sábado, 15 de abril de 2023

Sitio de Montevideo - La nueva Troya - Alejandro Dumas

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

El artículo que a continuación publicamos, originariamente apareció en la revista  Temas y Fotos, en el año 1990, siendo incluida también en el libro La Novela de la Historia, editado por Argencard SA en el año 1992.

Juan Manuel Besnes e irigoyen
Vista de oeste de la Ciudad de M. V. sacada del mirador
de la casa de D. Juan M. Pérez 1848
Pintura de Juan Manuel Besnes - Museo Históico de Montevideo

La nueva Troya
EL SITIO DE MONTEVIDEO

Durante siete años, Europa vivió pendiente de lo que ocurría en el Plata. Flotas de medio mundo navegaban nuestro río. Brown y Garibaldi cambiaban cañonazos. Alejandro Dumas reinventaba la guerra. Tiempos de muerte, heroísmo y fábula en los que la suerte del combate se decidía tanto en batallas como en los salones de París.

Los historiadores de distintos bandos no se pondrán nunca de acuerdo. Pero quienes sigan el laberinto de peripecias del sitio de Montevideo, desde el 16 de febrero de 1843 hasta el 8 de octubre de 1851, encontrarán en todos los testimonios un aura romántica y novelesca que aún despierta la pasión y la fantasía como lo hizo en aquellos tiempos. La figura de Alejandro Dumas, el mayor creador de aventuras del siglo diecinueve, tiene mucho que ver con eso; su novela La nueva Troya, que defiende a ultranza la posición de la pequeña capital del Plata, contribuyó a hacer de esa guerra verdadera un relato tan fascinante como el de Los tres mosqueteros.

EMPIEZA LA TRAGEDIA
La suerte de Montevideo convulsionaba a Europa. El sitio había empezado después de la batalla de Arroyo Grande, perdida por el general Rivera, aplastado por Oribe. Seis mil soldados se retiraron a través de la campaña uruguaya para proteger el éxodo de las familias espantadas por las matanzas y los incendios, hasta el abrigo de los muros de Montevideo.
Para la opinión internacional, en un bando estaba la barbarie representada por Oribe y su aliado Rosas; en el otro, la causa de la libertad, de la cultura, defendida por militares como el general Pacheco [Melchor Pacheco y Obes] y José Garibaldi. Entre ambos rivales, dispuestos a sacar partido de la situación, estaban los franceses y los ingleses.
Las noticias del sitio llegaron a Alejandro Dumas a través de relatos familiares que permitieron al escritor pintar un cuadro de civismo exaltado: “Las mujeres cuidan los heridos y se ocupan de las vestimentas de las tropas; los ancianos vigilan la ciudad y, durante los días de lucha, los niños abandonan las escuelas para llevar cartuchos a los combatientes”
El marco en que se desenvolvían las operaciones era imponente. Aguas afuera de Montevideo anclaban cientos de barcos de guerra: las flotas expedicionarias francesa e inglesa; las flotas de observación brasileña, norteamericana, española, portuguesa, sarda. Sin hablar de la flotilla uruguaya, al mando del intrépido Garibaldi, que remontó el Uruguay y sus afluentes y peleó con éxito contra Guillermo Brown.
En sus Memorias, el italiano recuerda afectuosamente a su enemigo: “Al abandonar el servicio de Rosas, aún en plena guerra, Brown vino a Montevideo y pasó a saludarme. Fue a mi casa de Portona y me abrazó con tanto entusiasmo que parecía mi padre. Después le dijo a mi mujer: “Señora, combatí mucho tiempo contra su marido sin obtener victoria alguna. Mi mayor placer hubiera sido derrotarlo y hacerlo mi prisionero, mas Garibaldi siempre consiguió escaparse”.

TODOS A PELEAR
Las legiones extranjeras que participaron del sitio se fueron formando espontáneamente. Tras la victoria de Arroyo Grande. Oribe marchó sobre la ciudad declarando que no iba a perdonar a nadie. Garibaldi, que se encontraba en Montevideo después de haber servido al gobierno de Río Grande, llamó a las armas a los numerosos residentes italianos para formar una legión que defendería hasta la muerte a sus anfitriones.
Mientras el ejército de Oribe estaba integrado solamente por uruguayos, argentinos rosistas y vascos españoles carlistas, el de Montevideo estaba compuesto por un estado mayor de oficiales uruguayos, argentinos antirrosistas —algunos de los cuales habían participado en las guerras de la Independencia—, una caballería uruguaya de gauchos riveristas, una infantería de negros recientemente liberados por el gobierno para que abrazaran la causa de la ciudad e inmigrantes españoles, ingleses, vascos, franceses e italianos.

UN CRONISTA APRESURADO
Para Alejandro Dumas, cronista a distancia, el gaucho argentino era huraño y pendenciero; en cambio, el campesino uruguayo estaba adornado de todas las seducciones. El legendario apresuramiento con que escribía sobre cualquier tema lo llevaba a cometer imprecisiones. Cuando describe a Rosas le adjudica los peores rasgos morales, aun cuando tiene que concederle algunas virtudes físicas: “Su mirada sería hermosa si pudiera juzgarse, pero Rosas se ha habituado a no mirar de frente ni a sus amigos ni a sus enemigos porque sabe que en sus amigos hay casi siempre un enemigo oculto”.
Por cierto, no deja de citar a la Mazorca, pero si bien le atribuye toda clase de salvajadas, le inventa una etimología equivocada. No se trata de una sociedad reunida bajo la inspiración de la espiga de maíz, como símbolo de unión, sino un reclamo de “más horcas”.
La prensa rosista trataba de mercenarios a los legionarios como Garibaldi; éste sin embargo, en sus Memorias sabiamente retocadas por Dumas, rechaza la acusación. Garibaldi no estaba a sueldo: recibía apenas lo necesario para subsistir.

MARCELINO SOSA: BUEN PARTIDO
Las leyendas de lo sucedido detrás de los muros fueron creciendo hasta lo inverosímil. Así ocurrió con la muerte de Marcelino Sosa. Mientras éste cabalgaba en las avanzadas fue herido por una bala de cañón, pero no cayó del caballo, aunque la bala le llevó la mitad del cuerpo y casi todas sus entrañas. En la narración de Dumas, Sosa echaba pie a tierra —seguramente la parte izquierda de un lado y la derecha del otro— y decía a sus soldados: “Creo que estoy herido”. El espíritu tremendista de Dumas no retrocedía ni siquiera ante lo grotesco.
En la leyenda trágica de una ciudad sitiada no podían faltar los perfiles de mujeres dispuestas a darlo todo en el altar de su pueblo. Entre ellas se encuentra la señora de Correa, quien, en el mismo campo de batalla adonde había ido para abrazar los cuerpos de sus tres hijos muertos, exclamó con dolor: “Mi mayor pena es no tener un cuarto hijo para poder ofrecerlo a la patria”.
Según Dumas, los habitantes de Montevideo sufrieron “el hambre, la peste y la miseria”. Exagera, pues la ciudad no conoció la peste. También dice que sólo hubo tres desertores franceses entre los legionarios durante los siete años de sitio. Sin embargo, en 1850, el almirante Le Prédour, aseguraba que habían sido centenares. Esos franceses, llegados al Río de la Plata como trabajadores, al ver el hambre y el riesgo de muerte, decidieron unirse al bando contrario.

CATEDRAL, SE VENDE
La lucha había dividido al país: no había familia de Montevideo que no tuviera deudos en el Cerrito, donde acampaba Oribe; ni familia del Cerrito que no los tuviera en la ciudad sitiada. Las familias estaban enfrentadas y también los novios, en una versión rioplatense de Montescos y Capuletos. Los enamorados visitaban furtivamente, con riesgo de sus vidas, a sus amadas que moraban tras las líneas enemigas.
Los diplomáticos montevideanos no podían pagarse sus estadías en el extranjero. Los derechos de aduana suministraban recursos insuficientes. Tres años antes, esa misma aduana era un río de oro, pues la flota franco-inglesa obligaba a todo el comercio marítimo de los países del Plata a tributar en Montevideo. Pero la situación se había invertido y Francia e Inglaterra no sabían cómo sacarse de encima el fardo que significaba la defensa de Montevideo. Todo lo que tenía algún valor en la ciudad era vendido o hipotecado: teatros, hospitales, plazas públicas, hasta la catedral. Muchos montevideanos, pacifistas o cansados, terminaban por simpatizar con los oribistas. Rivera mismo dio el ejemplo cuando en 1849 se exilió en Río de Janeiro.
La indisciplina de las legiones extranjeras se volvía cada vez más inquietante. Cuando Garibaldi retornó a Italia, la situación empeoró. El caudillo italiano había sido un freno para la violencia de sus legionarios, en la heterogénea guarnición de Montevideo los defensores cambiaban injurias, se peleaban a golpes y se descerrajaban tiros.
El 22 de julio de 1849, M. Devoize, encargado de negocios de Francia, dice en un informe dirigido a su ministro: “La ciudad ofrece el triste espectáculo de oficiales y soldados de las milicias que se apoderan de los almacenes o las casas y expulsan a sus propietarios a punta de fusil”.
Entre tanto, el almirante Le Prédour había negociado con Rosas y con Oribe un proyecto de tratado que, si era ratificado por Francia, iba a significar la anulación del subsidio que esta nación enviaba a Montevideo, el desarme de las legiones extranjeras y el retiro de la flota francesa, cuya presencia mantenía a los rivales en equilibrio inestable.
Para impedir la ratificación y, por el contrario lograr que Francia definiera más claramente su política en favor de la ciudad sitiada, el general Melchor Pacheco y Obes viajó a París. Conoció a Dumas y entabló con él una amistad cuyo fruto fue La nueva Troya, libro que le debe muchísimo a los relatos orales del uruguayo.
El enfrentamiento entre Montevideo y Buenos Aires no sólo se desarrollaba en el Río de la Plata. Seguía en Brasil y en Europa. Los diplomáticos argentinos eran más avezados que los uruguayos y contaban con más medios: el general Tomás Guido en Río de Janeiro, y en París nada menos que Manuel de Sarratea, suerte de gran señor renacentista que ganaba la voluntad de sus colegas del Viejo Continente con fiestas y comidas.

EL TRATADO ERA DE GOMA
A pesar de estas desventajas, Pacheco logró hacer popular la causa de la “nueva Troya”. La simpatía general por la pequeña ciudad del Plata inquietó al gobierno francés, que vacilaba en presentar el letal proyecto de tratado ante la Asamblea y la opinión pública. Recién el 28 de junio se acabó por aprobarlo. Entonces le tocó a la Asamblea el turno de dilatar la ratificación. El organismo no se atrevía a pronunciarse y el 10 de agosto cerró sus sesiones sin haberlo resuelto.
Esos meses perdidos fueron aprovechados por la diplomacia uruguaya y los enemigos de Rosas, que prepararon la liberación de la ciudad sin temer la pérdida del apoyo francés. En Montevideo, el canciller Manuel Herrera y Obes obtuvo las alianzas de Entre Ríos y el Brasil, espantados por el poder excesivo de Rosas: fue el preludio del levantamiento del sitio, de la capitulación de Oribe, de la derrota del Restaurador y de su huida a Inglaterra.
Cuando los primeros ejemplares de La nueva Troya llegaron al Río de la Plata, los oribistas dieron a conocer un libro titulado Refutación de “La nueva Troya”, donde se señalaban todos los errores de Dumas.
En La nueva Troya no hay rigor histórico; sin embargo, el clima que se respira a través de sus páginas debe de ser el mismo que creyeron respirar los protagonistas de esos dolorosos años donde ambos bandos padecieron miserias, desdichas, y también se sintieron bañados por oleadas de gloria nacidas del valor y la convicción de que abrazaban la causa justa. 
Hugo Beccacece © Temas y Fotos 1990