Publicado en el Periódico El Restaurador - Año XI N° 43 - Junio 2017 - Pags. 1 a 3
Manuelita Rosas a 200 años de su nacimiento
por la Profesora Beatriz C. Doallo
Manuelita Rosas. Óleo de Prilidiano Pueyrredón |
"Dicbre 19, 1896.
Señor Vicealmirante
Dn. Mariano Cordero
Buenos Ayres
Mi querido amigo:
Mucho placer nos trajo a su amigo Máximo y a mí su amistosa carta 15 de septiembre pues el buen recuerdo de un amigo que tanto distinguimos es muy valioso para ambos, y quede Ud. cierto que tampoco nosotros le olvidamos.
Mi cumpleaños y el de Máximo son en mayo. El de este el 4 el mío el 24.
El próximo aniversario cumpliremos ambos ochenta años y aunque en tan avanzada edad Dios nos favorece con fortaleza y actividad sin embargo que contrariedades no nos faltan jamás" . (1)
Desde Hampstead, Londres, así comenzaba su carta a un amigo la dama que residía en Inglaterra desde hacía 44 años y había nacido en Buenos Aires el 24 de mayo de 1817. Tenía por nombres de pila Manuela Robustiana y era el tercer vástago del matrimonio de Encarnación Ezcurra y Arguibel y Juan Manuel Ortíz de Rozas. Precedida por otros dos hijos -Juan nacido el 29 de junio de 1814 y María de la Encarnación, que nació el 26 de marzo de 1816 y falleció a poco de nacer- Manuela, a quien llamaron Manuelita desde la infancia, vino al mundo en el hogar de un ganadero adinerado. Tuvo la educación habitual en las niñas de su clase social: leer, escribir, hacer cuentas, coser, bordar y el catecismo; luego se agregaron clases de música, canto y baile, preparatorias a la formal entrada en sociedad. Aprendió a cabalgar durante los veranos que la familia pasaba en estancias de don Juan Manuel, con más frecuencia en la que poseía en la actual localidad de Virrey del Pino, Partido de La Matanza, adquirida como El Pino y rebautizada San Martín por su propietario en homenaje al Libertador.
Al entrar Manuelita en la adolescencia, ocurrieron dos hechos que sellarían su destino: en 1829 su padre fue electo Gobernador y su madre se dedicó al proselitismo. Con progenitores que no tenían tiempo para ocuparse de ella y un hermano mayor enviado al campo para que aprendiera a administrar haciendas, continuó su vida de jovencita casadera -visitas, fiestas de boda, bautismo cumpleaños, paseos con amigas, compras en las tiendas- con la parva de tías, por parte materna y paterna, que oficiaban de chaperonas.
No se convirtió en una mujer hermosa, tampoco bonita en el sentido tradicional, pero su rostro era atractivo, sincero, abierto, agradable de mirar. Los vestidos de la época sólo permitían notar su cintura esbelta y los hombros redondeados; tenía estatura media, rostro ovalado, cabellera negra, frente alta, ojos castaño claros, pies y manos pequeños. Su andar era vivaz y elegante, su trato cariñoso con los íntimos, amable con todos, su mirada atenta e inteligente. Pronto surgió a su alrededor una corte de pretendientes; entre ellos José Mármol, mas tarde, y tal vez por el fracaso de sus ilusiones amatorias, virulento enemigo de don Juan Manuel. Pero, casi escondido, sin hacerse notar, rondaba Máximo, hijo del socio y mejor amigo de Rosas, Juan Nepomuceno Terrero. No era ningún secreto para las familias de ambos que Máximo, uno de los secretarios de Rosas, estaba enamorado de Manuelita y que ella sentía por el joven mucho más que aprecio; aunque no mediara noviazgo manifiesto, existía la certidumbre de que se casarían.
Manuelita tenía 21 años cuando su madre, enérgica promotora de la carrera política del marido, enfermó de cáncer; murió el 20 de octubre de 1838, a los 43 años, dejando vacío el sitial de primera dama en un período de borrascas internas y externas. El país se enfrentaba a la Confederación Peruana-Boliviana a causa de la guerra que Rosas, junto con Chile, declarara a Bolivia, gobernada por el mariscal Andrés Santa Cruz. Simultáneamente, estallaba el conflicto con Francia, cuya flota en el Río de la Plata bloqueó el puerto de Buenos Aires y el litoral argentino. El 12 de noviembre, pocos días después de deceso de la Heroína de la federación -como se designó a doña Encarnación- era asesinado en Tucumán el general Alejandro Heredia, con quien contaba Rosas para la defensa del Norte contra peruanos y bolivianos.
El gobernador era hombre de decisiones rápidas; pasado el período oficial de duelo, se reanudarían los festejos y reuniones a las que debía aportar su presencia y que le quitarían tiempo para ocuparse del país. Delegó su representación en Manuelita, resolución de las más acertadas por cuanto la joven demostró excelentes cualidades para las relaciones públicas y diplomáticas. Tanto los plenipotenciarios y marinos de Francia e Inglaterra -el almirante Le Predour, el comodoro Herbert, John Mandeville, lord Howden- en los salones más distinguidos de la Gran Aldea, como la gente de color en los candombes de las barriadas periféricas, la admiraron y agasajaron. Fue durante 14 años la cara amable del régimen, aunque se exageró hasta la leyenda el concepto acerca de la supuesta influencia que ejercía sobre las decisiones del padre tocante a los opositores. En Palermo, donde habitaban, Manuelita atendía a sus amistades y tertulias, mientras en otra ala de la casona su padre despachaba los asuntos de gobierno sin intromisión de persona alguna.
A tal punto alcanzó el prestigio de Manuelita que en el 1840 varios personajes de la federación impulsaron un movimiento para que sucediera a Rosas en caso de morir éste, a fin de que el gobierno continuara en manos de quien conocía ampliamente el estado de la cuestión pública.
Según la tradición hispánica, una mujer casada quedaba sometida al esposo y sobrevenían las obligaciones de dirigir la casa y ocuparse de los hijos que llegarían. Que la hija se casara no convenía a Rosas; perdería la virtual primera dama cuyo encanto facilitaba el engorroso trabajo de mantener unida a la Federación.
Como explicaría Rosas durante su destierro a un periodista, Manuelita le había prometido no casarse. Forzada o no, esa soltería no parece haber sido un conflicto para ella y continuaba en 1851, cuando Prilidiano Pueyrredón pintó su retrato, que le fue obsequiado por un grupo de federales y se exhibe en el Museo de Bellas Artes. Diez años antes, en marzo de 1841, Manuelita casi pierde la vida en un atentado contra su padre. Un complot liderado por José Rivera Indarte en Montevideo logró hacer llegar a la casa de Rosas un artefacto explosivo compuesto de 16 cañoncitos de cobre cargados con cartuchos y metralla en una caja que, supuestamente, contenía una colección de medallas enviadas desde Dinamarca. La caja estuvo varios días en el dormitorio de Rosas sin que éste le prestara atención, y finalmente Manuelita le pidió permiso para abrirla. Al hacerlo en sus habitaciones saltó la tapa y aparecieron los cañoncitos; la joven asombrada, cerró la caja y la llevó de vuelta al padre, refiriéndole lo ocurrido. Abrió Rosas la caja, saltó otra vez la tapa y quedó al descubierto la maquinaria infernal. "Uno solo -dijo Rosas refiriéndose a los cañoncitos- bastaba para matar a mi hija, siendo así que venía destinada para mí". (2)
San Benito de Palermo. Pintura de Gustavo A. Solari |
El 3 de febrero de 1852 dio comienzo el exilio de Rosas y sus dos hijos tras la derrota en la batalla de Caseros. Esa misma noche, con ayuda del Encargado de Negocios de la Gran Bretaña, Robert Gore, subieron a bordo de un barco de guerra inglés en la rada exterior del puerto de Buenos Aires. Arribaron a Inglaterra el 25 de abril y se alojaron en un hotel de Plymouth, donde a los pocos días llegó Máximo Terrero. El eterno enamorado de Manuelita traía cartas, dinero y malas noticias: el dinero provenía de las últimas ventas de ganado que su padre hiciera como apoderado de Rosas, las novedades de la confiscación decretada por el gobierno de Buenos Aires sobre los bienes de éste, de su hijo Juan y de las propiedades que correspondían a Manuelita por herencia de su fallecida madre.
Máximo que no había perdido el tiempo en correr tras de su amada, tampoco lo perdió en pedir a Rosas lo que deseaba desde hacía tantos años, la mano de Manuelita. Rosas accedió al casamiento con dos condiciones: que él no asistiría a la boda y que Manuelita no siguiera viviendo en su casa; consideró una falta de respeto que la hija decidiera casarse…
Manuelita y Máximo se unieron en matrimonio en la Iglesia católica de Southampton el 23 de octubre de 1852; fueron a vivir a una quintita que alquiló Máximo en las afueras de la ciudad y que compartieron con Juan, la esposa y el hijo de éste y en un primer tiempo, el mismo general Rosas, título por el cual se le conoció en Inglaterra. Los exiliados habían llegado a este país en el apogeo del reinado de Victoria y Manuelita se avino con gusto a la domesticidad victoriana, feliz en sus nuevos roles de esposa y ama de casa. Un paréntesis en la confiscación de bienes permitió a Terrero padre vender la estancia San Martín en una importante suma de dinero. Rosas viéndose rico nuevamente, rentó una mansión en Southampton y allí se trasladó toda la familia.
Manuelita perdió un embarazo en abril de 1853. En febrero de 1854 el matrimonio Terrero con Manuelita otra vez embarazada, se mudó a una casa alquilada en Londres, separándose así de un general Rosas cada día más huraño a medida que se desvanecían sus esperanzas de recuperar su bienes o retomar el poder. En Mayo Manuelita dio a luz un niño que murió a poco de nacer, nuevo fracaso en su anhelo de ser madre que la sumió en grave depresión. Recobró ánimo gracias a un nuevo embarazo, que llegó a buen término: el 20 de mayo de 1856 nacía un hijo varón, Manuel Máximo Juan Nepomuceno.
A fines de 1855 Juan, el hermano de Manuelita, regresó a América con su esposa e hijo -se radicaron en Santa Catalina, Brasil- y Rosas quedó solo en una casa que ya le era difícil mantener: el dinero obtenido por la venta de la estancia se estaba terminando.
Mientras los asuntos pecuniarios de su suegro iban de mal en peor, los de Máximo Terrero prosperaban: reconocida por la Confederación Argentina la independencia del Paraguay, cuyo presidente desde 1844 era Carlos Antonio López, Máximo fue designado Cónsul del país vecino, singular nombramiento instigado por los tejemanejes de Urquiza -se rodeó de asesores argentinos al flamante funcionario- y de Federico Terrero, hermano de Máximo, gestor comercial de su padre ante López.
El 22 de setiembre de 1858 nacía Rodrigo Tomás, segundo hijo de los esposos Terrero. Manuelita escribió a una amiga que se alegraba de tener hijos varones "pues como tengo la experiencia de lo que tenemos que sufrir en este mundo las mujeres, la incertidumbre de la suerte futura de mi hija me haría estar en constante ansiedad".
Por esos días Rosas negociaba el arriendo de una vetusta granja, Burgess-street Farm, -pasaría a la historia como Burgess-Farm- a 5 km kilómetros de Southampton. Comenzando por el traslado de los cajones con los archivos de su gobierno que trajera en su viaje al exilio, se mudó de a poco a la campiña; a principios de 1860 se instalaba definitivamente en lo que planeaba convertir en una pequeña estancia agrícola-ganadera. Pese al ahínco con que trabajó, el proyecto nunca fue un éxito y el inquilino de Burgess Farm pagaba la renta, el salario de una asistenta y su propio sustento, con magras cosechas de hortalizas, el subalquiler de un tambo que hizo construir, y aportaciones de dinero que algunos federales, por medio de una leal amiga, doña Josefa Gómez, le enviaban desde nuestro país.
Cada vez mas irritable, no aceptó compartir en Londres la casa de su hija y su yerno, alegando que vivir en una ciudad afectaría su salud. También rehusaba las visitas, pero los Terrero lograron que consintiera su presencia los días de su cumpleaños, el 30 de marzo, el de Manuelita, que festejaban el 25 de mayo para homenajear a la Patria, el 11 de octubre, aniversario de la Revolución de los Restauradores de 1833, y un par de semanas, durante las vacaciones de verano.
El 24 de febrero de 1877 Máximo, acompañado de su hijo menor, Rodrigo, que tenía 18 años, partió desde Southampton hacia Buenos Aires. El motivo del viaje era agilizar en los Tribunales el expediente para la devolución a Manuelita de cinco inmuebles que heredara de su madre y que había pasado de un juez a otro sin que ninguno pronunciara sentencia.
El 12 de marzo Manuelita recibió en Londres un telegrama enviado por el doctor Wiblin, médico de Rosas, pidiéndole ir con urgencia a Burgess Farm. Rosas estaba enfermo de pulmonía, supo cinco horas más tarde al llegar a la granja con una asistenta. Esa noche y al día siguiente se turnó con las domésticas a la cabecera de su padre, ya de 83 años y muy debilitado pero consciente. El 14 de marzo, a las seis de la mañana, a la pregunta de la hija: "Cómo te va, tatita?", Rosas respondió "No sé, niña". Minutos después expiraba.
Fue enterrado en el cementerio de Southampton, donde en 1887 Manuelita hizo construir un sencillo mausoleo en granito rosa oscuro, rematado por una cruz celta, para destacar su tumba entre los túmulos blancos.
El 1885 le fueron devueltas a Manuelita las cinco casas incautadas en 1852. Hay desacuerdo acerca de si regresó o no a Buenos Aires para tomar posesión de esos inmuebles y venderlos. Contra los que afirman que nunca volvió al país, estamos -me incluyo- quienes, sobre la base de documentos y periódicos de la época, tenemos la certeza de que vino en 1886, se alojó en la casa de Reconquista 23, e, invitada por el Vicealmirante Cordero, visitó en el puerto, un barco de la Armada Argentina.
Tras la muerte de Rosas, Manuelita y Máximo tenían en su casa de Londres sus voluminosos archivos, incrementados durante los 25 años de su ostracismo con cartas y comprobantes enviados por militares y civiles leales. Autorizaron a Adolfo Saldías, abogado y escritor argentino, a utilizar esa documentación en un libro que deseaba escribir sobre Rosas y su tiempo. El primer volumen, "La historia de Rozas y su época", fue editado en París en 1881, dando el gran paso para el revisionismo de la Restauración. Un segundo volumen en 1884 y un tercero y último en 1887 completaron la obra que luego el autor tituló "Historia de la Confederación Argentina". Manuelita se alegró mucho de leer hechos justos y comprobables, después de tantos años de escritos falaces sobre su padre y su gobierno.
En setiembre de 1896 Adolfo P. Carranza, director del Museo Histórico Nacional, escribió a Manuelita solicitándole para su museo "aquella espada redentora de un mundo", el sable corvo que el general José de San Martín legara a Rosas. Manuelita y su esposo aceptaron donar a la Nación Argentina ese "Monumento de Gloria" como lo nombró la hija de Rosas en su respuesta a Carranza. En enero de 1897 Manuel Máximo Terrero entregó en la legación argentina en Londres el sable en el mismo cofre con que lo había recibido su abuelo; el 4 de marzo el arma era recibida en nuestro país con los honores correspondientes.
Máximo Terrero sufrió lo que hoy denominamos un ACV en 1889: recuperó la movilidad pero quedó con impedimentos en el habla; falleció en 1904. Manuelita le había precedido en la muerte seis años antes, el sábado 17 de setiembre de 1898, de resultas de una larga enfermedad. Ambos, de acuerdo a sus deseos, fueron enterrados en el cementerio de Southampton en el mausoleo donde descansaban los restos del Restaurador.
(1) El Restaurador N° 27, junio de 2013: "Tres cartas inéditas de Manuelita Rosas a Mariano Cordero (1893-1897)"
(2) El Restaurador N° 5, setiembre 2008: "Es acción santa matar a Rosas".