lunes, 1 de diciembre de 2008

Anécdotas - Las bromas del Restaurador

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año III N° 9 - Diciembre 2008 - Pag. 16

Anécdotas 

Las bromas del Restaurador  

A Rosas, le gustaba hacer bromas, incluso realizando algunas demasiadas pesadas, que tenían como destinatarios no solo a personas de su entorno familiar sino también a extraños y diplomáticos extranjeros.

En el libro “Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires”, Manuel Bilbao relata, con el título “Dos anécdotas”, las bromas que se realizaron Juan Manuel y su hermana Mercedes. He aquí el relato:


Mercedes Rosas de Rivero - Fotografía - M.H.N.

"Con  frecuencia vemos aparecer anécdotas y relatos de y sobre don Juan Manuel de Rosas, la mayor parte conocidos ya hace tiempo, pero que tienen la novedad del momento para quienes no los conocen, que son los más. Esto nos mueve a publicar las dos que constituyen la presente narración, completamente descono­cidas, en las que veremos a un Rosas familiar, sin locos ni bufónes que lo diviertan, en las que da y recibe bromas despojado de toda autoridad, como la que puede hacer y recibir cualquier hijo de vecino, según se decía por aquellos tiempos.

Era Palermo de San Benito, cuando Rosas tras­ladaba allí su residencia veraniega, el centro de todo el movimiento político y social, secundado eficazmente por su hija Manuelita.

Las cálidas tardes de los veranos las aprove­chaban las parientas y amigas intimas para ir hasta allí a tomar el fresco, cosa muy natural y que no tenia nada de particular, dada la intimidad con que, en general, se trataban entre si dichas personas. Algunas veces iban solas y otras se reunían para hacer el camino juntas. Si el tiempo lo permitía, se iban a la orilla del río, y si entre los visitantes había algún aficionado a la música, éste amenizaba la reunión.

Doña Mercedes R. de Rivera y su hermano D. Juan Manuel fueron muy unidos, y lo fueron tanto que hasta sus bienes en las herencias de sus padres los tuvieron juntos. En lo físico y en el carácter fueron también los que más  se parecieron. De ahí su intimidad y el afectuoso trato que se dispensaron siempre. Era la que se permi­tía llevarle la contraria y darle bromas.

Con estos antecedentes, vamos a referir dos anécdotas en las que fueron protagonistas los dos hermanos que, como hemos dicho, son com­pletamente desconocidas.

Una tarde fue doña Mercedes con varias ami­gas a visitar a Manuelita llevando puestas unas gorras muy elegantes, que cuidaban mucho, y con las que esperaban dar una sorpresa a las dueñas de casa.

Don Juan Manuel las vio llegar desde su pieza, causándole gracia el ver lo que presumían y reían su hermana y sus compañeras con sus go­rras, y como hacía poco que su hermana Mer­cedes le había hecho una broma, que no había olvidado, encontró la oportunidad de tomarse el desquite.

En efecto, una vez que las visitas entraron y estuvieron un rato conversando con Manuelita, se sacaron las gorras, encaminándose al interior de la casa y resolviendo ir a la orilla del río en cabeza a tomar el fresco.

Cuando don Juan Manuel las vio salir, fue hasta la pieza donde estaban las gorras, las tomó en la mano, las miró y se rió. Después de esto salió al jardín, encontrándose con uno de sus asistentes, a quien llamó preguntándole:

-¿Cuántas mulas hay en la maestranza?

-Debe haber pocas, excelentísimo señor, porque ayer se dispuso el envío de todas a Santos Lugares.

-Pero -dijo Rosas- ¿habrán quedado cinco o seis?

-Sí, excelentísimo señor.

-Bueno mande buscarlas y que las entren por detrás de la capilla y cuando estén allí viene a buscar algunos bonetes y con cuidado, pero con mucho cuidado de no ensuciarlos o de rom­perlas, se los pone en la cabeza a las mulas, con una buena frentera, bien sujetas para que no vayan a caer y cuando estén listas y vea venir a Manuelita con sus visitas, les da un guascazo para que salgan disparando y ellas las vean. To­me todas las precauciones necesarias para aga­rrarlas enseguida, sacarles los bonetes, limpiarlos bien y ponerlos donde estaban. ¿Ha entendido bien? ­

-Sí, excelentísimo señor.

Don Juan Manuel se retiró a sus habitaciones para esperar y ver el resultado de su broma.

Las cosas se hicieron en la forma dispuesta y cuando regresaban del río Manuelita y sus acom­pañantes, una de ellas, al ver a las mulas con sus gorras, exclamó llena de sorpresa:

-¿Qué es aquello?

-¡Qué va a ser! -dijo doña Mercedes-, una broma de Juan Manuel, ¡ya verán cómo me las va a pagar!

Don Juan Manuel al oír las risas se asomó, riéndose a su vez a desternillarse, como se decía entonces, y presentándose a las del grupo les preguntó qué les pasaba, a lo que doña Merce­des le respondió riendo también:            ­

-Lo que ha pasado ya lo has visto, pero «donde las dan las toman».

-Todos reían; pero don Juan Manuel, que conocía a su hermana: se dijo:

-Esta me va a hacer alguna de las suyas y no tendré más remedio que aguantarme -recordando una broma que le había hecho en «El Pino».

Duró mucho tiempo el éxito de esta broma, siendo motivo de chascarrillos familiares, a los que replicaba el autor «que ése era el efecto que le causaban las mujeres con esos bonetes».

Una noche, en su casa de la calle Santa Rosa celebraba doña Mercedes una reunión de familia con asistencia del maestro Esnaola, a la que había concurrido don Juan Manuel, bastante res­friado, pero con un buen abrigo y una boa muy fina, regalo del general Ibarra, que le servía de abrigo a la boca cuando salía a la calle.

Cuando entró se sacó el abrigo y junto con la boa, lo dejó en una salita.

Durante la reunión todos le decían a Rosas que había hecho muy mal de haber salido con una noche tan fea; pero él contestaba diciendo que con un capote grueso como el que llevaba y su boa, no le temía al mal tiempo.                

A instancias de los circunstantes la mandó buscar para enseñarla y con gran sorpresa suya se presentó Cimarrón, el perro mimado de la casa, con la prenda atada al cogote como collar.

Ante la risa de los concurrentes, don Juan Ma­nuel, dirigiéndose a Mercedes, riendo como to­dos, le dijo:

-¿Tú has andado en esto?

-¿Y por qué he de ser yo?

-Porque eres la única capaz de tomarse esa confianza.

-Yo no sé, Juan Manuel, quien habrá sido; pero voy a mandar averiguarlo.

-Necesito -dijo a Pepa, su criada de confian­za- que me averigües quién ha tomado la boa de mi hermano.

-Muy bien, su merced.

-Y en cuanto encuentres al qué se la ha puesto al perro, me lo traes.

-Mientras tanto don Juan Manuel, conversando sin enojo, manifestó que sentía mucho su boa, porque no se la pondría jamás.

-Al oirlo doña Mercedes le dijo que no fuera necio, que la cosa no era para tanto, pues ella y sus amigas se habían puesto siempre las go­rras, a pesar de que las usaron las mulas, rién­dose de la cara de su hermano, que la miraba sonriéndose y repitiéndole aquello de «donde las dan las toman».  

Así es -dijo don Juan Manuel- pues las co­sas no tienen mayor importancia sino porque, co­mo tú muy bien comprenderás, las gorras en las cabezas de las mujeres no tienen el mismo uso que tiene la boa, que lo es en la boca, y como ésta ha andado por el suelo y en el cogote del perro, no podré usarla.

Estaban en esto cuando apareció Pepa trayendo una bandeja de plata, en cuyo centro venía una hermosa boa primorosamente sahumada, te­jida en finísima seda y vicuña, la que después de saludar ceremoniosamente a don Juan Manuel le dijo:

-Mi amita, la señora doña Mercedes, me encarga ponga en sus excelentísimas manos esta boa, que ella misma ha tejido para que la use en su nombre, y no le guarde rencor.

Don Juan Manuel se levantó, tomó la boa, la besó y dirigiéndose a su hermana le dio las gra­cias, felicitándola por ser autora de un trabajo tan fino, que no merecía.

La reunión terminó en medio de la alegría ge­neral, celebrando todos la broma y quedando los dos hermanos tan amigos y unidos como antes.

Don Juan Manuel juró no hacerle ninguna bro­ma más a Mercedes, se guardó la boa que había llevado en el bolsillo, se colocó la que le acababa de regalar su hermana y no volvió a usar otra sino ésta”.