Publicado en el Periódico El Restaurador - Año III N° 11 - Junio 2009 - Pag. 5
OPINIONES
Carlos Sánchez Viamonte |
En el año 1930, Sánchez Viamonte escribió el prólogo del libro de Alfredo Fernández García “La leyenda de Rosas”, parte de cuyo texto se transcribe a continuación.
Puede decirse, usando una expresión un
tanto atrevida, que la dictadura de Rosas produjo un fenómeno de
“democratización antirrepublicana” si se admite para “democracia” la acepción simplista
del concepto opuesto a “aristocracia”; en efecto: la dictadura abolió
prácticamente la división en clases propia de la colonia, cosa que no había
podido hacer
La inversión de valores sociales que
implica el gobierno de Rosas es una consecuencia del predominio rural y del
alzamiento, fomentado por él, del bajo fondo popular urbano. Como siempre, el
autócrata es resistido por la “élite” aristocrática o plutocrática, y su
triunfo se debe al apoyo de la masa popular cuyo mandato implícito consiste en
la nivelación de las clases destruyendo los más arraigados privilegios.
Mas el Problema histórico no está ahí. La voluntad social que se impuso usando como instrumento la dictadura no puede contemplarse únicamente en sus aspectos formales, a través de aquel entronizamiento de la chusma rural y urbana que tanta repugnancia causó a nuestros abuelos, y hoy sería ridículo todo remilgo aristocrático si se quisiera convertirlo en lente de nuestro juicio.
Aún hay más. Rosas quebró y anuló la
actitud reservada y despectiva de Buenos Aires hacia el resto del país, que
tantas suspicacias y enconos había provocado. De todos los porteños, Rosas fue
el menos porteñista. Su hondo sentido de la vida rural le aproximaba a los
caudillos de las provincias y le permitía entenderse con ellos de igual a
igual, hablando su mismo lenguaje y concertando su acción, si Federal como
tendencia política, unitaria desde un punto de vista estrictamente nacional.
Esto, en cuanto al problema interno.
En lo exterior, la misión de la dictadura adquiere mucho mayor relieve todavía.
La gente culta de la ciudad -lo mismo en Buenos Aires que en Montevideo-
obligada a escoger entre la chusma criolla y el europeo inglés o francés, no
vacilaba, no podía vacilar. Prefría el dominio extranjero, y si por ella
hubiera sido, aún se hallarían las escuadras imperialistas ocupando el
estuario.
Además no se le puede imputar al
Dictador la supresión de una libertad que no existía en aquel caos, como lo
declara San Martín 1829, y sorprenden las palabras que acompañan esa declaración,
porque contienen el diagnóstico y el propósito de aquel estado político-social.
Y aquí podemos volver sobre la
diferencia entre el ideal y el arquetipo. San Martín representa el ideal con su
virtud de hombre que renuncia al poder por escrúpulos de conciencia. Rosas es
el arquetipo que asume el poder con o sin escrúpulos, pero, en todo caso,
venciéndolos.
Fernández García tiene razón, Rosas no
es un monstruo. Colocado en su sitio y visto de tamaño natural es el hombre que
el país necesitaba y vino a cumplir la profecía de San Martín. Restauró las
leyes y estableció el orden (sus leyes y su orden por supuesto). Obra de buen
burgués la suya, carece de heroísmo, de inquietudes ideológicas y de
exaltaciones sentimentales.
En definitiva: un Sancho que se vió obligado a no doblar la vara de su justicia por el peso de la misericordia, pero que tampoco la dobló por el peso de la dádiva extranjera.