nota que titulé “El polvo de sus huesos”, en alusión la implacable profecía estampada por Mármol con respecto a los restos del brigadier general don Juan Manuel de Rosas, cuya inminente repatriación trasformará aquélla en un anuncio fallido. El 16 de septiembre, también en esta página, don Alfredo Agote Robertson publica otra nota, enderezada a rebatir la mía, que titula de modo casi idéntico: “El polvo de tus huesos”. De modo que estas derivaciones polémicas vendrían a ser algo así como los lodos de tales polémicos polvos, digamos.
Agote me adelantó el texto de su artículo, que entendí yo aparecería como Carta al Director. Y le respondí con una esquela que, al hacerse público el trabajo de mi oponente, estimo oportuno difundir y que decía así: “Estimado lector - Desde que apareció mi nota sobre la repatriación de los restos del Restaurador aguardaba la carta que usted —fatalmente— enviaría al diario para rebatir mi elogio de don Juan Manuel. Ello por cuanto conozco la tarea que desarrolla para desacreditar su memoria, admirable en cuanto a tenacidad se refiere. Como ni usted ni yo somos historiadores, carecería de sentido enzarzarnos en una polémica histérica que otros, con títulos muchos más valederos que los nuestros, mantienen encendida desde hace más de un siglo sin lograr ponerse de acuerdo. Con un agregado aún: tengo para mí que el rosismo y el antirrosismo responden a un modo de ser, razón por la cual los argumentos, datos, fechas y circunstancias, casi nunca ha determinado que alguien cambiara de bando. Salvo el caso de don Carlos Ibarguren —abuelo de mi mujer—, que comenzó a escribir su biografía de Rosas no siendo rosista y la concluyó como tal, ganado por la atracción del personaje cuya vida estudiaba. Le agradezco no obstante la deferencia que implica su empeño en sacarme del error, aunque mi contumacia la haya tornado estéril. Reciba usted un cordial saludo”.
Mantengo cuanto expresara directamente a Agote Robertson, pues así creo que son las cosas nomás. Sin embargo, a fin de no otorgar algo por vía del silencio, ampliaré un poco mi carta transcripta.

Los términos de la nota
En primer término he de recordar que en la nota mía que sulfuró a Agote no fue su tema central la exaltación del caudillo porteño sino que, por el contrario, señalaba mi disconformidad con el proyecto de depositar sus restos en la catedral metropolitana, procurando de ese modo remover un motivo de controversia y disensión entre argentinos: Claro que, para conferir mayor peso al alegato, invocaba mi calidad de rosista. Y esta circunstancia, tendiente a reforzar un aporte a la concordia, vino a avivar el ánimo de controversia y los propósitos de disensión que abriga mi contradictor, decidido por lo visto a que los argentinos nos sigamos tirando por la cabeza con tarros y citas hasta vaya uno a saber cuándo.
Incluso, al explicar mi rosismo, elegí con cuidado argumentos casi unánimemente reconocidos por gente ecuánime: la adhesión del paisanaje al Restaurador; el orden que impuso en la Confederación; la dignidad de su conducta frente al invasor extranjero; su expedición al río Colorado (no al Negro, como dice Agote); haber merecido que San Martín le legara su sable; la intachable honestidad de su administración. Y hasta soslayé el aspecto referido a lo que hoy llamaríamos derechos humanos, recordando eso sí que por aquellos tiempos nadie se andaba con chiquitas. Las pormenorizaciones de Agote Robertson estimo no aparecen suficientes —aun en el supuesto de ser exactas— para invalidar ninguno de los puntos en que fundé mi adhesión a Rosas, que resultan prácticamente axiomáticas.

Contrarréplica
¿Se puede negar en efecto que los paisanos de Buenos Aires fueran rosistas? Agote cita a John Lynch; yo lo remito a don Roberto Cunningham Graham, que confirma la subsistencia de ese sentimiento, muchos años después de caído don Juan Manuel. ¿Se puede negar que Rosas pusiera orden en el país y que éste conociera un largo período de paz durante su gobierno? Señalo al pasar que la calle Buen Orden se llamó así porque por ella entraron los Colorados del Monte para poner fin a la anarquía en que se vivía. ¿Cabe admitir que San Martín estuviera reblandecido al momento de escribir que deja a Rosas su espada “como prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las es pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”? En cuanto a las ventajas que derivaron de aquella expedición al río Colorado, no quedan disminuidas en un ápice por el hecho de que, años después, el general Roca completara definitivamente la obra, iniciada por los españoles y seguida por Rosas. Por último, en lo que hace al manejo de los dineros públicos por parte de éste, ni Agote se atreve a negar su pulcritud. Sólo intenta empañarla señalando que con fondos argentinos se mantenían tropas que operaban en la Banda Oriental. Como si la situación del Uruguay resultara ajena a la Argentina.
Dice Agote que los enemigos de Rosas no incurrieron en excesos referidos al punto derechos humanos, dejando de lado el fusilamiento ilegal de Dorrego, que no es poco dejar de lado. En este aspecto me remito al libro “Las otras tablas de sangre” de Font Ezcurra (en realidad el autor de ese libro es Ezcurra Medrano), pues resulta ilustrativo. E invoco la memoria del coronel Martiniano Chilavert. No puedo en cambio mencionar a cada uno de los soldados ahorcados en Palermo después de Caseros, porque la crónica no registró sus nombres.
Otrosídigo: que invito al señor Agote para que considere la actitud asumida por el doctor Menem cuando, días pasados, rindió homenaje a Sarmiento, expresando no obstante —con lealtad y franqueza— que era la primera vez en su vida que lo hacía. Es un buen ejemplo si de alcanzar la unión nacional se trata.

 Publicado en el diario La Prensa el 29 de setiembre de 1989 


Otrosi digo

La intolerancia de los tolerantes

Por Juan luis Gallardo


Al día siguiente de aparecer esta nota llegarán al País los restos del gobernador de Buenos Aires, brigadier general don Juan Manuel de Rosas. Arribarán en un avión de la Fuerza Aérea, del cual Pasarán a una Nave de la Armada, para ser colocados luego en una cureña del Ejército que los conducirá a la Recoleta. Se les rendirán honores y el presidente de la República pronunciará un discurso alusivo. De tal modo quedará cumplida la voluntad del difunto, quien puso como condición que, si alguna vez, sus cenizas volvían al solar patrio, deberían ser recibidos del modo que cuadra a quien desempeñara el alto cargo que invistiera en la Confederación. 
Como soy rosista, es natural que este reconocimiento de la Nación al caudillo porteño me llene de emoción y comprometa mi gratitud para con el gobierno que lo ha hecho posible.
Don Manuel Bonifacio Gallardo, tío tatarabuelo mío, fue unitario acérrimo, dirigió sucesivos periódicos que atacaron a don Juan Manuel hasta que el combativo periodista tuvo que exiliarse. Y también desciendo de don Sixto Quesada, guerrero de la Independencia muerto por la Mazorca, Lo cual no impidió que en casa fuéramos partidarios de Rosas, tal como lo fuera don Juan Pedro Esnaola, otro tío tatarabuelo, autor de la versión actual del Himno y de varias composiciones musicales dedicadas al hombre fuerte de Palermo: el chaleco punzó de den Juan Pedro lo conservaba el hermano mayor de mi padre, que era antirrosista.
Análogos cruzamientos de sangres federales y unitarias se registran en tantas y tantas familias argentinas con arraigo. Lo cual no obstó para que aquí la división entre los bandos se mantuviera enconadamente, un siglo y medio después de ocurridos los sucesos que aún se procura interpretar como si fueran noticias de la semana anterior.

La acción del revisionismo
La historia oficial anatematizó casi unánimamente la memoria del Restaurador ya que, también casi unánimemente, fue escrita por sus enemigos y, además, en ocasiones se hizo de ella un instrumento político, tal como ocurre frecuentemente. De allí que, cuanto algunos la pusieron entela de juicio, iniciando su revisión, saltaran a la palestra encendido el ánimo polémico, revoleando documentos y argumentos como quien revoleara una tacuara. Y los adversarios suyos, abroquelados en sus ciudadelas académicas, respondieron con nutrida metralla, dispuestos a que se conservara indemne la versión histórica consagrada.
El revisionismo hizo camino. Hasta el punto que, más alá del debate erudito, caló hondamente en el sentimiento popular y, días pasados, una encuesta difundida por los medios de comunicación señalaba que el 85 por ciento de los consultados se pronunció a favor de a repatriación de los restos de Rosas.
Pero esto no era así allá por los años de mi niñez, aún no excesivamente remota. Los chicos que nos definíamos como rosistas (sin mayores elementos de juicio, es verdad, pues lo hacíamos de ese modo tal como nos manifestábamos adherentes a un cuadro de fútbol), debíamos ajustarnos, no obstante, a las pautas aceptadas para rendir con posibilidades de éxito nuestras lecciones de historia. Mientras, subrepticiamente, adornábamos con lápiz colorado algún detalle de la ilustración que mostraba a Rosas en el “Manual del Alumno”. Ello quizá sirva para explicar la alegría que hoy nos invade, Alegría ésta que no excluye una dosis de incredulidad, ya que aún nos cuesta creer llegárabamos a presenciar.
Pero a lo que voy es a lo siguiente. Atemperado el hervor de las primeras embestidas reivindicatorias del revisionismo, instalada en las mayorías la adhesión al Restaurador, los rosistas no hemos salido a tomarnos una revancha que entendemos mezquina. Junto con el alborozo ocasionado por la reparación de lo que considerábamos una injusticia, no salimos a vituperar la memoria de los adversarios de Rosas. No insultamos a Lavalle ni vejamos a Urquiza, a Paz lo dejamos en paz y no embestimos contra los Varela. El presidente, como lo recordaba en mi última nota, rindió homenaje a Sarmiento, confesando que lo hacía por primera vez en su vida.

Atenuar los ataques
Desde la otra vereda, sin embargo, no ocurrió lo mismo, Con muy honrosas excepciones, la misma intolerancia que campeaba en los programas de estudios cuando yo era chico ha vuelto a hacerse presente y quienes la exhiben son, paradojalmente, liberales que preconizan la tolerancia y se presentan como campeones de la libertad de pensamiento. Curiosamente, aquellos que celebran la frase sarmientina referida a que las ideas no se matan, aparecen dispuestos a liquidar toda idea que tienda a reconocer alguna virtud en don Juan Manuel de Rosas.
Así menudean las referencias al tirano sangriento, se lo muestra como un monstruo abominable, se le niega tozudamente haber poseído la más mínima cualidad, se pinta a su respecte un cuadro sin matices, reñido con los medios tonos que la historia objetiva utiliza para describir aquellas figuras que la transitan.
No pretendo convencer a mis contradictores. Y admito carecer de la maleabilidad suficiente para que ellos me convenzan. Pero les pido, eso sí, que atenúen el calibre de sus invectivas. Y que, en vez de utilizar los huesos de un gran argentino como combustible para avivar la fogata de las pasiones, circunscriban el debate al ámbito recoleto de la investigación, único apto para que, con el trascurso del tiempo y serenados los ánimos, surja de él una verdad fundada y compatible.
Otrosi digo: que la Argentina tendrá un gran futuro el día en que sus habitantes acepten solidariamente su pasado común.

  Publicado en el diario La Prensa el 30 de setiembre de 1989 

¿Sabía San Martín?
La soberanía nacional, la soberanía de Rosas y el terror
Por Alfredo M. Agote Robertson


El Libertador, legó su corvo a Rosas, en premio a la altivez con la que hizo frente a las injustas pretensiones de las potencias europeas.

Ahora bien, en una nota publicada en “La Prensa”, el 16 del corriente con el título de “El polvo de tus huesos”; me preguntaba si hubiera mantenido Igual actitud, en caso de haber conocido dos gravísimas ocurrencias del Restaurador, que a continuación reproducimos;

1) Su invitación al almirante Venancourt, jefe del apostadero galo en el Río de la Plata, con asiento en Montevideo, de destruirla Escuadra Nacional, fondeada frente a Buenos Aires, que obedecía, al gobierno de Lavalle, lo que aquél hizo en plena paz y sorpresivamente, en la triste noche del 21 de mayo de 1829, destruyendo las dos unidades de mayor porte, liberando los parciales de Rosas detenidos en el pontón “Cacique” y llevándose las restantes a su estación. Rosas aplaudió esa vergonzosa acción, en una célebre carta que recién cobró estado público 21 años después, cuando el diputado La Rochejaquelin la presentó en el recinto de la Legislatura de Francia. En ella, lo felicita por su infame acción; le sugiere que haga lo mismo con la escuadrilla del río Paraná; le pide que acose a los buques de la República y le ofrece carne fresca para sus tripulaciones.

2) Su oferta a Gran Bretaña, de cederle en propiedad las islas Malvinas a cambio de la cancelación del empréstito de Baring Brothers, cuyos servicios estaban impagos. La primer oferta se hizo el 11/11/1838 y la segunda, cuatro años más tarde, pero la vergonzosa intentona, sólo cobró estado público en 1869, cuando la hizo conocer Pedro Agote, presidente del Crédito Público Nacional...

“San Martín debió seguramente ignorar la carta de Rosas, dado que ella fue presentada a fines de diciembre de 1849, pocos meses antes del fallecimiento del Libertador, cuando vivía alejado de París, en Boulogne Sur Mer. Por obvio tampoco supo del asunto Malvinas. Además dudo que hubiera disculpado su cobarde actitud en Caseros”.

Hasta aquí, lo publicado. Pero después de revisar antecedentes históricos, me reafirme en la convicción de que San Martín solamente por defectuosa información pudo por un momento pensar que Rosas se preocupaba mucho por la soberanía de las Provincias Unidas.

Porque además de los dos afrentosos episodios que he mencionado puedo agregar los siguientes, de igual o peor gravedad:

3) Traicionó a su patria en el año 26, cuando teniendo estado militar no se incorporó al Ejército que el gobierno de la Confederación, reclutaba, para afrontar la declaración de guerra del Imperio, que pretendía desmembrar el suelo patrio; actitud agravada por el asilo que otorgaba en sus estancias a los desertores de las tropas que desesperadamente reclutaba Alvear, en la provincia de Buenos Aires.

4) Afrentó al Ejército Argentino cuando le puso al frente, para combatir a otros argentinos, a un general extranjero, con toda su plana mayor.

5) Afrentó la soberanía de su patria, cuando le solicito a los Jefes navales anglo franceses, persiguiesen, capturasen y trajesen devuelta al capitán Rosales que había escapado con la  goleta “Sarandí”, para reunirse con Lavalle.

6) Traicionó a su patria, cuando le cedió el Ejército nacional, al general oriental Manuel Oribe, para que llevado a suelo uruguayo, le ayudara a recuperar la presidencia de su país, que le había birlado su sempiterno enemigo, el general Fructuoso Rivera.

7) Afrentó, su país, cuando firmó en octubre del 40, el tratado de paz con Francia, que daba fin al bloqueo iniciado un par de años antes, y una de cuyas cláusulas establecía que, para fijar el monto de la indemnización debida a los familiares del tipógrafo Hipólito Bacle, se nombraría un árbitro por cada parte y en caso de disensión, un tercero elegido también por el gobierno francés.

8) Afrentó a los heroicos defensores de Obligado, devolviendo graciosamente a los británicos, luego de firmada la paz en el 47,los trofeos que con su sangre, había cobrado, y entre los cuales había una bandera de guerra

En resumen, puede afirmarse que el Restaurador no tenía formado concepto alguno sobre el significado y el alcance de la palabra soberanía, por lo que se manejaba con sus adversarios y con las potencias europeas, al impulso de sus necesidades coyunturales. Gallardo bien lo observó y por ese motivo en su nota aclaratoria, “Detales polvos tales lodos”, del 17 próximo pasado, se cuida bien de abordar el tema y lo da por no existente.

La soberanía de Rosas y el terror

Rosas es el soberano absoluto de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Luego que Quiroga, Benavídez, o el Fraile Aldao, Oribe, Maza y Pacheco, concluyeran con las veleidades de independencia de las provincias centrales y norteñas sus nuevos gobernantes descubrieron que sólo habían cambiado de patrón, puesto que sus subsistencias económicas dependían de la voluntad omnímoda del Restaurador, dueño de la Aduana de Buenos Aires y de la isla de  Martín García. ¡Es el Supremo Unitario!

Así lo reconoce entusiasmado el historiador rosista Vicente D. Sierra, cuando escribe  “...Rosas mantenía celosamente el control de los ríos Paraná y Uruguay, así como el de todos los elementos que directa o indirectamente, contribuían a hacer de la Confederación Argentina  una unidad de existencia y destino, con unidad de potencia...”

Lá tiranía implantada por Rosas en Buenos Aires tiene dos instancia bien definidas. La primera iniciada en diciembre de 1829, que durará tres años y en cuyo trascurso adquirirá los conocimientos necesarios para gobernar el Estado al tiempo que aprovechará la oportunidad para saldar en sangre algunas cuentas viejas, y la segunda. Qué el Restaurador sabe será ininterrumpida, en abril del 35, ya que  para entonces dispondrá de los más amplios poderes que pueden otorgarse al Supremo mandamás.

  El 12 de diciembre de 1929, como se señaló más arriba, Rosas reemplaza a Viamonte, que ha tratado de gobernar ecuánimemente, pese a ser continuamente hostigado por éste, y en su ausencia, por los matones a sueldo de Doña Encarnación. Y entonces, sorpresivamente, el clima de tolerancia impuesto por su predecesor cambia radicalmente. El primer acto del flamante mandatario, es asesinar al sargento mayor Montero, que se negó a incorporarse a sus fuerzas, cuando combatía a Lavalle. Cabe recordar que Montero era indio sin instrucción, que había combatido valientemente en Maipo, Chacabuco y Cancha Rayada. Rosas lo manda llamar y le entrega una supuesta carta de recomendación, para su hermano Prudencio, en la que le escribe, que fusile al portador, en el acto.

La muerte de Montero produjo honda conmoción y en la Legislatura se pidieron explicaciones a su ministro de gobierno, sin duda alguna, la última oportunidad en que esa Asamblea se animó a pedirle cuenta de sus actos. En mayo del 31, llega la noticia que Paz ha sido capturado y está preso en Santa Fe y Rosas resuelve completar la faena. En Río Cuarto están detenidos una decena de oficiales de su ejército, que se rindieron con expresa salvaguarda de sus vidas. So capa de tenerlos a mejor recaudo, solicita su entrega, y a su arribo a San Nicolás los hace fusilar. La orden que le dirige al coronel Rivero es de factura típica: “Los ejecutará Vd. en dos horas y no se admite ninguna petición, ni súplica del pueblo, ni otra contestación que el envío de haber cumplido con ella, bajo apercibimiento de ser Vd. sacrificado con igual precipitación”. Y como no cabía ninguna “petición ni súplica”, es fusilado con su padre, el teniente Motenegro, ¡un hijo suyo de doce años!

El mandato de Rosas concluye y la Legislatura le ofrece nuevamente el cargo, pero sin las facultades extraordinarias, por lo que los rechaza. Le suceden entonces Balcarce y Viamonte, pero sus parciales les hacen la vida imposible. Encarnación le escribe: “No se hubiera ido Olazábal, Don Félix, si no le hubiera mandado gente de mi confianza, que le han baleado las ventanas, lo mismo que las del godo Iriarte y el facineroso Ugarteche”, y en otra de abril del 34 “…Tuvieron muy buen efecto los balazos que le hice hacer el 29, pues así conseguí se fuera a su tierra, el  facineroso canónigo Vidal”.

Y así las cosas, llega la noticia del asesinato de Quiroga. Las turbas federales, ya adoctrinadas, recorren la ciudad vivando a Rosas. La Legislatura, el 17 de marzo de 1835 decreta: "Se deposita la suma del poder público, en la persona del brigadier general don Juan Manuel Rosas. El ejercicio de este poder extraordinario durará, por todo el tiempo, que a juicio del gobierno, fuese necesario”. Pero Rosas se resiste; tarda doce días en contestar, para luego pedir un plebiscito, y al ser favorable el resultado (9.300 a favor y 4 en contra) acepta el cargo, el 4 de abril, “pese a tener la salud quebrantada y el daño a sus intereses”. Y entonces la “Gaceta Mercantil”, órgano oficial del nuevo régimen, hace pública la advertencia del flamante gobernador, a sus opositores: “Que de esa raza de monstruos, no quede ninguno entre nosotros y que su persecución sea tan tenaz y vigorosa, que sirva de temor y espanto, a los demás, que puedan venir en adelante”.

Euforia homicida

Y entonces se inicia la represión. Son dados de baja los oficiales que lucharon en el Pacífico y Brasil. Luego le llega el turno a los opositores, cuyos bienes son confiscados. Quien regula todo, es el propio Restaurador: ''...hacer espiar las casas de don Valentín Gómez y don Zenón Videla; poner en la cárcel al sujeto Manuel Ojeda, por la conversación que tuvo con la unitaria Marcelina Buteler”. Dispone de campos de reclusión en Santos Lugares y en Monte, y de una milicia que se llama la Sociedad Popular Restauradora, alias la Mazorca. Las matanzas o prisiones no respetan ni edad, ni sexo, ni estado eclesiástico o civil: “El Dr. Azcola, a la policía, don José Ma. Gallardo, el clérigo Agüero, todos a la cárcel”. El general John O'Brien, edecán de San Martín, que estuvo sin saber por qué, 7 meses preso en Santos Lugares y el tipógrafo francés Hipólito Bacle, dan cuenta del trato recibido. El primero sobrevivió, porque el cónsul inglés le envió su médico y le hacía llegar víveres. El segundo falleció. Y estas atrocidades estaban cada tanto mechadas con hecatombes, como el fusilamiento en la plaza del Retiro, en una sola mañana de 110 indios, de ambos sexos, mayores de 9 años, o el de los 57 “jóvenes distinguidos”, apresados en Arroyo del Medio, que fueron todos sacrificados en ese matadero.

Los yecinos de Buenos Aires vivían en el terror y los que se sentían amenazados huían al exterior, a Chile, al Brasil o a Montevideo, que vio triplicada su población. Rosas, que siempre tuyo ocurrencias festivas, como el de dar un tratamiento ignominioso a sus cinco esclavos, que hacían el oficio de bufones, o de hacer colocar en las rutas, en lugar de mojones, cabezas de degollados: "Que la cabeza de Manuel Elizague, vuelva al cementerio; que las cabezas de Florentino Cubillas, Manuel Rodríguez y Benito Bordá, sean colocadas a orillas del camino...”; o de obligar a sus seguidores a usar corte de cabello, patillas, bigotes o barba, además del atuendo, al estilo federal, simultáneamente con esas diversiones, destituía en un largo decreto a San Martín de Tours, por unitario, francés y súbdito del rey guardachanchos, de patrono de Buenos Aires.

Pero la euforia concluyó en el período que corre de octubre del ’40 a abril del ‘42. En esos terribles 19 meses, su paranoia homicida cobró ribetes espectaculares. Se asesinaba en las calles, en las casas, públicamente a los vecinos. En el Fuerte, en la policía, en Santos Lugares. Los cadáveres se exhiben colgados de los faroles, ensartados en la reja que circunda la Pirámide, o en un barril de brea, que al encenderse, romperá las tinieblas de la noche. Hay, quienes son degollados en las azoteas de sus casas, o sentados en la sala de su residencia…

Y un día, abruptamente, la matanza cesó. Muchos dijeron que ministro inglés le pidió a Rosas que la detuviera, lo que él, en un decreto público accedió, cargando a la justificada indignación popular su autoría. Posteriormente a esa fecha, los porteños hasta Caseros, vivieron sus mejores años de libertad y relajación, tanto, que muchos emigrados regresaron a su tierra natal y hasta se atrevieron a gestionar la devolución de sus bienes. El asesinato de Camila O'Gorman constituyó una excepción y fue el simple fruto de su avasallante y vanidosa paranoia. Quien se regodea viendo su retrato arrastrado en un coche por distinguidas matronas, o colocado en los altares, pudo creerse con derecho, a substituirse a la justicia de Dios.


 Publicado en el diario La Prensa el 6 de octubre de 1989 


Otrosi digo

Crónica federal

Por Juan Luis Gallardo


En una carta que le mandé a don Alfredo Agote Robertson le decía que ni él ni yo somos historiadores. Y se me ofendió por eso, considerándolo una impertinencia pues, según afirma, parece que es historiador nomás, aunque no haya publicado libros de historia.
En cambio, yo no soy historiador y lo reconozco. Ni siquiera dragoneo de idóneo en la materia, como eran los boticarios de antes. Mis libros son novelas, poesía, algún estudio literario y una biografía que no me requirió investigación alguna, ya que un tío mío se encargó de reunir los documentos que utilicé para escribirla. Tengo, en todo caso, alguna capacidad de observación, buena memoria visual y cierta facilidad para narrar.
Por eso echaré mano a mis modestas cualidades para, gambeteando el debate erudito, contar lo que vi el domingo 1° de octubre de 1989, en Buenos Aires, cuando los restos de don Juan Manuel de Rosas retornaron a la ciudad desde donde el controvertido caudillo criollo gobernara con mano firme la Confederación Argentina durante un extenso período.
La trascendencia del acontecimiento me decidió a participar en el mismo personalmente, entendiendo que -viejo rosista- debía sumarme al gentío que habría de prestarle marco. Así, hube de alterar mis costumbres y reemplazar la misa dominical de once y media por otra que se celebrara más temprano. Cumplido el precepto, dejé mis pagos de San Isidro y enderecé para el centro.
No había terminado de estacionar el coche en Reconquista y Córdoba cuando, bajando por ésta, me encontré con el primer grupo de o que acudían a la cita, eufóricos, signadas sus solapas con cintas punzó. Muchos otros hallaría durante las horas siguientes sucediéndose los abrazos y las expresiones de regocijada incredulidad ante lo que vivíamos.
En Viamonte y Madero se había congregado una multitud rumorosa. Cuando llegué allí, comenzaron a sonar, secos e intermitentes, los cañonazos que saludaban el arribo del patrullero “Murature”, salpicando el cielo con blancas amapolas de humo. Las sirenas de los barcos surtos en la rada iniciaron su bronca sinfonía naval.

Los participantes
Entre la gente reunida la había de toda condición. Desde bullangueras barras del peronismo hasta algún ex revolucionario del '55. Y nos congratulamos con un sobrino de Agote Robertson, que vivaba al Restaurador. Flanqueado por la pueblada, el regimiento completo de Granaderos aguardaba el momento de sumarse al homenaje, inquietos sus montados, fragantes sus arreos, bruñidos bronces y aceros. Circulaban cadetes del Colegio Militar, con uniforme de salida, recibiendo manifestaciones de afecto solidario. Acaso esta espontánea confraternización entre el pueblo argentino y sus soldados haya sido una de las consecuencias tangenciales más importantes de esa fecha, alegre y peculiar.
Desde una radio portátil oímos el discurso del presidente, patriótico, conciliador, Pasó luego la cureña con el féretro, salpicado por claveles rojos el pabellón nacional que lo cubría. Hombres de pelo en pecho lloraban a mi lado. Tomamos por Alem, donde saludé a Manuel Anchorena. Mas jinetes que lo que haya visto reunidos en toda mi vida estaban alli estacionados: amén de los gallardetes que indicaban su lugar de origen, la diversidad geográfica se manifestaba en el tipo de estribos que llevaban, en el modo de colgar el lazo, en el largo de las colas de cada pingo.
Cubierta de público estaba la lomita donde se alza el monumento a Garay, multiplicándose la concurrencia en la plaza de Mayo, junto a la avenida Rivadavia. Nos abrazamos con el coronel Guevara y con un teniente de navío por el cual siento particular estima. Invitado por un funcionario subi al primer piso de cierto edificio oficial, cuyas ventanas oficiaban de palco privilegiado para observar el desfile interminable. Dos barbudos de pantalón y poncho empujaban un carrito donde habían instalado un busto desmesurado de don Juan Manuel. Había banderas en los balcones finiseculares de la avenida de Mayo, algunos de cuyos edificios —viejos hoteles— descubrí que estaban abandonados.
Otra concentración ocupaba la confluencia de dicha avenida con la 9 de Julio y, a lo largo de ésta, los asistentes flanqueaban todo el recorrido, aumentando su número en las proximidades del Obelisco. La banda del Colegio Militar tocó el proverbial “Kilómetro 11” a la altura de Sarmiento: un jinete, al compás del chamamé, hizo bailar su caballo. La gente aplaudía. Varias cocinas de campaña habían termina o de distribuir el “chocolate federal” ofrecido al público.

En la Recoleta
Alguien, vaya uno a saber quién, impidió el paso de los paisanos en Callao y Libertador, de manera que aquéllos no pudieron llegar hasta la Recoleta. Allí, la emoción subió de tono, hasta alcanzar su punto culminante cuando el ataúd, llevado por soldados, atravesó el portalón del cementerio. Mi amigo, el padre Alberto Ezcurra, pronunció una oración apasionada en el peristilo, recibida por un aplauso cerrado. Las únicas silbatinas de la jornada estuvieron dedicadas a Carlos Grosso y a Cafiero, mucho más intensa la primera que la segunda. Cuatro aviones Mirage pasaron en rauda formación. Un gran cartel recordaba la Guerra de las Malvinas y hubo vivas a Seineldín.
Cuando los restos del brigadier general quedaron, por fin, depositados en tierra argentina, todos tuvimos la impresión de que en el país se clausuraba una larga etapa y comenzaba otra, signada por la esperanza.
Otrosí digo: que el rojo que tiñó la marcha contra el indulto organizada por la izquierda era absolutamente diferente al que pintó la ciudad en ocasión del regreso de Rosas. De donde cabe inferir que no siempre el rojo es igual al rojo. Curiosidades cromáticas.