REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.
PETRONA SIMONINO, “LA NICOLEÑA”, ES UN SIMBOLO DE LA MUJER ARGENTINA
Por el teniente coronel Evaristo Ramírez
Juárez
Entre brumas, amaneció aquel 20 de noviembre
de 1845, en las orillas del Paraná, que se despertaba al conjuro armonioso de
las calandrias del talar vecino. Río de paz, veía sus aguas revueltas por las
quillas de los navíos extranjeros, que en ese día, al son de guerra, intentaban
dislocar nuestra soberanía. El encargado de impedir tal atropello es el general
Lucio Mansilla, el cual, siguiendo las órdenes del gobernador Rosas, ha tomado
las medidas que humanamente ha podido, para ver si realiza el milagro de
concretar sus deseos. Mientras los barcos se acercan a las posiciones, él, que
sabía penetrar en el alma de sus subalternos, en un momento oportuno, los
arenga con una vibrante proclama, cuyos párrafos principales decían:
“Milicianos del departamento del Norte. Valientes soldados federales,
defensores denodados de la independencia argentina y de la América: Los
insignificantes restos de salvajes unitarios que han podido salvar de la
persecución de los victoriosos ejércitos de la Confederación y orientales
libres, en las memorables batallas de Arroyo del Medio, India Muerta y otras,
que pudieron asilarse en los muros de la desgraciada ciudad de Montevideo,
vienen hoy, sostenidos por los codiciosos marinos de Francia e Inglaterra,
navegando las aguas del gran Paraná sobre cuyas costas estamos para privar su
navegación bajo otra bandera que no sea la nacional...”
Esas palabras han llevado el entusiasmo a las
filas, que ya comienzan a sentir el efecto de los primeros proyectiles enviados
por los buques adversarios. Empeñada la acción, pronto se nota la desigualdad
que hay entre ambos contendientes. Los nuestros, a pesar de estar luchando
contra fuerzas varias veces superiores, tratan de mantener el combate en un
mismo plano de eficacia, supliendo con empeño la falta de medios combativos.
En la defensa, después de algunas horas de
lucha, ha empezado a sentirse la superioridad enemiga, y la acción ha ido
tomando un cariz angustioso. No en vano cien cañones de grueso calibre han
estado efectuando ininterrumpidamente un bombardeo devastador.
Las piezas argentinas son arrancadas de sus
cureñas, los parapetos de las fortificaciones vuelan a cada explosión,
envolviendo a los hombres y a las cosas en nubes de polvo, Juntamente con los
cañonazos se oyen lamentos y órdenes que se gritan, y todo esto, unido a la
confusión propia de esos instantes, motivada por la desaparición repentina de
combatientes, los cuales, al ser despedazados por las granadas, contribuyen a
transformar cada batería en un infierno.
Y para hacer más sombría esa visión, los
muertos y los heridos ya se cuentan por centenares. Más de un veterano, de esos
que se hicieron guerreando en alguna cuesta de los Andes o en perdido valle del
Alto Perú, ha sentido estrujarse su corazón ante ese cuadro desolador, y más de uno de esos
veteranos ha cerrado sus ojos con amargura.
Sin embargo, hay algo que con su presencia
mueve a esos hombres a empecinarse en esa lucha, de la cual sólo puede
esperarse la derrota. Es que la mujer argentina está allí, en Obligado:
esposas, madres, compañeras, hijas, todas unidas y simbólicas en el mismo sacrificio.
En ese ambiente de tragedia, pasan ellas, estoicas, fatalistas en su misión, y
aunque más de una vez sus caras se contrajeron de espanto, ellas, nobles,
alentaban a los bravos, restañaban las heridas y sostenían a los moribundos,
mientras que un rezo, prendido de sus labios, les servía como única arma en ese
“mare magnum” de violencias.
Habían recibido orden de apartarse de los
fuegos, pero entre los caídos y los que pelean, están los suyos..., y las mujeres
sienten en sus entrañas el contagio del sacrificio y entre el fragor dela lucha
y el espantoso explotar de la metralla, las ve multiplicarse en sus afanes
generosos, ya mitigando el dolor de los caídos, ya desgarrando sus vestidos
para que sirvan de taco a los cañones o de vendas para las heridas.
Convertidas en ocasionales enfermeras,
transportaban los heridos fuera del alcance de las balas y acarreaban agua para
los artilleros, sedientos por esa atmósfera ardiente. Y en esa labor, muchas
cayeron, ignoradas, como si así dieran reválida de su abnegación. Rompiendo con
ese anonimato, se yergue la figura de una de ellas, a quien le cupo la feliz
circunstancia de poder perpetuarse en la historia.
Mucho debió haberse destacado en su actuación
cuando el general en jefe la cita de una manera especial en el parte de guerra.
Esta honra, pocas veces ha sido concedida a nuestras mujeres, y ello sólo basta
para merecer nuestra mejor atención. El general Mansilla, en un párrafo, dice:
“...tuvieron que dejar aquel lugar, bajo un fuego abrasador, para alejar las
carretas del Parque, con crecido número de heridos y familias, en las cuales se
distinguió por su valor varonil la esposa del capitán Silva, doña Petrona
Simonino.”
Así, escuetamente, en las breves palabras de un
parte, se marca toda una existencia, para que ella sirva como una demostración
de lo que eran capaces nuestras mujeres.
Si dejamos vagar la imaginación entre las
líneas de ese parte y nos representamos lo que debió ser ese combate, veremos a
esta Petrona Simonino caminando entre el caos de la lucha para hacer lo que su
moral le manda. Su espíritu cristiano no tiembla ante nada; allí están hombres
mutilados; allí se oyen los gritos desesperados de los heridos; allí se oyen
las maldiciones de los que pelean y el postrer llamado de los moribundos; pero
nada de esto la conmueve aparentemente, ni aun el llanto aterrador de las
mujeres ante el cadáver de un ser querido. Ella, impasible, está en todas
partes, donde se precise un socorro para el que se desangra, o una palabra de
aliento para el que se va, y es tanto su empeño y tanto su desprecio por el
peligro que se cierne sobre todos ellos, - que merece ser citada por su “valor
varonil”.
Y esa mujer de prestancia heroica y varonil
es Petrona Simonino, “La Nicoleña”, una vecina de ese viejo pueblo norteño de
la provincia de Buenos Aires, el cual ya había entregado a la patria otras
glorias.
Perteneciente a la mejor sociedad de ese San Nicolás
de los Arroyos, Petrona Simonino (1) era hija de un francés natural de Marsella
y de una joven criolla. Nacida en 1811, veintiún años más tarde, en 1832,
uníase en matrimonio con el joven hacendado don Juan de Dios Silva. En 1845,
año de su actuación descollante, ya habían nacido de esa unión ocho niños:
Juan, Úrsula, Carlos, Emiliano, Felisa, Petrona, Ciriaco y Juana; cuando al
precipitarse los acontecimientos con la movilización de los ciudadanos que
habían de defender las costas del Paraná, el jefe de la familia es nombrado por
el general Mansilla capitán de milicias en el arma de artillería. En esa
designación primaron méritos adquiridos, como lo hace constar Mansilla en una
nota a Rosas, donde le da cuenta de los nombramientos de los oficiales que ha
hecho: “Un solo capitán he nombrado, y es el ciudadano federal don Juan de Dios
Silva, por su capacidad, honradez, constancia y servicios en el pasaje de
caballos...” Se refiere a los que se remitían al general Oribe en Entre Ríos,
para uso del ejército.
Con tal hombre se había casado la Simonino, y
con él marchó a Obligado, dejando a su hogar y a sus hijos para cumplir con su
deber de esposa. Con él estuvo en Obligado, y cuántas veces durante el
transcurso del combate, cuando envuelta por el humo que quemaba su garganta,
ella dirigía ansiosa los ojos hacia su Juan, el cual en esos momentos combatía
denodadamente a la par de sus compañeros. La angustia del momento desolaría su
espíritu, y sólo encontraría consuelo al recordar el hogar lejano.
Y él, al ver pasar afanosa a su compañera,
alabaría al destino por haberle dado tal madre para sus hijos. ¡Así eran los
matrimonios de aquella época; los cuales, con la sencilla abnegación que los
animaba, dieron caracteres firmes a la formación de nuestra nacionalidad!
Nosotros, al poner de manifiesto sus virtudes, sólo buscamos reconfortar al
espíritu con tan puros ejemplos de argentinidad.
A los noventa años que nos distancian de estos
episodios, apreciamos en toda su grandeza la esencia de esos hechos y la
actuación de esas almas, y si el destino ha querido que la historia registrase
el nombre de una de ellas, derramemos sobre su recuerdo todo nuestro
agradecimiento, mientras la patria forjará con tales ejemplos la ofrenda de sus
mismas virtudes.
(1) Su verdadero apellido era Simounin; pero como en los documentos históricos que la mencionan le dan el de Simonino, hemos creído conveniente seguir llamándola así.