martes, 1 de septiembre de 2009

El primer robo bancario en Buenos Aires

 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año III N° 12 - Setiembre 2009 - Pags. 10 y 11 

El primer robo bancario en Buenos Aires

                                                                              Por la Profesora Beatriz Celina Doallo

La “Real Fortaleza y Fuerte de San Juan Baltasar de Austria” se alzaba, desde fines del siglo XVI, en el lugar donde hoy se encuentra la Casa Rosada. Tan  ostentoso nombre sugiere un edificio fortificado de la magnitud de los que también construyeron los españoles en Cartagena, Colombia, o junto a la bahía de La Habana, en Cuba, que aún podemos admirar. Nada más alejado de la realidad.

Vista de Buenos Aires 1628 (1)
Destinado a residencia del Gobernador, a albergar las oficinas públicas y a servir de alojamiento a los efectivos militares, el Fuerte de Santa  María de los Buenos Aires estaba construído en parte con paredes de tierra apisonada y otras de cañas y barro. La vivienda del Gobernador y las oficinas tenían techo de tejas, el alojamiento militar y los calabozos donde se encerraba a los escasos delincuentes, techado de paja.

Esta “fortificación”, erigida para defender la ciudad de  posibles ataques piratas o indios, tuvo la buena fortuna de no sufrir ninguno,  pero que carecía de seguridad interna quedó demostrado en la mañana del 16 de septiembre de 1631 cuando la población fue despertada por un cañonazo. Era la señal acostumbrada para avisar a los pobladores de que algo grave sucedía. Y lo que había ocurrido en horas de la noche, y se acababa de descubrir, era que habían saqueado el tesoro real.

Las palabras “tesoro real” evocan la Torre de Londres y las joyas de la Corona, pero en la humilde colonia hispana que era por entonces Buenos Aires, las autoridades denominaban así a una caja de madera de cedro con refuerzo de abrazaderas de hierro y tapa con dos cerraduras. Allí se guardaban los caudales que enviaba España para solventar los gastos administrativos y militares, y las sumas recaudadas por impuestos al ingreso desde la campaña de hortalizas y frutas y de ganado para el matadero, y a la entrada al puerto de mercaderías de ultramar.

El arqueo de caja se hacía diariamente al finalizar las actividades, y la tarde anterior había allí 9.477 pesos y 1 real, cantidad que para la época era importante. La caja estaba ubicada en el sector destinado a Hacienda, el lado sur del Fuerte. Los cacos de entonces no necesitaban la parafernalia que despliegan en la actualidad quienes saquean un Banco y que suele incluir construcción de túneles, motos de agua y de tierra, instalación eléctrica para iluminación, perforadoras, sopletes, baños químicos, y sacos de dormir y provisiones para los operarios. Quienes se habían apropiado del tesoro real sólo tuvieron que escalar un terraplén del costado sur y horadar con algunos golpes una pared para penetrar en la Contaduría. Más trabajo les dió violar la caja, que resistió a sus esfuerzos al punto que, finalmente, optaron por incendiar la tapa hasta carbonizarla.

El pueblo quería saber  a qué venía tanto alboroto, y fue recibido en audiencia pública por el Gobernador, Antonio de Céspedes, acompañado por el Obispo y otros funcionarios, entre ellos el Lugarteniente general a cargo de la milicia, el  Contador, un abogado de la Real Audiencia que se hallaba de paso en la ciudad y prestó luego su apoyo jurídico al asunto, y los dos Alcaldes Ordinarios del Cabildo. Estos últimos se turnaban para administrar justicia en causas criminales y civiles y realizar indagaciones policiales. Su autoridad reunía la que más adelante tuvieron los Jueces de Paz y los Comisarios, podían recurrir a la fuerza militar en caso necesario, y su jurisdicción abarcaba la ciudad y la campaña que la rodeaba.

En un breve discurso Céspedes puso a la población al tanto del robo, que dejaba malparada la vigilancia que, se suponía, debían ejercer los arcabuceros y piqueros que constituían la tropa que custodiaba el Fuerte y sus entornos.

Buenos Aires era poco más que un caserío donde casi todos sus moradores se conocían, y la ausencia de alguno de ellos se advertía muy pronto. Ya al día siguiente de descubrirse el robo circuló la noticia de que el vecino Pedro Cajal, que vivía en una choza lindera con el Convento de Santo Domingo, había desaparecido. Se detuvo e interrogó al criado de Cajal, un indio llamado Juan Puma, quien negó saber dónde se hallaba su patrón. Para complicar las cosas, esa misma noche Puma, al que se había encerrado en uno de los calabozos, burló la custodia de sus guardianes y se fugó agujereando el techo de paja.

Se dispuso que dos destacamentos de tropa armada salieran en persecución de los fugitivos. Una de las patrullas exploró la ribera del río de la Plata y encontró al indio Puma. La otra, que tenía órdenes de llegar hasta Perú si el rastro de los prófugos iba en esa dirección, capturó a Cajal a 26 leguas de Buenos Aires, en proximidades de Arrecifes. Sujeto con la barra de grillos que se utilizaba para malhechores peligrosos, Cajal fue traído a la capital, y junto con la  suma de 2.094 pesos que llevaba fue entregado al Gobernador la noche del 21 de septiembre.

Con el concurso del licenciado Diego de Rivera Maldonado, el abogado de la Real Audiencia que estaba casualmente en la ciudad, comenzaron los interrogatorios. Se estableció que Cajal era oriundo de Santiago del Estero y tenía 22 años. En esa época la mayoría de edad se alcanzaba recién a los 25 años, por lo que se le nombró un curador, persona designada para representar a un menor y cuidar de sus bienes. Cajal confesó ser el autor del robo con ayuda de su criado, y haber enterrado el resto del dinero bajo el piso de tierra de su choza. Se excavó en el lugar y se hallaron dos tinajas con un total de 4.633 pesos en su interior.

Por su parte, el indio Puma, que contó con un defensor de oficio, admitió haber colaborado en el robo y recibido de Cajal 214 pesos, suma que fue encontrada, siguiendo sus indicaciones, en una olla escondida en un horno de las afueras.

Restaba averiguar quién había sido el ideólogo del saqueo a la caja de caudales, pero un careo entre amo y criado derivó en acusaciones recíprocas. El curador y el defensor formalizaron la exigencia legal de argumentar a favor de ambos ladrones y el Gobernador dictó sentencia. Cajal y Puma fueron condenados a la horca, para luego ser decapitados y que sus cabezas se exhibieran sobre el borde del terraplén sur del Fuerte.

Léonie Matthis. Paza Mayor en 1600
Hubo apelaciones sin éxito, y Cajal, ante la inminencia de la muerte, confesó  haber planeado el robo, exculpando a Puma, quien había sido partícipe obedeciendo sus órdenes. El curador sacó a relucir una nueva evidencia: Cajal era hijo natural de un hidalgo, Oidor de la Real Audiencia de Chile; su jerarquía social de hijodalgo le eximía de la horca y le daba derecho a ser decapitado. Céspedes aceptó el alegato y modificó la condena, añadiendo que a Cajal, antes de la decapitación, se le aplicara garrote vil, tormento que consistía en estrangular al reo con un arco de hierro sujeto a un poste fijo. Además, ratificó la pena de horca para el indio Juan Puma.

Los delincuentes fueron puestos en capilla, donde el sacerdote franciscano Fray Jacinto de Quiñones escuchó su confesión y les administró la comunión. El 30 de septiembre se los paseó en carreta por las calles, sometidos a vergüenza pública, hasta el sitio donde les aguardaba el verdugo para ejecutarlos. Sus cabezas, tal como ordenara el Gobernador, fueron ensartadas en picas que se clavaron en el terraplén sur del Fuerte, el mismo que habían escalado para llevar a cabo el robo.

El episodio tuvo una secuencia inesperada: el 1º de octubre, Fray Quiñones, el confesor de los reos, se presentó al Gobernador para informarle que la última voluntad del indio Puma había sido restituir a las autoridades otra parte del dinero sustraído, enterrada por él bajo el piso de la choza de Cajal, cerca de donde se había excavado tras la confesión de éste. Una segunda excavación dió por resultado hallar una bolsa con 79 pesos y medio real. Con este cuarto hallazgo el monto total de lo recuperado ascendió a 7.020 pesos, por lo que Hacienda perdió, en definitiva, 2.457 pesos y l/2 real. Dado que no hubo evidencias de que Cajal o Puma hubieran gastado esa cantidad en el lapso previo a ser detenidos, sólo cabe deducir que uno de los dos se llevó a la tumba el secreto de un quinto escondite.

En sólo 17 días se había capturado a los ladrones, realizado su enjuiciamiento con presentación de pruebas, defensa, apelaciones y alegatos, y ejecutado la sentencia. Si bien la seguridad y vigilancia del Fuerte habían sido puestas en entredicho, no quedan dudas de que los sistemas de represión del delito y de justicia actuaron con una celeridad y eficacia encomiables.

(1) Acuarela del año 1628 realizada por el cartógrafo holandés Juan Vingboons, que se conserva en la Biblioteca del Vaticano y que muestra una vista de Buenos Aires sin fantasías, donde se distingue el antiguo Fuerte, la Catedral, Conventos, etc

Léonie Matthis. Plaza Mayor 1650