martes, 1 de septiembre de 2009

Memorias de "Un soldado argentino"

 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año III N° 12 - Setiembre 2009 - Pags. 2 y 3  

Memorias de "Un soldado argentino"

Entrevero

Transcribimos a continuación, parte del capítulo VII de “Un soldado argentino” en la que se describen costumbres indias en el arte de la guerra y otras, diversas acciones contra los ranqueles, etc., narraciones que consideramos interesantes y creemos que nuestros lectores coincidirán en ello.

 

Los indios ladrones, después de los tres últimos golpes recibidos, no se atrevieron a hacer nuevas excursiones numerosas. Creyeron prudente hacer la guerra de partidas como sistema más ventajoso para escaparse y más difícil para nosotros darles alcance.

Los salvajes fundan el buen éxito de sus correrías en no hacerse sentir a su entrada y, como consecuencia, el no ser alcanzados en su salida.

Algunas ocasiones se valen de cierta estrategia guerrera para obtener mejor resultado. Invaden con cierto reposo al principio, sin establecer guardias en puntos estratégicos; no tienen caballerizos, cuidando cada cual su caballo. Cuando los hacen pastar en campos vírgenes, les ponen la manea haciéndolos comer casi a su lado. Algunos días no marchan y así continúan hasta que se aproximan al campo que recorren nuestras descubiertas. Una vez allí se establece un riguroso servicio cual lo requiere el peligro. Su objeto principal es observar ocultamente los movimientos de las partidas exploradoras desprendidas de los fortines.

Como cada cual se esmera en desempeñar bien su papel, el servicio se hace en toda regla.

Es práctica en ellos destacar de avanzada un solo indio, procurando para esta comisión los que tienen vista clara y habi­tuada a distinguir en el desierto los objetos a largas distancias.

El indio se desliza agazapándose y procurando siempre que el borde ondulado del terreno le sirva de antemural para ocultar su presencia. Cuando llega al pie de una cuchilla, se baja del caballo y la asciende despacio y con toda precaución, para descubrir el campo del lado opuesto explorándolo con la vistas hasta donde ella alcanza y si nada le llama la atención se arrastra de barriga hasta la cima; allí vuelve a practicar una segunda exploración de ojo y si nada ve que pueda ofrecer peligro, se sienta y observa en contorno; luego se pone de pie y hace la misma operación.

Asegurado entonces de su situación, desciende de la altura, monta en su caballo y vuelve a ascenderla en esta forma. Allí se hinca sobre el recado, después se pone de pie y observa y si nada le llama la atención sigue avanzando e investigando con su mirada, hasta llegar a otra ondulación, donde se repite la misma operación y así continúa explorando el campo sin fatigarse.

Naturalmente, de tan sigilosa investigación resulta que por lo general es el indio quien descubre primero al enemigo y como ésta es una ventaja innegable, resulta que obtiene las consiguientes ventajas de su campaña.

Seguramente que los salvajes no tienen mejor vista que nosotros; pero es indudable que al método empleado se agrega la práctica de observación en el desierto y con esto nos superan indispensablemente.

Las capas de aire en el campo producen al reflejo del sol efectos de espejismo, que a lo lejos semejan lagos inmensos que confunde, aumenta o disminuye los objetos aparentemente.

Entre otro de los conocimientos que da la práctica de observación, también tiene su significado lo que nuestros paisanos llaman "campo alborotado".

Entiéndese por campo alborotado una agitación inusitada que se observa en los animales pobladores de las pampas, tales como los avestruces, gamas, liebres y yeguas alzadas, que en tro­pel surcan los campos, como si presintiesen un peligro cercano.

¿Por qué se produce este movimiento en esos animales?

En este caso, la buena vista práctica vale mucho.

Generalmente se produce ese movimiento cuando uno o más jinetes los corren o espantan con su presencia. Una cuadrilla de avestruces asustada huye hasta muy lejos, y en su tránsito agitado inquieta a todos los demás animales, que se asustan y huyen a su vez.

Muchas veces la alarma producida en un punto dado, se ha extendido hasta una distancia de más de seis leguas.

También sucede que una cuadrilla de avestruces (los alarmistas de la pampa) se refocilan (retozan); otras las ven huir y otras sienten solamente el tropel; bastando una u otra cosa para producir la alarma en toda una zona de varias leguas.

Entre las verdaderas o falsas alarmas se produce pues, la duda.

Es en esto precisamente que estriba el peligro.

El indio que se apercibe de estos movimientos se echa de barriga sobre el suelo levantando la cabeza lo suficiente para observar en todas direcciones y si su desconfianza aumenta, echa también su caballo al suelo y no se mueve de allí hasta no practicar una exploración satisfactoria.

Nuestras partidas salen diariamente de sus cantones a recorrer el campo, faltándoles de todo, hasta de buen caballo para escapar. Fastidiado el soldado por el mal trato, escasez o recargo en el servicio, los primeros días teme al peligro y va con cautela; pero después de un mes se familiariza con el peligro, recorriendo los mismos parajes que antes temiera, sin precaución alguna y sin observar nada; creo que aun de su existencia misma se ol­vida, pues sólo piensa en los avestruces para correrlos, siendo esta y otras causas las que motivan las sorpresas dadas por los indios a las poblaciones que descansan en la confianza de las guarniciones de las fronteras.

Por eso el indio bombero, que bien oculto lo ha observado y visto todo, se ríe diciendo: "Cristiano sonso."

Huampelen
Sus observaciones son trasmitidas a sus compañeros, esperando que la partida, cuyos movimientos han observado, se reconcentre al fuerte, para emprender su marcha bien descansa­dos, tanto las cabalgaduras como los jinetes. Caminan casi siem­pre durante la noche, haciendo jornadas de 20 leguas. Y así sorprenden las primeras poblaciones y los vecinos que en ellas encuentran, obligados por la actitud amenazante de los invasores, les dan datos de todo lo que necesitan saber para orientarse bien. Es por esto que jamás desprenden bomberos después de pasar los fortines.

Cuando por caso imprevisto son apercibidos por alguien, emprenden una tenaz persecución sobre el descubridor; de ma­nera que si éste se escapa no pueda llevar el aviso a las guar­niciones y cuando las lleve, ellos han retrocedido lo suficiente para ponerse fuera de alcance de toda persecución.

Pocas veces avanzan después de aclarar el día, para no perder tiempo, calculan sus jornadas con el despuntar de la aurora para llegar a puntos convenidos y de allí regresar llevando las haciendas, las familias y cuanto encuentran lo más ligero posible; de manera que todo aviso que por alguien pudiera lle­varse a las guarniciones, cuando llegue, los invasores se en­cuentran a gran distancia.

Complementa su plan de retirada dejar a su retaguardia los mayores obstáculos para embarazar la marcha de sus perseguidores.

Así burlan la vigilancia de las fronteras y sorprenden las poblaciones fronterizas, probando con esto que no son tan igno­rantes y descuidados como nosotros les creemos, en el arte de la guerra y, mucho menos, cuando de 50 excursiones que nos ha­cen, en una salen mal parados y esto debido tal vez a inconve­nientes ajenos a todo cálculo.

El indio, en el combate, es de empuje terrible; choca con violencia incalculable. De ahí que se considere su caballería sin igual en el mundo; ni tampoco hay caballería que ocasione más bajas al enemigo. Me fundo en la superioridad del caballo que monta y en la hábil destreza de la lanza que maneja, que es de una largura extraordinaria, casi el doble de la nuestra, que es o debe ser de tres varas por la táctica. Además el indio usa espuelas, prenda que nunca le falta aunque sea de madera y construida por ellos mismos. Con ella aguijonean al caballo obligándolo a avanzar hasta hacer chocar la cabeza con los del enemigo; pero poco antes que esto suceda entra a operar la chuza que como es tan larga va a herir primeramente la cabeza del caballo de su contrario, el cual, sintiendo la punzada, se abalanza por lo regular hacia atrás, desorganizando la forma­ción de sus compañeros inmediatos, quienes sin querer y sin cobardía presentan la espalda al enemigo, por cuanto el caballo, por espíritu de propia conservación, tiende a huir en retirada. Rota así la línea de formación, se produce la derrota antes que el entrevero, único en el que el indio puede quedar inde­fenso, por el largo regatón de su lanza. Pero ocurre preguntar: ¿Cómo contar entonces con esa oportunidad para batir a los salvajes, si antes que ella se produzca ya somos derrotados?

El indio, en último caso, pone en juego sus cuatro armas favoritas: el caballo, la chuza, las boleadoras y las espuelas de que dispone, para hacer más terrible la mortandad. Éstas son las razones por que en una derrota que ellos nos hacen, ocasionan más bajas que lo que nosotros les hagamos, como está probado por los muItiplicados acontecimientos luctuosos de esa larga guerra que hemos mantenido con las tribus de las pampas.

La infantería es indudablemente menos adecuada para per­seguirlas. Es pesada y eso dificulta el fácil alcance, pues los indios son livianos y todo su afán consiste en salvar el botín a todo trance, fiados únicamente en su agilidad y buenos caballos, sin comprometer combate. Por esta razón no conviene cargar al soldado de caballería con armas pesadas como las que usa el infante. Muchas veces es bastante un facón para combatir contra el que maneja una caña. Es indudable que llegan casos en que el arma de fuego es indispensable, sobre todo para la for­mación y defensa de los cuadros, compuestos de infantes im­provisados de caballería desmontada.

Esta maniobra es previa y solamente sirve para apoyar guerrillas armadas con armas de fuego, y desprendidas para escopetear al enemigo, con la seguridad de no poder ser arrolladas por éste, sino hasta donde está situado el cuadro, cuyo punto de apoyo es formidable y el indio no puede destruir fácilmente.

Estas maniobras son sangrientas, pero indispensables para la defensa de las armas de la civilización.

Cuando los indios se alistan para el combate, forman naturalmente su línea y la única maniobra que conocen es la de procurar los flancos al enemigo. Cuando acometen emplean esta especie de interjección: ya, ya, equivalente en cierto modo a nuestra voz de: a la carga.

Al empuje irresistible de las cargas de la caballería indí­gena solo queda el apoyo de los cuadros únicos que el indio respeta, más por conveniencia que por falta de valor para acometerlos.

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Depende, sin embargo, de la pericia de los jefes la economía de sangre y de vidas, cuando el éxito de las armas no lo considere absolutamente indispensable o inútil.

Muchas veces conviene repetir las maniobras dos o tres veces, para conseguir cambiar la faz de la lucha.

El indio no tiene interés de matar donde corre él el peligro de ser muerto. Pelea regularmente por defender lo que lleva, procurando llegar con el botín íntegro a sus tolderías.

Cuando en las cargas no consiguen producir la derrota del enemigo, sus filas empiezan a ralearse y desmoralizarse por falta de disciplina. Atinan a apresurar el alejamiento del robo, mientras una cuarta parte de sus lanceros hacen resistencia en retirada para protegerlo.

Procurar que los bárbaros sólo entretengan en el combate una cuarta parte de sus fuerzas es indudablemente una exce­lente ventaja.

En tales circunstancias, el jefe debe aprovechar para que el enemigo no quede dueño del campo, lo que importa, en caso contrario, dejarle triunfante con sus haciendas y cautivos.

De todo esto resulta que cualquiera formación para nuestras caballerías, que no sea en cuadro, es inconveniente, porque no puede batirse con ventaja, ni guardar cada cual su caballo. En este caso ocurre que los indios, dividiéndose en grupos, llevan unos el ataque por el frente, mientras otros les pican los caba­llos por retaguardia, para que éstos produzcan la desorganización en las filas.

Lo más prudente y mejor en estos casos es, si hay tiempo, voltear y manear los caballos, para que no puedan levantarse, colocándolos lo más cerca posible los unos de los otros y for­mando con ellos un círculo o corral que sirva de trinchera.

La guerra con los indios era necesario, pues, conocerla prácticamente, habituándose a vivir en las guarniciones de frontera. Su sistema de espionaje y sus elementos y hábitos para las luchas contra los cristianos se conocían solamente allí.

Yo, conocedor ya de los medios que el indio empleaba en su guerra de recursos, tenía mis partidas corredoras de campo, compuestas generalmente de un baqueano y tres soldados cada una. Las situaba por ocho días, quince ó 20 leguas a vanguardia, en los lugares más peligrosos.

Iban a hacer aprendizaje sobre las prácticas guerreras indigenas.

Cuando, en fuerza de observaciones constantes, aprendie­ron del indio sus maniobras, con su caballo en el desierto, empezaron a desconfiar del suyo no adiestrado y por la larga dis­tancia que los separaba de toda protección. Yo también pensé como ellos sobre el peligro que corrían y les ordené enseñar a otro caballo a correr enfrenado, a la par del que montaban y en toda la furia pasar el jinete del lomo del uno al lomo del otro.

Quedaron satisfechos en que esos dos caballos podían competir con uno de los indios, pero nos quedaba otro inconveniente y era el modo de tomar animales silvestres para comer sin al­borotar el campo; es decir, sin correr.

Supe que en Chivilcoy se poseía un perro galgo, mestizo, bien enseñado. Lo mandé comprar; pero sus dueños me lo enviaron de regalo.

Este perro, se llevaba al tiro por los cañadones, y cuando se encontraba un avestruz, liebre o gama, se lo soltaba, guardando el jinete cierta distancia y marchando siempre al trote, hasta que aquél hacía su presa y la conservaba hasta que éste llegara.

En las fronteras, un perro de esa clase era una verdadera adquisición, sobre todo para las partidas exploradoras a que me refiero.

Todos estos recursos procuraba con toda la fuerza de mi voluntad, para conseguir sentir y batir a los invasores de la pampa, antes de que entrasen en las poblaciones, porque después no es posible remediar los males que ocasionan, aunque sean derrotados ventajosamente.

Así continué, en este servicio peligroso de las fronteras, por espacio de más de nueve años, sin abandonar mi campamento para ir a los pueblos inmediatos, ni aun siquiera a las estancias cercanas. Para mí no había más que el cuidado de la frontera, el patria y el soldado con el cartucho en la canana y con la brida en la mano.

Nota: Las ilustraciones corresponden a pinturas de Molina Campos