lunes, 1 de marzo de 2010

Antonino Reyes, Evasión de la cárcel

   Publicado en el Periódico El Restaurador - Año IV N° 14 - Marzo 2010 - Pag. 2 y 3  

La evasión de la cárcel del Cabildo, contado por el mismo Antonino Reyes


Residencia de Reyes en los Santos Lugares (de Rosas)

Después de todo esto, me encontraba autorizado a pensar en mi fuga.  

Para ello estaba provisto de lo principal: llaves de las puertas de mi calabozo: llave de la puerta que iba a los corredores de Cabildo para dejarme caer de los balcones en un momento dado y sin que me viese la guardia, o correrme por las azoteas de la Policía para las casas de familias ya advertidas entre ellas la del Sr. Don Miguel Riglos.

Para el caso que todo saliese bien había mandado comprar una ballenera y entregarla a un soldado Flores que se me había ofrecido muchas veces, para que se situase con ella en el bajo de la quinta de Laprida, bajada Norte del callejón de Ibáñez. Para que no hubiese equivocación, mandé a Manuel Bazo, que había sido mi asistente en muchos años y que siempre me manifestó cariño, que le señalase el punto fijo en que debía esperarme.

Todo esto tenía en perspectiva y pronto para el momento preciso.

Los soldados que montaban la guardia habían sido soldados míos antes; les había hablado y todos ellos, sin inquirir cosa alguna, se pusieron a mis órdenes con una fidelidad ejemplar.

De antemano había mandado prevenir al general Don Venancio Flores la resolución que tenía de asilarme en la República Oriental.

Contaba con amigos abnegados, a los cuales no tenía necesidad de prevenirles mi resolución. En primera línea se encontraba don Juan Argüelles, mi ahijado, y del cual estaba seguro que se haría matar por salvarme. Éste fue mi principal agente para preparar mi evasión.

Con grande interés y abnegación se me brindaban mis amigos don Martín Sarratea, don Santiago Torres y don Marcelino Martínez Castro, al cual comuniqué mi plan que mereció su aprobación.

Ocurría la circunstancia de ser el Sr. Martínez mi enemigo político y por lo tanto sus compromisos eran mayores para con sus correligionarios.

Debo aprovechar esta oportunidad para hacer pública manifestación de mi gratitud a estos amigos.

Las circunstancias apremiaban y era necesario obrar.

Llegó al fin el día señalado para mi evasión, que era el 6 de junio de 1854.

El día antes había estado mi esposa y me había despedido de ella obteniendo su consentimiento para salir; consentimiento que necesitaba de la madre de mis hijos, porque había resuelto no volver a mi calabozo, ni caer con vida en poder de mis enemigos, y no quería que ella, la que había sido modelo de virtud y que había sufrido tanto durante mi prisión, me culpase del paso que había resuelto dar, cuando ya estaba ella como yo persuadidos que lo que se quería era mi desaparición.

El día lo pasé en gran agitación y sobresalto. Todo era una novedad, una aflicción. El más insignificante ruido me llamaba la atención, hasta que llegó la noche que era de luna, clara, limpia, como para alumbrar mi libertad. La primera puerta de mi calabozo me la dejaban abierta y esto favorecía mi salida; así es que no tenía que abrir más que una puerta la interior. La guardia era del 2 de línea, en cuyos soldados tenía más confianza. Ese día vinieron muchos de los míos y a cuyo cargo estaba el teniente don Carlos Larravide el mismo que estaba la noche que el cabo Lezica vino para hacerme fugar. Entonces estaba al cargo de ellos y no del alcalde, y ahora era la inversa, pues éste tenía las llaves.

A las 8 de la noche tuve necesidad de salir de mi calabozo para ver por mí mismo las centinelas que había y si estaba en la puerta un Rojas, a quien tenía que decirle cambiase sus turnos, quedase de plantón hasta media noche y me dejase entrar a Argüelles, quien debía venir hasta los corredores de enfrente a mi calabozo, y con un pañuelo blanco hacerme la señal para salir.

Así sucedió. A la una de la noche del referido día, don Juan Argüelles se encontraba frente a mi calabozo y me hizo la señal convenida.

Abrí la puerta con la llave que había hecho, me metí en la garita que se encontraba cerca de mi calabozo. Tomé el fusil al centinela que allí estaba y que estaba convenido conmigo; me dio su gorra, su capote, la consigna. En seguida me reuní con el fiel Argüelles y con él salí a la puerta de la cárcel.

Al llegar a la puerta que daba al zaguán, en cuyo medio había un gran farol, que daba una luz fuerte, divisé a mi Rojas paseándose con el arma al brazo. Lo que nos vio, nos hizo señas que saliésemos. La noche era clara como el día. Estaba acordado que este centinela y el del calabozo, Caraballo, habían de venir conmigo porque eran los comprometidos. El otro que había en el patio de mi calabozo, quedaba durmiendo o haciendo que dormía.

Salimos, pues, sin novedad, y al bajar la vereda empedrada que circundaba la plaza de la Victoria, sentimos un grito de Rojas, llamando al cabo de guardia para que lo relevase. No dejó de sorprendernos el grito, pero como oímos el motivo, seguimos para el medio de la plaza. Ya frente a la pirámide, en dirección a la calle Defensa, vimos que se destacaba un hombre encapado debajo los arcos de la recova nueva. Me sorprendió, pero muy luego reconocí a mi amigo don Santiago Torres, que me abrió los brazos y me alentó, diciéndome que todo estaba bien preparado y que los caballos me aguardaban, por la calle Venezuela, cerca de la antigua cancha de pelota al cuidado de Manuel Baso. Reunido a este amigo y a Marcelino Martínez, que nos esperaba frente a San Francisco, seguimos solos conversando con tranquilidad.

Pasé por mi casa, golpeé la ventana y avisé que ya iba libre.

Mientras tanto, el amigo Argüelles se había separado de nosotros al llegar a la botica de San Francisco y regresado a la cárcel en busca de los dos centinelas que debían fugar conmigo.

En el lugar donde estaban los caballos, nos reunimos con soldados y Argüelles que los conducía, y de allí, bien montados, nos dirigimos al puente Maldonado para de allí seguir en busca del bote que debía esperarme frente al monte Laprida.

Desgraciadamente no estaba el bote y sea por temor o por torpeza, el hecho era que nos faltaba lo principal y trastornaba mi plan. Consultamos allí mismo y convinimos en que era preciso proporcionarnos una embarcación. Don Marcelino Martínez se encargó de ir a buscarla en persona a la ciudad, quedando nosotros ocultos en unos pajonales y juncales en la orilla del río, a los fondos de la quinta de don José María Castillo, donde el mismo Martínez nos llevó. Allí permanecimos todo ese día y esperamos inútilmente hasta la oración del 7 de junio. No apareció ninguna embarcación y como veíamos algunas balleneras a lo lejos, hicimos una bandera con un trapo y la atamos a una vara larga de sauce. Con ella hicimos señales para que supiesen dónde estábamos. Esto había sido advertido por las lavanderas que estaban en la costa y otros individuos, lo que hizo que preparase el juez de Paz o comisario una partida para venir a registrar los lugares donde nos encontrábamos; pero un soldado que había sido mío, llamado Madariaga, se anticipó y me dijo: que debíamos salir inmediatamente, lo que efectuamos, reteniendo yo a este individuo para que me acompañase; pues a los demás que estaban conmigo los había mandado a Punta Chica, para embarcasen en una chalana que había mandado aprontar desde la tarde.

Al mismo tiempo había mandado aprontar caballos en la chacra de un antiguo oficial, Olguín, hacia donde me dirigí. Desde los fondos de esta propiedad mandé a Madariaga para que me trajese los caballos, que suponía listos. La luna empezó a alumbrar en ese momento y con su claridad divisé un grupo de hombres que conversaban en la cuchilla. Esperando al que había enviado, vi venir un hombre como desprendido del grupo que había visto antes. Monté a caballo y cuando quiso acercárseme se lo impedí, ordenándole siguiese su camino.

Acto continuo me dirigí al bañado de San Fernando; el hombre sospechoso que se había dirigido hacia mí, debía ser soldado de alguna partida de campaña. De allí me encaminé a los tapiales de Ramos Mejía, en donde resolví dirigirme al Rosario por tierra.

En mi marcha, el guía me llevó a la chacra del coronel Pedro José Díaz. Allí me hice anunciar sin dar mi nombre. El coronel Díaz, tipo perfecto del caballero, al divisarme abrió la puerta de su dormitorio y me invitó a pasar adelante. Estaba amaneciendo.

Antes de entrar le expliqué la condición en que me encontraba. El coronel Díaz me respondió que era un deber de caballero y de amigo el recibirme en su casa, así como lo había recibido yo en la mía, sin mirar las consecuencias.

Allí quedé dos días en donde reuní hombres, caballos y me proveí de algunos útiles para el viaje. En seguida marché al Rosario por el camino de la costa. Al llegar al Arroyo del Medio, nos encontramos con una partida de indios de Pascual Rosas. Al reconocerme, quisieron llevarme a sus toldos, de cuyo convite me costó mucho librarme.

Me alojé en la estancia del Sr. Guascochea donde recibí hospitalidad; y allí fui reconocido. Se dio aviso al coronel Andrade de Santa Fe, jefe de aquel distrito, y éste me mandó cuatro soldados para que me acompañasen. De allí pasé al Rosario, al Diamante y en seguida al Paraná. Seguí hasta Gualeguay, en donde encontré al general Urquiza, quien me trató con la mayor franqueza y afecto.

Mucho hizo porque me quedase en Entre Ríos; pero me pareció más propio y conveniente el trasladarme a Montevideo, donde fui a reposar de tantas fatigas y a esperar el desenlace del juicio que se me seguía, y que se encontraba en la Exma. Cámara de Apelaciones.

Interior de la residencia de Reyes