Publicado en el Periódico El Restaurador - Año V N° 19 - Junio 2011 - Pag. 14
Recuerdos de una viajera
Lina Beck-Bernard |
Buenos
Aires no tiene paseos y como quisiéramos hacer pasar a los niños unas horas de
campo, nos han aconsejado llevarlos a Palermo, la antigua residencia de Rosas.
Hacemos el viaje en un coche de alquiler. El campo es muy agradable; por un
lado del camino se suceden las quintas o casas de verano de los porteños y
extranjeros ricos, que las ocupan huyendo de los calores de la ciudad. Palermo
es una villa a la manera italiana,
rodeada de galerías y arcadas, de hermoso aspecto; se encuentra abandonada
desde que Rosas cayó del poder y diríase que los odios políticos tratan de
apresurar su completa destrucción. No hay nada más triste, a mi ver, que una
ruina moderna, la poesía de la tradición y sin esa otra poesía, más sugestiva,
de las yedras y lianas cubriendo las piedras hendidas por los siglos. En
Palermo, todo denuncia una reciente devastación. A través de las
puertas-ventana que dan a los corredores, podemos ver los vastos y lujosos
interiores de los salones. Las ricas tapicerías cuelgan en jirones de las
paredes manchadas por la humedad. Han destrozado las hermosas chimeneas de
mármol blanco, lo mismo que las baldosas del solado. Los artesonados y las
puertas de caoba muestran huellas de los hachazos dados con los sables. De los
arriates del jardín, donde Rosas cultivaba las flores más raras, apenas si
quedan algunos cajones vacíos y copiosos yuyales que todo lo invaden. El parque
ofrece la misma apariencia de ruina y desolación. Una destrucción sistemática,
calculada, fruto de la venganza, ha caído sobre esta residencia suntuosa y bien
cuidada hasta no hace mucho tiempo. Rosas, excéntrico en sus gustos, había
conquistado Palermo al Río de
En
un abra del parque, puede verse todavía el mástil de una embarcación que
recuerda otra originalidad de Rosas. En un día de alta marea en que soplaba un
temible pampero, rompiendo las cadenas de las anclas y arrojando los navíos
sobre la costa, un bonito brick fue
arrojado por las olas hasta el parque de Palermo, pasó por encima de algunos
árboles casi cubiertos por el agua y quedó detenido entre un espeso
bosquecillo. Rosas no quiso que retiraran de allí el barco, lo compró a su
propietario, lo hizo arreglar y decorar con muy buen gusto, aprovechándolo para
ofrecer bailes y comidas. En verano se bailaba sobre el puente, a la sombra de
los árboles; en invierno, dentro del saloncito del brick. Hoy no queda otro vestigio de aquellas lujosas fiestas que
el palo mayor de la embarcación, tendido entre los pastos húmedos de un terreno
cenagoso.
El recuerdo de una mujer, la hija de Rosas, la buena y graciosa Manuelita, suaviza como una sombra bienhechora las leyendas siniestras de Palermo. Lo perdones obtenidos por ella fueron muchos; nadie llamó en vano a su buen corazón y si hubo veces en que sirvió para dar ostentación a la pretendida clemencia de su padre, lo hizo inocentemente, sin haber participado en esas intrigas. La dulzura y amabilidad de su carácter, la pureza de su vida, se recuerdan siempre con elogio en el país y aun aquellos que más razones tienen para detestar y maldecir a Rosas hablan con respeto y simpatía de su hija. Rosas sentía adoración por ella. Muchas de las bellezas del parque de Palermo le estaban consagradas. El baño de Manuela era una preciosa fuente, rodeada de gradería, cubierta por espeso follaje de sauces llorones y otros árboles, cuyas ramas caían sobre el agua formando como un muro impenetrable a ese grato retiro. Un gran canal atraviesa toda la propiedad. Cuando Manuelita era pequeña, un vaporcito con todos sus aparejos, su maquinista y su tripulación, la conducía de un extremo al otro del parque bajo la espléndida sombra de los árboles que orillan el canal.