sábado, 1 de marzo de 2014

Opiniones - Leopoldo Lugones

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año VIII N° 30 - Marzo 2014 - Pag. 16 a  18 

Opiniones

Juan Manuel de Rosas

    

Leopoldo Lugones nació el 13 de junio de 1874 en Santa María de Río Seco, Córdoba.

Fue uno de destacado poetas de su época, también ensayista, narrador, periodista y político. Fue inspector de enseñanza media 

Estudió bachillerato en el Colegio Monserrat, de Córdoba, uno de los más importantes de nuestro país.  

En Córdoba cuando tenía 21 años, fundó un Centro Socialista Obrero y comenzó como periodista en la publicación Pensamiento Libre de tendencia atea y anarquista.  Al radicarse en Buenos Aires en 1896 se unió al un grupo de escritores socialistas. Escribió en La Vanguardia -socialista- y Tribuna -roquista-.

Cuando contaba con 22 años de edad, en  el diario El tiempo de Buenos Aires, el día de la llegada a nuestro país del sable corvo, se publica el artículo El sable de su autoría, que transcribimos a continuación, en la que expone su opinión sobre Rosas y sus enemigos. Ese mismo año -1897-, publicó su primer libro Las montañas del oro.

A fines del siglo XIX conoció al poeta nicaragüense Rubén Darío con quien mantuvo amistad hasta la muerte de este último y que influyó en su pensamiento.

Durante el transcurso de su vida va cambiando su posición política, ya que como se dijo se inició en el socialismo más extremo, para pasar al liberalismo, el conservadurismo y tendencias autoritarias propias de las décadas del 20 y del 30. También en 1899 como muchos de los intelectuales de aquella época, había ingresado en la Masonería.

Escribió diversas obras de carácter histórico como El imperio jesuítico, siendo esta una obra profunda sobre ese tema, publicada en 1905 y ese mismo año escribió La guerra gaucha, acaso su obra más conocida, que en el año 1942 fue llevada al cine con notable éxito, por los artistas que trabajaron: Enrique Muiño, Ángel Magaña, Francisco Petrone, Amelia Bence y otros y es considerada como una de las más exitosas películas del cine argentino de todos los tiempos.

Historia de Sarmiento fue otra de sus obras escrita en 1911.

Realizó colaboraciones para el diario La Nación, desempeñándose también como corresponsal en Europa en los años previos a la Gran Guerra, habiendo anticipado la iniciación del conflicto.

En 1915 fue designado Director de la Biblioteca Nacional de Maestros, cargo que desempeño hasta su muerte.

En el año 1924, como "uno de los escritores más importantes del mundo", participó de la reunión de la Liga de las Naciones. En Europa conoció a Alberto Einstein, a quien años después agasajó en su casa cuando el famoso físico visitó nuestro país. 

En 1926 recibió el Premio Nacional de Literatura y en 1928 juntamente con Horacio Quiroga fundaron la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), de la que fue su primer presidente. En su honor, esa sociedad instituyó el día de su natalicio como "Día del escritor".

En 1930 apoyó la revolución del 6 de setiembre que derrocó al presidente Hipólito Yrigoyen, habiendo sido el redactor de la proclama revolucionaria. Ese año se publicó La grande Argentina y La patria fuerte.

Según opinan unos, desencantado por la situación política y otros, por problemas amorosos, se quitó la vida en Tigre, Pcia. de Buenos Aires el 18 de febrero de 1938. 

Alguna de sus otras obras fueron: Odas seculares (1910), Mi beligerancia (1917), Rubén Darío (1919), El tamaño del espacio (1921), La organización de la paz (1925), Roca (1938), Romances del Río Seco (1938), etc.


EL SABLE

Por Leopoldo Lugones


José de San Martín


Primer acto: El sable libertador.

Y así pasaba el sable: como un relámpago ante las filas y en el relámpago había una visión; y la visión era un florecer de palmas. ¡Gran cosa esa guerra! A la espalda, los Andes. Los campos de Chile al frente. San Martín en medio. 

Una decoración imponente: bloques monstruosos, torrentes espumosos de correr como caballos, abismos llenos de ecos como inmensas campanas volcadas, sueño de vientos, nubes, nieve, silencio. Algún cóndor.

De repente un trueno cercano, una llama: Chacabuco. Luego, más lejos otro trueno, otra llama: Maipú. La vieja cordillera oía, y si bien callaba, esto no quiere decir que permanecía indiferente. Aquello era un amanecer.

De improviso, por la cuesta más agria, entre las mandíbulas del abismo caminando por las sendas que conocen el paso de las nubes y en las cuales suele desganarse el viento en quejas, caballos, granaderos, armas, banderas: La legión. La libertad con ella, y Dios cerca. Iban aquellos tempestuosos caballeros en dura empresa de redimir y despertar.

Tratábase de inaugurar naciones y de vestir pueblos desnudos. De vestirlos de laureles, que es heroico vestir. Era un trabajo cósmico, un trabajo de fe y de acero. La fe era grande, porque los corazones eran firmes; los aceros herían hondo, porque los brazos eran fuertes.

Aquellos soldados podían llamarse los ascetas de la libertad. De hambrientos que estaban, se habían vuelto inmensos; fenómeno común entre los esclavos que ya no quieren serlo. Remendadas llevaban piel y blusa, pero la una y la otra se habían roto porque no se rompió el acero del dueño. No sabían leer; empero sabían deletrear el poema de la tempestad. No tenían camisas, pero les sobraba sangre y entusiasmo bajo la piel, y si no iban vestidos, iban dorados de gloria. No hablaban; sin embargo, habían oído de cerca la voz de la montaña. No poseían siquiera un poeta: mas sí negros vigorosos que soplaban formidables clarines, y golpeaban toscos tambores. No pensaban en nada; no obstante tenían sus caballos. Ni siquiera conocían su propio rumbo; pero para ellos el horizonte concluía donde se levantaba el sable. Aquel sable era como el sol: por donde pasaba se iban despertando las gentes. 

Y era entonces el trajín de las batallas que había de ganarse; de los aceros que necesitaban su bautismo; de los corazones que daban allá adentro como sordos golpes de caballos que llevaban también alas; de las banderas en que había pintados soles para que ni aún los días oscuros anduviera sin sol aquella tropa; de los ímpetus más apremiantes que espuelas; de las esperanzas brillando de golpe y a un tiempo, como cuando el cielo escampa a media noche y la Vía Láctea arroja sobre el horizonte su enorme cruza de cascada; de los corajes extrahumanos que empujaban hacia la muerte a los guerreros que iban con las almas puestas en las espaldas y los corazones latiendo acordes con el galope de caballos, en aquel inmenso trajín, de esos que dejan un ruido largo por los caminos cuando se ponen a trotar los pueblos que el pensamiento de Dios inquieta en ciertas horas como un instinto superior, que provoca esos irresistibles éxodos, bajo cuyo empuje se abren en dos los mares y se conmueven los desiertos: (mares de agua y mares de sombra, desiertos de arena y desiertos de luz, porque suele tratarse igualmente de ejércitos, de familias y de caravanas de almas). Y era el sable quien mandaba y eran cosas de prodigio las que se veían cuando el sable mandaba, cosas de exterminio y de sangre, cosas de honor y de luz, muertes, cargas, fugas, esplendores, cóleras… y el sable siempre rayando las fronteras de los pueblos nuevos y esparciendo a los cuatro horizontes los saludables espantos de la justicia. Aquel sable era como la tempestad: por donde iba pasando tronaba. 

Y vino después el tiempo de los ocios tristes, y llegó la estación de encanecer y las grandes aves negras volvían a ausentarse para sus pueblos y cumbres, y el sable volvió a entrar en su vaina y ya no se le vio más… hasta un día!.

Segundo acto del drama: Juan Manuel de Rozas

Este hombre tan grande y tan fuerte vivió constantemente recibiendo rayos. Cuestión de altura. Sólo que como las cosas del mundo físico suelen tocar su acción en el mundo moral, las calumnias, las diatribas y los apóstrofes de los pequeños contra los grandes hieren de abajo a arriba. 

Es casi asunto de iniciados llegar a convencerse en este país de la inmensa altura genial de Rozas. Son veinte años de historia tachados cobardemente.

Irrefutable prueba de pequeñez moral. Las tres cuartas partes de los ciudadanos argentinos ignoran todo lo que es realmente histórico de la dictadura del general Rozas. La gente unitaria ha seguido teniéndole miedo al hombre hasta después de muerto, y se ha dado el elocuente caso de un cadáver dando miedo a la historia oficial de un pueblo. Porque ésta es la verdad: no han sido los historiadores que se han callado, sino el cadáver que les ha impuesto silencio. De algún modo tenía la calumnia que mostrar bajo su falsa piel leonina, el hocico de chacal. Sólo se sabe que en aquella época se cortaban cabezas. Y bien, ¿qué? Se cortaban porque era una guerra de cabeza contra cabeza. Y si yo hubiera de optar imparcialmente entre aquella época de lucha ferozmente bravía, y estos tiempos de cobardías y de subasta en todo, me quedaría con la primera. Temple moral debía tener el pueblo que mandaba el general Rozas cuando fue capaz de producir Caseros. 

En cambio, el pueblo de hoy cree que para echar abajo las repugnantes medianías que lo están robando, no le queda mejor recurso que el soborno del ejército ¡Siempre la subasta! 

Y luego, ¡qué extraña y formidable carrera la de aquel hombre! De repente aparece en la escena con los dos rayos azules de sus ojos. A su alrededor hay guerreros valerosos, tribunos eximios, ciudadanos meritorios. Todo se pliega ante él o viene abajo. Es cosa de un instante. Repentinamente se ve que ya no queda más que él. Suprema injuria para los mediocres. 

Dentro del concepto del gobierno, y con las modernas leyes científicas de la concurrencia vital, el único gobernante lógico es el tirano. La idea del mando es absolutamente autocrática. El que manda es siempre uno. El crimen del general Rozas consiste en haber sido lógico ocupando solo todo el horizonte porque era el más grande de todos los hombres de su tiempo. 

Hay que confesar que la personalidad de Rozas no cabía en la vulgar y mediana blusa democrática a pesar de tener ésta diez mil mangas. Y él la hizo estallar magníficamente. Bajo la enorme presión de su pecho dominador saltaron los míseros broches del convencionalismo legal. Entonces le advirtió la tempestad, le juzgó digno de su esfuerzo, le vio grande entre las microscópicas envidias que hormigueaban bajo su talón imperioso, y echó él vientos, nubes, rayos. Europa volvió a anudar los cabos rotos de sus recolonizaciones fracasadas, y fue el moverse las escuadras sobre los mares, y el agruparse los traidores sobre la tierra. Brevemente: Rozas alzó entonces su cabeza principalmente hermosa y soberbia, hizo pelear a su pueblo, y batiéndose –ambidextro formidable– con un brazo contra la traición que ponía en venta la propia tierra por envidia de él, y con el otro contra la invasión que venía a saquear en tierra extraña, echó a la tempestad riendas de hierro que manejó con sus puños el gran jinete de pueblos y de potros. Y por segunda vez se salvó la independencia de la América. 

Entonces el sable, aquel viejo sable se estremeció en su vaina como en los buenos días de las batallas por la libertad del continente lejano. El león sintió que sus canas eran todavía pelos viriles, comprendió toda la grandeza del esfuerzo del dictador, y dijo que en mejor mano no podía caer la prenda heroica. Y redactó su testamento partiendo la herencia en dos; dejó su corazón a Buenos Aires y su sable a Juan Manuel de Rozas. Y no tenía más que dejar. Hay motivos para creer que no amaba más el corazón que el sable. Este rasgo de San Martín, es entre los muy pocos geniales que tuvo, el más genial. No cualquiera podía comprender a Rozas. Verdad es que San Martín no debió ver en él sino el Salvador de la Independencia de América. Pero, ¿se necesita más? 

Y bien: he aquí que traen como una reliquia bajo el saludo de las banderas, la herencia que San Martín dejó a Rozas. Jamás soñara el dictador mejor desagravio en su propia tierra. Porque es imposible separar aquí los recuerdos. Por Rozas vuelven a tener los argentinos el sable del Libertador. Y no se puede hablar de la herencia heroica sin recordar al gran heredero, al hombre extraordinario que a pesar de todo no han conseguido manchar por completo las calumnias mezquinas y los silencios cobardes de los que nunca pudieron perdonarle el imperdonable crimen de haber sido más grande que ellos. 

Y yo que escribo esto ahora, asumiendo honradamente mis fueros de posteridad, debo una declaración que conceptúo importante: dos de mis abuelos pelearon en las filas unitarias. 

Uno venciendo al Gran Bárbaro, empresario de hazañas de leyenda, en la Tablada y Oncativo, donde fue el afirmarse las infanterías como sobre un manchón de piedra cada infante, y el cargar de las caballerías rajando la tierra a golpes de patas de caballo los jinetes con los brazos arremangados y tan pegados a ellos las lanzas, que parecían retoños de árboles en aquel choque de una tormenta brava contra una montaña serena. Otro vencido en el Tala, donde fue el desbandarse las gentes de La Madrid –aquel guerrero de piel tan agujereada que no se sabía cómo no le había ido por las brechas la brisa de fuego que tenía por alma– bajo una nube de boleadoras, con las lanzas a la rastra para salvar los jarretes en los brutos, doblada la espalda bajo el fantástico golpe de la persecución que venía desatando alaridos y desplegando los colorados chiripás como llamas pegadas a los flancos de los caballos, en un tumulto visionario que era como un naufragio en un relámpago. 

Ahora bien, en presencia de ese sable que la nación de los argentinos no puede recibir hoy dignamente, porque está muy escasa de laureles, cabe un parangón entre época y época. Cabe preguntar qué vale más, si aquellos años de guerra abierta, cruel pero varonil, o los presentes de asfixia moral, de lepra sorda, de cobardías y de sensualismos de camastros. Es el momento de decidirse entre la hemorragia y el flujo secreto. Y hay que confesar, sobre todo, que si hemos conseguido un confortable tejido adiposo, nos hemos empequeñecido de corazón. La ganzúa ha vencido al puñal. Ya nadie quiere mandar; empero, todos desean hartarse. Economía de rayos para las nubes. Gastos de miasmas para el sumidero. Compensación. ¿Qué nos favorece más? 

¡Oh!, los sables libertadores son útiles santos. Por el sable es cómo dos islas están sosteniendo ahora el honor de la humanidad. Los sables nunca tienen la culpa de los males de los pueblos. Las culpables son las manos. 

Ante la gloria de los héroes, desaparece, se anula el mísero concepto de las patrias. Por eso yo que no tengo ninguna, si se exceptúa el corazón de la mujer que me ama, he recordado ante ese sable que llega, la independencia americana, necesaria a la economía del globo como un pulmón, aunque esté manchado por la infamia republicana y la estupidez democrática; he vengado a la historia de la conjuración de mil triunfantes envidias pequeñas, pero numerosas como viruelas; y he resuelto recordar a los militares (no me atrevo a decir guerreros) de esta nación crucificada en el caballete de una pizarra de bolsa, que entre los afeminados ciudadanos de Ítaca no se encontró uno capaz de manejar el arco legendario del guerrero ausente. 

Por fortuna, el Sable va a ser puesto en el museo. Es lo mejor, desde que ya no existen ni el Libertador don José de San Martín ni el Tirano don Juan Manuel de Rozas.