REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.
En el diario La Prensa del día 26 de junio de 2005, fue publicado este artículo referido a los historiadores mediáticos, en la columna Los fantasmas del pasado.
El show de la historia
por Armando Alonso Piñeiro
Desde hace unos pocos años se ha registrado entre nosotros un despertar y una gran curiosidad de los lectores argentinos por la historia. Los libros se venden en tiradas de miles de ejemplares, los autores son entrevistados por los medios de comunicación y los próceres parecen convivir con el presente.
Todo esto debería ser motivo de aplauso. Pero en cuanto se profundiza en el fenómeno, uno se encuentra con Sorpresas.
Los relatos del pasado argentino han seguido la línea editorial de las revistas del corazón. ¿Cuántas amantes tuvo San Martín? ¿Era Manuel Belgrano homosexual? ¿Nuestros próceres fueron verdaderos descendientes de españoles blancos o en realidad mestizos sospechosos?
La renovada historiografía argentina a cargo de nuevos historiadores es una frase que contiene dos falsedades. Ni es historiografía ni sus autores son historiadores.
Hay dos clases de responsables en esta inmensa farsa cuyo daño a las generaciones bisoñas se registrará, lamentablemente, dentro de algunos años. Así como hubo en el pretérito historiadores apegados a una línea tradicional y conservadora a la que pronto se opuso la llamada corriente revisionista, hoy nos encontramos con mercachifles de la escritura, empeñados en destruir las normas sacramentales y levantar esquemas fabuladores de pródiga imaginación.
Estos mercaderes del fraude, que escriben sus libros al solo efecto de abultar sus cuentas corrientes, no han advertido que la historiografía es una ciencia con reglas precisas. Y se dividen en dos ramas. Están los que directamente se dedican a plagiar a terceros con una impudicia e impunidad que llaman la atención, y aquellos que leen medio centenar de libros, hacen resúmenes tomando un poco de aquí y un poco de allá, pero con la discutida honestidad de citar las fuentes bibliográficas.
Señores: esto no es historiografía. Los historiadores sólo deben llamarse así cuando fatigan los archivos y descubren nuevos documentos, los cuales tienen que ser cotejados en extenuantes trabajos con otros infolios, establecer una hermenéutica y citar, sí, bibliografía ajena, pero no para repetirla, sino para respetar, ratificar o modificar las fuentes.
El distinguido historiador Miguel Ángel De Marco señaló hace mucho: “Entre los historiadores que han hecho de su disciplina una profesión que los obliga a interrogar constante y honradamente el pasado hay conciencia de la dignidad de la disciplina que cultivan, más allá de los métodos que utilicen y de las ideas que posean. Y sus aportes, por lo general serios y documentados, se convierten en campo propicio para el saqueo de los que no lo son. Si uno se atribuye la condición de abogado, médico, odontólogo, ingeniero, y no lo es, cae fulminado por las prescripciones del Código Penal, que protege a la sociedad contra la usurpación de títulos. Pero, desgraciadamente, el título de historiador lo usa cualquiera, impunemente, para escribir sobre lo que no sabe”.
No pude menos que felicitarlo a mi esclarecido colega, quien en carta personal me añadió: “Desgraciadamente, ese tipo de historiadores cuentan con una apoyatura mediática que los acerca a un público poco informado y a la vez predispuesto a consumir cuanto sea descalificador y escabroso con respecto a hechos y figuras de nuestra historia. En fin, sigamos trabajando como lo hemos hecho a lo largo de nuestras vidas, en cumplimiento de una vocación”.
Semejante perseverancia profesional quizá podría, en el futuro, alejar los fantasmas de un pasado en el que se convertirán estos traficantes del papel impreso.