Publicado en el Periódico El Restaurador - Año III N° 12 - Setiembre 2009 - Pags. 2 y 3
Memorias de "Un soldado argentino"
Entrevero |
Transcribimos a continuación, parte
del capítulo VII de “Un soldado argentino” en la que se describen costumbres
indias en el arte de la guerra y otras, diversas acciones contra los ranqueles,
etc., narraciones que consideramos interesantes y creemos que nuestros lectores
coincidirán en ello.
Los
indios ladrones, después de los tres últimos golpes recibidos, no se atrevieron
a hacer nuevas excursiones numerosas. Creyeron prudente hacer la guerra de
partidas como sistema más ventajoso para escaparse y más difícil para nosotros
darles alcance.
Los salvajes fundan el buen éxito de
sus correrías en no hacerse sentir a su entrada y, como consecuencia, el no ser
alcanzados en su salida.
Algunas
ocasiones se valen de cierta estrategia guerrera para obtener mejor resultado.
Invaden con cierto reposo al principio, sin establecer guardias en puntos
estratégicos; no tienen caballerizos, cuidando cada cual su caballo. Cuando los
hacen pastar en campos vírgenes, les ponen la manea haciéndolos comer
casi a su lado. Algunos días no marchan y así continúan hasta que se aproximan
al campo que recorren nuestras descubiertas. Una vez allí se establece un
riguroso servicio cual lo requiere el peligro. Su objeto principal es observar
ocultamente los movimientos de las partidas exploradoras desprendidas de los fortines.
Como cada cual se esmera en desempeñar
bien su papel, el servicio se hace en toda regla.
Es práctica en ellos destacar de
avanzada un solo indio, procurando para esta comisión los que tienen vista
clara y habituada a distinguir en el desierto los objetos a largas distancias.
El
indio se desliza agazapándose y procurando siempre que el borde ondulado del
terreno le sirva de antemural para ocultar su presencia. Cuando llega al pie de
una cuchilla, se baja del caballo y la asciende despacio y con toda precaución,
para descubrir el campo del lado opuesto explorándolo con la vistas hasta donde
ella alcanza y si nada le llama la atención se arrastra de barriga hasta la
cima; allí vuelve a practicar una segunda exploración de ojo y si nada ve que
pueda ofrecer peligro, se sienta y observa en contorno; luego se pone de pie y
hace la misma operación.
Asegurado entonces de su situación,
desciende de la altura, monta en su caballo y vuelve a ascenderla en esta
forma. Allí se hinca sobre el recado, después se pone de pie y observa y
si nada le llama la atención sigue avanzando e investigando con su mirada,
hasta llegar a otra ondulación, donde se repite la misma operación y así
continúa explorando el campo sin fatigarse.
Naturalmente, de tan sigilosa
investigación resulta que por lo general es el indio quien descubre primero al
enemigo y como ésta es una ventaja innegable, resulta que obtiene las
consiguientes ventajas de su campaña.
Seguramente que los salvajes no tienen
mejor vista que nosotros; pero es indudable que al método empleado se agrega la
práctica de observación en el desierto y con esto nos superan
indispensablemente.
Las capas de aire en el campo producen
al reflejo del sol efectos de espejismo, que a lo lejos semejan lagos inmensos
que confunde, aumenta o disminuye los objetos aparentemente.
Entre otro de los conocimientos que da
la práctica de observación, también tiene su significado lo que nuestros
paisanos llaman "campo alborotado".
Entiéndese por campo alborotado una
agitación inusitada que se observa en los animales pobladores de las pampas,
tales como los avestruces, gamas, liebres y yeguas alzadas, que en tropel
surcan los campos, como si presintiesen un peligro cercano.
¿Por qué se produce este movimiento en esos animales?
En este caso, la buena vista práctica vale mucho.
Generalmente se produce ese movimiento
cuando uno o más jinetes los corren o espantan con su presencia. Una cuadrilla
de avestruces asustada huye hasta muy lejos, y en su tránsito agitado inquieta
a todos los demás animales, que se asustan y huyen a su vez.
Muchas veces la alarma producida en un
punto dado, se ha extendido hasta una distancia de más de seis leguas.
También sucede que una cuadrilla de
avestruces (los alarmistas de la pampa) se refocilan (retozan); otras las ven
huir y otras sienten solamente el tropel; bastando una u otra cosa para
producir la alarma en toda una zona de varias leguas.
Entre las verdaderas o falsas alarmas se produce pues, la
duda.
Es en esto precisamente que estriba el peligro.
El indio que se apercibe de estos
movimientos se echa de barriga sobre el suelo levantando la cabeza lo
suficiente para observar en todas direcciones y si su desconfianza aumenta,
echa también su caballo al suelo y no se mueve de allí hasta no practicar una
exploración satisfactoria.
Nuestras partidas salen diariamente de
sus cantones a recorrer el campo, faltándoles de todo, hasta de buen caballo
para escapar. Fastidiado el soldado por el mal trato, escasez o recargo en el
servicio, los primeros días teme al peligro y va con cautela; pero después de
un mes se familiariza con el peligro, recorriendo los mismos parajes que antes
temiera, sin precaución alguna y sin observar nada; creo que aun de su
existencia misma se olvida, pues sólo piensa en los avestruces para correrlos,
siendo esta y otras causas las que motivan las sorpresas dadas por los indios a
las poblaciones que descansan en la confianza de las guarniciones de las
fronteras.
Por eso el indio bombero, que bien
oculto lo ha observado y visto todo, se ríe diciendo: "Cristiano
sonso."
Huampelen |
Cuando por caso imprevisto son
apercibidos por alguien, emprenden una tenaz persecución sobre el descubridor;
de manera que si éste se escapa no pueda llevar el aviso a las guarniciones y
cuando las lleve, ellos han retrocedido lo suficiente para ponerse fuera de
alcance de toda persecución.
Pocas veces avanzan después de aclarar
el día, para no perder tiempo, calculan sus jornadas con el despuntar de la
aurora para llegar a puntos convenidos y de allí regresar llevando las
haciendas, las familias y cuanto encuentran lo más ligero posible; de manera que
todo aviso que por alguien pudiera llevarse a las guarniciones, cuando llegue,
los invasores se encuentran a gran distancia.
Complementa su plan de retirada dejar
a su retaguardia los mayores obstáculos para embarazar la marcha de sus perseguidores.
Así burlan la vigilancia de las
fronteras y sorprenden las poblaciones fronterizas, probando con esto que no
son tan ignorantes y descuidados como nosotros les creemos, en el arte de la
guerra y, mucho menos, cuando de 50 excursiones que nos hacen, en una salen
mal parados y esto debido tal vez a inconvenientes ajenos a todo cálculo.
El indio, en el combate, es de empuje
terrible; choca con violencia incalculable. De ahí que se considere su
caballería sin igual en el mundo; ni tampoco hay caballería que ocasione más bajas
al enemigo. Me fundo en la superioridad del caballo que monta y en la hábil
destreza de la lanza que maneja, que es de una largura extraordinaria, casi el
doble de la nuestra, que es o debe ser de tres varas por la táctica. Además el
indio usa espuelas, prenda que nunca le falta aunque sea de madera y construida
por ellos mismos. Con ella aguijonean al caballo obligándolo a avanzar hasta
hacer chocar la cabeza con los del enemigo; pero poco antes que esto suceda
entra a operar la chuza que como es tan larga va a herir primeramente la cabeza
del caballo de su contrario, el cual, sintiendo la punzada, se abalanza por lo
regular hacia atrás, desorganizando la formación de sus compañeros inmediatos,
quienes sin querer y sin cobardía presentan la espalda al enemigo, por cuanto
el caballo, por espíritu de propia conservación, tiende a huir en retirada.
Rota así la línea de formación, se produce la derrota antes que el entrevero,
único en el que el indio puede quedar indefenso, por el largo regatón de su
lanza. Pero ocurre preguntar: ¿Cómo contar entonces con esa oportunidad para batir
a los salvajes, si antes que ella se produzca ya somos derrotados?
El indio, en último caso, pone en
juego sus cuatro armas favoritas: el caballo, la chuza, las boleadoras y las
espuelas de que dispone, para hacer más terrible la mortandad. Éstas son las
razones por que en una derrota que ellos nos hacen, ocasionan más bajas que lo que
nosotros les hagamos, como está probado por los muItiplicados acontecimientos
luctuosos de esa larga guerra que hemos mantenido con las tribus de las pampas.
La infantería es indudablemente menos adecuada
para perseguirlas. Es pesada y eso dificulta el fácil alcance, pues los indios
son livianos y todo su afán consiste en salvar el botín a todo trance, fiados
únicamente en su agilidad y buenos caballos, sin comprometer combate. Por esta
razón no conviene cargar al soldado de caballería con armas pesadas como las
que usa el infante. Muchas veces es bastante un facón para combatir contra el
que maneja una caña. Es indudable que llegan casos en que el arma de fuego es
indispensable, sobre todo para la formación y defensa de los cuadros,
compuestos de infantes improvisados de caballería desmontada.
Esta maniobra es previa y solamente
sirve para apoyar guerrillas armadas con armas de fuego, y desprendidas para
escopetear al enemigo, con la seguridad de no poder ser arrolladas por éste,
sino hasta donde está situado el cuadro, cuyo punto de apoyo es formidable y el
indio no puede destruir fácilmente.
Estas maniobras son sangrientas, pero
indispensables para la defensa de las armas de la civilización.
Cuando los indios se alistan para el
combate, forman naturalmente su línea y la única maniobra que conocen es la de
procurar los flancos al enemigo. Cuando acometen emplean esta especie de
interjección: ya, ya, equivalente en cierto modo a nuestra voz de: a
la carga.
Al empuje irresistible de las cargas
de la caballería indígena solo queda el apoyo de los cuadros únicos que el
indio respeta, más por conveniencia que por falta de valor para acometerlos.
Soy del 5° |
Muchas veces conviene repetir las maniobras dos o tres veces,
para conseguir cambiar la faz de la lucha.
El indio no tiene interés de matar
donde corre él el peligro de ser muerto. Pelea regularmente por defender lo que
lleva, procurando llegar con el botín íntegro a sus tolderías.
Cuando en las cargas no consiguen
producir la derrota del enemigo, sus filas empiezan a ralearse y desmoralizarse
por falta de disciplina. Atinan a apresurar el alejamiento del robo, mientras
una cuarta parte de sus lanceros hacen resistencia en retirada para protegerlo.
Procurar que los bárbaros sólo
entretengan en el combate una cuarta parte de sus fuerzas es indudablemente una
excelente ventaja.
En tales circunstancias, el jefe debe
aprovechar para que el enemigo no quede dueño del campo, lo que importa, en
caso contrario, dejarle triunfante con sus haciendas y cautivos.
De todo esto resulta que cualquiera
formación para nuestras caballerías, que no sea en cuadro, es inconveniente,
porque no puede batirse con ventaja, ni guardar cada cual su caballo. En este
caso ocurre que los indios, dividiéndose en grupos, llevan unos el ataque por
el frente, mientras otros les pican los caballos por retaguardia, para que
éstos produzcan la desorganización en las filas.
Lo más prudente y mejor en estos casos
es, si hay tiempo, voltear y manear los caballos, para que no puedan
levantarse, colocándolos lo más cerca posible los unos de los otros y formando con ellos un círculo o corral que sirva de trinchera.
La guerra con los indios era
necesario, pues, conocerla prácticamente, habituándose a vivir en las
guarniciones de frontera. Su sistema de espionaje y sus elementos y hábitos
para las luchas contra los cristianos se conocían solamente allí.
Yo, conocedor ya de los medios que el
indio empleaba en su guerra de recursos, tenía mis partidas corredoras de
campo, compuestas generalmente de un baqueano y tres soldados cada una. Las
situaba por ocho días, quince ó 20 leguas a vanguardia, en los lugares más
peligrosos.
Iban a hacer aprendizaje sobre las
prácticas guerreras indigenas.
Cuando, en fuerza de observaciones
constantes, aprendieron del indio sus maniobras, con su caballo en el
desierto, empezaron a desconfiar del suyo no adiestrado y por la larga distancia
que los separaba de toda protección. Yo también pensé como ellos sobre el
peligro que corrían y les ordené enseñar a otro caballo a correr enfrenado, a
la par del que montaban y en toda la furia pasar el jinete del lomo del uno al
lomo del otro.
Quedaron satisfechos en que esos dos
caballos podían competir con uno de los indios, pero nos quedaba otro
inconveniente y era el modo de tomar animales silvestres para comer sin alborotar
el campo; es decir, sin correr.
Supe que en Chivilcoy se poseía un
perro galgo, mestizo, bien enseñado. Lo mandé comprar; pero sus dueños me lo
enviaron de regalo.
Este perro, se llevaba al tiro por los
cañadones, y cuando se encontraba un avestruz, liebre o gama, se lo soltaba,
guardando el jinete cierta distancia y marchando siempre al trote, hasta que
aquél hacía su presa y la conservaba hasta que éste llegara.
En las fronteras, un perro de esa
clase era una verdadera adquisición, sobre todo para las partidas exploradoras
a que me refiero.
Todos estos recursos procuraba con
toda la fuerza de mi voluntad, para conseguir sentir y batir a los invasores de
la pampa, antes de que entrasen en las poblaciones, porque después no es
posible remediar los males que ocasionan, aunque sean derrotados
ventajosamente.
Así continué, en este servicio peligroso
de las fronteras, por espacio de más de nueve años, sin abandonar mi campamento
para ir a los pueblos inmediatos, ni aun siquiera a las estancias cercanas.
Para mí no había más que el cuidado de la frontera, el patria y el
soldado con el cartucho en la canana y con la brida en la mano.
Nota: Las ilustraciones corresponden a pinturas de Molina Campos