viernes, 29 de julio de 2022

Cotagaita - Suipacha -El destino de los vencidos - Omar López Mato

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

Publicamos a continuación tres artículos del escritor Omar López Mato,  aparecidos en el diario La Prensa los días 14 y 28 de noviembre y 12 de diciembre de 2010, en la columna Umbrales del tiempo.

Suipacha
Batalla de Suipacha


 Suipacha I
La derrota de Cotagaita

por Omar López Mato

Sobre la ribera norte del rio Santiago, en el departamento de Potosi se encuentra el pueblo de Cotagaita, lugar que el presidente de la Real Audiencia de Charcas, Vicente Nieto convirtió en fortaleza, ante el avance de la Expedición Auxiliadora del Alto Perú. A tal fin había instalando dos baterías de 4 piezas de artillería a cada lado del pueblo sobre dos lomas que unió con una pared de piedra, a cuyos pies hizo cavar una profunda fosa, por la que desvió el río.
En ese momento, este pueblo devenido en fortaleza alojaba además de los lugareños, a 1.300 soldados realistas, entre los que se contaba el batallón de veteranos del Real Borbón del Regimiento de Infantería de Buenos Aires, movilizados desde la ciudad porteña para sofocar al movimiento revolucionario del 25 de mayo de 1809. Sorprendidos en su retorno por el cambio de mando, había quedado del lado realista.
Las fuerzas revolucionarias al mando del comandante Gregorio Perdriel, sumaban los ímpetus del Batallón de Cazadores, comandados por Manuel Dorrego, el batallón de Blandengues del comandante Abraham González, además de los húsates de don Martin de Güemes, y el Sexto batallón de Carlos Forest.
Las tropas porteñas al llegar a la fortaleza, el 27 de Octubre de 1810, se refrescaron a orillas del río, y se aprovisionaron de agua. En el interín González Balcarce envió emisarios a la posición enemiga, conminando a los realistas a aceptar la autoridad de la Junta de Buenos Aires.
La respuesta obviamente fue negativa, ante lo cual Balcarce, sin dudar, atacó con todas sus fuerzas. Durante cuatro horas se batieron duramente, hasta acabar con sus municiones sin lograr sacar a los enemigos de las trincheras. Ante la resistencia de los godos, los patriotas debieron batirse en retirada, abandonando dos cañones y tres muertos.
La Expedición Auxiliadora huyó sin que los persiguieran, y se dirigió a Tupiza y después al río Suipacha en espera de refuerzos.
Esta experiencia casi humillante de tener que huir, abandonando armas y pertrechos, fue sin pretenderlo, una buena jugada que favorecería la revancha que se jugaría en Suipacha veinte días más tarde.
Las tropas realistas estaban convencidas que reinaba el descontento entre los revolucionarios, y que estos no contaban con recursos como para soportar una fuerte embestida.
El presidente de la Real Audiencia de Charcas, Vicente Nieto, envió 100 Granaderos Provinciales de La Plata, más 350 hombres al mando de Basagoytia. Los realistas estaban seguros de dar el golpe final.
Las fuerzas de la Junta Porteña llegaron al día siguiente a Nazareno, a orillas del río Suipacha, fin de su prolongada retirada. Durante la noche se reunieron con 200 jujeños que traían municiones, dos piezas de artillería y la paga de los sueldos de la tropa, detalle que hizo olvidar el mal rato de Cotagaita.
El 7 de noviembre amaneció la tropa renovada en ánimos y reforzada en poder bélico, a pesar que en realidad estaban en inferioridad numérica de hombres y cañones; los realistas contaban con 800 hombres y 4 cañones y los representantes de la Junta Porteña 600 hombres y solo dos cañones (dos habían quedado en la retirada de Cotagaita). Aconsejado por don Martin de Güemes, quien conocía la zona y sabia aprovechar las ventajas del terreno, Balcarce distribuyó a la infantería y a la artillería en los cerros próximos, a ambos lados del camino y se prepararon para esperar a los realistas a orillas del Río Suipacha.

Suipacha II

Primera victoria patria

por Omar López Mato

El 7 de noviembre de 1810 las horas pasaban y nada alteraba el es- cenario; los dos ejércitos se miraban de lejos estudiándose, hasta que González Balcarce rompió la inercia enviando a un grupo de 200 soldados y dos cañones a la playa del río Suipacha a abrir fuego contra el enemigo a fin de provocar la pelea. Era la señal que esperaba Córdoba para atacar, y así lo hizo, con la ceguera de la vehemencia. Primero envió fuerzas de guerrilla para responder al ataque; Balcarce reforzó el batallón y le torció la muñeca a la guerrilla realista. Entonces el capitán de navío Córdoba de Rojas ordenó a todos los batallones atacar, abandonando sus trincheras.
La embestida fue tremenda, por eso no se sorprendieron cuando Balcarce ordenó nuevamente batirse en retirada. Córdoba apuró el paso para alcanzar a los porteños que corrían desordenados hacia los cerro. Cuando estos llegaron hasta la quebrada de la Choroya, seguidos de cerca por las tropas españolas, giraron para atacar a sus perseguidores, que no terminaron de entender el cambio de actitud de los porteños. Fue entonces cuando los realistas sintieron el ataque de la infantería y la artillería del Ejército del Norte que esperaban ocultos entre los cerros. Los realistas se encontraron envueltos por fuego cruzado. Los efectos fueron devastadores.
Sólo media hora le tomó a las fuerzas de la Junta terminar la Batalla de Suipacha. Los soldados españoles huyeron, dejando abandonados pertrechos valiosos para las tropas revolucionarias, además de banderas y armas. La presencia en las proximidades de gran cantidad de aborígenes, que asistían por curiosidad al espectáculo, intimidó a Córdoba. Temiendo un ataque por la retaguardia prefirió retirarse.
De esa manera se concretó la primera victoria patria, consecuencia de nuestra primera derrota.
El capitán de fragata José de Córdoba y Rojas había pagado caro su impulso de perseguir a los revolucionarios, abandonando la fortaleza de Cotagaita. Perdió sus cuatro cañones, sus tiendas de campaña, armas, municiones, 10.000 pesos en plata, y víveres. 
Córdoba, un convencido anticarlotista, ofreció capitular y poner las fuerzas que le quedaban al mando de Balcarce para pelear contra Goyeneche a cambio de la vida de su gente.
Balcarce sometió la propuesta a la consideración de quien representaba la Junta porteña, Juan José Castelli, que en ese momento estaba en Camino al Alto Perú, acompañado por Nicolás Rodríguez Peña como secretario y de Diego Paroissien como médico de Castelli.
Moreno le había dado a Castelli órdenes precisas: «El presidente Nieto, el gobernador Sanz, el obispo de La Paz y Goyeneche deben ser arcabuceados en cualquier lugar que sean habidos». La Junta Porteña ejercía la retaliación por la pasada represión en La Paz y Cochabamba.
Además de las órdenes que tenía Castelli, la opinión de sus dos acompañantes no le dejaba lugar a dudas. El Dr. Paroissien, quien lo asistía en su dolencia, había sido el agente inglés que le llevaba la correspondencia a la princesa Carlota remitida por sus simpatizantes porteños, entre los que estaba el mismo Rodríguez Peña. Para ambos carlotistas, Nieto estaba condenado.
Castelli escribió a Buenos Aires reportando el triunfo del Ejército del Norte sobre los realistas. Nada dijo sobre la actuación de Güemes, atribuyéndose los méritos de la estrategia del salteño y apoderándose de sus hombres. En sus cartas también dejó claro que no negociaría con los realistas. Funesta sería la suerte de los vencidos.

Suipacha III

El final de los vencidos

por Omar López Mato

Alto Perú
Juan José Castelli
El 15 de noviembre de 1810 Francisco Ortiz de Ocampo fue sustituido en su cargo de Jefe del Ejército por Antonio González Balcarce. En realidad Ortiz de Ocampo después de negarse a fusilar a Liniers, había dejado el mando de la tropa en manos de Balcarce, pero ese día, después de tres meses, Castelli hizo efectivo el pedido de Moreno de enviar de vuelta al riojano.
La victoria de Suipacha, celebrada efusivamente en Buenos Aires, fue el comienzo del desprestigio de las tropas porteñas en territorio de Bolivia.
Charcas, Potosí, La Paz y Oruro aceptaron la autoridad de la Junta Porteña, liberando el camino al norte. Casi terminando el mes de noviembre, el día 25, Castelli ingresó a la Villa Imperial de Potosí, encabezando las fuerzas revolucionarias, y fue recibido con todos los honores y la pompa del más alto dignatario. Castelli hizo uso de su autoridad y ordenó que se desterraran 55 personas a territorio salteño, y para reafirmar su posición intransigente, como ya comentamos, hizo fusilar al capitán de fragata José de Córdoba y Rojas (el vencido en Suipacha), al mariscal Vicente Nieto, gobernador de Charcas, y al gobernador de Potosí, Francisco de Paula Sanz. Todos ellos condenados de antemano por la Junta Porteña, que veía en esta estrategia de sembrar el terror en los contrarios, un artilugio digno de ser usado sin miramientos.
Los condenados fueron ejecutados “por alta traición, usurpación y perturbación pública con violencia a mano armada” y con indisimulable cinismo, perdieron la vida “en nombre de Fernando VII”, después de haber defendido los colores del Rey cautivo hasta el último minuto.
El Ejército del Norte se dirigió al Alto Perú con una misión específica: “Terminar con todos aquellos que no reconociesen la autoridad de la Junta Porteña”. No podía quedar ni un solo militar español en los territorios que la Junta reclamaba como propios, ni un civil que se hubiera levantado en armas contra el nuevo gobierno. La pena, en esos casos, era la condena a muerte.
El espíritu triunfalista de la tropa hacía que los integrantes de la fuerza se sintieran identificados con los ideales de sus líderes. El odio al enemigo crecía en el pecho de generales y soldados rasos, por eso festejaban cuando los condenados caían arrasados por el fuego de la metralla, con primitivo frenes.
Los militares españoles que cayeron en Potosí habían obedecido las órdenes del Cabildo porteño a sofocar la Revolución del 25 de Mayo de 1809.
Ahora les tocaba a ellos ser víctimas de esta intolerancia jacobina que junto a una falta de respe- to por la religión oficial, le granjearía a los miembros del ejército de observación la enemistad de los lugareños, sintetizada en una frase que repetían los habitantes del país: “No somos porteños”.