miércoles, 1 de junio de 2011

Pic-nic en los bosques de Palermo

 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año V N° 19 - Junio 2011 - Pags. 6 y 7 

Anécdotas

Un pic-nic en los bosques de Palermo

residencia de Rosas en Palermo
Vista del estanque, Acuarela de Camaña


Nos cuenta Manuel Bilbao (h) en “Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires”

Se improvisaban picnics en el bosque o conciertos en el buque encallado en el río, transcurriendo las reuniones en medio de la más franca alegría.

Los hermosos montes naturales y los que había plantado Rosas atraían concurrentes de la ciudad que se internaban en ellos con sus provisiones para almorzar y pasar el día como ocurre hoy, con la diferencia de que entonces el paseo era particular y hoy es público.

Confirma esto una anécdota que conocemos, firmada por N. N. y publicada hace cerca de veinte años, que no sólo da una idea de lo que era el ambiente sino que pone de relieve cómo procedía Rosas en esos casos.

Dice así:

El 16 de diciembre de 1843, cumpleaños de mi padre, fuimos a comer en Palermo. Ajustamos las dos carretillas más aseadas que tenía el alquilador, y embaulamos en una de ellas los mejores fiambres y vinos de Valencia y Cataluña que se vendían en el país. Pero el principal regalo consistía en un canasto de duraznos precoces cuyos únicos ejemplares habíamos principiado a cosechar desde el verano anterior. Arrancamos cien, hermosísimos y bien maduros; mejor dicho, ciento dos, pues yo sustraje el pico para dejar la centena redonda. Los convidados eran veinticinco franceses que consiguieron escapar a la proscripción, aunque no a las sospechas de Rosas. Olvidaba decir a ustedes que mi padre también era francés. ¿Qué idea le ocurrió a aquella liebre de ir a ostentarse junto a la cueva del galgo? Tal vez pretendía adormecer su desconfianza con esas pruebas de su inocencia.

Lo cierto es que a eso de las nueve ya habíamos descendido a la orilla del río para sentarnos sobre la hierba y debajo de unos ceibos. Mientras desbanastaban los comestibles, mi madre me dijo. “Alejo, a ver si nos traes algunas charamuscas. Si das con algún trozo de sauce seco, mejor“. Yo me puse en camino con una celeridad que sorprendió a mi padre, que siempre me reprendía por poca diligencia. Internéme entre los árboles y mordisco acá, mordisco allá sobre uno de los duraznos que saqué del seno, me fui deslizando con la hierba hasta la cintura hasta que llegué a una explanada o islote formado por un arroyo al amor de cuyas quietas aguas crecía un plantío de mimbres, confundido su flexible ramaje con el lujuriante verdor de unas jugosas cañas. En medio del islote elevábanse dos sauces gigantescos trepando por el rugoso estribo de sus troncos varias enredaderas de amarillas flores, que hacían de aquel sitio, con su sombra deliciosa, un vergel solitario y ameno.

Observé a poco que las ramas se agitaban de una manera constante y regular. Orillé el arroyo y tirándome de bruces en el suelo, columbré a un hombre que se columpiaba sobre una soga atada de uno a otro sauce. Estaba de pantalón de nankin y chaqueta azul. No le veía la cara porque me daba las espaldas. Volvía a tomar impulso, casi tocando la copa del sauce con los pies, que hacía temblar y crujir en el horcón donde tenía atado su columpio. De repente dio una voltereta como el volatinero más consumado, girando sobre la soga, y se me puso de frente. Reconocí a Rosas sin banda, sin peto carmesí, sin entorchados, como lo representaban en las iglesias y en las procesiones por las calles. Rosas alegre pero siempre incógnito e incomprensible. Era la primera vez que lo veía al natural, de cerca y en sus expansiones más íntimas. Me pareció bello y siniestro. Siniestro por su leyenda, pues fuera de la expresión dura de sus ojos no había nada repulsivo en sus facciones, cuyo principal carácter era no tener ninguno. Su boca proyectaba una línea sonrosada y su silencio, sin hablar, parecía que hablaba. Su barba pétrea, cimentada en un cuello de toro, indicaba una voluntad tenaz y formidable. Su nariz saliente y aquilina, como la de Julio César, Napoleón y don Pedro de Castilla, parecía decir “póstrate a mis pies de rodillas“. Extrañé no haberle visto pálido.

[...] Y continuaba columpiándose como un niño. Una vez clavó en la espesura que me ocultaba sus mansos ojos de juglar. Entonces huí.

Acababa yo de llevar una brazada de leña cuando vimos llegar una cabalgata de damas y caballeros, entre ellos a Manuelita vestida de amazona. Por la izquierda cuatro o cinco soldados de caballería arreaban unas vacas de pastoreo.

Palermo de Rosas
San Benito de Palermo (1)
Agitóse la espesura y apoco vimos aparecer a don Juan Manuel, que montó en uno de los caballos enjaezados de su guardia, desprendió el lazo que llevaba a la grupa y tirándolo al descuido sobre el brazo, apresó una ternera por sus nacientes defensas. Otro soldado la degolló y en cinco minutos sacaron las calientes mantas que echaron sobre unas brasas, mientras la comitiva diseminábase por entre los senderos perdidos de los bosquecillos.

Mi padre entonces escogió los cincuenta duraznos más hermosos y poniéndolos sobre una bandeja se los mandó con mi hermano el mayor. Le vimos cruzar el trozo de pradera que servía de lecho al río en sus crecientes periódicas y a la sazón arcado por el día y cubierto de menudo césped: vímosle hablar con Rosas. Rosas le interrogaba y mi hermanito, con el gorro en la mano, indicaba con el dedo el punto formado por nosotros, mudos y palpitantes.

- Qué te preguntó? - fue la interrogación de mi padre cuando el chico estuvo de vuelta.

-Que quiénes éramos nosotros. Al saber que ustedes eran franceses sonrió, añadiendo enseguida: “Diles que descansen y almuercen tranquilos”.

Una hora más tarde se presentó un soldado con una manta de carne bien asada, y chirriando todavía.

-¡De parte de su excelencia!- dijo. 


(1) Imagen de San Benito de Palermo, de 65 cm., tallada en madera, que  perteneció a la Capilla privada de Rosas.