jueves, 12 de agosto de 2021

Combate de Vuelta de Obligado, la participación de las mujeres nicoleñas

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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El Hogar


En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 
En la revista El Hogar N° 1362 del 22 de noviembre de 1935, encontramos este interesante artículo sobre la participación de las mujeres nicoleñas en la Batalla de Vuelta de Obligado. 

Combate de Vuelta de Obligado

PETRONA SIMONINO, “LA NICOLEÑA”, ES UN SIMBOLO DE LA MUJER ARGENTINA

Por el teniente coronel Evaristo Ramírez Juárez

Entre brumas, amaneció aquel 20 de noviembre de 1845, en las orillas del Paraná, que se despertaba al conjuro armonioso de las calandrias del talar vecino. Río de paz, veía sus aguas revueltas por las quillas de los navíos extranjeros, que en ese día, al son de guerra, intentaban dislocar nuestra soberanía. El encargado de impedir tal atropello es el general Lucio Mansilla, el cual, siguiendo las órdenes del gobernador Rosas, ha tomado las medidas que humanamente ha podido, para ver si realiza el milagro de concretar sus deseos. Mientras los barcos se acercan a las posiciones, él, que sabía penetrar en el alma de sus subalternos, en un momento oportuno, los arenga con una vibrante proclama, cuyos párrafos principales decían: “Milicianos del departamento del Norte. Valientes soldados federales, defensores denodados de la independencia argentina y de la América: Los insignificantes restos de salvajes unitarios que han podido salvar de la persecución de los victoriosos ejércitos de la Confederación y orientales libres, en las memorables batallas de Arroyo del Medio, India Muerta y otras, que pudieron asilarse en los muros de la desgraciada ciudad de Montevideo, vienen hoy, sostenidos por los codiciosos marinos de Francia e Inglaterra, navegando las aguas del gran Paraná sobre cuyas costas estamos para privar su navegación bajo otra bandera que no sea la nacional...”

Esas palabras han llevado el entusiasmo a las filas, que ya comienzan a sentir el efecto de los primeros proyectiles enviados por los buques adversarios. Empeñada la acción, pronto se nota la desigualdad que hay entre ambos contendientes. Los nuestros, a pesar de estar luchando contra fuerzas varias veces superiores, tratan de mantener el combate en un mismo plano de eficacia, supliendo con empeño la falta de medios combativos.

En la defensa, después de algunas horas de lucha, ha empezado a sentirse la superioridad enemiga, y la acción ha ido tomando un cariz angustioso. No en vano cien cañones de grueso calibre han estado efectuando ininterrumpidamente un bombardeo devastador.

Las piezas argentinas son arrancadas de sus cureñas, los parapetos de las fortificaciones vuelan a cada explosión, envolviendo a los hombres y a las cosas en nubes de polvo, Juntamente con los cañonazos se oyen lamentos y órdenes que se gritan, y todo esto, unido a la confusión propia de esos instantes, motivada por la desaparición repentina de combatientes, los cuales, al ser despedazados por las granadas, contribuyen a transformar cada batería en un infierno.

Y para hacer más sombría esa visión, los muertos y los heridos ya se cuentan por centenares. Más de un veterano, de esos que se hicieron guerreando en alguna cuesta de los Andes o en perdido valle del Alto Perú, ha sentido estrujarse su corazón ante ese  cuadro desolador, y más de uno de esos veteranos ha cerrado sus ojos con amargura.

Sin embargo, hay algo que con su presencia mueve a esos hombres a empecinarse en esa lucha, de la cual sólo puede esperarse la derrota. Es que la mujer argentina está allí, en Obligado: esposas, madres, compañeras, hijas, todas unidas y simbólicas en el mismo sacrificio. En ese ambiente de tragedia, pasan ellas, estoicas, fatalistas en su misión, y aunque más de una vez sus caras se contrajeron de espanto, ellas, nobles, alentaban a los bravos, restañaban las heridas y sostenían a los moribundos, mientras que un rezo, prendido de sus labios, les servía como única arma en ese “mare magnum” de violencias.

Habían recibido orden de apartarse de los fuegos, pero entre los caídos y los que pelean, están los suyos..., y las mujeres sienten en sus entrañas el contagio del sacrificio y entre el fragor dela lucha y el espantoso explotar de la metralla, las ve multiplicarse en sus afanes generosos, ya mitigando el dolor de los caídos, ya desgarrando sus vestidos para que sirvan de taco a los cañones o de vendas para las heridas.

Convertidas en ocasionales enfermeras, transportaban los heridos fuera del alcance de las balas y acarreaban agua para los artilleros, sedientos por esa atmósfera ardiente. Y en esa labor, muchas cayeron, ignoradas, como si así dieran reválida de su abnegación. Rompiendo con ese anonimato, se yergue la figura de una de ellas, a quien le cupo la feliz circunstancia de poder perpetuarse en la historia.

Mucho debió haberse destacado en su actuación cuando el general en jefe la cita de una manera especial en el parte de guerra. Esta honra, pocas veces ha sido concedida a nuestras mujeres, y ello sólo basta para merecer nuestra mejor atención. El general Mansilla, en un párrafo, dice: “...tuvieron que dejar aquel lugar, bajo un fuego abrasador, para alejar las carretas del Parque, con crecido número de heridos y familias, en las cuales se distinguió por su valor varonil la esposa del capitán Silva, doña Petrona Simonino.”

Así, escuetamente, en las breves palabras de un parte, se marca toda una existencia, para que ella sirva como una demostración de lo que eran capaces nuestras mujeres.

Si dejamos vagar la imaginación entre las líneas de ese parte y nos representamos lo que debió ser ese combate, veremos a esta Petrona Simonino caminando entre el caos de la lucha para hacer lo que su moral le manda. Su espíritu cristiano no tiembla ante nada; allí están hombres mutilados; allí se oyen los gritos desesperados de los heridos; allí se oyen las maldiciones de los que pelean y el postrer llamado de los moribundos; pero nada de esto la conmueve aparentemente, ni aun el llanto aterrador de las mujeres ante el cadáver de un ser querido. Ella, impasible, está en todas partes, donde se precise un socorro para el que se desangra, o una palabra de aliento para el que se va, y es tanto su empeño y tanto su desprecio por el peligro que se cierne sobre todos ellos, - que merece ser citada por su “valor varonil”.

Y esa mujer de prestancia heroica y varonil es Petrona Simonino, “La Nicoleña”, una vecina de ese viejo pueblo norteño de la provincia de Buenos Aires, el cual ya había entregado a la patria otras glorias.

Perteneciente a la mejor sociedad de ese San Nicolás de los Arroyos, Petrona Simonino (1) era hija de un francés natural de Marsella y de una joven criolla. Nacida en 1811, veintiún años más tarde, en 1832, uníase en matrimonio con el joven hacendado don Juan de Dios Silva. En 1845, año de su actuación descollante, ya habían nacido de esa unión ocho niños: Juan, Úrsula, Carlos, Emiliano, Felisa, Petrona, Ciriaco y Juana; cuando al precipitarse los acontecimientos con la movilización de los ciudadanos que habían de defender las costas del Paraná, el jefe de la familia es nombrado por el general Mansilla capitán de milicias en el arma de artillería. En esa designación primaron méritos adquiridos, como lo hace constar Mansilla en una nota a Rosas, donde le da cuenta de los nombramientos de los oficiales que ha hecho: “Un solo capitán he nombrado, y es el ciudadano federal don Juan de Dios Silva, por su capacidad, honradez, constancia y servicios en el pasaje de caballos...” Se refiere a los que se remitían al general Oribe en Entre Ríos, para uso del ejército.

Con tal hombre se había casado la Simonino, y con él marchó a Obligado, dejando a su hogar y a sus hijos para cumplir con su deber de esposa. Con él estuvo en Obligado, y cuántas veces durante el transcurso del combate, cuando envuelta por el humo que quemaba su garganta, ella dirigía ansiosa los ojos hacia su Juan, el cual en esos momentos combatía denodadamente a la par de sus compañeros. La angustia del momento desolaría su espíritu, y sólo encontraría consuelo al recordar el hogar lejano.

Y él, al ver pasar afanosa a su compañera, alabaría al destino por haberle dado tal madre para sus hijos. ¡Así eran los matrimonios de aquella época; los cuales, con la sencilla abnegación que los animaba, dieron caracteres firmes a la formación de nuestra nacionalidad! Nosotros, al poner de manifiesto sus virtudes, sólo buscamos reconfortar al espíritu con tan puros ejemplos de argentinidad.

A los noventa años que nos distancian de estos episodios, apreciamos en toda su grandeza la esencia de esos hechos y la actuación de esas almas, y si el destino ha querido que la historia registrase el nombre de una de ellas, derramemos sobre su recuerdo todo nuestro agradecimiento, mientras la patria forjará con tales ejemplos la ofrenda de sus mismas virtudes.

(1) Su verdadero apellido era Simounin; pero como en los documentos históricos que la mencionan le dan el de Simonino, hemos creído conveniente seguir llamándola así.