Publicado en el Periódico El Restaurador - Año I N° 4 - Septiembre 2007 - Pags. 12 a 14
Le ofrecemos al lector el capítulo I de "El Nacionalismo de Rosas", de Roberto de Laferrère
ROSAS Y SUS ADVERSARIOS
El vasto silencio de los historiadores unitarios ha sido roto por el doctor Lavalle Cobo, que no es historiador. El silencio, pues, se prolonga detrás de él, en las sombras de la historia oficial: y el doctor Lavalle Cobo se lanza solo, en una carga de caballería que, como alguna de su vehemente antepasado, es una carga en el vacío: fuera del campo de batalla. Esto será lo que procure demostrar aquí, reprimiendo, a mi vez, cualquier “virulencia patriótica” y con el respeto y la simpatía que por tantas razones, directas e indirectas, me merece el doctor Lavalle Cobo.
Yo tampoco soy historiador, y esto bastaría a excluirme del debate, a no mediar aquel silencio, que también a mí me habilita para ensayar, aunque con “pluma vacilante”, la defensa del General Rosas. Tarea en cierto modo fácil, para quienes no han aprendido en los textos clásicos a ignorar la historia – y hasta la geografía – de su país, y escaparon al peligro de obscurecer en ellos para siempre su visión del pasado. Somos muchos, así, los que estamos aligerados de fantasmas y en actitud de comprender, dentro de las limitaciones naturales de cada uno, el sentido de hombres y acontecimientos desfigurados en las crónicas por los protagonistas de una lucha que ellos mismos nos contaron.
Curiosos de otros libros y documentos, el azar de las lecturas nos llevó a comprobar, con asombro, primero, y con irritación después, que en el relato de este episodio, en la explicación de aquél motín, en la semblanza de tal personaje o en la definición de tal partido, los cronistas no habían respetado la verdad: con lo que perdieron ellos nuestro respeto. Descubrimos que no era indispensable ser eruditos para averiguar que hasta la versión del movimiento de Mayo nos había sido falsificada; que la verdadera independencia nacional fue proclamada por los montoneros del año 20, “contra” el Congreso de Tucumán, y las veleidades monárquicas de los directoriales unitarios; que la Banda Oriental, escarnecida durante años por ciertos hombres de Buenos Aires, había sido “entregada” a los portugueses, en acuerdo secreto con Inglaterra, y que, después de Ituzaingó, nos separó definitivamente de ella la acción de Rivadavia y sus agentes diplomáticos, quienes respondían a las exigencias apremiantes de Cánning, contra la política argentina de Dorrego; que Lavalle, instrumento ciego en manos ocultas, fusiló a Dorrego sin justicia, sin autoridad, sin proceso y sin discernimiento, en un arrebato de granadero, y que las luchas sobrevinientes entre unitarios y federales, “europeístas” y “americanos”, “civilización” y “barbarie”, no representan sino las maquinaciones y arterías de los extraños para romper la unidad del antiguo Virreynato, crear cuatro países débiles en el lugar de uno fuerte, oponer la influencia del Brasil a la nuestra en Sud América, consolidar el dominio inglés en el Río de la Plata y sustituir con el tiempo la población nativa –los gauchos de Martín Fierro – con los inmigrantes desarrapados –“Juan Sin Ropa”– y analfabetos, que también representaban la “civilización” de Europa…
Los unitarios
El nacionalismo de Rosas se define, ante todo, por su oposición a los unitarios, quienes desde 1812, con Rivadavia frente a Artigas, hasta después de Caseros, estuvieron siempre al servicio, más o menos deliberado, de aquel plan de dominación extraña. Al juzgar la conducta de sus jefes de las logias secretas, cabe pensar, en su excusa, que les faltaba el sentimiento de la nacionalidad. No lo traicionaron, porque no lo tuvieron. Para los más caracterizados entre ellos, ser argentino era ser porteño, y ser porteño era un fenómeno de cultura personal, rara vez logrado en sus filas, porque, la verdad sea dicha, todo el partido unitario no produjo una docena de espíritus verdaderamente cultos. Los más ilustres, los más famoso hoy, eran literatos o poetas, que, a título de tales, pretendían erigirse en los supremos legisladores de la nacionalidad. En cualquier caso, fueron extraños al país, cosa que tardaron en descubrir, pues por un fenómeno característico de su vanidad, al principio concibieron éste a imagen y semejanza suya, y luego, al comprobar la contradicción, dictaminaron que el país estaba equivocado. Vivieron mirando a Europa, de espaldas a la tierra en que habían nacido, de la que se avergonzaban sin ocultarlo, como se avergüenzan los guarangos modernos. En el fondo no se sintieron nunca compatriotas del hombre del interior o de las campañas de Buenos Aires o de los arrabales porteños. Lo despreciaron, porque se creían superiores a él, cuando sólo lo eran en algunos aspectos, los de su cultura social y libresca, es decir lo menos importante en la vida que les había tocado vivir.
En el origen de su política centralista no hay una doctrina –tan pronto eran republicanos como monárquicos– sino un interés de clase o de grupo que aspira a tener un país propio para gobernarlo e imponerle por decreto –o mejor dicho por ley, pues eran legalistas– la cultura “europea”: no española, ni inglesa, ni francesa, nada definido, sino “europea”, así en abstracto: lo único que no había existido ni podía existir en ninguna parte de Europa. Todo hace creer que confundieron la cultura con las modas de la época y no comprendieron nunca que en la formación de una cultura nacional –de acuerdo al modelo europeo, precisamente– no podía prescindirse de la realidad nacional, el sujeto de la cultura. Pero esta realidad era lo que ellos no aceptaban. Querían rehacerla conforme a sus “ideas”, que habían convertido en ídolos. Y sus “ideas” no nacían de la experiencia, en el mundo que vivían: les llegaban, como las levitas, confeccionadas en otra parte.
La desvinculación de las ideas con la realidad es el caos, la locura. Rivadavia, el “visionario”, era ante todo un loco: un loco de la política; su cordura renacía en la vida privada, donde no interesaba a nadie. Sus adláteres –algunos de ellos siniestros por su perversidad sanguinaria– eran también los hombres de las contradicciones y de las incoherencias. Se llamaron unitarios, pero no admitían que la nacionalidad es una unidad moral que se prolonga a través de las generaciones, y conspiraron contra la unidad de raza, de religión, de costumbres, de tradiciones, de cultura, en el pueblo argentino. Así confundieron progreso con sustitución, ignorando que sólo progresa lo que se perfecciona en el sentido de lo que ya es. Y nunca se propusieron el progreso del pueblo argentino, sino su trocamiento en otro pueblo distinto, que no sería hispánico, ni latino ni tendría pasado respetable porque lo habría repudiado. El ideal de los unitarios –que después extremó Alberdi hasta el absurdo de las Bases– consistía en hacer del argentino real un ente tan descaracterizado como las propias imágenes con que sustituían las ideas ausentes. Los hombres de la realidad se levantaron contra ellos y los expulsaron del país. En eso consistió su tragedia de desterrados.
Pero antes habían llevado a la política el desorden de sus “ideas”, convulsionando a las catorce provincias con sus tentativas de predominio ilegítimo. Al aproximarse el año 20, comprobado su fracaso en el gobierno y sintiendo que el suelo temblaba bajo sus pies, creyeron que el país se hundía con ellos, porque ellos eran el país, y pidieron el Protectorado de Inglaterra o mendigaron en España y en Francia –¡y hasta en Suecia!– un monarca extranjero. Repudiados, con la Constitución de Rivadavia, que era su obra maestra, utilizaron a Lavalle sublevado para iniciar la guerra civil. Cuando el orden se salvó con Rosas, conspiraron contra el orden, siempre a la zaga de los extranjeros, para establecer aquí “la influencia de Francia”, o para desmembrar la nación, después de declararla disuelta, o para entregar los ríos interiores al dominio internacional, o para garantizar en forma perdurable la independencia de las antiguas provincias segregadas.
¿Traidores? La palabra es terrible y desagradable de aplicar, si no es en un sentido metafórico. Preferible es creer que Florencio Varela, por ejemplo, llegó a ser un desarraigado sin patria, ciudadano de una República inexistente, que había perdido en el exilio cualquier resto de solidaridad con los hombres de su tierra. No olvidemos, por los demás, que con los unitarios militaron algunos guerreros de la independencia y que un patriota como Chilavert siguió también la política de Montevideo, hasta descubrir su entraña, antes escondida a sus ojos, que no eran de lince. ¿Cuántos habrán estado en la misma situación de engañados? Esto nunca lo sabremos. El General Paz rechazó el proyecto de separar a Entre Ríos y Corrientes de la Confederación Argentina que sometió Varela a su aprobación. Pero ese mismo rechazo de Paz, la sorpresa de Chilavert y los escrúpulos que más de una vez confesó Lavalle antes del 40, prueban que el fondo de la conspiración unitaria era sombrío y que convenía mantenerlo oculto. Esa gente no “procedía a la luz del día”…
En general, y aunque nos cueste reconocerlo a los que también somos sus compatriotas, podemos decir con verdad que esa política que consistió, desde sus comienzos, en negar el país, y concluyó conspirando contra su integridad territorial, era en sí misma una traición a los hombres de la Conquista y de la Revolución. Era una traición a la historia, a los antepasados: una traición de los hijos a los padres.
La figura de Rosas
Frente a esa política, tan obcecadamente mantenida, la figura de Rosas se agiganta como la del principal defensor de la nacionalidad, en una lucha a muerte que dura, para él, más de treinta años. Es el representante de lo argentino, de lo nuestro, en conflicto con los extraños, cuyos propósitos hostiles nada tenían que hacer con la Civilización ni con la Cultura, brillantes chafalonías con que se buscaba deslumbrar a los incautos. Ese es el sentido que tiene Rosas para nosotros, los que procuramos rehabilitar su nombre, por eso ilustre, ante las nuevas generaciones. En vano se insistirá en renovar los viejos motivos de repudio, calificando lo nacional de “bárbaro” y de “salvaje” en un curioso empeño de exhibirnos ante los demás como un pueblo de inferiores. No lo creemos. Se podría probar sin esfuerzo que en ninguna otra parte del mundo el hombre de la tierra ha sido superior al gaucho, ni tan rico en calidades esenciales, ni tan susceptible de un rápido perfeccionamiento individual. En vano también se procurará restaurar las viejas diatribas personales contra Rosas. Están demasiado desacreditadas.
¿Era inclemente? No nos interesa. No fue clemente Moreno con Liniers, ni Castelli con Nieto, ni Rivadavia con Álzaga, ni Bolívar con Policarpa Salabarrieta, ni O’Higgins con los Carrera, ni Urquiza con Chilavert. ¿Lo era acaso Sarmiento cuando se regocijaba en público por el fusilamiento del héroe de Martín García, proclamaba la necesidad de asesinar a Urquiza o aconsejaba a Mitre que “no ahorrase sangre de gauchos”?
Rosas, que no gobernó un día, fusiló muchos unitarios. Se nos ha enseñado que las luchas entre éstos y los federales era una simple lucha de partidos en desacuerdo por doctrinas políticas, como podría serlo la de los radicales y conservadores de hoy, si tuvieran doctrinas. Pero esto es falso. A partir de 1838, esa lucha tuvo el carácter de internacional que los unitarios por propia voluntad le dieron al sumarse a los extranjeros que guerreaban contra el país. Acaso seguían creyendo que el país eran ellos, pero este error no valía para Rosas, ni puede valer hoy para nosotros al juzgar a Rosas y a sus adversarios. Sorprendidos en sus maquinaciones, eran fusilados como Ramón Maza, o muertos en la persecución que seguía a las batallas, como Berón de Astrada o en la exaltación que su propia conducta provocaba en la ciudad bloqueada y humillada por las dos escuadras más poderosas de la tierra. No necesitó iguales motivos Urquiza para matar a todos los soldados de la división Aquino, en las mismas calles de Buenos Aires. ¿Abusos? Mil se habrán cometido, como en todas las épocas de guerra civil, en Francia, en España, en Inglaterra, en Alemania, en Italia. Como se cometen actualmente aquí, en plena era de paz democrática, con motivo de cualquier acto electoral: en San Juan, hace poco tiempo. Con sólo los asesinados en el siglo XX, por razones políticas, podríamos construir otras tablas de sangre como las de Rivera Indarte.
Pero los fusilamientos de Rosas no son objetables en su época y en las circunstancias del país, que vivía bajo la ley marcial. Sólo en los pueblos bárbaros, formados por tribus o bandas, no se castiga con la máxima severidad a los que conspiran contra las autoridades para derrocarlas, en momentos de un peligro nacional. Las pasiones de entonces eran candentes; los juicios con que unos a otros se condenaban, lapidarios. Era “acción santa matar a Rosas”, según el lema de Rivera Indarte. Había que colocarse a la recíproca. Lavalle mismo fue despiadado al condenar la unión con los franceses antes de aceptarla en una de sus frecuentes desviaciones. Los rosistas de hoy no la hemos calificado con igual virulencia. “Los dos diarios de Montevideo – escribía el general– están de acuerdo sobre la unión con los franceses… Estos hombres, conducidos por un interés propio muy mal entendido, quieren trastornar las leyes eternas del patriotismo, el honor y el buen sentido; pero confío en que toda la emigración preferirá que la revista (una de las publicaciones unitarias) la llame estúpida a que su patria la maldiga mañana con el dictado de vil traidora”.
Más tarde, Lavalle cambió de opinión; Rosas, no. ¿Con qué violencia no hubiera obrado aquél, en la posición de éste, contra los que llamaba “viles traidores”? Aterra pensarlo, cuando recordamos el drama de Dorrego, fusilado sin causa…
Rosas y la unidad nacional
(Se)…le censura a Rosas que no hiciera la organización nacional. ¿Quién lo hizo antes de él? ¿Quién pudo hacerla? ¿Y cómo podía Rosas darnos la organización nacional en medio de la guerra que durante los 17 años de su segundo gobierno le llevaron sus enemigos internos en alianza con los bolivianos o con los franceses o con los ingleses o con los paraguayos o con los brasileños o con los orientales de Rivera o con todos a la vez?
Hizo mucho más que eso, sin embargo. Nacido a la política como reacción espontánea contra la anarquía de los partidos, sofocó por la fuerza de una guerra victoriosa y las artes de la diplomacia más sutil, a todas las facciones adversas: lo mismo que los unitarios habían ensayado antes, pero sembrando la ruina y el desorden. Así impuso en los hechos, en la realidad inconmovible de las cosas, la unidad nacional y creó en el país el hábito de la obediencia y el respeto a la autoridad. Y ese hecho fundamental no le será nunca suficientemente agradecido por las generaciones del futuro que reflexionen con serenidad y con lucidez sobre el proceso de la formación argentina.
Su empresa era la de la fuerza en acción: la violencia, la guerra, únicos métodos capaces de restaurar el orden de un país convulsionado por los anarquistas y amenazado desde el exterior. Una Constitución escrita, de la que emanase el poder capaz de dominar el desorden, hubiese creado el despotismo permanente, para Rosas y los que le siguieran. Si, por temor al despotismo, se creaba un poder constitucional moderado, su debilidad en las circunstancias nos volvería a la anarquía o violaba el Gobierno la Constitución con el pretexto de sostenerla. Con estos mismos argumentos, Facundo Zuviría, presidente de la Convención del 53, sostuvo al iniciar ésta sus deliberaciones que no había llegado todavía el momento de dar una Constitución escrita al país. Era partidario de una autoridad de hecho o fundada en convenciones circunstanciales, que pudiera ejercer el poder con todo rigor, sin comprometer ningún principio permanente. Las razones que defienden a Rosas eran las de Zuviría, su enconado adversario político de 30 años.
Rosas sabía, por lo demás, que la Constitución no podía ser la obra suya, sino la consecuencia de su obra. Que ésta, la pacificación del país, no había concluido lo prueba el hecho de que, en definitiva, los rebeldes concluyeron con él. Pero nadie podrá negarle la gloria de haber constituído la nación en los hechos con sus empresas de treinta años, desde el 20, en que sofocó por primera vez la anarquía, hasta el 52, en que entregó las provincias unificadas a sus vencedores ocasionales. El acuerdo de SAN NICOLAS fue el acuerdo de los gobernadores de Rosas.
Lo que sucedió después de Caseros, lo justifica aún más ante la historia. Urquiza quiso hacer lo que Rosas no había hecho y atrajo consigo a los unitarios, en un prematuro ensayo de organización nacional. Con los unitarios en el partido gobernante, creó el cisma en el gobierno mismo. Rota la unidad de Rosas, no vino la unidad de Urquiza, sino la anarquía de los unitarios otra vez, pero con ellos dueños de Buenos Aires. Diez nuevos años de guerra civil, acaso los más sangrientos de todos, otros diez de revueltas y de tumultos, de persecuciones y de injusticias, y el asesinato de Urquiza, siguieron al derrocamiento de Rosas, mientras el extranjero, que había atisbado pacientemente la oportunidad propicia a sus intereses, sacaba los mejores frutos de una victoria de armas, que, lejos de ser una victoria de los argentinos, se convirtió con el tiempo, en la más grande derrota de su historia. Caseros.