miércoles, 1 de junio de 2011

Recuerdos sobre la residencia de Rosas en Palermo

 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año V N° 19 - Junio 2011 - Pag. 14  


 Recuerdos de una viajera

Residencia de Rosas en Palermo
Lina Beck-Bernard

Cinco años después de la caída de Rosas, la viajera Lina Beck-Bernard (1824-1888), visitó Buenos Aires, residiendo en nuestro país durante un lustro. En 1864, publicó en París su libro “Le Rio Paraná. Cinq anneés de séjour dans la Repúblique Argentine, (traducida al castellano por José Luis Busaniche quien tituló la obra como “El río Paraná – Cinco años en la Confederación Argentina 1857-1862”, reeditado en el año 2001 por Emecé Editores), donde relata sus experiencias, entre ellas su visita a la que fuera residencia de Rosas en Palermo. He aquí su relato:

 

Buenos Aires no tiene paseos y como quisiéramos hacer pasar a los niños unas horas de campo, nos han aconsejado llevarlos a Palermo, la antigua residencia de Rosas. Hacemos el viaje en un coche de alquiler. El campo es muy agradable; por un lado del camino se suceden las quintas o casas de verano de los porteños y extranjeros ricos, que las ocupan huyendo de los calores de la ciudad. Palermo es una villa a la manera italiana, rodeada de galerías y arcadas, de hermoso aspecto; se encuentra abandonada desde que Rosas cayó del poder y diríase que los odios políticos tratan de apresurar su completa destrucción. No hay nada más triste, a mi ver, que una ruina moderna, la poesía de la tradición y sin esa otra poesía, más sugestiva, de las yedras y lianas cubriendo las piedras hendidas por los siglos. En Palermo, todo denuncia una reciente devastación. A través de las puertas-ventana que dan a los corredores, podemos ver los vastos y lujosos interiores de los salones. Las ricas tapicerías cuelgan en jirones de las paredes manchadas por la humedad. Han destrozado las hermosas chimeneas de mármol blanco, lo mismo que las baldosas del solado. Los artesonados y las puertas de caoba muestran huellas de los hachazos dados con los sables. De los arriates del jardín, donde Rosas cultivaba las flores más raras, apenas si quedan algunos cajones vacíos y copiosos yuyales que todo lo invaden. El parque ofrece la misma apariencia de ruina y desolación. Una destrucción sistemática, calculada, fruto de la venganza, ha caído sobre esta residencia suntuosa y bien cuidada hasta no hace mucho tiempo. Rosas, excéntrico en sus gustos, había conquistado Palermo al Río de la Plata; con tierra transportada en carretas -varios miles de carradas-, hizo construir en la playa una especie de península, sobre la que se formó un parque. Era el único medio de lograr buenas plantaciones de árboles, porque la sequedad del suelo constituye un obstáculo para ello en los campos de Buenos Aires. Muy cerca del parque existía una población -cuyos vestigios quedan todavía- donde se alojaban tres mil soldados de guardia pretoriana que, según los caprichos del dictador, formaban como soldados o lictores y podían ser víctimas o verdugos, llegado el caso.

En un abra del parque, puede verse todavía el mástil de una embarcación que recuerda otra originalidad de Rosas. En un día de alta marea en que soplaba un temible pampero, rompiendo las cadenas de las anclas y arrojando los navíos sobre la costa, un bonito brick fue arrojado por las olas hasta el parque de Palermo, pasó por encima de algunos árboles casi cubiertos por el agua y quedó detenido entre un espeso bosquecillo. Rosas no quiso que retiraran de allí el barco, lo compró a su propietario, lo hizo arreglar y decorar con muy buen gusto, aprovechándolo para ofrecer bailes y comidas. En verano se bailaba sobre el puente, a la sombra de los árboles; en invierno, dentro del saloncito del brick. Hoy no queda otro vestigio de aquellas lujosas fiestas que el palo mayor de la embarcación, tendido entre los pastos húmedos de un terreno cenagoso.

El recuerdo de una mujer, la hija de Rosas, la buena y graciosa Manuelita, suaviza como una sombra bienhechora las leyendas siniestras de Palermo. Lo perdones obtenidos por ella fueron muchos; nadie llamó en vano a su buen corazón y si hubo veces en que sirvió para dar ostentación a la pretendida clemencia de su padre, lo hizo inocentemente, sin haber participado en esas intrigas. La dulzura y amabilidad de su carácter, la pureza de su vida, se recuerdan siempre con elogio en el país y aun aquellos que más razones tienen para detestar y maldecir a Rosas hablan con respeto y simpatía de su hija. Rosas sentía adoración por ella. Muchas de las bellezas del parque de Palermo le estaban consagradas. El baño de Manuela era una preciosa fuente, rodeada de gradería, cubierta por espeso follaje de sauces llorones y otros árboles, cuyas ramas caían sobre el agua formando como un muro impenetrable a ese grato retiro. Un gran canal atraviesa toda la propiedad. Cuando Manuelita era pequeña, un vaporcito con todos sus aparejos, su maquinista y su tripulación, la conducía de un extremo al otro del parque bajo la espléndida sombra de los árboles que orillan el canal.