REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.
Se denomina mito,
según la Academia Española, a la persona o cosa rodeada de extraordinaria
estima o aquellas a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen
o una realidad de la que carecen.
Nosotros, quizás más
que en otras latitudes, hemos tenido propensión a forjar mitos, sobre todo
alrededor de personas o situaciones apoyadas a veces en la propaganda. Por
cierto la muerte -y en forma principal la forma en que ella ocurre- contribuye
a la formación de la leyenda. Saavedra, el jefe de los Patricios, cuyo
regimiento fue decisivo para destituir al virrey el 25 de mayo, no fue un mito.
Silo fue Moreno, con un efímero paso por la Junta de Mayo. Pero su muerte fue
decisiva; las revistas infantiles presentaban láminas de sus últimos momentos y
sobre todo de la imaginativa escena del sepelio en un mar oscuro, agitado,
proceloso, amenazante. ¿Cómo no se iba a transformar en un mito?
La muerte trágica,
estimulada por leyendas conspirativas, transformó a Gardel en un mito.
Elegante, de impecable atavío, radiante masculinidad, su figura encarnaba el
ideal del porteño: amigo leal, desdeñoso en el juego, arriesgado en las
paradas, seductor con las damas, comensal de Barceló y Benito Villanueva. Nadie
reparó en los esfuerzos enormes que hacía para no engordar, las dietas
exigentes, los ejercicios físicos agotadores. En tiempos en que la palabra
‘marketing’ no existía en nuestro lenguaje, lo practicó en forma instintiva;
controlaba los discos que vendía en cada plaza y realizaba exhibiciones
especiales cuando el mercado se retraía. Igual fue un mito.
No fue un mito Fangio,
a pesar de haber sido hasta Schumacher el campeón más sobresaliente de todos
los tiempos. Pero murió viejo y no lo rodeó el hálito fulgurante de la
tragedia, como a un Kennedy.
Fue un mito Eva Perón,
que murió joven, abrasada por una enfermedad perversa que desafió precedida por
el renunciamiento que anticipaba su destino, debidamente explotado. No tuvo la
misma aureola su esposo, con una muerte previsible por la edad, a pesar de
fundar el movimiento que lleva su nombre, capaz de seguir seduciendo al público
décadas después.
Guevara se convirtió
en mito, porque de su muerte, que él provocó en combate, se hizo un desarrollo
romántico, que lo presentó como víctima e idealista. Por supuesto, esa
propaganda omite recordar que fue el sicario encargado de los fusilamientos en
masa cuando la revolución triunfó en Cuba, y suprime la noticia de que era un
personaje odiado por los campesinos, cuyo sufrimiento no lo detuvo cuando
emprendió la desesperada revolución en Bolivia.
No es mito Pedernera,
de quien se decía era el jugador mejor dotado, ni lo será Di Stéfano, uno de
los más extraordinarios que existiera en el mundo. Pero ambos llegaron a la
vejez, tuvieron una vida serena, sin estridencias, y dejaron su lugar para
Maradona, que además de haber sido un futbolista superdotado, caminó siempre
por la cornisa de la licitud, se tuteó con la muerte por sus desbordes y se siente
capaz de emitir juicios sobre Dios, las virtudes teologales o la personalidad
del Pontífice.
Hubo también leyendas sobre co sas: se decía que éramos el granero del mundo y, hasta el Mundial de Suecia, insuperables en fútbol. El Pacto Roca-Runciman fue un mito al revés: paradigma de la entrega y símbolo de la perversidad antinacional. Sin embargo, merced a él, en plena crisis mundial y a pesar del Tratado de Ottawa, pudimos venderles a los ingleses carne con aftosa, que carecía de mercados. Eso le costó la cabeza a Runciman. Una década más tarde Inglaterra se vengó: nos vendió ferrocarriles obsoletos como si fueran joyas de última generación y elaboramos el mito de que “eran nuestros”. Y ahora, otra vez volvemos a comprar trenes viejos y agua y hacer del Estado un mito.