lunes, 1 de marzo de 2010

La América española no fue colonia

 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año IV N° 14 - Marzo 2010 - Pag. 6 

EN EL AÑO DEL BICENTENARIO

            Nos ha parecido esclarecedor el texto del intelectual, escritor y político venezolano Arturo Uslar Pietri (1906-2001), -autor de numerosas obras y ensayos, quien fue varias veces ministro y candidato a presidente de su país y autor de una ley sobre educación que llevó su nombre- que transcribimos a continuación y que fuera escrito en Caracas en marzo de 1984 y publicado en su momento por el diario “La Prensa” de nuestro país.

            Decimos que el texto es esclarecedor ya que permitirá a nuestros lectores comprender, en forma sencilla, cual era la relación que unía a estos reinos americanos con la Corona de Castilla y no con España como con ligereza se hace. Les ayudará a entender como y porqué se llegó a los hechos de Mayo de 1810 y cual fue la postura de muchos oradores en el Cabildo Abierto del 22 de Mayo, lo que también iremos desbrozando en las ediciones posteriores de este periódico y durante todo este Año del Bicentenario.

 

LA AMERICA ESPAÑOLA NO FUE COLONIA

                                                                                             Por Arturo Uslar Pietri

Arturo Uslar Pietri
De una manera casi irremediable, los hombres no podemos ver el pasado sino con los ojos del presente. Este ha sido siempre el casi insoluble problema con que tropiezan los historiadores y, aún más que ellos, sus lectores apresurados. Nos asomamos al pasado con ojos irremedia­blemente condicionados por el presente. Entre dos riesgos se mueve desde siempre la historiografía, la de mirarla como teatro y decorado sin relación directa con el presente y la de quererla entender como si no hubiera otra diferencia con el presente que la de trajes y decorado. Por una especie de insalvable fatalidad de la perspectiva, no podemos ver sino desde el punto en que estamos colocados, con todas sus deformaciones y limitaciones.

En esta manera la historia se convierte casi en una comedia de trajes y de másca­ras de época. Por debajo de la vestimenta y los episodios del siglo XVIII o de la antigüedad romana se nos presentan seres que tienen las mismas reacciones y, a veces, las mismas ideas que los actuales. El mal no fue sólo de los románticos y de su gusto por la falsa historia, sino también de los historiadores más famosos. Al leerlos da la sensación de que a través de los siglos y aun de los milenios, la mentali­dad de los hombres casi no ha sufrido cambios y que tenían una visión del mun­do y de sí mismos muy similar a la de nuestros contemporáneos.

El remate de esa tendencia lo constituyeron las aparatosas reconstrucciones históricas que hizo la industria cinemato­gráfica con un pasmoso desdén por la evolución de las mentalidades en el tiempo.

Esa proyección tenaz del presente en el pasado tiene importantes consecuencias de todo género. De la historia como museo de figuras de cera se pasa a la historia como melodrama popular de nuestros días. El resultado, inevitablemente, es hacernos muy difícil conocer el pasado en su verdadera realidad y también, en cierto sentido, no llegar a entender el presente.

La historia del continente americano está muy lejos de ser la excepción. Tende­mos a verla como una mera anticipación del presente. No es solo el complejo pro­ceso de la Independencia que se convierte en una muestra temprana de las luchas de liberación de nuestros días, tan diferentes por su naturaleza, por sus fines, por su significación y por sus proyectos de futuro sino, además, el largo tiempo de la llamada colonia. En su tratamiento se cometen con frecuencia dos graves errores.

Uno conceptual que nos impide enten­der mejor aquel largo y no acabado proce­so. Hablamos, sobre todo desde fines del siglo XIX, de las colonias españolas en América, del régimen colonial y de la colonización. Las tierras americanas no fueron colonias de España, en el sentido en que lo fueron en el siglo XIX las posesiones en otros territorios de los gran­des países europeos. Se podría asegurar que en los tres siglos que duró ese régi­men nunca se uso la palabra "colonia" ni en los documentos oficiales ni en la prosa de los cronistas e historiadores. Nunca fueron colonias de España, sino reinos y provincias, sobre los cuales rei­naba a titulo personal aquel monarca que también era rey de los reinos y provincias de la Península. El vínculo se estableció originalmente con la corona de Castilla, y ­no con ninguna otra de las que a lo largo del tiempo llegaron a ceñir los monarcas que residían en el Alcázar de Madrid. El vínculo que reconocían los americanos los ligaba al rey, no al país metropolitano.

Legalmente ante el rey no había distinción entre sus súbditos de México o del Perú y los de los otros reinos de España. No existía un Estado español unificado, sino una suma de reinos y provincias que reconocían a un soberano común.

Era tan cierta y evidente esta situación que los hombres que iniciaron el proceso de la Independencia lo hicieron, precisa­mente, cuando Napoleón manu-militar suspendió la línea de la monarquía legítima y colocó en el trono a su hermano José Bonaparte. En sus documentos los criollos apuntan claramente, como lo hizo la Junta de Caracas en 1810, que al cesar la monar­quía legítima cesaba el vínculo y que por lo tanto no tenía el derecho de pretender gobernarlos quien sin ese título heredita­rio ejerciera el mando en Madrid. El vín­culo era con el rey legítimo y no con la nación, ni siquiera con Castilla.

Poco podía tener en común esa situación moral, política y jurídica con la de los nativos de territorios que fueron coloniza­dos en el resto del mundo, más tarde, por Inglaterra o Francia. Eran colonias del Estado y no reinos y provincias que tenían un rey que lo era a la vez el de un gran trono europeo.

No carece de importancia y significa­ción ese hecho sobre el que cada día pasamos a la ligera. Estrictamente y en la realidad fundamental, los países hispa­noamericanos no fueron nunca colonias de España, sino reinos y provincias que tenían por soberano al príncipe que era al mismo tiempo rey de Castilla, de Aragón, de León, de Navarra, etcétera.

No es ésta una de las menores simplifi­caciones y  deformaciones que han impedi­do a los hispanoamericanos y aun a los españoles entender en toda su significa­ción la historia paralela y común que vivieron juntos por más de tres siglos.