jueves, 12 de enero de 2023

Dorrego - Omar López Mato

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

En el diario La Prensa, del 7 de octubre de 2007, se publicó en la columna "Umbrales del tiempo" un interesante artículo sobre la difícil situación que debió afrontar Dorrego al asumir como gobernador de la provincia de Buenos Aires. 

Condenados antes de empezar

por Omar López Mato

El coronel Dorrego estaba condenado a morir antes de asumir el cargo de gobernador de Buenos Aires.

Vicente López y Planes, nuestro jurisconsulto poeta, sirvió de puente entre la debacle presidencial rivadaviana y la oposición republicana del coronel Dorrego, que a pesar del tiempo transcurrido no podía quitarse de encima ese estigma de juvenil descontrol que había caracterizado sus años mozos. Por más que a lo largo de esos últimos tiempos había demostrado una mesura aprendida durante sus años de exilio en los Estados Unidos (donde había estudiado el funcionamiento de las instituciones federales), aún le cabía el mote de ‘Loco’ con que lo señalaban sus enemigos, los doctorcitos unitarios segundones del Mulato.

Rivadavia se vio obligado a renunciar ante los torpes manejos diplomáticos de su ministro García en la Corte brasileña. ¿Acaso García se había tomado tantas atribuciones sin el consentimiento del presidente? ¿Había actuado por cuenta propia sin una media palabra de las autoridades? Es difícil de creer que haya sido una medida inconsulta (de hecho, García permaneció en su puesto, y con los años fue funcionario de Rosas), pero Rivadavia presenta su renuncia en el momento más álgido del conflicto, cuando el ejército republicano era un infierno de enfrentamientos internos. Alvear, Soler, Lavalleja, Oribe, Lavalle, Paz, Iriarte, todos confrontaban sus posiciones, discutían las órdenes, opinaban sobre el manejo de los asuntos militares, políticos y diplomáticos.

La batalla de Ituzaingó fue un duro golpe para el ejército imperial, pero a pesar de que la fortuna le había sonreído hasta entonces al ejército argentino, poco más podía durarle esa suerte. No sólo le faltaba dinero: diluida el empréstito Baring con intereses y manejos turbios, era natural que a medida que este ejército casi acéfalo se adentrase en territorio enemigo las dificultades logísticas y estratégicas complicarían el desarrollo de las acciones (tal como le había pasado al malogrado Ejercito del Norte diez años antes y cada vez que cruzaba el río Juramento).

Sin medios, en posición estratégica adversa, con derrotas diplomáticas y la fuerte presión inglesa para imponer su teoría del Estado tapón, asume Dorrego. Efectivamente, sólo un loco podía tomar las riendas del gobierno en condiciones tan desfavorables. Pero esta precipitación en la que cayó el coronel Dorrego no fue privativa de él. Se repitió varias veces a lo largo de nuestra historia. El coronel y sus sucesores cayeron en un mesianismo inconducente, en negarse a ver las propias limitaciones en una crisis profunda, el ciego voluntarismo de pensar que podían manejar los conflictos del momento mientras la oposición creó ese maremágnum conspiraba desde las tinieblas. Efectivamente, esperaban entre las sombras a que este “idiota útil” hiciera lo que era inevitable hacer. Que cargase él con las culpas del caso, y así va preparando el terreno para el retorno triunfal de los unitarios. Rivadavia y los suyos, que sembraron la semilla del mal, volverían como los salvadores de la patria.

La frase de Agüero, fiel segundón de Rivadavia, expresó esta intención con frialdad maquiavélica: “Nuestra caída es aparente, nada más que transitoria. No se esfuerce usted en atajarle el camino a Dorrego. Déjele que se haga gobernador... tendrá que hacer la paz con Brasil aceptando la deshonra que nosotros hemos rechazado... el ejército volverá al país y entonces veremos si hemos sido vencidos.”

Todo lo intentó Dorrego. Trató de activar la oposición brasileña, fomentó el espíritu separatista de los farrapos, buscó el apoyo de su admirado Bolívar, y hasta San Martín volvió para ponerse enfrente del ejercito republicano. Todo fue en vano. La presión inglesa fue terrible sobre un gobierno sin medios. Se logró la paz más honrosa posible, pero que no estaba a la altura de las expectativas de los oficiales que habían vencido en el campo de batalla. Buscaron algún culpable, el que tenían más a mano, y resultó que era este coronel medio loco, arrebatado, populista y federal. Amigo de los pobres y aliado de los mismos caudillos que le habían negado su apoyo para llevar adelante la guerra contra el Imperio. Sí, él era el culpable.