REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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Un particular significado del Bicentenario
Por Horacio E. Morales
La Patria es un sentimiento que para nada es
cosa del pasado. El amor a la Patria es la única y permanente defensa para
nuestra paz y nuestro progreso, por lo que debemos recoger el mensaje de la historia
de aquellos días y tenerlo siempre presente.
Año a año pareciera ir desdibujándose la
recordación del aniversario de la Declaración de la Independencia Nacional, la
cual se llevó a cabo en un lejano 9 de julio de 1816. Y sin embargo son tantas
y tan poderosas las lecciones que brinda, que deberíamos continuar iluminándonos
de ese episodio vital de nuestra historia.
En momentos de la vida nacional en que parecieran
prevalecer los individualismos y la pérdida de solidaridad, podríamos encontrar
en esas páginas un ejemplo luminoso que imitar, porque los protagonistas de
aquel hecho no fueron superhombres, sino que eran hombres, con sus más y sus
menos. Algunos de ellos tenían sus cuerpos enfermos, pero en todos ellos
alumbraba con enorme fuerza la llama sagrada de la decisión de dar lo mejor de
ellos mismos por lograr una Patria libre y soberana.
La Nación que se estaba gestando, se
encontraba aislada por los sucesivos triunfos de las armas del Rey, que uno a
uno habían sofocado los movimientos patriotas en Chile, Bolivia y aún más al norte.
No es exagerado decir que había un cerco en
torno a esta Argentina que nacía. Y cabe insistir en que tan humanos eran
aquellos hombres y mujeres, que puede decirse que padecían las mismas debilidades
y pasiones comunes a nosotros, pero ellos no sólo declararon su amor a la
naciente Patria, sino que subordinaron a ella sus bienes y apetencias materiales
y arriesgaron y dieron la vida por ella.
El alumbramiento del nuevo Estado tuvo
doctores, frailes y soldados, los protagonistas tradicionales de la nueva historia
nacional.
Los peligros de la decisión eran grandes, y
seguramente hubiera hecho retroceder a espíritus menos valerosos.
Reunidos en Tucumán, acometieron la magna
tarea. Sin embargo, aún entre estos espíritus decididos y reunidos en la común
identificación por la libertad, había algunos que dudaban sobre si era o no el
momento oportuno para declarar formalmente la Independencia Nacional.
La audacia de convocar al Congreso de
Tucumán, a no mucha distancia del poderoso Ejército Realista del Alto Perú,
vencedor no hacía demasiado tiempo en Sipe-Sipe, era un desafío y un grito de
pelea.
Entre los reunidos congresales y los cañones
y bayonetas del Rey, se alzaba un doble obstáculo. La heroica provincia de
Salta con el paisanaje alzado en armas y decidido a morir por la libertad de su
tierra, bajo el mando del estoico Güemes, contra los que se estrelló una y otra
vez el Ejército del Rey. Esto lo advirtió un coronel realista, que a la cabeza
de sus tropas se aproximaba a un rancho lleno de miseria, de donde salió al
galope tendido y montando en pelo, un niño, que sin duda llevaba el alerta a las
fuerzas patriotas sobre la cercanía de los españoles, lo que los obligó a
decir: “A este pueblo no lo conquistaremos jamás”.
Como efectivamente así ocurrió. Y detrás del
gauchaje estaban los sufridos veteranos del Ejército del Norte, bajo el comando
de un abogado devenido en soldado, que es quizás la figura más noble y de
sentimientos más profundos que haya participado en nuestra Guerra de la
Independencia: el General Manuel Belgrano.
La otra frontera amenazada era el oeste, que
tras la grave derrota chilena en Rancagua, dejaba a San Martín en Cuyo en la
soledad de alto riesgo, en plena preparación de su fuerza expedicionaria para
intentar la hazaña de cruzar los Andes y llevar la guerra al Perú una vez
liberado Chile.
Las aguas del Rio de la Plata quedaron ya en
manos argentinas, tras la gran victoria de El Buceo lograda por el Almirante
Guillermo Brown.
Y finalmente estaba la conducción política de
Juan Martín de Pueyrredón, que con notable y pocas veces vista percepción del
problema como un todo, adoptó decisiones políticas que sellaron el mejor
destino de generaciones argentinas por venir.
Ese era el “cuadrilátero” que servía de marco
al Congreso que se reunió en San Miguel de Tucumán y llegó a decidir la
Independencia. Ese era el marco referencial que sirvió para aventar las dudas
de algunos congresales, sobre el tiempo y oportunidad para dar carácter formal
y jurídico a lo que de hecho se había producido en el país a partir de mayo de
1810.
Todos coincidían en la necesidad de dar el
gran paso que complementara la emancipación proclamada el 25 de mayo de 1810,
pero algunos de ellos dudaban de la oportunidad y no estaban definidos en
cuanto a la forma de gobierno a adoptar.
Es el momento en que Fernando VII tras recuperar
el trono de España es apoyado por la Europa que emerge de la derrota
napoleónica.
La pequeña ciudad de Tucumán, el escenario
del glorioso hecho de armas de Belgrano, se hallaba convulsionada por ese
Congreso que tardaba en declarar la Independencia.
Belgrano había vuelto de Europa tras su
misión diplomática con Rivadavia y fue requerido por los congresales el 6 de julio
de 1816, en sesión secreta, para escuchar su asesoramiento y consejo, nadie más
indicado para darlo que el hombre que había formado la generación de mayo y que
por su cultura, experiencia y amor a la Patria tenía sobrados títulos para ser reconocido
como Padre de la Patria junto a San Martín, quien pidió en primer término, la
declaración de la Independencia, tratando luego la forma de gobierno.
Ya en su informe al Director Supremo del 3 de
febrero de 1816 sobre su misión a Europa, conocido por los congresales, dice
Belgrano, que en Europa gana terreno el monarquismo constitucional y se rechaza
por inestable el furor republicano.
Belgrano en su misión en Europa, junto con
Rivadavia y Sarratea, abogó por la creación de un reino que comprendería las
Provincias Unidas del Río de la Plata, Perú y Chile, y a su regreso a Buenos
Aires sostuvo la instauración de una monarquía incaica, con el coronamiento de
un rey de esa dinastía, idea que ya había sostenido el caraqueño Francisco
Miranda.
Consideraba Belgrano que la monarquía
constitucional podía ser bien vista por la Santa Alianza, caso contrario, la misma,
que era una alianza de reyes podría volcarse en apoyo de Fernando VII pues si bien
podían aceptar nuestra independencia, nos combatirían por liberales y
republicanos, por la inestabilidad que asignaban a este tipo de gobierno.
El sentimiento monárquico había ganado muchos
adeptos y de él participaba también San Martín, Pueyrredón, Rivadavia, Alvear y
Sarratea, entre otros.
Tenían presentes estos hombres los conceptos
de Montesquieu quien escribió: “Roma estaba hecha para engrandecer sus leyes
que eran admirables para tal objeto. Así es que bajo cualquier régimen de gobierno,
bajo el poder de los reyes, bajo los aristócratas o la democracia, nunca cejó
en sus empresas, a prueba de constancia, y venció”.
Dice Belgrano apoyándose en esas palabras,
que: “... nosotros debíamos transformar la legislación, vencer en la lucha de
la independencia, buscar la paz interior y entonces engrandecernos por el
camino del progreso económico y cultural”.
Belgrano teme que los conflictos profundamente
arraigados en nuestro pueblo y los localismos amenacen la estabilidad de una
autoridad republicana ejercida periódicamente por distintos hombres que se van
renovando en el mando, lo que podría dar paso a levantamientos regionales de
caudillos lugareños que podrían conducir al separatismo o la anarquía.
A Belgrano no se le pueden negar sentimientos
republicanos por el hecho de propiciar una monarquía en ese momento, ni mucho
menos su espíritu democrático, que se asentaba en los tres poderes.
Alberdi nos dice al respecto: “La idea de un
gobierno independiente emanado del principio de la soberanía nacional y personificado
en una dinastía americana, por adopción o por nacimiento, era la idea de
Belgrano, San Martín, Alvear, Pueyrredón, Monteagudo, Posadas y de otros, fue
profesado por Belgrano con franqueza y perseverancia, como medio eficaz de
hacer triunfar la revolución y su gran meta que era la independencia”.
Pero la candidatura del vástago de los incas
produjo mal efecto, especialmente entre los diputados de Buenos Aires.
Así las cosas, llegamos al 9 de julio en que
prevalece el verbo encendido de Fray Justo Santa María de Oro dominando la
Asamblea.
En el norte, en los Estados Unidos de América,
tuvieron similares dudas, a tal punto que en la Asamblea Constituyente, la votación
fue pareja, entre republicanos y monárquicos, ganando los primeros por un voto,
pero ambos bandos tenían el mismo candidato para la primera magistratura que
era Washington.
¿Tenía razón Belgrano y los que comulgaban
con su idea monarquista?; no lo podemos decir, pues el devenir de los tiempos
no contempla el resultado de las alternativas. Lo cierto es que la América Española
se sumió en luchas intestinas que la desangraron, confirmando los temores de
Belgrano, quien murió en medio de los enfrentamientos exclamando “Ay Patria
Mia”.
Pero lo cierto es que nuestra Patria, ese
día, 9 de julio de 1816, proclamó virilmente su independencia y escogió el curso
de acción que con mayores o menores dificultades nos condujo a esta Argentina
de hoy que siguiendo los derroteros de la historia, nos va permitiendo paulatinamente
alcanzar nuestro destino de grandeza, con el que los hombres de 1816 soñaron
con fe y esperanza en las generaciones futuras.
Al celebrar los doscientos años de la formal declaración de nuestra Independencia Nacional, realizada en un tiempo por demás azaroso, recordemos que el espíritu de sacrificio y de solidaridad no era sólo para aquellos tiempos, sino para todos los tiempos. Nuestro homenaje pues a esos varones que fijaron los cimientos de nuestra Patria y sometieron a prueba el temple de los argentinos.