domingo, 31 de julio de 2022

Malvinas - Día de recuperación de las Malvinas - Manfred Schönfeld

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 
El 2 de abril de 1984, apareció en el diario La Prensa el siguiente artículo.

La gesta de hace hoy dos años
Un renacimiento en la historia espiritual argentina
por Manfred Schönfeld

El primer muerto en Malvinas
Capitán de Fragata Pedro E. Giachino

Hay expresiones, vertidas al impulso de una intención que tal vez no sea necesariamente malévola, pero que se funda en criterios desacertados. A veces, empero, tales expresiones terminan por acercarse involuntariamente a la verdad, bien que se trate entonces de una verdad ubicada en planos más profundos que los que trató de catear quien tuvo aquella expresión.
Estamos recordando, en ese sentido algún pasaje de los fundamentos del infortunado decreto presidencial que quitó el carácter de feriado nacional al día de hoy, al glorioso 2 de abril. Dióse a entender, entre otros conceptos, que el operativo de recuperación de aquella fecha arrastró al país a una guerra para la cual no estaba preparado. (*)
No se requiere ser demasiado ducho para captar que, dentro del contexto que rodea ese concepto, la pretendida falta de preparación debe ser entendida como insuficiencia de pertrechos bélicos adecuados para hacer frente a una potencia del rango de la británica: o tal vez como una alusión al hecho de que nuestras autoridades de facto de aquel entonces no imaginaron que Londres enviara al Atlántico Sur una expedición que, en número de unidades navales empleadas, jamás se había registrado en la historia. al menos para un solo operativo; o quizás que no hubo, de parte argentina. una preparación adecuada del ámbito internacional por medio de una previa acción diplomática tendiente a tal fin, en particular frente a los poderosos Estados Unidos.
Todo esto está tácitamente encerrado en la idea de la preparación supuestamente insuficiente de nuestro país para librar una guerra de la magnitud como la que terminamos por tener que librar en defensa de nuestros derechos soberanos. Por lo demás, tal idea no constituye —en si— ninguna novedad ni mucho menos hay en ella originalidad alguna.
Contiene, sin duda, ciertos elementos de verdad, pero no se trata sino de una verdad superficial y que, en muchos sentidos, es fácilmente rebatible.

La índole de las guerras
Son pocas las instancias en la historia del mundo —de hecho muy pocas en la de las naciones jóvenes que todavía deben emerger de un pasado colonial cercano o de fases residuales de ese pasado que forman parte de su realidad actual—, en que todo aquello que configura la índole externa de una guerra (el momento, el lugar, las circunstancias) pueda ser elegido en forma discrecional y a partir de una etapa previa de preparación perfectamente calibrada y sincronizada.
Hubo, sin duda, algunos ejemplos de guerras o de campañas militares encaradas con semejante precisión poco menos que científica (la campaña de los Andes que proyectó y ejecutó el general San Martín, y que lo llevó. pese a algunos reveses, según lo previó, a Lima: o la planificación politicomilitar, por parte de Bismarck, de tres guerras sucesivas, breve y brillantemente llevadas a la concreción, y cuya finalidad última fue la unificación germana bajo la corona prusiana elevada a la dignidad imperial).
Pero casos como estos últimos no son demasiado frecuentes. No solo hay guerras cuidadosamente preparadas que, pese a ello, fracasan estrepitosamente y culminan en situaciones catastróficas (los sucesivos intentos de invasión de Rusia por parte de Carlos XII, de Suecia, del primer Napoleón y, finalmente, de Hitler), sino que habitualmente las guerras que no son de conquista o de expansión del territorio propio a expensas de! ajeno, surgen con frecuencia de modo imprevisto o. por lo menos, difícilmente previsible, se precipitan, se imponen a un país, forzosamente, desde fuera.
En tal caso —haya o no haya habido ni el tiempo ni los recursos suficientes para prepararse—, una elemental actitud de honor y de amor propio nacionales obligan a recoger el reto. a alzar el guante del desafío, a lanzarse a la lucha, salga de ella lo que saliere. Porque el instinto, si es un instinto sano y no corrupto por fenómenos de decadencia o de descomposición, le dice a semejante país desafiado que incluso es preferible exponerse a una derrota honorable en el campo de batalla, si la propia capacidad bélica resultase haber sido insuficiente, que vivir parsimoniosamente en paz, pero bajo el signo de la humillación desdorosa, es decir en una paz comprada al precio del deshonor, de la indignidad, de agachar perrunamente la cabeza.

El mandato de las vísceras
La historia argentina —joven aún, si se la compara con la duración de las antiguas naciones europeas o asiáticas— está, sin embargo, pletórica de ejemplos de tales guerras, en las cuales los antepasados de los argentinos actuales (antepasados, si no necesariamente en la sangre, de hecho en el espíritu) se lanzaron a la lucha a sabiendas, de antemano, de que no tenían ni la menor posibilidad de ganar una sola batalla —¡qué va! ni un modesto combate y. por ende, mucho menos a una guerra entera—, a sabiendas repetimos, puesto que tenían conciencia de la superioridad numérica del enemigo en los días de nuestra guerra de la independencia y de su propia falta de pertrechos, de instrucción militar de su tropa, de víveres, en fin de virtualmente todo lo que se necesita para hacer la guerra.
Si de todo, menos de coraje, que ese les sobraba: de todo, menos de agallas, que esas las tenían como para regalarlas a diestra y siniestra.
De no haber sido así, de no haberse tratado de hombres que obedecían al mandato de sus vísceras, que actuaban de acuerdo con la virilidad de sus reflejos —y que, para hacer plena justicia al espíritu que reinaba en aquellos días, contaban además con mujeres que iban a la par de ellos, a menudo incluso con el arma en la mano, como fue el caso de Juana de Azurduy—, por cierto que muchas guerras y muchas batallas jamás se habrían librado en lo que hoy es territorio argentino o en lo que es territorio de países actualmente vecinos, a cuya liberación contribuimos y por la causa de cuya libertad peleamos hombro a hombro, junto con sus respectivas poblaciones locales.

Héroes sin carrera militar
De no haber prevalecido esa capacidad de reacción visceral, es decir si las guerras solo se hubiesen hecho sobre la base de un minucioso cálculo previo en cuanto a las probabilidades de su éxito, nombres como los de Warnes y de Padilla, como el del cura Muñecas y aun el del propio Manuel Belgrano, no habrían pasado a la historia militar argentina: en todo caso, el de Belgrano habría figurado en calidad de patriótico y progresista pronombre de la nacionalidad, pero únicamente en la esfera de sus actividades civiles.
Verdad es, sin duda y ya que a su específico caso nos referimos, que sus dotes militares terminaron por dejar en evidencia su natural y explicable limitación en la materia, comparada con la formación profesional de un hombre de armas de carrera como lo era José de San Martín. Pero eso —o sea esa falta de “preparación”— no redunda sino en dar realce a la gloria belgraniana, ya que convierte a triunfos como los de Tucumán y Salta en pura obra del espíritu combativo, del fervor patriótico, del idealismo en armas de una nación que estaba surgiendo a la vida soberana propia.

La verdad oculta
Con lo cual llegamos —retornando a las reflexiones iniciales del presente comentario— al meollo de la cuestión que está sobre el tapete.
El lacerante decreto presidencial que rebaja en su categoría histórica el recuerdo de la gloriosa jornada del 2 de abril de 1982, alega falta de preparación del país y de su pueblo para la guerra que acabó por estallar a causa de esa jornada. Dijimos que, en ciertos casos, un concepto erróneo puede —involuntaria o inconscientemente— encerrar una verdad que yace en estratos más profundos que los de la realidad aparente.
Efectivamente, hubo falta de preparación —pero no porque no tuviésemos un número de naves de guerra o de aviones capaz de hacer frente a un número notoriamente superior de las respectivas unidades del enemigo, ni porque éste gozase del apoyo de una potencia que, de acuerdo con sus obligaciones contractuales del TIAR, tendría que habernos prestado ese apoyo a nosotros y no a los invasores del continente americano—, todo eso, sin dejar de ser verdad y sin dejar de haber sido un mal augurio para nuestra guerra austral, aunque no por ello nos hubiera eximido de la obligación de librarla en las condiciones que fuese, no fue sin embargo lo primordial.
Lo grave fue que amplios sectores de la población —tanto en sus estratos más populares como, muy particularmente, en muchos círculos de lo que ha dado en llamarse y pretende ser su élite y su dirigencia— quedaron consternados ante el súbito surgimiento de la imagen de la guerra, después de que el país hubiese vivido más de un siglo de perdurable paz.
En ese orden de cosas —y si el presidente hubiese pensado, al tomar la lamentable determinación de anular el feriado de hoy, en la falta de una preparación espiritual— uno no podría menos que darle en alguna medida la razón. De ahí que dijéramos que, en ciertas instancias, una intención errónea puede apuntar, sin habérselo propuesto, hacia una verdad que se halla oculta en vetas más hondas de la realidad.
Pero salta a la vista que no fue a esa índole de “preparación” o de “falta de preparación” a la que se aludió desde las esferas gubernamentales, porque —de haber sido así—, lejos de intentarse reducir en importancia la significación del 2 de abril de 1982, lejos de tratar de restarle, de retacearle, de mezquinarle su profundo y genuino valor como el hecho más relevante de la historia espiritual argentina en este siglo, se habría buscado el efecto contrario.
A saber, el de coadyuvar a una mejor “preparación” del espíritu de la Nación, lo cual entrañaría, por ejemplo, exaltar el heroísmo de aquellos que no sólo tuvieron que luchar contra el enemigo, sino a veces —y como sucede inevitablemente en muchos lugares del mundo en circunstancias similares— contra la propia burocracia pesada e ineficiente, que tampoco estaba “preparada”, ni espiritual ni técnicamente, para una guerra.
Pero, más que nada y por encima de cualquier otra disquisición, las causas nacionales deben ser defendidas, llegado el caso, en cualquier terreno y sus héroes y la memoria de sus mártires deben ser honrados con el máximo de despliegue de solemnidad y de fervor que pueda brindar el país entero, su pueblo y su gobierno. En el caso peculiar que estamos considerando, la razón, empero, es más profunda todavía. Intentaremos explicarlo.

Una nueva época
Es necesario hacer resaltar que, a partir del 2 de abril de 1982, comienza para la historia espiritual de la Argentina una nueva época. No se trata simplemente de un hito más —por importante que fuese— en el derrotero nacional. La fecha marca el comienzo de una acción bélica —el resultado momentáneo de ésta no interesa, porque la acción dista mucho de haber terminado, sólo ha entrado en un estado de subyacente latencia— que es la primera en su género acaecida en la Argentina, después de haber empezado el segundo gran periodo de la historia del país: aquél que se origina, una vez completada la organización nacional, con la llegada de las multitudinarias oleadas inmigratorias, en su mayoría de origen europeo.
Es innegable que hay una línea divisoria entre el comienzo de ese periodo y el fin del anterior. Durante el segundo se produce la gradual amalgama entre los argentinos de raigambre antigua —o sea aquellos que solemos denominar “hispano-criollos"— y los recién llegados y sus descendientes.
Surge lo que se llamaría un tipo argentino de nuevo cuño, cuyos rasgos —tanto los físicos como los espirituales— todavía, y pese al siglo que, aproximadamente, ha trascurrido desde entonces, aún no se han uniformado. No incursionaremos aquí en el tema de si es más o menos ventajoso, para una nación de semejante origen mixto, un proceso precipitadamente rápido —pero que, a veces, no pasa de lo superficialmente epidérmico— de dicha uniformación que uno más lento, más paulatino y tal vez más profundo. El tema daría para mucho discurrir y es muy controvertible.
A lo que apuntamos, en cambio, es a señalar que —en esos últimos cien años a que aludimos— tanto los argentinos de raigambre antigua como los de radicación más reciente o relativamente más reciente, poseyeron un común denominador: no supieron lo que es una guerra, lo que es afrontar, como país visto en conjunto, la experiencia, el dolor, el miedo, el júbilo, la depresión, la exultación, o sea todo eso que encierran, día a día, los escuetos “partes” provenientes del frente de guerra.

Un hijo que está en una lejana trinchera
Esos argentinos, pese a sus diferencias en cuanto a abolengo, clase social. estrato económico, credo religioso, ideas políticas, habían estado viviendo como quien dijera “bajo el mismo techo”, porque un país es exactamente eso, habían trabajado juntos, mercado los unos con los otros, se habían amado y se habían odiado, habían tenido sus lides políticas, incluso sus luchas fratricidas al estilo de las inestables e intranquilas democracias jóvenes, Pero no habían sabido lo que es tener —el civil lo mismo que el militar, el industrial lo mismo que el obrero, el católico lo mismo que el judío o el protestante o el ateo, el peronista lo mismo que el radical o el conservador, el socialista o el liberal o el comunista, el intelectual lo mismo que el analfabeto—, lo que es tener, repetimos, un hijo en una lejana trinchera, peleando por el país, peleando por su integridad territorial, peleando por su honor nacional.
Fue algo nuevo, algo enteramente nuevo en aquella segunda etapa de la historia argentina, iniciada hace unos ciento y tantos años. Y es por ello como el 2 de abril de 1982 señala el comienzo de un doloroso pero fecundo renacer espiritual del país. Intentar ignorarlo, inducir a otros a que lo ignoren, es como si el país quisiera ignorarse a si mismo. 

(*) El 28 de marzo de 1983 el gobierno de facto de Reynaldo Bignone promulgó la Ley Nacional 22.769 donde se declaraba “Día de las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur” al 2 de abril, con carácter de feriado nacional.
Ya en democracia, el gobierno del Dr. Raúl Alfonsín, el 23 de marzo de 1984 dictó el Decreto Nacional 901,  cuyo artículo 1° señalaba: “Trasládase al 10 de junio, ´Día de la Afirmación de los Derechos Argentinos sobre las Malvinas, Islas y Sector Antártico´ según la ley 20.561, el feriado nacional establecido para el 2 de abril por la ley de facto 22.769”.