REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
165
En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.
El artículo que a continuación publicamos, apareció en el diario La Prensa del día 11 de octubre de 1991.
La obra civilizadora de España
La leyenda negra que no muere
por Víctor E. Ordóñez
En las proximidades ya del V Centenario del Descubrimiento de América se acrecentarán los ataques y los agravios contra la obra civilizadora de España. Están, por un lado, los “dogmáticos”, aquellos que dan por sentado axiomáticamente y sin admitir opinión ni prueba en contrario que la conquista fue un genocidio, un gran e inacabable (e inacabado, si nos hemos de atener a las conclusiones de ciertos teólogos de la liberación) acto de barbarie, un feroz drama en cuyo trascurso habrían sucumbido pueblos, religiones y culturas que —al parecer— tenían mucho que enseñar a las viejas y perversas sociedades europeas.
Pero también están los “científicos”, los que —tras presuntos largos estudios— habrían llegado a acreditar con aportes de datos la labor destructora de una España cristiana, que apenas salida de las oscuridades de la Edad Media se lanzó con terrorífica perversidad sobre las inocentes (en el sentido que Rousseau le daba a su ficción del “buen salvaje”) civilizaciones aborígenes, las que, asimismo, estarían viviendo, al momento de la irrupción de los blancos, una era de dicha y de plenitud propia de los “viejos tiempos” de los griegos.
Y aunque suene muy poco serio —y, efectivamente, lo es— ha habido y hay una robusta escuela histórica que, contra todas las evidencias y contra todas las experiencias, sostiene esa tesitura en una extraña mezcla de utopismo y de falacia.
Por supuesto que no es ésta la ocasión para responder a semejantes infundios, tanto más que hace ya tiempo que esta respuesta fue dada por muy meritorios investigadores. Ahora simplemente deseamos traer algunos pocos datos referentes no tanto a la importancia de la obra de España en América como al sentido, al espíritu o, para hablar con más propiedad, a la inspiración de la empresa.
Qué se propuso España
Queremos llamar la atención sobre lo que España —o, quizá con más justicia, la corona de los Habsburgo— se propuso hacer en las nuevas tierras que pasaron a ser la espina dorsal de su imperio. Porque lo que se propuso, lo que sus gobernantes proyectaron, sus teólogos legitimaron, sus legisladores proveyeron y sus magistrados preceptuaron fue, básicamente, un orden político y social cristiano.
El resultado final —como en las obras históricas sostenidas por una inspiración religiosa— quedó a distancia del ideal. De hecho, hoy la civilización hispánica muestra sus máculas pero también su grandiosidad y su belleza que no empecen a la luz de una visión serena y objetiva. Aquí, como quería Ortega, habrá que distinguir entre usos y abusos y aceptar que los que marcan y sellan una época, un sistema o una institución son aquéllos, no sus deformaciones o exageraciones.
El testamento de Isabel la Católica funcionó en el bellísimo e impresionante edificio de la legislación de Indias como un “leit motiv”, como un factor de permanente vigencia, como su nervadura central y como su elemento dinamizante. “Nuestra principal intención fue... Procurar de inducir y atraer a los pueblos dellas (las tierras asignadas por las sucesivas bulas pontificias) y los convertir a nuestra santa fe católica y enviar a las dichas tierras e islas firmes prelados y religiosos, clérigos y otras personas doctas y temérosas de Dios para instruir a los vecinos moradores de ellas a la fe católica y doctrinar y enseñar buenas costumbres”.
Como se ve, en esta página liminar la arquetípica soberana se proponía imponer y difundir tanto la religión católica como la moral natural. Pero era tan imperiosa la cultura religiosa de la época en tal sentido que el papa Alejandro VI, en una bula de 1493, no tuvo inconveniente alguno en acordar las tierras “hasta aquí descubiertas y las que se han de descubrir en el futuro” a la Corona de Castilla y de León, pero bajo la condición que los reyes, cumpliendo sus obligaciones de bautizados, atendieran a las necesidades para la salvación de los indios, sus nuevos súbditos.
Igualdad con las provincias españolas
Nada de esto quedó en letra muerta. Muy por el contrario, una de las primeras disposiciones de los reyes fue considerar a las nuevas posesiones como provincias, en un completo pie de igualdad con las españolas, lo que movió a la Santa Sede a constituir las diócesis (las iniciales fueron las de Méjico, Santa Domingo y Lima) según el mismo derecho que les correspondía a las europeas. Fueron consideradas, pues, y como lo destaca el P. Cayetano Bruno, “provincias de la Cristiandad”.
Un dato histórico que viene a desmentir del modo más rotundo una de las falacias centrales de la propaganda indigenista y que debiera ser tenido muy en cuenta a la hora del balance, es que el derecho indiano si bien se formó originalmente en base del derecho castellano, también recibió un aporte importante de las propias costumbres y prácticas jurídicas indígenas; por lo tanto los españoles cuando se dispusieron a conformar su inmenso imperio no arrasaron, como se los acusa, con todo lo que encontraron sino que buscaron —y en parte consiguieron— una adecuación de esa suerte de precivilizaciones que eran las organizaciones sociales aborígenes a la cultura cristiana y europea por ellos aportada. Y así, en cierta medida, se puede aceptar que ha habido un “encuentro de culturas”, una cierta síntesis o, más propiamente hablando, un mestizaje tanto étnico como cultural, mestizaje que es lo más característico de la conquista y de la expansión hispanas, tanto en su largo batallar de siete siglos contra los árabes como los casi cuatro de vida de su imperio americano.
Pero, si España se lanzó sobre las tierras descubiertas y a descubrir con un asombroso afán civilizador y una vibrante vocación evangélica —mezcladas ambas energías con una concupiscencia que sería deshonesto disimular—, toda esa vitalidad no fue libre ni arbitraria.
Severa limitación de derechos
La Corona —sin duda impulsada por su necesidad de consolidarse y de afianzar el centralismo de su autoridad ante el imperio enorme— fijó límites severos a su propio derecho de conquista y aun a la acción apostólica de la Iglesia, por incomprensible que esto resulte a nuestros ojos. La ley IX, título IV del Libro II contiene una normativa sin antecedentes ni seguimiento en la historia de las guerras de conquista. Allí se establece la prohibición de forzar a los indios a convertirse a la religión católica contra su voluntad y también de someterse como súbditos del rey.
¿Qué imperialismo ha hecho otro tanto? ¿Qué conquistador se ha autolimitado de esta manera y quién ha demostrado un mayor respeto por la libertad humana? ¿Qué homicida ha contenido su furia asesina sin un poder que lo fuerce a ello? y, por sobre todo, estos soldados, éstos teólogos, estos príncipes —todavía envueltos en la cultura medioeval— dieron pasos decisivos para la dignificación de la persona como ningún humanismo posterior lo hizo, comenzando por reconocerle a su conquistado y a su vencido su calidad de ser racional, cualquiera sea la circunstancia en que concretamente viva, así como su condición de criatura de origen divino llamada a la salvación sin menoscabo de su libertad interior.
Pero esto no se limitó a una cómoda toma de una posición filosófica o religiosa; hay tras esta afirmación principista toda una preocupación política y apostólica que se reflejó en una legislación que aún hoy —y especialmente hoy— admira.
Jornada de 8 horas en 1593
Asi por ejemplo, las disposiciones acerca de lo que posteriormente se llamó la cuestión social. La jornada de ocho horas con una semana laboral de 47, excluyendo el sábado, día del cobro. La Real Cédula que así lo disponía data de 1593 y lleva la firma de Felipe II, que se habría asombrado si alguno de sus cortesanos le hubiese sugerido que tenía una mentalidad socialista. Él estaba construyendo un imperio —el más colosal de los conocidos hasta entonces— y, como buen príncipe cristiano, no podía permitir que ese gran ordenamiento político habitado por cien razas distintas, se levantase sobre la indignidad de la esclavitud, tal como sucedía en la América prehispana.
Este dato, generalmente ignorado, de la existencia de conquistas sociales en el siglo XVI, implantadas por una monarquía que parecía agotarse en el esfuerzo por edificar un imperio sin precedente, debe servir para eliminar prejuicios y para encarar la historia del desarrollo de la civilización hispánica en América con criterios más realistas. Europa hubo de esperar tres y cuatro siglos todavía para contar con aquellas conquistas y asimismo pasar por la experiencia manchesteriana que la empujó hacia la tiranía socialista.
Otras conquistas sociales
Estos ejemplos de protección para los indios —en su calidad de súbditos de la Corona española— se pueden multiplicar, por supuesto, como en el caso de las mujeres, embarazadas o no y de los menores, todo con una minuciosidad propia de las leyes de Indias (hasta se establecieron especies de seguros colectivos y de jubilaciones, con el nombre de Cajas de Comunidad).
Tal vez este modesto intento de divulgación de aspectos ocultados de la Conquista sea inútil para convencer a los que no quieren oír. De cualquier modo el recuerdo de lo que la España medioeval hizo en sus nuevas tierras sirve no sólo para desmentir a las sucesivas “leyendas negras” (una de cuyas versiones hoy levantan acompasadamente la izquierda cultural y los teólogos de la liberación) sino para acreditar cómo el espíritu evangélico, bien ordenado desde el poder, puede diseñar de por sí y sin presiones ideológicas, una civilización original, capaz de superar sus contradicciones en síntesis y construcciones que nada le deban al espíritu revolucionario del odio y del cambio por el cambio.